Adiós

Entré en el despacho. Cerré la puerta tras de mí y me encontré entre tinieblas. En la silla, detrás de la mesa, el jefe me observaba desde las sombras, que escondían la mirada y solo permitían desgranar la boca y la barbilla. Exhalaba humo y sonreía de medio lado. “Bueno... Adiós”. Estreché su mano con fuerza asintiendo con la cabeza y con otra media sonrisa. Al tiempo que me giraba, el despacho comenzó a generar una suerte de implosión que absorbía todo lo que contenía. El jefe, la silla, la estantería, las paredes, la cristalera, la papelera, las otras sillas, las mesas, las teles. Apuré el paso escapando del caos. 

Pero fuera las cosas no eran mejores. A cada paso que daba, el suelo se derretía como si la mantequilla contactase con la sartén ardiendo. Los colores embadurnaban el ambiente, que se deconstruía a mi paso. A la izquierda, la zona de los Avid se alejaba con el grupo de realizadores agitando la mano en señal de despedida. Aquella implosión se había escapado del despacho y azotaba el núcleo de la redacción. Las filas de ordenadores se hundían hacia un lugar desconocido, mientras la gente, impertérrita, sonreía despidiéndose. De frente, la mesa de Marisa ya no existía; sólo era un punto minúsculo en una masa informe que se dedicaba a tragar todo lo que se ponía a tiro, comenzando un duelo con la implosión que continuaba sus estragos a mi espalda. Ni la zona de la web ni, al fondo, la salida de emergencia con las fotocopiadoras e impresoras de la zona amarilla se salvaban. 

En la sala de reuniones, promiscua en sus mejores tiempos, había irrumpido un vaho que dotaba de neblina londinense al cuarto, como si una cámara de gas moderna se hubiese apoderado de su personalidad. “Adiós”, decía medio hombre, solo de cintura para arriba, desde una de las 8 pantallas que antes enseñaban partidos de fútbol. 

Seguí caminando, sorteando el caos. En la zona de redacción, donde las mesas nunca tuvieron mi nombre, más promiscuas que la propia sala de reuniones, los ordenadores se derretían como los relojes intemporales de Dalí. Goteaban sobre el suelo mientras una mujer de la limpieza acudía presta con el carrito multiusos. “¿Esto se puede tirar?”, preguntaba a caras deformadas por el efecto dominó que había invadido aquel lugar. Esas caras que, a cámara lenta, me miraban atónitas ante un paso firme que se marcaba de amarillo sobre el suelo, que ya no podía ni recibir ese nombre. Todo era goma quemada, plastilina derramada por las paredes. Internacional se había unido al resto, con Informe Robinson y una pizarra con palabras ininteligibles escritas con rotulador rojo. Eran como continentes que apuraban una nueva forma en cuestión de segundos. 

Al fondo, una luz voraz hacía alejarse documentación, Cuatro, producción y el resto de deportes, que sonaban lejanos. Un balón de baloncesto salía disparado contra el cristal que nos separaba del vacío hacia la planta de abajo, y una bota del tamaño de Gasol se estrellaba contra una silla giratoria. Ni Canal Plus Liga, siempre atento, se salvaba del terremoto de imágenes superpuestas a modo de sueño lisérgico. Caminar hacia la salida se hacía más duro. Los pies se impregnaban y se hundían en el suelo, y había que hacer una fuerza extraordinaria para avanzar. De la suela de mis zapatos, nacían hilos de chicle que me apegaban con fuerza al llano, ahora modulado por el contoneo de la realidad.

La redacción se quedaba entre luces y sombras. Algunos se acercaban a la luz y se convertían en destellos en el techo; otros, se hundían entre las sombras; algunos, vivían en un limbo mudo en el que ni se veía ni se escuchaba nada. La explosión sorda que inundaba todo hacía que mis oídos pitasen como un micrófono que se acopla y los teclados, con vida propia, tecleaban sin pantallas en las que reflejar las frases de aliento en la despedida. Todo era una masa. 

