El amor es diferente dependiendo de la persona por la que lo sientas, y también es diferente dependiendo de por qué lo sientas. Hay distintas clases y nunca se pueden comparar. No es el mismo amor que sientes por tu familia, por la chica que te gusta o por tus amigos, por ejemplo. Incluso por un perro…ese es de los pocos que no alcanzo a entender.
Hoy he de confesarte que estoy enamorado. Es un amor puro, limpio, suave y enfermizo. El amor que siento me ha traído muchos problemas, me ha causado grandes quebraderos de cabeza y me ha colocado en un medio de locomoción para respirar su aire por unos minutos.
Momentos como los que vivo ahora son un tormento. Vivo rodeado de ese halo de felicidad que recubre mi cara y torna mi gesto en una sonrisa bobalicona. Es un velo que me cubre los ojos y me desplaza de un lado hacia otro sin dejar de pensar en los mismo. Sí, amigos y no amigos, estoy enamorado de mi ciudad. Supongo que dentro de esos huecos del cuerpo donde se depositan los sentimientos, hay un espacio para ese tipo de amor. La ciudadfilia se llamará la enfermedad, o algo así.
Es curioso pensar que hace sólo unas horas (casi tantas como las que me he pasado haciendo hoy un trabajo) estaba allí, en Vigo, disfrutando de lo que esa ciudad me da; algo que no encuentro en otro sitio, algo que me va a traer problemas como, por culpa del azar, el trabajo u otro tipo de amor de tintes femeninos, acabe viviendo lejos de allí. Es algo que tengo asumido, pero no por ello no voy a permitirme el lujo de quejarme como una niña a la que le han roto su vestido de la Primera Comunión (¿se escribe en mayúsculas? Eso de ser incomunionado es lo que tiene. A mí nunca me regalaron una circonita por el acto ese, por eso no lo hice).
“Esa ciudad es fea”, me he cansado de oír. Supongo que los que dicen eso no la ven con mis ojos. Aunque bueno, yo tampoco la veo con los ojos. Mi visión de Vigo nace desde algún lugar perdido en la memoria que dentro de algunos años (cien o así) algún científico descubrirá y le hará ganar un Nobel, o un Oscar, vete tú a saber. Nace desde el recuerdo, desde las calles frías en invierno, desde los olores formados por trozos del Lagares y del pescado recién pescado del puerto.
Supongo que los que dicen eso no recorren conmigo el mismo camino. No saben, por ejemplo, que Vigo es una ciudad que trata de respirar por cada rincón que la locura hecha urbanismo le deja. Yo conozco varios de esos puntos y, cuando pasas por ellos, puedes escuchar los pulmones de la ciudad buscando el auxilio en las vistas a la ría. Uno está justo al lado de mi casa, donde acaba el bloque de mi edificio. Allí, entre una fotocopiadora (antes frutería, que murió ante la dura competencia de las fruterías de “Tu fruta madre”, o cómo se llamen) y una academia de peluquería, se abre un espacio dentro del asfalto y de los tres carriles de Camelias. Un momento para alcanzar el mar entre los edificios, con el suelo hecho de parque Camilo José Cela. Allí, la otra orilla.
Si sigues avanzando por mi calle y bajas por Romil (una de las calles lúgubres que más he recorrido, de noche y de día, en mi vida), te encuentras con el pulmón principal de mis visitas a Vigo: el Paseo de Alfonso (no sé cuál, ¿XIII?). Dibujado con una fachada avejentada, el camino se hace más lento por el azul del mar que se refleja en la superficie. Además, cuanto más avanzas, más cerca estás de poder ver las Islas Cíes. Es necesario llegar hasta el final del paseo para poder observarlas con detenimiento. Esos trozos de tierra que nos vigilan, como guardianes del trozo de mar que nos inventamos los gallegos. Y luego, allí, la otra orilla.
Avanzando más te encuentras con el ruido de la ciudad. La puerta del Sol, que regenta una especie de ser amorfo al que llaman ‘Sireno’ y a la izquierda, la zona vieja. Alguien dijo (¿Unamuno?) que la parte vieja de Vigo era de las más señoriales de España, o algo así. Querido Miguel de, eso sería hace tiempo.
Después, Príncipe, que también está provisto de algunos ex respiraderos, que ya se han muerto ahogados por los ladrillos. Eso sí, desde el final de la calle se pueden intuir, como se intuyen las cosas muertas, las letras de Caja de Pontevedra en amarillo apagado (ahora es un cartel horterilla de Caixanova). Es el edificio que corona el ascenso de la calle Urzáiz, que no se quiere acabar ahí y sigue hasta que el aliento no te llega, casi en la Travesía.
Hacia abajo, buscando de nuevo el mar. Bajo Colón con la seguridad de que los barcos se encuentran ya más cerca. Dejo la plaza de Compostela a un lado (¿? la Alameda, vamos) y pierdo dos minutos en pensar en el OZ y en la Abadía…qué tiempos (bueno, que el OZ es reciente, imbécil. Ah, perdón).
Por fin alcanzo la meta. Inmerso en el pantalán, con los barcos que llevan a Cíes a un paso y, de nuevo, la otra orilla.
Tendría que volver a subir todo Colón y llegar hasta el Progreso, pasar por el parquecito del que no recuerdo el nombre…y ya está. A la izquierda, el Castro. A la derecha, un monstruo en forma de Ayuntamiento (Concello, vamos) que cubre el mar con una sombra en forma de cubículo. La carretera que divide la ladera del Castro sirve de pasaje hacia el mar, otra vez más. La panificadora hace de postal tétrica que enseña los dientes cuando la miras directamente y trata de esconder la otra orilla sin éxito.
Vuelvo a estar en Camelias. La casa de Jorge, mi antiguo videoclub (ahora una tienda de Vodafone), los negocios que abren con ansias pero que cuentan sus ganancias por meses abiertos, la valla publicitaria que sostuvo a un Fraga extrañamente rejuvenecido…
Ya he vuelto. A Madrid, digo. Y bueno…no tiene mar, por mucho que se empeñen algunos.
¿Y la otra orilla...?
Circonitas para todos.