Navitá


Sí, ya llega la Navidad...bueno, en algunos comercios ya es Navidad desde mediados de noviembre, pero bueno. De hecho, había que plantearse la posibilidad de cambiar el calendario y adaptarlo al del Corte Inglés: cuando por la tele apareciese el anuncio que dice "Ya es primavera en el Corte Inglés", ese mismo día empezaría la primavera. Lo que pasa es que, como siempre tratan de adelantarse a esas cosas, el propio Corte Inglés se adelantaría a sí mismo. Él sería su propio enemigo, y empezaría una lucha encarnizada entre un sólo sujeto que dominaría el mundo. Como se adelantaría continuamente, la primavera se juntaría con la Navidad, pero la Navidad se anunciaría antes del Otoño, y las hojas abandonarían los árboles en verano...un cristo, vamos.


Ahora estamos a una semanita, más o menos, de que empiece ese periodo de felicidad, luces por las calles y árboles decorados no con pocos colores. Además, la Navidad viene precedida de un puente bastante largo, por lo que el cuerpo ya lo tienes preadaptado a la pereza propia que te crean las vacaciones. Las calles ya revientan y las tiendas se hacen de oro gracias a esa obligación tan saludable que es la de regalar cosas, por muy inútiles que sean. Y es que ya sabéis, los regalos son esas cosas que nunca te comprarías pero que agradeces tener...ya, vale, seguro.


Yo no soy excesivamente navideño. La verdad es que me parece una parida que en esta época del año tengamos que ser buenos, felices, llevar jerseys de lana y dibujos de renos y nieve y, sobre todo, ser caritativos. El resto del año da igual; a partir de enero hay que empezar a centrarse en uno mismo, reduciendo en el gimnasio los kilos que has ganado en las copiosas cenas familiares. En marzo y abril tienes que estar pendiente del tiempo que va a hacer, porque lo importante es hacerte un viajecito en Semana Santa (es curioso que en la Navidad todo sea bondad y en la Semana Santa todo sea viajar y disfrutar...). Y en verano...buf, en verano se acumulan muchas cosas: tienes que ir a la playa, tienes que ponerte moreno, tienes que salir a las terracitas, tienes que hacer un viaje exótico... Que egoístas somos en verano...bueno, y en primavera...ah, y en otoño. Pero, eso sí, en Navidad seremos las mejores personas del mundo.


Desde que los regalos dejaron de ser una sorpresa que te encontrabas por la mañana, la Navidad tiene otro sentido para mí. Hace muchos años, cuando era un pequeño ser, sí que flipaba con la Navidad: el arbolito, el nacimiento, la comida para los Reyes Magos...pero esa ilusión se va perdiendo, por lo menos es lo que me ha pasado a mí. Todo va perdiendo el sentido que tenía antes al ir haciéndote mayor, es decir, cuanto más tontito te pones.


Cuando estaba en BUP y COU (ahora se llaman de otra manera mucho más fea), en esa estúpida edad en la que eres feliz, lo importante eran las vacaciones y la salida de Fin de Año (no aquella chica que se acostaba con todos esa noche, sino lo de salir esa noche); ya eras mayor y te habías comprado o alquilado un smoking para ir a esas fiestas en las que te cobraban una pasta a cambio de ver a tus compañeros de clase a los que veías gratis todo el año y de una bolsa con confeti, gorrito y serpentinas a la que le sacabas un juego tremendo.


Cuando estudiaba en Santiago, lo bueno de la Navidad era pasar unas semanas en tu casa desconectando de la carrera y volviendo a reunirte con tus amigos de Vigo, a los que seguías viendo habitualmente. Seguías algo emocionado con la salida de Fin de Año, con buscar alguna que estuviese salida en Fin de Año (dicen que hay muchas, pero yo no suelo encontrarlas) y seguías acudiendo, aunque con menos ganas, a las fiestas en locales aptos para el sudor sobaquil.


Hoy por hoy, que paso la mayor parte de mi tiempo en Madrid, la Navidad ha recobrado un nuevo sentido. Está alejado de los regalos, de las fiestas y de las salidas, y se concentra más en la morriña. Las dos etapas que están entre la infancia y mi situación actual sirvieron para algo: para llenarte la cabeza de recuerdos que rememoras a cada paso que das por las calles de Vigo. Me apetece pasear por Príncipe iluminado, como hacía cuando aun era pequeño, entre las luces que alumbraban el ambiente de un modo especial; me pararé en el Paseo de Alfonso a ver las Cíes y Cangas, aunque habrá nubes o niebla y sólo intuiré las luces de la otra orilla; me reuniré con mis amigos, con los que trato de no perder el contacto a pesar de todo; cenaré en familia sin las prisas que tenía por llegar a la hora X (un ahora muy porno, a la que siempre quedaba la salida de Fin de Año) a la fiesta Y para no encontrarte con un sitio petado de gente...vamos, que disfrutaré las Navidades.


Eso sí, no pienso ser ni bueno ni bondadoso ni amable con los desfavorecidos ni solidario con los pobres. Po lo menos no lo seré más de lo que lo he intentado ser el resto del año.


Felis Navidas a todous.

Ellos


Siempre me toca lo raro a mí. Es cierto. Ya sea en Madrid, en Santiago o en Vigo, siempre me rodea un halo de extrañeza, una tenue luz que me acerca a los lugares más raros de cada ciudad, allí donde la realidad se mezcla con la fantasía y lo cotidiano se convierte en misterioso y desconocido.