Al salir al pasillo, la postal era parecida. La primera planta era una cuesta hacia el hall y la parte de Santillana se quedaba al margen, con los trabajadores mirando el espectáculo desde abajo. A lo lejos, sobrevolando el desastre, estaban “los de arriba”, esos entes desconocidos de los que había dependido nuestra estancia ahí. Nadie los conocía, nadie había reparado en ellos. Un cuervo de cabello negro se posaba en la barandilla y, graznando, iniciaba el vuelo a la parte superior, con “los de arriba”, que miraban sin ojos y atendían sin caras, vestidos de negro, con capuchas que impedían reconocerlos. Eran como los jinetes oscuros que perseguían a Frodo en busca del puto anillo. Corte de mangas y seguí el camino.

El torno no me reconocía como parte de aquello y me dificultaba la salida; un hombre vestido de marrón me invitaba a pasar por encima de él. Un escorzo absurdo para sobrepasarlo y casi estaba fuera. Solo faltaba la puerta giratoria, que abusaba de revoluciones por minuto, lanzando a su antojo hacia fuera al que intentaba cruzarla, pero se paró ante mí. Y la traspasé. Como un fantasma; como si tampoco me quisiese reconocer, como el torno, que ya quedaba atrás. Fuera, el letrero de Canal Plus y de PrisaTv yacían en el suelo, víctimas del derrame que sufría el edificio. 

A cámara lenta, me alejé. Y detrás ya no había nada, solo un ciclón en el que el edificio desaparecía de la realidad y trasparentaba el campo abierto con alguna industria que regaba el paisaje. En el último paso que me llevaba físicamente fuera del recinto, unas voces me detuvieron. “¿Te fumas un cigarro?”. Eran ellos, los de siempre, los que me habían acompañado en la aventura de estos años. Y, claro, siempre hay tiempo para un cigarro, aunque el mundo se derrumbe ante tus pies. 

Apagué el cigarro, pisé la colilla. “Adiós”. 

Miradas Desde Medellín (I)

Parte de la vida, el azar y el trabajo me llevaron este verano hasta Colombia; más concretamente, a modo de campamento base, a Medellín. La primera reacción desde el seno familiar fue de estupor. Desde el estupor, nacieron palabras como "cártel", "muerte", "droga" y "¡Peliiiigroooooooo!". Normal, supongo, por dos razones; la primera, el desconocimiento creciente que tenemos en España del desarrollo de las cosas en Latinoamérica; la segunda, las referencias que hemos tenido de ciertos países. 

Poco tiempo antes, había visto un reportaje sobre la peligrosidad de países de Centroamérica como Honduras y Guatemala (en El Semanal de El País, creo recordar). Pistolas, bandas, muertes y violencia, acompañadas de documentos gráficos de los protagonistas sumadas a breves descripciones curriculares en plan "este tío de la foto tiene 83 tatuajes y mató a X personas". 

Con estas, me traté de informar previamente de la realidad actual del país que iba a visitar. La más que nombrada guerrilla y los paramilitares se habían desplazado más hacia el sur del país, en la zona que linda con Brasil y el Amazonas, mientras el resto del país subsistía en una idea de progreso hacia el turismo, el ecoturismo y las ganas de recibir a extranjeros con intención de vivir una cultura tantas veces desconocida y, otras tantas, generadora de temor. Pero nada mejor que ver in situ las realidades fuera de lo leído o escuchado. 

La primera parada, como decía, a modo de campamento base, era Medellín. Segunda ciudad en importancia, capital del departamento de Antioquia, la primera visión que me regaló desde la carretera, una vez aterrizado, me deslumbró. El coche que nos llevaba hasta el hotel descendía la ladera sinuosa de una montaña, mientras avisos en carteles sobre la carretera recordaban que no deberías "tomar" si conduces y que el respeto por las señales viales era básico para no morir en el intento. A un lado, se empezaban a esparcir casas con seguridad propia y terrenos verdes que formaban paredes casi verticales de pomposa vegetación. Al otro, la ciudad mostraba su cara, encerrada entre montañas, como el poso en un cuenco. 

De magnitud importante, desde la bajada se intuían, al menos, dos ciudades diferentes. La de rascacielos, edificios altos con una idea de skyline muy cercano al norteamericano, y la del resto de la ciudad, de casas bajas, ladrillos amontonados y un naranja que se extendía por la colina contraria a la que descendíamos. Y eso, en un resumen muy simplista, es la primera idea que te llevas de Medellín. 

Nosotros nos alojamos en la zona de El Poblado, la parte más rica, la del desarrollo más europeo y americano. Con una gran avenida, la Avenida del Poblado, que surcaba la zona dejando en ambas orillas oficinas de bancos, sedes de grandes negocios y la estrella de la renovada cultura del lugar: los centros comerciales (o "malls"). 

