Miradas Desde Medellín (I)

Parte de la vida, el azar y el trabajo me llevaron este verano hasta Colombia; más concretamente, a modo de campamento base, a Medellín. La primera reacción desde el seno familiar fue de estupor. Desde el estupor, nacieron palabras como "cártel", "muerte", "droga" y "¡Peliiiigroooooooo!". Normal, supongo, por dos razones; la primera, el desconocimiento creciente que tenemos en España del desarrollo de las cosas en Latinoamérica; la segunda, las referencias que hemos tenido de ciertos países. 

Poco tiempo antes, había visto un reportaje sobre la peligrosidad de países de Centroamérica como Honduras y Guatemala (en El Semanal de El País, creo recordar). Pistolas, bandas, muertes y violencia, acompañadas de documentos gráficos de los protagonistas sumadas a breves descripciones curriculares en plan "este tío de la foto tiene 83 tatuajes y mató a X personas". 

Con estas, me traté de informar previamente de la realidad actual del país que iba a visitar. La más que nombrada guerrilla y los paramilitares se habían desplazado más hacia el sur del país, en la zona que linda con Brasil y el Amazonas, mientras el resto del país subsistía en una idea de progreso hacia el turismo, el ecoturismo y las ganas de recibir a extranjeros con intención de vivir una cultura tantas veces desconocida y, otras tantas, generadora de temor. Pero nada mejor que ver in situ las realidades fuera de lo leído o escuchado. 

La primera parada, como decía, a modo de campamento base, era Medellín. Segunda ciudad en importancia, capital del departamento de Antioquia, la primera visión que me regaló desde la carretera, una vez aterrizado, me deslumbró. El coche que nos llevaba hasta el hotel descendía la ladera sinuosa de una montaña, mientras avisos en carteles sobre la carretera recordaban que no deberías "tomar" si conduces y que el respeto por las señales viales era básico para no morir en el intento. A un lado, se empezaban a esparcir casas con seguridad propia y terrenos verdes que formaban paredes casi verticales de pomposa vegetación. Al otro, la ciudad mostraba su cara, encerrada entre montañas, como el poso en un cuenco. 

De magnitud importante, desde la bajada se intuían, al menos, dos ciudades diferentes. La de rascacielos, edificios altos con una idea de skyline muy cercano al norteamericano, y la del resto de la ciudad, de casas bajas, ladrillos amontonados y un naranja que se extendía por la colina contraria a la que descendíamos. Y eso, en un resumen muy simplista, es la primera idea que te llevas de Medellín. 

Nosotros nos alojamos en la zona de El Poblado, la parte más rica, la del desarrollo más europeo y americano. Con una gran avenida, la Avenida del Poblado, que surcaba la zona dejando en ambas orillas oficinas de bancos, sedes de grandes negocios y la estrella de la renovada cultura del lugar: los centros comerciales (o "malls"). 

Reconozco que los primeros pasos, buscando un primer contacto por la zona del hotel, sí que se acompañaron de ese extraño temor a lo desconocido, como caminar en la oscuridad sin rumbo. Te han dicho que no hay nada, que es un camino recto, pero no poder ver te encoge el estómago. Eso solo fue, repito, la primera sensación. 

Nuestro trabajo se desarrollaba, principalmente, en Plaza Mayor, un centro de reuniones, un edificio acomodado a las convenciones con el que Medellín respiraba hacia la normalidad. Una normalidad que les habían robado desde prácticamente los años 80 un señor gordo de bigote y de apellido Escobar Gaviria y esa sonada guerrilla que tantas veces había ocupado puestos de medalla en los informativos de medio mundo. Distintas personas nos fueron dibujando la idea de Colombia y de Medellín en esa época. Un tiempo de terror y vigilancia, un estado de sitio para el ciudadano de a pie. Unas historias que, no por ya pasadas, quedaban alejadas del imaginario común de aquellos ojos que se revolvían recordando el pasado más inmediato de un presente que luchaba por destacar el futuro. 

Y es que el futuro de Medellín se podía alcanzar en pocos días de pasearte por la ciudad. No solo aquel centro de convenciones en el que se presentó el evento Emtech (ni más ni menos, un hijo del MIT y de la revista Technology Review) y en el que tendría lugar ColombiaModa u otros tantos acontecimientos de una ciudad que destacaba en sus medios de comunicación y en palabras de su alcalde la visita de Madonna como símbolo de desarrollo hacia la normalidad, sino que varias zonas de Medellín se habían ido acompasando al ritmo de lo urbanita, de acercar a la gente a la calle, de sacar del pecho el miedo refugiado por el recuerdo. 

Se conseguía todo a través de un arduo trabajo de la alcaldía actual y de las que habían pasado anteriormente. El Parque Explora, el Planetario y el Jardín Botánico eran el germen, el inicio de los pasos hacia el objetivo de reconvertir y recuperar la habitabilidad de las aceras. Después, el impresionante Edificio Inteligente de las empresas públicas, el edificio Coltejer o el de Ruta N, que simbolizan la actual imagen de modernización y normalización de la ciudad. 

