Protesta Expandida

El pasado domingo se puso fin a la famosa Acampada Sol. Desde el suelo, y con un calor asfixiante, las manos se alzaban en la lectura del trabajo de cada comisión; era la lectura del epílogo de un movimiento. Se ponía, así, punto final a días de dormir al ras, de vivir en la calle y de pretender, con un gesto prolongado en el tiempo, dar un volantazo a la vida actual.

Mi asistencia a la Puerta del Sol decreció desde el primer día. Como es normal, también hay que decir. Desde esa imagen de la plaza llena hasta rebosar donde no cabía un alfiler, desde las portadas de los grandes medios extranjeros, desde los gritos que se convertían en himnos por momentos, se pasó al trabajo de alcantarilla. Los focos, poco a poco, dejaban de apuntar a los llamados "indignados"; no solo los de los medios, sino también los de los demás ciudadanos. Parecía normal que todo el impulso inicial entrase en letargo a falta de proposiciones materiales que iban más allá del cartel o la cartulina con una ingeniosa frase (la pasta que se gastan los políticos en eslóganes para que allí, gratuitamente, pudieses disfrutar de ocurrencias geniales...).

La opinión ha estado entre dos aguas. Los del "qué bien, ya era hora de hacer algo" y los del "solo son perroflautas". De la primera, se quedaba corto, en principio, el después, que era nada más que un ente en la memoria. Vamos, que sin acciones materiales, la idea quedaría en el gesto, en la fotografía y en el recuerdo. De la segunda, el perroflautismo creció con el paso de los días. Faltaban elementos de juicio, por supuesto, porque la mayoría que opinaba eso con desprecio, no se habían ni molestado en pasar por allí; pero es cierto que ese último día, el de recogida, la imagen que desvelaban las tiendas de campaña y las carpas improvisadas acercaban un poco a esa idea. Pero no estaría bien quedarse ahí.

Ese último día, el de esa Asamblea con la que se ponía fin oficial a la Acampada, despertaron cosas buenas y cosas malas. Las buenas, la idea de permanencia, aunque no sea física, en la Puerta del Sol. Sí que habrá un puesto de información (en una construcción de madera que estaban rematando los acampados con sus propias manos) y se seguirán celebrando asambleas, se tratará de expandir el movimiento a través de internet, con blogs y páginas webs, aceptando nuevas ideas y la llegada de aires y personas nuevas. Las malas, la idea de los que se habían aprovechado de una protesta digna y válida para sobrevivir agarrándose al pertenecer a algo como único y último fin de su vida. Pero era un precio que había que pagar.

Supongo que la causa no termina aquí. Hay otra manifestación el domingo 19 de junio. La idea es no acallar las voces de protesta, no aceptar y dejarse vencer por los que piensan que esto no sirve para nada. No lo sé, quizás no sirve ahora, pero solo con que alguien se plantee un cambio y un "no puede ser", algo se habrá ganado seguro.

La Segunda

El nacimiento de las aficiones estoy seguro de que dependen de la primera vez. Por ejemplo: la primera vez que fui a un concierto de música clásica, unos amigos de mis padres me regalaron una bolsa de caramelos; durante el concierto, yo intentaba abrirlos para degustarlos, pero las miradas inquisidoras de mis padres, de los que me habían regalado los caramelos y del resto de la gente que intentaba escuchar en silencio el concierto, me hicieron sentir fatal. Fue mi primera y última vez.

Con el fútbol, en cambio, no me pasó eso. Era el año 91 y el Celta jugaba en Segunda División. Un amigo de mi padre me ofreció acompañarles a él y a su hijo, de mi misma edad, al fútbol. Acepté. Antes de entrar, nos compramos caramelos y golosinas ("purquirías"-del español "porquerías"-, como decía el chico que me acompañaba) y yo me temí que los mismos ojos inquisidores que aún me perseguían desde el concierto, iban a seguir allí. Pero no.

Recuerdo la primera vez que me asomé por una de las bocas de la grada de Balaídos; era como en "Campeones". Nunca había ido a un campo de fútbol, así que pensaba que las cosas pasaban como en Oliver y Benji: había un comentarista que se oía en todo el estadio, los niños animaban a su equipo soltando los puños al aire y el campo era de kilométricas dimensiones. De eso, nada era real, pero sí lo fue la sensación de asomarse a la grada. Subías las escaleras mientras empezabas a reconocer el bullicio, y una luz cegadora te dejaba la imagen del césped y las butacas para unos segundos después de recuperar la visión. Los caramelos se podían comer perfectamente, porque el ruido del papel quedaba enmudecido por los gritos de los hombres insultando al árbitro, a los jugadores rivales y, en ocasiones, a sus propios futbolistas.

No recuerdo el primer partido al que fui. Quiero creer que fue un Celta-Rayo Vallecano, en el que ganamos 1-0 con gol de Paco Salillas. Y digo "quiero creer" por poner una fecha a esa primera vez en la que decidí que esa afición me encantaba y decirles algún día a mis hijos "Niños, la primera vez que fui a un campo de fútbol fue en un..." y ellos, con los ojos iluminados, me dirán "Ya, papá, ya, un Celta-Rayo que ganamos con gol de un tal Salillas". Y dirán de "un tal Salillas" porque estoy seguro de que aquel delantero aragonés chaparrito y cabezudo no quedará en el imaginario particular del fútbol dentro de unos años; de hecho, ya nadie se acodará de él.

Esa temporada, ir a Balaídos se convirtió en una rutina de domingo. Tuvo dos momentos malos. El primero, cuando el Celta sumó una increíble mala racha de empates que parecía que les torcía la temporada y el posible ascenso a Primera; el segundo, la muerte de un niño en la grada de Sarriá (antiguo campo del Espanyol - que se llamaba Español en aquella época) por culpa de una bengala. Este segundo hecho me acongojó de tal manera que dejé de ir por unas semanas. Entre la mala suerte que parecía que le daba al Celta y la posibilidad de morir, las ganas de repetir se esfumaron rápido.

Recuperé el valor y las ganas de ir al fútbol. Lo hice con mi tío y con un primo segundo. Fuimos al Celta-Compostela. Ganamos 4-0 y me compraron una de esas trompetas molestas, precursoras de las mortales vuvuzelas. Y se volvió a convertir en afición y en rutina.

Ese año, el Celta ascendió. Supongo que llegar en ese momento al fútbol, en pleno apogeo de un pre-celtismo que explotaría años después con el Celta que jugaba como los ángeles y encandilaba en Europa, fue determinante para hacerme más aficionado.

Hoy, el Celta juega el playoff de ascenso contra el Granada, después de años malos y duros sumidos en las alcantarillas de la Segunda División (Liga Adelante, como se llama ahora gracias al patrocinio del banco BBVA... cómo cambian las cosas, qué glamour...). Y hoy mismo he sentido las mismas sensaciones. El partido lo veré en casa, con la ilusión del 92 (aunque desde ese año, el Celta ha ascendido una vez más), y si no se consigue, quedará la siguiente temporada.

Lo mejor de que ascienda no es solo lo que cubre el ámbito deportivo, sino también que dejaré de escuchar a mi madre preguntarme "Y qué, ¿el Celta sube o no?". Echo de menos cuando el equipo estaba en Primera y me decía "Creo que el Celta va bien" o "Me han dicho que este año el Celta mal, ¿no?". No lo sé, mamá, no lo sé, pero espero que este año, el Celta, bien.
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