Reconozco que los primeros pasos, buscando un primer contacto por la zona del hotel, sí que se acompañaron de ese extraño temor a lo desconocido, como caminar en la oscuridad sin rumbo. Te han dicho que no hay nada, que es un camino recto, pero no poder ver te encoge el estómago. Eso solo fue, repito, la primera sensación. 

Nuestro trabajo se desarrollaba, principalmente, en Plaza Mayor, un centro de reuniones, un edificio acomodado a las convenciones con el que Medellín respiraba hacia la normalidad. Una normalidad que les habían robado desde prácticamente los años 80 un señor gordo de bigote y de apellido Escobar Gaviria y esa sonada guerrilla que tantas veces había ocupado puestos de medalla en los informativos de medio mundo. Distintas personas nos fueron dibujando la idea de Colombia y de Medellín en esa época. Un tiempo de terror y vigilancia, un estado de sitio para el ciudadano de a pie. Unas historias que, no por ya pasadas, quedaban alejadas del imaginario común de aquellos ojos que se revolvían recordando el pasado más inmediato de un presente que luchaba por destacar el futuro. 

Y es que el futuro de Medellín se podía alcanzar en pocos días de pasearte por la ciudad. No solo aquel centro de convenciones en el que se presentó el evento Emtech (ni más ni menos, un hijo del MIT y de la revista Technology Review) y en el que tendría lugar ColombiaModa u otros tantos acontecimientos de una ciudad que destacaba en sus medios de comunicación y en palabras de su alcalde la visita de Madonna como símbolo de desarrollo hacia la normalidad, sino que varias zonas de Medellín se habían ido acompasando al ritmo de lo urbanita, de acercar a la gente a la calle, de sacar del pecho el miedo refugiado por el recuerdo. 

Se conseguía todo a través de un arduo trabajo de la alcaldía actual y de las que habían pasado anteriormente. El Parque Explora, el Planetario y el Jardín Botánico eran el germen, el inicio de los pasos hacia el objetivo de reconvertir y recuperar la habitabilidad de las aceras. Después, el impresionante Edificio Inteligente de las empresas públicas, el edificio Coltejer o el de Ruta N, que simbolizan la actual imagen de modernización y normalización de la ciudad. 

O la sede de Telemedellín, una antigua mansión de tres paramilitares rebosante de lujos (innecesarios y exagerados, pero lujos al fin y al cabo), con una historia particular. Antes de la inauguración, se solicitó a una chamana que apartase las malas energías de allí; energías que provenían de los crímenes de los que la mansión había sido testigo, las torturas y la violencia que tanto tiempo había contenido. Ella, en el quicio de la puerta, no fue capaz de entrar. Necesitó, cuentan, un día de preparación para poder combatir aquello y liberar la que sería sede del canal de tanta maldad pasada. 

En este tránsito del país y de la ciudad, se ha comenzado a emitir una serie (bueno, creo que van por el capítulo cuarenta y algo) que narra la vida de Pablo Escobar, "el patrón del mal", como apunta una voz en off en cada intermedio, con un slogan que refleja la lucha por recuperar la identidad. "Quien no conoce su historia está condenado a repetirla".

Protocolo De Actuación

"Hace mucho que no escribes en el blog". Era mi padre por teléfono. Delante de mí, un plato recién terminado de garbanzos, un vaso medio lleno de agua (sí, en plan positivo) y un hombre dando noticias en la tele.

Tenía razón. Hace mucho, demasiado, que no escribo en este blog. La razón, si la hay, es que me he centrado en otras cosas. El trabajo, por absurdo que parezca, me absorbe de una manera extraña. Quizás centra demasiado mis pensamientos, y eso hace que el tiempo libre lo dedique a otras cosas, algunas tan banales como tirarme en el sofá a ver venir el tiempo. Esa actitud solo me ha generado kilos y ha restado tiempo a las aficiones que he tenido más cultivadas los últimos años. Épocas de la vida, supongo.

