Entré en el despacho. Cerré la puerta tras de mí y me encontré entre tinieblas. En la silla, detrás de la mesa, el jefe me observaba desde las sombras, que escondían la mirada y solo permitían desgranar la boca y la barbilla. Exhalaba humo y sonreía de medio lado. “Bueno... Adiós”. Estreché su mano con fuerza asintiendo con la cabeza y con otra media sonrisa. Al tiempo que me giraba, el despacho comenzó a generar una suerte de implosión que absorbía todo lo que contenía. El jefe, la silla, la estantería, las paredes, la cristalera, la papelera, las otras sillas, las mesas, las teles. Apuré el paso escapando del caos.
Pero fuera las cosas no eran mejores. A cada paso que daba, el suelo se derretía como si la mantequilla contactase con la sartén ardiendo. Los colores embadurnaban el ambiente, que se deconstruía a mi paso. A la izquierda, la zona de los Avid se alejaba con el grupo de realizadores agitando la mano en señal de despedida. Aquella implosión se había escapado del despacho y azotaba el núcleo de la redacción. Las filas de ordenadores se hundían hacia un lugar desconocido, mientras la gente, impertérrita, sonreía despidiéndose. De frente, la mesa de Marisa ya no existía; sólo era un punto minúsculo en una masa informe que se dedicaba a tragar todo lo que se ponía a tiro, comenzando un duelo con la implosión que continuaba sus estragos a mi espalda. Ni la zona de la web ni, al fondo, la salida de emergencia con las fotocopiadoras e impresoras de la zona amarilla se salvaban.
En la sala de reuniones, promiscua en sus mejores tiempos, había irrumpido un vaho que dotaba de neblina londinense al cuarto, como si una cámara de gas moderna se hubiese apoderado de su personalidad. “Adiós”, decía medio hombre, solo de cintura para arriba, desde una de las 8 pantallas que antes enseñaban partidos de fútbol.
Seguí caminando, sorteando el caos. En la zona de redacción, donde las mesas nunca tuvieron mi nombre, más promiscuas que la propia sala de reuniones, los ordenadores se derretían como los relojes intemporales de Dalí. Goteaban sobre el suelo mientras una mujer de la limpieza acudía presta con el carrito multiusos. “¿Esto se puede tirar?”, preguntaba a caras deformadas por el efecto dominó que había invadido aquel lugar. Esas caras que, a cámara lenta, me miraban atónitas ante un paso firme que se marcaba de amarillo sobre el suelo, que ya no podía ni recibir ese nombre. Todo era goma quemada, plastilina derramada por las paredes. Internacional se había unido al resto, con Informe Robinson y una pizarra con palabras ininteligibles escritas con rotulador rojo. Eran como continentes que apuraban una nueva forma en cuestión de segundos.
Al fondo, una luz voraz hacía alejarse documentación, Cuatro, producción y el resto de deportes, que sonaban lejanos. Un balón de baloncesto salía disparado contra el cristal que nos separaba del vacío hacia la planta de abajo, y una bota del tamaño de Gasol se estrellaba contra una silla giratoria. Ni Canal Plus Liga, siempre atento, se salvaba del terremoto de imágenes superpuestas a modo de sueño lisérgico. Caminar hacia la salida se hacía más duro. Los pies se impregnaban y se hundían en el suelo, y había que hacer una fuerza extraordinaria para avanzar. De la suela de mis zapatos, nacían hilos de chicle que me apegaban con fuerza al llano, ahora modulado por el contoneo de la realidad.
La redacción se quedaba entre luces y sombras. Algunos se acercaban a la luz y se convertían en destellos en el techo; otros, se hundían entre las sombras; algunos, vivían en un limbo mudo en el que ni se veía ni se escuchaba nada. La explosión sorda que inundaba todo hacía que mis oídos pitasen como un micrófono que se acopla y los teclados, con vida propia, tecleaban sin pantallas en las que reflejar las frases de aliento en la despedida. Todo era una masa.
Al salir al pasillo, la postal era parecida. La primera planta era una cuesta hacia el hall y la parte de Santillana se quedaba al margen, con los trabajadores mirando el espectáculo desde abajo. A lo lejos, sobrevolando el desastre, estaban “los de arriba”, esos entes desconocidos de los que había dependido nuestra estancia ahí. Nadie los conocía, nadie había reparado en ellos. Un cuervo de cabello negro se posaba en la barandilla y, graznando, iniciaba el vuelo a la parte superior, con “los de arriba”, que miraban sin ojos y atendían sin caras, vestidos de negro, con capuchas que impedían reconocerlos. Eran como los jinetes oscuros que perseguían a Frodo en busca del puto anillo. Corte de mangas y seguí el camino.
El torno no me reconocía como parte de aquello y me dificultaba la salida; un hombre vestido de marrón me invitaba a pasar por encima de él. Un escorzo absurdo para sobrepasarlo y casi estaba fuera. Solo faltaba la puerta giratoria, que abusaba de revoluciones por minuto, lanzando a su antojo hacia fuera al que intentaba cruzarla, pero se paró ante mí. Y la traspasé. Como un fantasma; como si tampoco me quisiese reconocer, como el torno, que ya quedaba atrás. Fuera, el letrero de Canal Plus y de PrisaTv yacían en el suelo, víctimas del derrame que sufría el edificio.
A cámara lenta, me alejé. Y detrás ya no había nada, solo un ciclón en el que el edificio desaparecía de la realidad y trasparentaba el campo abierto con alguna industria que regaba el paisaje. En el último paso que me llevaba físicamente fuera del recinto, unas voces me detuvieron. “¿Te fumas un cigarro?”. Eran ellos, los de siempre, los que me habían acompañado en la aventura de estos años. Y, claro, siempre hay tiempo para un cigarro, aunque el mundo se derrumbe ante tus pies.
Apagué el cigarro, pisé la colilla. “Adiós”.