El Estanco

"¿Dónde estará?". El cristal que separaba el mostrador de los clientes reflejaba la figura de Marina, que golpeaba con las llaves del estanco el cajón de las facturas que estaba medio abierto. Eran las doce del mediodía y la mañana había transcurrido tranquila. Como siempre, habían pasado ya Don Manuel ("Dos cartones de Ducados y uno de Chester, para la niña"), la señora que siempre apagaba su cigarro contra la cerradura de la puerta ("Una cajetilla de Coronas, por favor") y los jóvenes del colegio de al lado, que recurrían a la cajetilla de Marlboro cuando ningún alma caritativa les invitaba a un "pito".

"Ya han pasado dos semanas". Marina fumaba dentro de su cubículo. Pensaba que era absurdo aplicar la ley anti tabaco en un estanco. Era como prohibir el consumo de calorías en una pastelería, o igual de irracional que prohibir la entrada de las ratas o los perros en el McDonal's. Desde las 7 de la mañana hasta las 12 se había terminado la media cajetilla que le quedaba del día siguiente. Atendía con desidia a los clientes, con un seco "¿Si?" y un "Tres veinte" y un "De ná". Luego seguía fumando mientras golpeaba con las llaves del estanco el cajón medio abierto de las facturas.

"A lo mejor le ha pasado algo". A Marina siempre la visitaba a las 12:30 Gloria, su amiga y antigua vecina. Gloria era dueña de una mercería que había cerrado por la competencia y los pocos ingresos que generaba desde la apertura de un "chino" en la calle paralela. Ahora era asistenta por las mañanas y limpiaba una oficina a última hora de la tarde, unos trabajos que la habían sacado de un paro de casi un año y medio. Como trabajaba cerca y salía a esa hora, siempre se acercaba por el estanco para fumarse un par de cigarros con Marina y después se iba a casa a preparar la comida.

"¿No te parece raro que no venga?". Gloria y Marina se pasaban cerca de una hora hablando de sus desgracias, de sus hijos, de lo cafres que eran y de lo hartas que estaban de sus maridos, "esos sinvergüenzas", como les llamaban entre risas cómplices. Mientras, Marina atendía con más desdén aún a los clientes, a los que ya ni miraba a la cara, atenta a las palabras de Marina.

Gloria: Seguro que me ha cambiado por otra. A veces soy demasiado desagradable, creo, y eso debe molestar, sobre todo a la gente joven.
Marina: No sé, a lo mejor se ha mudado.
Gloria: ¿A estas alturas del año? Eso no es normal. ¿Que se ha ido de Madrid? Eso sí que puede ser, pero a otro barrio, lo dudo.
Marina: Pues será lo más probable. Bueno, o...
Gloria: O... qué.
Marina: Que a lo mejor se ha unido a esos. Vamos, que ya no es de los nuestros.
Gloria: ¿A qué esos? ¿De qué nuestros?
Marina: Que a lo mejor es un acojonado. Ha empezado a hacer caso a eso de los pulmones, del cáncer, de las enfermedades, de las prohibiciones... y no ha sido capaz de seguir. En resumen, que se ha rajado.
Gloria: No me parece uno de los que se raje así, por ná. Me decepcionaría mucho, la verdad.
Marina: Ese chico tenía pinta de eso, de que podía flaquear en cualquier momento. Lo ha dejado.
Gloria: ¿Estás segura?
Marina: Segurísima.
Gloria: Cabrón.

Tormenta De Verano

Dice Quique González en una canción que una tormenta de verano es un segundo de un invierno entero. Supongo que será por la intensidad con la que cae durante ese tiempo, como si el mismísimo invierno le hubiese ganado la partida al verano y exigiese su derecho a mostrarse en su estación más opuesta. Esas tormentas siempre me han impresionado. Recuerdo algún verano que pasaba en la playa, en una casa a pocos metros del mar; a lo largo del mes de agosto siempre había un par de días en los que te levantabas con las nubes sobre la cabeza y el ambiente, gris y cargado, anunciaba que ese día era para estar en casa.

Desde las ventanas, a las pocas horas, veías como las nubes se contraían y se removían como unas tripas enfermas para soltar aquel aguacero que entristecía el paisaje que, habitualmente, lo llenaban sombrillas y niños corriendo con toallas mojadas puestas como capas. Pero a mí me gustaba. Recuerdo estar en el salón de aquella casa alquilada viendo la tele, con la cabeza reposada sobre el regazo de mi madre, que me acariciaba el pelo mientras casi me quedaba dormido. Cuando miraba hacia la ventana, veía aquel chaparrón repentino, violento, que golpeaba los cristales y azotaba los tejados. Lo veía desde dentro, protegido del frío y el agua, y recuerdo una sensación increíble de serenidad, de calma.
Es cierto que, otras veces, ese mismo aguacero me cogía en plena playa, sentado, húmedo pero con la camiseta puesta porque empezaba a refrescar.

Un día, incluso, me cogió bañándome; es curioso, pero nunca disfruté tanto de un baño, ni del mar, y nunca el Atlántico estuvo a una temperatura tan cómoda como aquel día que llovió sobre el mar durante veinte eternos segundos. Solía dejar que me mojase aquella lluvia, porque era como llevarle la contraria al mundo, como decir que quieres ver nubes en verano y sol en invierno, que no estás de acuerdo con los órdenes establecidos. Quería mojarme, empaparme, sentir que me estaba dando un baño vestido en plena calle, y saltar en los charcos hundiendo las suelas de las sandalias.