Lo último que me había absorbido del trabajo era un reportaje. Desde principios de año, tenía intención de viajar con las peñas del Celta a algún desplazamiento del equipo. Tenía todo atado gracias a Morriña Celeste, la peña de Madrid con la que he estado en contacto los últimos meses. "Hay que hacer algo con ellos", me decía tirado en el sofá viendo el tiempo. Ese "algo" no dependía solo de mí; dependía de mis jefes, del desplazamiento y de las propias peñas. Más que nada, de las peñas y de la afición del Celta, porque para sacar algo de un equipo de Segunda División en El Día Después, tenía que ser poco menos que extraordinario.

El primer intento era el derbi contra el Depor. No pudo ser porque no había jornada de Primera y, por lo tanto, no había programa. El segundo fue en el partido contra el Alcorcón. Cerca de Madrid, barato para el dañado presupuesto del programa y con un, según entendía, masivo desplazamiento del celtismo ("celtismo", ese ente carente de forma pero que se refiere a un grupo concreto de gente, los celtistas). Tampoco pudo ser; me mandaron a Málaga; así que mientras el celtismo se empapaba en un diminuto campo de Segunda, yo grababa en Málaga un partido sin historia del que salió una: Juanmi, un canterano del equipo malacitano, revolucionaba un partido muerto.

Hace unas semanas, Alejandra, presidenta de Morriña Celeste, la peña del Celta en Madrid, me recordaba el partido contra el Valladolid como una nueva oportunidad. Las circunstancias, esta vez sí, se dieron. Al masivo movimiento de gente (se calculaban más de 1000 personas), se unía que yo sí que podía ir; eso sí, con una minicámara en ristre. Lo de la minicámara era una prueba de la desconfianza que generaba entre mis jefes el reportaje en sí. Vaya, tenían razón, pero mi misión era quitársela.

Y me planté en Valladolid un sábado que libraba para actuar de periodista en medio de la que había sido mi afición desde niño. Reconozco que me comporté en base al protocolo de actuación de un buen profesional; esto es: no iba con la camiseta del Celta, no me unía a los cánticos y solo quería reflejar la realidad. Un coñazo, vamos.

Y grabé, y grabé. Pude conocer a un personaje curioso del que me habían hablado. Un irlandés que se había aficionado al Celta por el mero hecho de ser un equipo céltico, como su Celtic de Glasgow, equipo del que era hincha desde pequeño. Noel, se llamaba. Un buen tío que desbordaba buen humor, y buena prueba de ello era el cariño que le tenía todo el mundo. En el campo, viví con entereza el primer gol del Valladolid, grabando bufandas blanquivioletas al vuelo y la decepción de mis compañeros de grada. En el empate del Celta, me contuve. Me alegré por dentro, pero no dejé salir al hincha que llevo dentro (un hincha, por cierto, que solo sale con fuerza con los partidos del Celta y con algunos muy muy muy importantes del Barça y de la selección). Pero el segundo, el de la victoria, el que se metía en el minuto 91... ese me hizo estallar. Estaba, por casualidad, grabando el ataque del Celta. Y marcamos (sí, en primera persona del plural... es que estaba muy metido). Me levanté de un salto, grité y giré la cámara hacia la grada.

La imagen era perfecta: gente desbordada de alegría, de emoción, como hacía tiempo que no veía. Después, cánticos y la consabida Rianxeira. Vuelta del equipo al terreno de juego a saludar a la afición. Y vuelta a la emoción en las caras de la gente.

El lunes, se sorprendieron. De la grabación, de la fuerza de las imágenes... vamos, me había compensado perder un día libre por reflejar lo que se vivió en Valladolid. Y no quiero decirlo, pero yo veo a toda esta gente el año que viene en Primera División. ¿No?

Todo lo que sacamos en el programa, en esta compilación hecha por la peña Morriña Celeste:

Protocolo De Repaso

Dejadme adivinar... en los próximos días nos veremos inundados por maravillosos recopilatorios del año que nos deja. El punto de partida, el 1 de enero de este año que se acaba; el punto final, el mes de diciembre. El origen, televisiones, radios, gente individual, blogs, personas en su intimidad. Desde los medios, del fin de ETA hasta Rajoy; desde las personas, lo bueno y lo malo.

Ya lo decía Mecano, hacemos balance de lo bueno y malo (5 minutos más para la cuenta atrás). Y ahí, las mentes, las "cabezas pensantes", haciendo un esfuerzo sobrehumano para repasar sus filias, fobias, felicidades y tristezas del año. Una actividad que se hunde en lo más protocolario dentro de la época más protocolaria del año. Porque es Navidad (así, con mayúsculas), la natividad, el nacimiento de Cristo, según la religión católica; y, como esta, hay que actuar protocolariamente. Y ahí entra el repaso al año que dejamos.

