Siempre me toca lo raro a mí. Es cierto. Ya sea en Madrid, en Santiago o en Vigo, siempre me rodea un halo de extrañeza, una tenue luz que me acerca a los lugares más raros de cada ciudad, allí donde la realidad se mezcla con la fantasía y lo cotidiano se convierte en misterioso y desconocido.
Si sois asiduos lectores de esto que se hace llamar blog (o no tan asiduos, porque las actualizaciones tampoco lo son), quizás guardéis en la mente algunas de las extrañas cosas que me han pasado aquí (dos ejemplos: “Los contenedores de la discordia” o “Lo particular”) el último año. Es como si Iker Jiménez me estuviese grabando continuamente para sacar luego esas cosas en su programa de televisión, o de radio, o de lo que sea. Ahora, viviendo en otro sitio, algo inusual me vuelve a ocurrir.
Este año vivo en Blasco de Garay, una calle perpendicular a Alberto Aguilera, calle que es, a su vez, perpendicular a Princesa. De esto puedo deducir, no sin cierta dificultad, que Blasco de Garay es una calle paralela a Princesa, pero queda más pa`rriba. Bien, vamos bien con la explicación. Pues resulta que enfrente del punto donde por azar, planes urbanísticos y otro tipo de incoherencias parecidas, se unen Blasco de Garay y Alberto Aguilera, se encuentra el edificio del averno, aquel que guarda el Cancerbero: ICADE.
Dice Wikipedia, esa diosa de la pseudosabiduría de la red, de ICADE: “ es una facultad de Ciencias Económicas y Empresariales y de Derecho perteneciente a la Universidad Pontificia de Comillas, de la Compañía de Jesús, situada en Madrid, España”. Pues yo doy una definición alternativa mucho más cercana a la realidad: “El Instituto Católico de Administración y Dirección de Empresas (ICADE) es un edificio de color teja del que salen seres capaces de aterrar al transeúnte y que no duermen, o por lo menos no demuestran su cansancio, sueño o suciedad”.
Mi experiencia, que es la que me lleva a contar esto aquí (ella me dijo: “Mauro, tienes que contar esto, si no ya no somos novios”), me dice que esta gente guarda un secreto milenario entre sus ropajes, entre sus finas sedas, cuellos de encaje y cabellos de oro y plata. No puedo creerme que nadie así exista, que nadie sea capaz de hacer lo que hacen ellos. Para demostrar la diferencia que hay entre los demás y ellos, tomaré mi ejemplo, aunque sé que mi criterio no vale más de dos reales (¿?):
Yo me levanto a las 7:15 de la mañana. Me quejo, lanzo un gruñido y termino levantándome de la cama a regañadientes. Me ducho, me visto, desayuno (o desayuno, me ducho y me visto, o incluso me visto, desayuno y me ducho, según) y salgo a la calle. Si mi musculoso cuerpo fuese la caja de un medicamento, o un simple brick, en él se podría leer lo siguiente:
25% de mal humor
20% de cansancio
5% de aspecto normal y decente
20% de empanadilla
30% de sueño
No agitar muy fuerte, ya que contiene un alto grado de odio hacia la especie humana. Puede producir dolor de cabeza. No exponer al frío intenso ni al calor agobiante.
Ahí voy yo, por mi calle, bajando directo hacia el edificio del averno. Cada vez Alberto Aguilera (la calle, no él) queda más cerca de mis pies, cada vez estoy más cerca de cruzar esa línea imaginaria que me transporta al mundo que más temo: el de los seres impolutos. Ya casi estoy llegando, levanto la cabeza, la giro, observo el reflejo que me devuelve el cristal del BBVA que hace esquina y sólo puedo ver un ente con cara de idiota, recién duchado y con unas ojeras en las que podrían desaparecer un grupo de niños que buscan un tesoro en una gruta. Ya estoy.
Desde la intersección entre Alberto Aguilera y mi calle, sólo tengo que bajar un poquito (¿minuto y medio?) para llegar hasta la boca del metro. En ese corto trayecto, en el que dejo el edificio de ICADE a mi espalda, me cruzo con gran cantidad de esos extraños seres. Ellos no parecen afectados por el virus del cansancio, no se muestran débiles ante la hora temprana, no muestran en su cara el gesto de haberles golpeado el frío. No. Ellos sonríen, disfrutan; sus cabellos están perfectamente peinados, con una raya trazada con escuadra y cartabón que les atraviesa todo el cráneo, formando dos mareas de pelo que desembocan en unos perfectos rizos; de su cuerpo emana un olor a jazmín fresco y sus manos carecen de las marcas que deja el tiempo en la piel.
Ellas también sonríen, de manera malévola y distante; su fragancia te envuelve a su paso y te transporta a una pradera, como los anuncios de suavizante. En sus orejas reinan dos perlas del tamaño de un testículo (no he podido evitar reírme con esta bastada, la verdad… imaginároslo) y en su boca una hilera de piedras blancas que reflejan la luz con la intensidad de un cristal.
No pueden ser reales, no pueden ser inmunes al dolor, a la suciedad, a la descamisación, a las carreras en las medias. No pueden ser reales. Sólo pueden venir de un lugar extraño, donde el sol siempre sale por la derecha y se acuesta por el mismo sitio, donde las palmas se alzan a lo más alto del cielo para decir hola, adiós, te quiero, te odio, te temo… No pueden ser de este planeta, lo siento. Son demasiado perfectos.
Hay leyendas urbanas sobre ellos que dicen que vienen desde las afueras y que se levantan temprano. Pero eso no explica su entereza, su pulcritud, su blanco neutro.
Me siento extraño paseando por la calle y admito que miro hacia atrás por si, algún día, ellos me devoran y paso a formar parte de su ejército de fieles pulcros.
Rezad por mí, amigos. Os deseo un deseo.