Des·Mayo

"Yo me desmayo con mucha facilidad". En un café sin nombre, a la luz de lámparas que fingían ser velas encendidas que regalaba un ambiente relajado en medio del ajetreo capitalino y enfrentada a una cerveza en copa, me reiteraba su mayor habilidad en la vida. Tenía aquella virtud de desligarse del tiempo, desvirtuar la realidad que le cubría habitualmente y perderse en la inconsciencia del desmayo.

Contaba que, en el aeropuerto de unas islas, el retraso anunciado por las pantallas planas de la terminal había hecho enloquecer al personal. Los viajeros potenciales se llevaban las manos a la cabeza y temían no poder volver ese día a su casa, expectantes por si la nueva hora fijada no se cumplía y se posponía de nuevo proponiéndoles una mayor espera en esos incómodos asientos que nos suelen ofrecer las puertas de embarque de esos crematorios de esperanzas que son los aeropuertos. Algunos se dejaban morir sobre el respaldo; otros se acomodaban en dos butacas y encogían las piernas en modo fetal, dispuestos a conciliar el sueño que habían perdido en cinco días de vacaciones con amaneceres en la playa; algunos exigían responsabilidades en la ventanilla de la compañía aérea; muchos se desesperaban en silencio.

Ella no. Ella automatizaba su cuerpo, avisaba a los órganos vitales encargados de mantenerla con respiración que se iba a tomar una pausa. Las lecciones de anatomía del colegio le permitían conocer el proceso que la llevaba al desmayo, a la privación del sentido. El pistoletazo de salida se traducía en sudores fríos que empapaban la frente y un temblor de segundos en las manos. Seguía la pérdida de fuerza en las articulaciones. Las piernas, diseñadas con escuadra y cartabón, se tornaban de goma y los pies se cubrían de plástico para no dejarle mantener el equilibrio. Y se deslizó por la butaca hasta dar con sus huesos en el reluciente suelo de la terminal.

"No sé cuánto tiempo pasó. Sólo me desperté y me vi rodeada de gente desconocida, de otras caras comunes y de dos personas uniformadas que me daban agua y me secaban la frente". "No lo hago a propósito, supongo que me superan algunas situaciones y la forma que tengo de protegerme es esa, como el erizo que da como cara sus pinchos. Yo, simplemente, dejo de existir, no para los demás, pero sí para mí misma".

Mientras le daba un trago a la cerveza y mojaba sus labios después de hablar durante quince minutos sobre su habilidad, me di cuenta de la envidia que tenía. Muchas veces sería ideal dormirse durante un rato para no pasar determinadas situaciones, para escaparte del tiempo en épocas en las que lo que más cuesta es vivirlo. Ella perdía la referencia obligada del espacio tiempo y esparcía su cuerpo sobre cualquier superficie que quisiera retenerla. Como la silueta de un cadáver pintada con tiza. Sus rizos desentramaban los huecos del suelo, sus brazos perdían consistencia sobre el firme, con sus muñecas contorsionadas como alas de un ave que no sabe volar. El tronco se retorcía entre descargas de tensión y sus piernas, antes de escuadra y cartabón, regalaban formas imposibles para la geometría.

Yo le dije que desmayarse era como morirse durante unos segundos, pero con cobardía, porque volvería a despertar siempre. Un quedarse a medio camino, una cobardía por no querer asumir que, quizás, quería quedarse en ese estado para siempre. "No es una elección, es una realidad". Levanté mi vaso, le di ahora yo un trago a la cerveza para enjuagar mi garganta, y percibí que la realidad en aquel café sin nombre me iba a dar una sorpresa.

En ella empezaban los sudores fríos y la pérdida de consistencia de sus articulaciones, que se traducían en acordes hechos de golpes en aquella mesa redonda y coja. Y era en pleno mes de mayo.

Libertad Para Marwan (En Copropiedad)

El Libertad 8, en la calle Libertad, barrio de Chueca. Ese local que encontré en Internet hace cuatro años, cuando la mesa de mi habitación de Vigo soportaba el peso de los apuntes de Procesal, pero que aguantaba por el aire de Madrid que ya le había anunciado un mensaje de texto. He tardado cuatro años en visitarlo en condiciones. Hasta ayer nos conocíamos de vista; un par de veces, una en un conciertus interruptus y otra un día cualquiera tomando una cerveza.