Sabemos que estas fechas no son más que fiestas paganas que se hicieron coincidir con las cristianas para callar bocas y celebrar todos a la vez algo. Yo, no católico, no cristiano, no creyente y mucho menos practicante, he dicho más de una vez que no celebro nada religioso, sino que coincide que el calendario me ofrece la oportunidad de estar con mi familia. Sobre las fechas en concreto se cierran actos y celebraciones. Alguno me ha dicho que mucho no creer, pero que cuando llegan las Navidades, bien que las aprovecho... Demagogia pura y dura.

Realmente, para mí esta época del año se concentra en el cambio de número. Ahora, seremos 2012. Y como sufrimos un cambio, hay que hacer el manido repaso. En el fondo da igual; el cambio de año no coincide ni con un cambio estacional, solo con algo psicológico que tenemos muy aprendido y muy aprehendido, hasta tal punto que terminamos por creerlo.

"A mí me van mejor los años impares", he llegado a decir. "En los pares suelo suspender asignaturas...". Sí, claro, será por la terminación del número, caradura... Es cierto que lo que nos rodea, en plan galáctico y místico, se ve influenciado por el nuevo año, ya que existen cambios de esos incomprensibles para una mente de letras como la mía que nos afectan, queramos o no. Más allá, por supuesto, de los dictámenes del horóscopo y del destino, esos clavos ardiendo cuando las cosas no nos salen bien.

Perdón, que fallo en el protocolo. Hablaba del repaso general, de la ITV de cuerpo y mente, que hacemos en estas fechas. Todo con el fin, supongo, de fustigarnos si hemos sido malos y felicitarnos a nosotros mismos en un acto de onanismo puro si hemos sido buenos. Y cuando suene la campanada número 12, a brindar porque si hemos sido malos, este año nuevo seremos mejores; y si hemos sido buenos, porque lo seamos más. Mucho más. ¡¡Chin chin!!

Yo, en mi repaso particular, me pasa lo de siempre: este 2011 he ganado dinero y lo he perdido; he sido feliz y he estado triste; he sido buenísima persona y he sido un cabronazo; he amado al prójimo y lo he odiado con toda mi alma; he trabajado mucho y he vagueado como el que más; he hecho sentir bien a gente y he hecho sentir horriblemente mal a otra; he ido al baño por la mañana y alguna vez por la noche; he viajado en tren, avión, coche, metro, bus y a pie; también he estado tirado en el sillón; he tenido tantas veces ganas de levantarme como las he tenido de pasar el día en la cama; me he cortado varias veces el pelo y me lo he dejado crecer sin ton ni son; he hecho muchas cosas y he dejado de hacer otras tantas; he escrito post y he dejado de hacerlo; he mirado bien a algún desdichado de la vida y he mirado con el desprecio del superior a otros iguales; he hablado con gente que me cae como el culo y he obviado la palabra a los mismos; he mentido y he dicho verdades; he dicho verdades para hacer sentir bien y las he dicho para hacer sentir mal; he dicho mentiras para hacer sentir bien y las he dicho para hacer sentir mal.

Vamos, en resumen, una X. Seguramente como todos, solo que por naturaleza tendemos a quedarnos con lo bueno o con lo malo, depende de cada cual. Yo, me empato. Así de chulo soy.

Felices fiestas con Freixenet y aprovechadlo, que en menos de un año empieza el fin del mundo, MUAHAHAHAHAHA (risa maléfica que, por escrito, queda ridícula...).

Gris, Tu P... Madre

"Eres un hombre gris". Me lo soltó como quien desploma un piano desde un quinto piso y se largó por la línea del horizonte de los finales de las películas. Era verano y era en Playa América. Aquella chica desnudaba mis inseguridades con aquellas palabras. El origen: mi afición al fútbol.

