El otro día, para acojonar a mi madre un poco, le dije que estaba pensando en raparme el pelo, dejándome sólo una crestita, y comprarme unas armas para acabar con la chusma del mundo. Ella pensó: “Este chico está muy crazy”, pero sólo me dijo: “Anda, no digas tonterías y acábate la cena”. No me hizo caso, pero se lo advertí. Ahora mis manos y mi conciencia están ensangrentados después del asesinato a sangre fría que llevé ayer a cabo.
Eran las once de la noche. Había acabado el partido Manchester-Milan y, como no echaban nada en la tele, me puse a ver unas charlas de Kevin Smith en Youtube en la habitación que me cedieron en el piso por tener el dormitorio más pequeño. Mientras me reía y disfrutaba de las cosas que se decían en esas charlas del director que recordareis de películas como Clerks, Mallrats o Jersey Girl, esta última un pastelón, algo me sorprendió a traición.
Por el hueco de la ventana que había dejado abierto para luchar contra el calor que hace estos días en Madrid, entró un insecto horrible. Revoloteó varias veces, como confundido, sin saber qué hacía exactamente en mi estudio. Después de dos o tres bandazos se posó en la pared que está enfrente de mí, de la que me separaba una tabla de madera muy ancha que se sostiene con la ayuda de tres caballetes estratégicamente colocados. Y ahí se quedó. Yo me saqué las manos de la cara, que me había cubierto para que no me atacase, y pensé: “Dios, qué mala suerte tengo. Odio a los bichos; me dan entre miedo y asco. Soy un mariquita de la leche”. A continuación, empecé a pensar mi plan para asesinar a aquel ser malvado. Mientras, él no se movía, como si estuviese cómodo en mi pared y pensase quedarse ahí mucho tiempo.
Primero pensé en sacarme el zapato, pero era muy aparatoso hacer todo aquel despliegue físico-mental, así que decidí cambiar el arma de ataque. Me levanté y cogí un periódico de la estantería (El País). El periódico era perfecto como arma homicida: no dejaba rastro y me podía deshacer de él fácilmente, incluso limpiándome el culo con él. Me quedé parado unos segundos, sin saber bien cómo ejecutar aquel golpe mortal. Tenía que calcular el golpe y sus consecuencias, como lograr que el bicho cayese encima de la mesa y no sobre algún papel mío o que se quedase pegado al papel, ya que así me sería más difícil deshacerme del cuerpo, que quedaría descuartizado y me lo ensuciaría todo. Mientras calibraba mi golpe y sus efectos, el insecto despegó de su refugio y comenzó a revolotear de nuevo, como si supiese que aquel trozo de pared ya no era un lugar seguro. Me lancé al suelo para que no me lograse tocar y giré varias veces sobre mi cuerpo, buscando un refugio para rehacer mi plan de ataque.
La cosa se había complicado demasiado. Me planteé dejarlo vivir; me acostumbraría a vivir con aquella cosa en mi habitación, al fin y al cabo parecía simpático…además, no quería que se enfadase y me comiese. Exhausto por el esfuerzo, el bicho se posó, pero esta vez en la pared contraria, mucho más a mano para ser ejecutado por mi periódico-matabichos. Cuando ya tenía el brazo armado, la ira en mis ojos y los calzoncillos un poco manchados, noté como aquel ser malvado cambiaba sus rasgos y se convertía en un ser afable, cariñoso, me atrevería a decir que incluso curriño (creo que nunca había utilizado esta palabra). Al fijarme en él, dejando atrás mi odio y mi conocimiento de que era un ser peligroso, me di cuenta de que era una polilla. Una simple y bella polilla mariposa, de esas que buscan la luz, como la niña de Poltergeist.
La mariposita me miró y me dijo: “Por favor, no me mates. ¿No te das cuenta que sólo quiero un hogar feliz, donde haya un chico amable que me cuide y me haga compañía?¿No te das cuenta que es mejor de pedir que de robar?” Vaya, a cualquiera que tenga alma, ésta se el rompería en mil pedazos al ver cómo dos lagrimones surcaban su cara (o su no cara), y más después de aquellas palabras. Quizás estábamos ante el inicio de una gran amistad, de un nuevo concepto de la vida, en la cual las mariposas polillas fuesen el mejor amigo del hombre, y no los malditos chuchos. El brazo me empezó a pesar, mis ganas de matar desaparecían, desaparecían, poco a poco, al mismo tiempo que mis ganas de construir un futuro junto a aquel maravilloso ser de la naturaleza crecían irremediablemente. Pero cuando mi brazo estaba cediendo ante aquel discurso tan emocionante, vi cómo esbozaba una sonrisilla maléfica, e incluso escuché: “Ji ji, pardillo”. Entonces me cabreé de verdad. Volví a alzar el brazo con decisión y grité: “¡Cómo has podido haceme esto! ¡Yo que confiaba en ti!”. “Despierta” dijo, “lo nuestro es imposible. Los hombres sois los archienemigos de las mariposas polillas. Acabaremos con vosotros cuando llegue la nave QJWWXJL-5634 de nuestro planeta”.
(Retomo la acción) Allí estaba yo, con el brazo en alto portando un arma de destrucción masiva. Y allí estaba él, el ser más despreciable que jamás había existido. Me había utilizado, se había comportado como una mujerzuela que busca alcanzar los fines que pretende a base de engañar a los machos. Entonces, como si un espíritu me poseyese, estas palabras salieron de mi boca: “¿Hablas conmigo? ¿Me lo dices a mí? Dime ¿es a mí? Entonces ¿a quién demonios le hablas si no es a mí? Aquí no hay nadie más que yo. ¿Con quien puñeta crees que estás hablando? A sí, eh, muy bien“. En dos milésimas de segundos, mi brazo pasó de la posición de “ataque” a la posición de “muérete”. El periódico salió con la velocidad de una bala e impactó contra él. El golpe fue tan seco, tan perfecto, que no quedó rastro en el blanco de aquella pared. Su cuerpo, con las alas entreabiertas, quizás buscando una salida que nunca encontró, yacía sobre el parqué de mi habitación. Una gota de sudor frío me recorrió por la espalda. Había matado. Había hecho algo con la sangre fría del asesino a sueldo y la eficacia de un ninja.
Salí del cuarto y cogí la escoba y el recogedor. Barrí los restos de mi enemigo y le hice un entierro a la altura de un rival de tal calibre. Caminé con paso lento hasta el baño entonando una triste canción (realmente sólo me salió la canción de “La cucaracha”, que irónico), levanté la tapa del retrete y dejé caer su cuerpo sin vida en el agua. “Descanse en paz, amigo” dije, y tiré de la cadena. Allí iba, al cielo de los animalitos, a reunirse con otras de su especie. Me dio pena la verdad, pero el futuro de la tierra estaba en mis manos, y no eran plan defraudar a nadie.
Así fue, y así lo he contado. Y recordad, matad a las maripositas polillas, pues ellas nos quieren invadir.
Besos.
Casualidades
Hace 2 años