Marwan, el cantautor que descubrí hace dos años, un día cualquiera, en mi habitación, por esos vínculos que unen a unos cantantes con otros. 'Meninos da rua' creo que fue la primera canción que escuché de él. Lo hice durante cuatro días casi ininterrumpidamente. Después, me puse a buscar más cosas de él. El conciertus interruptus fue de él. Demasiada gente en un sitio demasiado pequeño.

Ayer se unieron los dos, el Libertad 8 y Marwan, fruto de un regalo, de una sorpresa, de una cita del pasado que quedaba pendiente con I.P. El concierto empezaba a las nueve y media, pero se retrasó hasta las diez. Estamos en España y se acepta, sobre todo cuando merece la pena. Los minutos previos, mucho calor, una cerveza que regalaba la entrada que se quedaba caliente y buena compañía y larga conversación. Aquella sala minúscula se iba abarrotando y los grados aumentaban al mismo paso que las gotas de sudor ya bañaban la frente. Pero se atenuaron las luces.

Y empezó el concierto. Una guitarra y poco más. Y fuimos, palabra por palabra, corriendo en chándal hasta el próximo verano que nos esperaba como un adolescente, como ángeles que se preguntaban como decirte que nos quedábamos todos con carita de tontos después de escuchar las canciones. Al final, globos (¿?). En medio de todo, un chavalito que empezaba en ese mundillo y que parece que se va a quedar en poco más que un par de canciones ese día, una chica de ojos hipnotizadores que acompañó en un 'Para siempre' y luego se soltó por su cuenta, un calvo que nos prometía que las personas cambian y dos canarios que parecían salidos de la nueva trova cubana.

Y yo, sentado, rompiéndome la espalda pero con una sonrisa en la cara. Y la pobre I.P. se creía que se sabía todas las canciones del pseudopalestino. Y en los descansos, peticiones de aumento de la paga a su madre, historias de su ex, frases a su psicólogo y algún detalle del porqué de todas esas canciones. Y se fue terminando. Poco a poco. Al mismo ritmo que la cerveza calentorra. Y se acabó. Y me quedé con los restos del paracaídas en la espalda soñando con un viaje a Argentina que él empezaba en una semana. Qué envidia. Y mientras, hoy llueve en Madrid. Otra vez. Maldita Espe.

Y se quedó en el Libertad un concierto de Marwan en copropiedad y me traje a casa un disco blanco y sin la entrada que ya recuperaré. Porque sí, amiguitos, era mi primera vez. Y me gustó.




Memoria Selectiva

Como son las cosas. Empecé a escribir sobre un tema y cuando me he dado cuenta, me había desviado totalmente del origen y ya estaba hablando de otra cosa... Es lo que tiene la memoria, que es capaz de vincular imágenes que no tienen nada que ver. Asociación de ideas que son difíciles de explicar a otra persona porque, por mucho que lo intentes, no lo va a entender.

Y me he dado cuenta de esa llamada memoria selectiva. Se supone que recordamos lo que queremos, lo que nos interesa, lo que nos va a servir algún día... Pues yo no. En serio. Y todo nace por culpa de El canto del Loco. Sí, ese grupo de música para tías esquizofrénicas con la cara pintada con los colores de la guerra; la guerra por a ver quién grita más. Todo por su maldita culpa. "Estados de ánimo". Pensaba en estados de ánimo con el fin de encauzar el post que estaba escribiendo. Lo tuve que dejar. De repente, me vi recordando que "El canto del Loco" tiene un disco que se llama así. No me preguntéis más; ni por qué lo sé ni qué canciones tiene ese disco ni la portada ni de qué año es. Nada, porque no lo sé. Sólo sé que existe y ya está. Me parece suficiente.

Pues bien, me he dado cuenta de lo inútil que es mi memoria. ¿Para qué recordar el nombre de algo que ni conoces? Mira que tengo cosas que recordar y que me gustaría, pero nada. El Canto del Loco (es evidente que ni tengo claro cómo se escribe, cuál es mayúscula y cuál no). Es lo mismo que me pasaba en quinto o sexto de E.G.B. Me sabía algunas canciones de Alejandro Sanz y de Laura Pausini. Soy capaz de recordar mentalmente la de "Se fue" y la de "Se le apagó la luz". La razón, también desconocida. Juro que nunca he escuchado la canción solo; me refiero a en mi habitación, con los cascos. En serio, lo juro, pero me la sé. Más o menos, pero sí.