Para ella, que me gustase el fútbol me convertía en un infraser, en un despojo humano apartado de la literatura, las películas subtituladas en blanco y negro y la ciencia de apreciar el florecimiento de una hermosa flor en una ladera verde y soleada. Me despojaba de la poesía de la vida, me reducía a un cuarto oscuro en el que tan solo se vislumbraba un televisor encendido con un Borussia Dortmund - Juventus y una portada del Don Balón sobre un colchón. Y allí, alejado del mundo de color, en aquel cuartucho con olor a humedad y a muebles apolillados, me desintegraba en una escala de grises que representaba mi vida como un río putrefacto que moriría en el llanto de una cascada.

Se llamaba Leticia. Casualmente, nombre que nace de la palabra "alegría" en latín. Y era lo que había utilizado para golpearme; su sonrisa profident, su caminar a saltitos y su imagen de rubia de la casa de la pradera. Todo era una fachada, por supuesto. Después de aquel verano, se metamorfoseó en una pi-hippie (mezcla maravillosa de pija burguesa de izquierdas con aires de revolución que muere en la orilla de los 18 años). Pero yo seguía siendo, a todas luces, un gris.

El tiempo pasó, como pasan todas las cosas inevitables. A través de los años, pocas veces más tuve que encontrármela. Alguna ocasión después del colegio, en Santiago. Siempre soltaba alguna perla directa a mi autoestima. Ella, desde un púlpito imaginario, desglosaba con desaire cada una de mis circunstancias vitales. Yo, por suerte, había entendido a lo largo de ese tiempo que no era más que un muro de contención para salvar lo insalvable. Para mí, desde mis 23 años, ya era difícil que aquella chica desnivelase mis medidas creencias y mis valores apuntados a fuego en una libreta que guardaba en el cajón.

En alguna ocasión se encontró a mi madre por la calle. Yo ya estudiaba periodismo y empezaba de becario en algún medio de comunicación deportivo. Al saberlo, le espetaba a mi madre, con aire de condolencia, un ufano "ya se le pasará...", como el que sabe que las cosas pasan: la adolescencia, la pubertad, los tiempos difíciles, las enfermedades, el fútbol... (¿?).

Daba igual una beca en El País, daba igual una acrecentada afición por la escritura, daba igual un interés cultural un poco más arraigado. El gris era el color que nos definía a los enfermos de espectáculos mediocres en los que se reflejaban todas nuestras inseguridades. Ya se nos pasaría; ya un hábil investigador encontraría una solución en los sumideros de su laboratorio, en el que guardaba cerebros lisos en los que se dibujaban estadios con el césped recién regado y botas de tacos; ya, algún día, dispondríamos de lucided suficiente para salir de la caverna, encontrarnos con Platón y tomarnos unos vinos con Hemingway; ya entenderíamos, algún día, que el fútbol es para brutos, para gañanes de sangre caliente.

Supongo que aquella chica rubia que nos decía un verano que estaba leyendo sobre la meditación y que había alcanzado el Nirvana, llegando a levitar hacia su ventana con la sensación de volar por encima de las casas, no había reparado en que algún Premio Nobel, como Camus, Günter Grass o Cela, hablaba de fútbol; o que Javier Marías, Eduardo Galeano, Vázquez Montalban o Benedetti hacían lo mismo, inyectando sobre el papel la pluma con tinta del llamado deporte rey. Seguro que no conocía "Caldera de pasiones", de Carlos Toro; o "Fiebre en las gradas", de Nick Hornby; seguro que no se ha parado a echarle un vistazo a "Informe Robinson". Seguro que le resta importancia a un hecho más allá del mero deporte.

No solo el fútbol, sino todo el mundo del deporte está lleno de historias que se resarrollan con él de fondo, y donde lo importante no es que "un portugués, hijo puta es" ni que Cristiano Ronaldo tiene botas nuevas ni que Messi noséqué ni que Maradona es el amo de la metadona. Para bien o para mal, es necesario hablar del deporte como reflejo de la sociedad y como epicentro, muchas veces, de filias y fobias, de análisis psicológicos, de estudios sociales. Sin darle importancia vital, pero sin restarle la que tiene.

Mi padre siempre fotografiaba una realidad como un templo. "Si dicen que dan trabajo a todos los parados del mundo, seguro que la gente no sale a la calle a celebrarlo como hacen en el fútbol". Seguramente no. O sí, vete tú a saber. Y de esta verdad nacen otras. Como la de quien es capaz de sentir como propio algo que es tan ajeno. Por qué, como dice Hornby, sientes cercanos a los jugadores de tu equipo o te sientes dueño de las derrotas y de los triunfos. Si Barcelona 92 supuso una muestra al mundo de España a través del deporte, por qué rechazarlo. Si la filosofía es preguntarse cosas que pasan, algo significará el "¿Por qué?" del mediático Mourinho...

