Todos los cambios son duros. No es nada fácil apartar cosas de tu vida y eliminarlas para siempre.
Siguiendo con el tema de la rutina, me he vuelto a enfrentar a ella y he eliminado un elemento que me había acompañado durante los últimos años. Se trata del tabaco, de los cigarros, de los bastoncillos incandescentes de fumar. Lo he apartado de mi vida diaria para sustituirlo por...nada. Se supone que debería estar atiborrándome de comida para llenar el espacio del humo en mis pulmones, pero me estoy limitando a las comidas y cenas de toda la vida, sin volverme loco.
Es cierto que tampoco fumaba mucho, ni siquiera era uno de esos fumadores enganchado desde los 15 años, pero sí sentía la necesidad de acudir al tabaco en determinadas ocasiones: después de comer, cuando estaba nervioso, cuando me tomaba un café, cuando me tomaba una caña. Vamos, que se había creado un vínculo íntimo entre algunas actividades y el fumar. La sensación de que se estaba acabando la cajetilla y era necesario comprar otra era bastante incómoda, la verdad.
"Y ¿cómo pasó?", os preguntaréis. "¿Cómo se llega a esa situación?¿Cómo decides dejarlo?". Menos preguntitas, ¿eh? Relax. Vamos por partes:
Todo nace un lunes por la noche (el otro lunes, vamos). Cenaba yo tranquilamente cuando a mi madre le asalta una duda. "¿Fumas mucho, Mauro?". Yo, con el bocado en la boca, la miré fijamente a los ojos. Mastiqué, tragué y contesté: "Bah, no. Creo que no mucho". Era una respuesta estúpida, pero nunca se sabe qué es mucho y qué es poco. Hice mis cálculos mentales, sumé números con la calculadora del móvil y aproximé una cifra: "Unos diez; a veces más y a veces menos. Depende".
Ahí comenzó una conversación sobre el tabaco que finalizó, más o menos, de esta manera:
Mauro: Llevo ya un tiempo planteándome dejarlo.
Madre de Mauro: Ahá. ¿Y?
M: No sé, creo que no podemos seguir con esto. Nos estamos haciendo mucho daño.
MM: ¿Seguro? Luego no vuelvas llorando como haces siempre.
M: Que no, que lo voy a hacer. Éste es el último.
Madre de Mauro: Ahá. ¿Y?
M: No sé, creo que no podemos seguir con esto. Nos estamos haciendo mucho daño.
MM: ¿Seguro? Luego no vuelvas llorando como haces siempre.
M: Que no, que lo voy a hacer. Éste es el último.
Cogí el mechero, aproximé la llama al cigarro, aspiré y dejé entrar en mis pulmones esa mezcla de alquitrán, tabaco y mierda variada. Solté el humo como el que da un último respiro, como el que tira por el retrete a su pececito que acaba de morir para que descanse en el cielo de las mascotas. Duró poco entre mis dedos. Mis pulmones se sintieron reconfortados al ser contaminados por última vez.
La semana no ha sido nada dura, la verdad. Sólo me ha costado tomarme una caña tranquilamente sin pensar en fumar o estar con Silvia mientras ella no hacía más que encenderse un cigarro tras otro. De todas formas he vencido.
Espero que esta semana haya sido la primera de una nueva vida sin el amigo Camel en mi rutina.
Por cierto, ¿qué le pasa a la gente con lo que fuman Camel? Es una especie de racismo. Es como que te guste la mostaza. A la gente le sorprende mucho. Y los cabrones del McDollars (que radikal soy) te dan ketchup por un tubo pero para la mostaza son unos rácanos. Qué gente, pero si nadie toma mostaza, soltad la mano, por favor.
Bueno, lo dejo que me caliento y acabo haciendo una campaña a favor de la mostaza y en contra del tomate en sobrecitos (lo que llaman ketchup, vamos).
Ah, si esto sale sin puntos y aparte como una masa uniforme: culpa de Blogger que es un fascista.
Cigarros para todos.