O la sede de Telemedellín, una antigua mansión de tres paramilitares rebosante de lujos (innecesarios y exagerados, pero lujos al fin y al cabo), con una historia particular. Antes de la inauguración, se solicitó a una chamana que apartase las malas energías de allí; energías que provenían de los crímenes de los que la mansión había sido testigo, las torturas y la violencia que tanto tiempo había contenido. Ella, en el quicio de la puerta, no fue capaz de entrar. Necesitó, cuentan, un día de preparación para poder combatir aquello y liberar la que sería sede del canal de tanta maldad pasada. 

En este tránsito del país y de la ciudad, se ha comenzado a emitir una serie (bueno, creo que van por el capítulo cuarenta y algo) que narra la vida de Pablo Escobar, "el patrón del mal", como apunta una voz en off en cada intermedio, con un slogan que refleja la lucha por recuperar la identidad. "Quien no conoce su historia está condenado a repetirla".

Protocolo De Actuación

"Hace mucho que no escribes en el blog". Era mi padre por teléfono. Delante de mí, un plato recién terminado de garbanzos, un vaso medio lleno de agua (sí, en plan positivo) y un hombre dando noticias en la tele.

Tenía razón. Hace mucho, demasiado, que no escribo en este blog. La razón, si la hay, es que me he centrado en otras cosas. El trabajo, por absurdo que parezca, me absorbe de una manera extraña. Quizás centra demasiado mis pensamientos, y eso hace que el tiempo libre lo dedique a otras cosas, algunas tan banales como tirarme en el sofá a ver venir el tiempo. Esa actitud solo me ha generado kilos y ha restado tiempo a las aficiones que he tenido más cultivadas los últimos años. Épocas de la vida, supongo.

Lo último que me había absorbido del trabajo era un reportaje. Desde principios de año, tenía intención de viajar con las peñas del Celta a algún desplazamiento del equipo. Tenía todo atado gracias a Morriña Celeste, la peña de Madrid con la que he estado en contacto los últimos meses. "Hay que hacer algo con ellos", me decía tirado en el sofá viendo el tiempo. Ese "algo" no dependía solo de mí; dependía de mis jefes, del desplazamiento y de las propias peñas. Más que nada, de las peñas y de la afición del Celta, porque para sacar algo de un equipo de Segunda División en El Día Después, tenía que ser poco menos que extraordinario.

El primer intento era el derbi contra el Depor. No pudo ser porque no había jornada de Primera y, por lo tanto, no había programa. El segundo fue en el partido contra el Alcorcón. Cerca de Madrid, barato para el dañado presupuesto del programa y con un, según entendía, masivo desplazamiento del celtismo ("celtismo", ese ente carente de forma pero que se refiere a un grupo concreto de gente, los celtistas). Tampoco pudo ser; me mandaron a Málaga; así que mientras el celtismo se empapaba en un diminuto campo de Segunda, yo grababa en Málaga un partido sin historia del que salió una: Juanmi, un canterano del equipo malacitano, revolucionaba un partido muerto.

Hace unas semanas, Alejandra, presidenta de Morriña Celeste, la peña del Celta en Madrid, me recordaba el partido contra el Valladolid como una nueva oportunidad. Las circunstancias, esta vez sí, se dieron. Al masivo movimiento de gente (se calculaban más de 1000 personas), se unía que yo sí que podía ir; eso sí, con una minicámara en ristre. Lo de la minicámara era una prueba de la desconfianza que generaba entre mis jefes el reportaje en sí. Vaya, tenían razón, pero mi misión era quitársela.

Y me planté en Valladolid un sábado que libraba para actuar de periodista en medio de la que había sido mi afición desde niño. Reconozco que me comporté en base al protocolo de actuación de un buen profesional; esto es: no iba con la camiseta del Celta, no me unía a los cánticos y solo quería reflejar la realidad. Un coñazo, vamos.

Y grabé, y grabé. Pude conocer a un personaje curioso del que me habían hablado. Un irlandés que se había aficionado al Celta por el mero hecho de ser un equipo céltico, como su Celtic de Glasgow, equipo del que era hincha desde pequeño. Noel, se llamaba. Un buen tío que desbordaba buen humor, y buena prueba de ello era el cariño que le tenía todo el mundo. En el campo, viví con entereza el primer gol del Valladolid, grabando bufandas blanquivioletas al vuelo y la decepción de mis compañeros de grada. En el empate del Celta, me contuve. Me alegré por dentro, pero no dejé salir al hincha que llevo dentro (un hincha, por cierto, que solo sale con fuerza con los partidos del Celta y con algunos muy muy muy importantes del Barça y de la selección). Pero el segundo, el de la victoria, el que se metía en el minuto 91... ese me hizo estallar. Estaba, por casualidad, grabando el ataque del Celta. Y marcamos (sí, en primera persona del plural... es que estaba muy metido). Me levanté de un salto, grité y giré la cámara hacia la grada.

La imagen era perfecta: gente desbordada de alegría, de emoción, como hacía tiempo que no veía. Después, cánticos y la consabida Rianxeira. Vuelta del equipo al terreno de juego a saludar a la afición. Y vuelta a la emoción en las caras de la gente.

El lunes, se sorprendieron. De la grabación, de la fuerza de las imágenes... vamos, me había compensado perder un día libre por reflejar lo que se vivió en Valladolid. Y no quiero decirlo, pero yo veo a toda esta gente el año que viene en Primera División. ¿No?

Todo lo que sacamos en el programa, en esta compilación hecha por la peña Morriña Celeste:

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