No quedaría completo esto sin hablar de los cazurros que se desfogan en los estadios. Lo siento, pero la demagogia me lleva a contestar que el que es cazurro, lo es en cualquier lugar, y la masa es peligrosa allí donde se reúna (vamos, un "el que es gilipollas español, es gilipollas español", de Del Bosque). A mí, personalmente, me da mucho miedo un concierto del chaval este del flequillo (Justin Bieber, coño, que no me salía el nombre) con adolescentes desatadas en gritos y lágrimas. Prefiero otras aficiones, la verdad.

El fútbol es una cosa más de la vida. Es un hecho. Podemos apartar la mirada o seguir con atención cómo ha evolucionado ese opio del pueblo en el último siglo. Desde una mirada crítica o desde un análisis favorable. Da igual, pero se puede hacer y no por eso ser gris. Cada uno lleva una historia en la mochila que para él es importante. Si tiene que ver con el deporte, ¿importa? No se paró a pensar aquella nieta de escritor en la labor social, en la reinserción, en la posibilidad de apartar una vida que no te gusta centrándola en otra actividad.

A mí, la próxima vez que alguien me insinúe mi color por mis aficiones le diré: "¿Gris? Gris, tu puta madre".

Mudanzando

Una danza mu. Una vaca expresándose con una danza. Un cambio silencioso. Un número de movimientos que se hacen al compás. La mudanza, esa cosa tan incómoda, pero a veces tan imprescindible por la obligación de cambiar. Una obligación que nace de la necesidad, de la que sea.

Mis mudanzas nunca han sido un estrés en mi vida; más que nada, porque las que he hecho solo conllevaban modificar de lugar un máximo de un año de vida. La dos primeras que recuerdo tienen lugar en Vigo, aunque yo estaba exento, por edad, de participar activamente. Vamos, que se las comieron mis padres. Estas no alteraban mi tiempo, no tenía suficiente consciencia para saber qué se modificaba ni cuánto. En esos años que se incluían en el debe de la mudanza tenían que responder mis padres. La primera fue nada más llegar a la ciudad.

Habíamos estado viviendo los primeros días de curso en casa de mi abuela y, progresivamente, cambiamos nuestra vida desde Asturias hasta Galicia, de Gijón a Vigo. En aquella primera casa, recuerdo el movimiento de los operarios encargados de hacerla y yo perdiéndome entre los pasillo y las habitaciones de aquel nuevo hogar. No era inmensa, pero a mí me parecía desmesurada, quizás por el desconocimiento; ya se sabe que si haces un camino de ida a un sitio que no sabes bien dónde está, se te hace mil veces más largo que cuando ya lo conoces. Recuerdo cajas, alboroto, movimiento, gente desconocida y vecinos nuevos que nos recibían en la comunidad.

La segunda fue al cambiarnos a la casa en la que ahora vivimos. Tengo menos imágenes, seguramente porque no era mi primera vez y ya sabía en qué consistía, así que la escasez de novedad ha impedido a mi memoria retener el momento, como si necesitase espacio para otros acontecimientos que tenía ese plus de la novedad.

En Santiago y Madrid he tenido otras cuantas mudanzas. En Santiago nunca viví más de un año en el mismo sitio, si contamos que en el colegio mayor cambiaba de habitación, así que cada año gozaba de nuevas vistas, nuevos vecinos y nuevas experiencias.

En Madrid, más de lo mismo; hasta que llegó Tutor. Entré en ese piso en septiembre de 2008. He vivido algo más de 3 años allí, así que la mudanza a mi nuevo piso ha consistido en reunirlos en bolsas, maletas y cajas. Más de mil días envueltos y dispuestos a levantar el vuelo. Ha sido, como mínimo, estresante, sobre todo por mi enfermedad, mi síndrome de Diógenes que me ha llevado a guardar desde papeles de publicidad hasta entradas de cine, pasando por notas escritas a mano y objetos sin valor aparente.