Cuando lo hacía, retomaba la tranquilidad cuando volvía a casa, de nuevo en el sofá, en el regazo de mi padre, que me acariciaba la espalda y me decía "Mauro, estás temblando... debes haber cogido frío". No sé, yo creo que temblaba porque se acababan las vacaciones, las tormentas de verano y la playa diaria, pero nunca lo dije.


Y siempre me he preguntado por qué. ¿Qué pasa para que llueva así en verano? Supongo que el cielo tiene demasiadas cosas que aguantar, mucho en lo que pensar y muchas decisiones que tomar. Cada nube será un brote de estrés, un símbolo de sus dudas, de sus disconformidades, de sus contrariedades, y eso puede pasar también en verano. Es cierto que en otoño, esa época rara, y en invierno, con cierto aire desolador, parece más fácil acumular nubes; la primavera, época por excelencia de lluvias, supone una acumulación de todo el estrés pasado, el de el otoño, el del invierno y el del próximo verano, que supone muchos preparativos.

Así, de vez en cuando, el cielo tiene que soltar lastre, y cuando pasa en verano se convierte en ese fenómeno natural que nos demuestra que, muchas veces, la realidad supera la ficción. Yo, para la próxima, ya tengo preparado una ventana, un sofá y un regazo.

La Fealdad De Imposible (El Origen)

Imposible es una palabra horrible. Absolutamente devastadora. Es curiosa la fuerza que tienen los prefijos; este "in", que se adapta con una "m" como un camaleón ante la vecindad de la "p", trastoca los mejores planes para llevarlos al ámbito de lo irrealizable. Es, seguramente, la palabra más fea del diccionario, de nuestro idioma, y a pesar de su aspecto desagradable, está siempre muy presente en nuestro vocabulario. Quién no ha oído cómo alguien le decía que no lo intentase, que era "imposible", o que se olvidase porque era "imposible", o que era "imposible" que aprobara. Imposible. La más fea, pero la más presente.

"Imposible" es como la amiga fea de la tía buena. Siempre está ahí, molestando, haciendo de cordón de seguridad de su amiga, de la que tiene las cosas atractivas. Ella, conociendo su papel secundario, asume el rol y se dedica a espantar moscones y borrachos, a poner la cara de borde y a ser el poli malo de la película. "Imposible" hace lo mismo. A sabiendas de que es horrible, se coloca al lado de las mejores ideas para malgastarlas, para protegerlas de la diversión, para cubrirlas de demasiada realidad, que no siempre es real, por supuesto. Y es, también, desagradable, fea y arisca. Es una palabra con malos sentimientos.

No me explico cómo accedió "-posible" a unirse tan fríamente con "in". Es como esas parejas que ves desde fuera que son de conveniencia; típica relación de dos personas en la que sólo una pone de su parte y es tan evidente que da pena. O esos grupos de amigos en los que hay alguien de prestado, ese típico miembro del grupo que nadie entiende por qué, pero siempre está ahí, y todos se miran pensando "oye, yo no lo he llamado, ¿y tú?". Pues el prefijo con la raiz, igual. Supongo que "in" le prometería cosas increíbles: "Conmigo a tu lado serás más fuerte; yo te protegeré de los males y de los idealistas, que suelen ser gentuza de pelo largo y guitarras al hombro". Claro, seguramente, "-posible" estaba pasando una mala época, lo acababa de dejar con su anterior prefijo, "a", pero no encajaban y la gente no aceptaba que existiese algo aposible.

Leía ayer en El País Digital (ejem...) que las personas que no están seguras de sí mismas son menos selectivas a la hora de escoger pareja. Es decir, que les vale todo o casi todo, no aspiran a mucho. A "posible" le pasó igual. Pensó que sin un prefijo con fuerza y carisma se resfriaría con más facilidad, la gente le podría abordar por la calle y obtener de ella todo lo que quisiesen, porque sin prefijo no tendría una buena defensa con la que defenderse negativamente. Además, "in" ya estaba en la vida de otras palabras compañeras: "mortal" se había vuelto "inmortal" y lo que tenía fin se había transformado en "interminable", "salvable" se había hecho "insalvable" y "correcto" había ganado fama de "incorrecto". Así que, impulsado por la envidia, esa cualidad que tienen todas las palabras y raices, por el instinto de reproducción, de supervivencia y de autocomplacencia, se juntó con el prefijo para ganar en notoriedad.

Con el paso del tiempo se dio cuenta de su error. Advirtió que había cerrado muchas posibilidades a la gente. Es cierto que tenía más presencia en el vocabulario, que había ganado peso porque, hasta no tener el prefijo, su significado se acercaba demasiado a la duda, a lo inquietante del no saber. "Es posible que lo haga...". Ahora, vestido con unos ropajes más fuertes, negaba las acciones a todo el mundo, ganándose la enemistad del resto de palabras, que ahora la veían como alguien cerrada a las demás, complicada en el trato y demasiado vehemente en sus formas. Se le endurecieron los rasgos y se le afeó el gesto.

Se convirtió en la palabra más fea del diccionario.
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