Si sois asiduos lectores de esto que se hace llamar blog (o no tan asiduos, porque las actualizaciones tampoco lo son), quizás guardéis en la mente algunas de las extrañas cosas que me han pasado aquí (dos ejemplos: “Los contenedores de la discordia” o “Lo particular”) el último año. Es como si Iker Jiménez me estuviese grabando continuamente para sacar luego esas cosas en su programa de televisión, o de radio, o de lo que sea. Ahora, viviendo en otro sitio, algo inusual me vuelve a ocurrir.

Este año vivo en Blasco de Garay, una calle perpendicular a Alberto Aguilera, calle que es, a su vez, perpendicular a Princesa. De esto puedo deducir, no sin cierta dificultad, que Blasco de Garay es una calle paralela a Princesa, pero queda más pa`rriba. Bien, vamos bien con la explicación. Pues resulta que enfrente del punto donde por azar, planes urbanísticos y otro tipo de incoherencias parecidas, se unen Blasco de Garay y Alberto Aguilera, se encuentra el edificio del averno, aquel que guarda el Cancerbero: ICADE.

Dice Wikipedia, esa diosa de la pseudosabiduría de la red, de ICADE: “ es una facultad de Ciencias Económicas y Empresariales y de Derecho perteneciente a la Universidad Pontificia de Comillas, de la Compañía de Jesús, situada en Madrid, España”. Pues yo doy una definición alternativa mucho más cercana a la realidad: “El Instituto Católico de Administración y Dirección de Empresas (ICADE) es un edificio de color teja del que salen seres capaces de aterrar al transeúnte y que no duermen, o por lo menos no demuestran su cansancio, sueño o suciedad”.

Mi experiencia, que es la que me lleva a contar esto aquí (ella me dijo: “Mauro, tienes que contar esto, si no ya no somos novios”), me dice que esta gente guarda un secreto milenario entre sus ropajes, entre sus finas sedas, cuellos de encaje y cabellos de oro y plata. No puedo creerme que nadie así exista, que nadie sea capaz de hacer lo que hacen ellos. Para demostrar la diferencia que hay entre los demás y ellos, tomaré mi ejemplo, aunque sé que mi criterio no vale más de dos reales (¿?):

Yo me levanto a las 7:15 de la mañana. Me quejo, lanzo un gruñido y termino levantándome de la cama a regañadientes. Me ducho, me visto, desayuno (o desayuno, me ducho y me visto, o incluso me visto, desayuno y me ducho, según) y salgo a la calle. Si mi musculoso cuerpo fuese la caja de un medicamento, o un simple brick, en él se podría leer lo siguiente:

25% de mal humor

20% de cansancio

5% de aspecto normal y decente

20% de empanadilla

30% de sueño

No agitar muy fuerte, ya que contiene un alto grado de odio hacia la especie humana. Puede producir dolor de cabeza. No exponer al frío intenso ni al calor agobiante.


Ahí voy yo, por mi calle, bajando directo hacia el edificio del averno. Cada vez Alberto Aguilera (la calle, no él) queda más cerca de mis pies, cada vez estoy más cerca de cruzar esa línea imaginaria que me transporta al mundo que más temo: el de los seres impolutos. Ya casi estoy llegando, levanto la cabeza, la giro, observo el reflejo que me devuelve el cristal del BBVA que hace esquina y sólo puedo ver un ente con cara de idiota, recién duchado y con unas ojeras en las que podrían desaparecer un grupo de niños que buscan un tesoro en una gruta. Ya estoy.


Desde la intersección entre Alberto Aguilera y mi calle, sólo tengo que bajar un poquito (¿minuto y medio?) para llegar hasta la boca del metro. En ese corto trayecto, en el que dejo el edificio de ICADE a mi espalda, me cruzo con gran cantidad de esos extraños seres. Ellos no parecen afectados por el virus del cansancio, no se muestran débiles ante la hora temprana, no muestran en su cara el gesto de haberles golpeado el frío. No. Ellos sonríen, disfrutan; sus cabellos están perfectamente peinados, con una raya trazada con escuadra y cartabón que les atraviesa todo el cráneo, formando dos mareas de pelo que desembocan en unos perfectos rizos; de su cuerpo emana un olor a jazmín fresco y sus manos carecen de las marcas que deja el tiempo en la piel.

Ellas también sonríen, de manera malévola y distante; su fragancia te envuelve a su paso y te transporta a una pradera, como los anuncios de suavizante. En sus orejas reinan dos perlas del tamaño de un testículo (no he podido evitar reírme con esta bastada, la verdad… imaginároslo) y en su boca una hilera de piedras blancas que reflejan la luz con la intensidad de un cristal.

No pueden ser reales, no pueden ser inmunes al dolor, a la suciedad, a la descamisación, a las carreras en las medias. No pueden ser reales. Sólo pueden venir de un lugar extraño, donde el sol siempre sale por la derecha y se acuesta por el mismo sitio, donde las palmas se alzan a lo más alto del cielo para decir hola, adiós, te quiero, te odio, te temo… No pueden ser de este planeta, lo siento. Son demasiado perfectos.

Hay leyendas urbanas sobre ellos que dicen que vienen desde las afueras y que se levantan temprano. Pero eso no explica su entereza, su pulcritud, su blanco neutro.

Me siento extraño paseando por la calle y admito que miro hacia atrás por si, algún día, ellos me devoran y paso a formar parte de su ejército de fieles pulcros.

Rezad por mí, amigos. Os deseo un deseo.
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