El desembarco en el nuevo mundo lo hice con ayuda. Es lo que tienen las mudanzas, que te rodeas de amigos para que vivan la "maravillosa" experiencia del cambio contigo. Les ofreces, a cambio, una cerveza y que se mezclen desde el principio con tu nueva vida en tu nuevo piso, en tu nuevo barrio. Es un cambio injusto: cansancio de brazos y piernas, sudor y polvo por una Mahou, patatas fritas y queso de aperitivo.

En fin, que terminó. Se hizo en dos viajes y la nueva casa se llenó de los tres años anteriores. Sé que, por lo menos, hasta dentro de un año no tendré que volver a danzar con las vacas, ni con los coches ajenos ni con los tres años a cuestas. Un alivio, la verdad. Y no solo para mí, sino también para los pobres involucrados en la ardua tarea del movimiento que se hace al compás de las maletas, las bolsas y los recuerdos.

Nueva Vida

Parece que todo se confirma. Mi vida en Madrid era un caos cogido con pinzas en una cuerda de tender en una tarde de viento y lluvia que se extendía a lo largo de meses, pero parece que ha recuperado la esencia del primer día.

Lo primero para enderezar las cosas era conseguir un piso en el que vivir yo solo; conseguido. Ha sido un largo trámite en el que he sumergido a mi padre, a I.P. y a todo el que se ha integrado en mi vida en estas últimas semanas. Pero el 1 de noviembre, día de Todos los santos, será recordado como el día en el que hice una mudanza preciosa para empezar una nueva vida en un piso, algo que no me ocurría en los últimos 3 años y pico.

En Tutor, mi antigua casa, he vivido mi mejor versión de Madrid. Por lo completo de todo, me refiero. Amores y desamores, fiestas, entierros, trabajos horribles, trabajos maravillosos, amigos, compañeros de piso que no limpian, compañeros de piso mutados en amigos... La virtud del piso compartido ha estado en esta habitación y en este salón, y en esta cocina, y en este pasillo en forma de "u", y en este baño pequeño y en esta cocina que le costó tener una pinta decente. Pero estaba claro que mi vida se había acabado; una etapa más que había terminado.

Ahora viviré en la calle Hernán Cortés, entre Fuencarral y Hortaleza. Malasaña y Chueca, dos de los espacios madrileños en pleno centro de Madrid que me regalarán, espero, nuevas vivencias. La calle es pequeña, con solo un carril para el tráfico, justo el último en el que se puede circular en Fuencarral antes de convertirse en peatonal. Cerca tengo Malasaña, el mercado de Fuencarral, la Gran Vía, Bilbao, Alonso Martínez... Dejo atrás la Plaza de España y Princesa, pero ya las había vivido y recorrido demasiado. La casa también es pequeña, sobre todo la cocina, pero es tan cómodamente habitable que no sé qué voy a hacer estos últimos cuatro días en Tutor, sino echarla de menos hasta que me traslade.

En lo laboral, he firmado un contrato hasta el 1 de noviembre, pero el siguiente, parece ser que será hasta el 31 de marzo. Luego, Dios (Maradona o Messi) dirá. Lo importante es sentir la sensación de la continuidad en un lugar, la tranquilidad de trabajar donde te gusta y dejar atrás la eventualidad que ha regado mi vida últimamente. En el Plus todo está en ebullición; la mala situación económica ha desestructurado muchas cosas por ahí; gente que se ha ido, gente que no ha llegado, un programa nuevo y los de siempre.

En lo deportivo, tengo un equipo de fútbol. Lo echaba de menos, la verdad. Ahora formo parte de la plantilla del equipo de Canal Plus Liga de la liga de medios. Nos enfrentaremos a otros compañeros de profesión en Futbol 7. Lo necesitaba; necesitaba una razón para volver a hacer deporte, y no me valía con las palabras como "buena vida", "vida sana" o "deporte para ser mejor persona". Quiero competir. Solo eso. Noté el cambio en mí y en mi vida el día que empecé a competir.

Creo que le pondría una fecha más o menos al día que empecé a competir. Fue en COU, después de empezar a jugar regularmente en el equipo de Rosalía. Después, el equipo del colegio mayor y el que formamos cuando nos fuimos, me acrecentó esa obsesión por jugar compitiendo. Y lo echaba de menos. Mucho. Madrid no me había dado oportunidades para hacerlo, pero por fin sí.

Nueva vida. Nuevas cosas. Mejores que lo de antes, espero...
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