Y tirando del hilo de mi memoria, me reconocí en cuarto de E.G.B. Y me acordé de la chica que me gustaba y de cómo me armé de valor para decirle que me gustaba. Era mi compañera. Me giré, la miré, dije su nombre, se giró y le dije: "... ¿me dejas la goma de borrar?". Sí, ella nunca lo supo, pero recibió la mejor declaración de amor posible. Por lo menos la única que era posible para mí en ese momento.

Y de la goma de borrar de aquella chica viajo hasta Gijón y su calle Corrida. Yo, en pantalón corto, lloro desconsolado al lado de una alcantarilla. ¿Qué pasaba? Que mi goma de borrar Milán, de esas que te daban ganas de morder (y que mordía) y a la que le había cogido DEMASIADO cariño por lo que intuyo, se había colado entre los barrotes de aquellas malvadas fauces. "¡¡Mi gomita!!", gritaba desconsolado. Y ese chillido me traslada al coche de mis padres, con la ventana abierta, el brazo por fuera y mi mano sujetando una visera. El coche acelera, no puedo retenerla y sale volando. El desconsuelo, el mismo. "¡¡Mi gorrita!!", volvía a vocifear mientras mis padres hacían lo posible por conseguir que me olvidase de tal desgracia.

La memoria selectiva me cubre y yo, delante del ordenador, soy incapaz de entender por qué sólo me lleva a episodios ridículos de mi vida en orden descendiente. Así que me sabía canciones de la Pausini y del señor Sanz, me declaraba a las chicas pidiendo utensilios de clase y gritaba cosas en diminutivo a las que les daba un valor claramente excesivo y fuera de lugar.

Odio mi memoria selectiva. Y más al Canto del Loco, que todo esto es por su culpa.

Pause

Coger el mando a distancia y darle al pause. Creo que no hay un invento mejor dentro de otro invento. El pause. Te estás meando y un hombre está a punto de resolver la trama, está a punto de devolverte el tiempo que has invertido en observar su vida de aproximadamente 90 minutos, está a punto de desvelarte el misterio. Pero tú te meas. Y es con intensidad. Con esa intensidad que no te permite despistes, porque un segundo de más significa algo así como vergonzoso.

Recuerdo la vez que con más intensidad me he meado en mi vida. Me enfrentaba a cuatro largas y duras horas de examen de Derecho Romano. Llegué a la facultad con la sensación de tripa rota que suele acompañar a esos momentos, los malditos previos del examen, que más de un profesor se empeña en alargar durante segundos que se hacen eternos. Como soy precavido, lo primero que hice, con el programa de la asignatura en la mano como compañero, fue ir al baño. "No vaya a ser que luego...", pensé.

El aula magna estaba repleta de cándidas almas que se enfrentaban al gran hueso de Derecho, a esa asignatura sin la que, se decía, no podías pasar un verano. Un taco de folios en blanco, sólo manchados por mi letra con las diez preguntas a desarrollar en esas eternas cuatro horas. El tiempo pasaba y la tinta de mi pilot se iba impregnando en el papel a la vez que yo expulsaba todos los conocimientos adquiridos (y ya olvidados) en tres meses y medio de vida monacal y opositoril.

Habían pasado casi tres horas y mis tremendas ganas de mear llamaban a la puerta de mi vejiga para preguntar si podían materializarse. Llevaba más de cuarenta minutos retorciéndome en el asiento de madera, cambiando de postura, buscando una que apretase poco esa maldita zona; llegué, incluso, a desabrocharme el pantalón en un último gesto de desesperación. Cuando las ganas ya habían formado ejército y se acumulaban ante la puerta del castillo con antorchas y gritos de "Te vas a mear, te vas a mear", cedí ante la presión.

Me levanté. El profesor (¡¡de Romano!! Repito: ¡¡de Romano!!) me miraba fijamente; admiraba mi caminar retorcido, mis piernas a lo Lina Morgan y mi botón que asomaba desabrochado en la bragueta. Su estupor se tradujo en un "¿qué quiere? Para responder a las preguntas ya me acerco yo a su sitio". "No, mire... sé que le va a parecer raro... necesito URGENTEMENTE ir al baño". Ante mis mayúsculas asintió con la cabeza. Yo, no contento con eso, le hice una proposición indecente: "Puede venir conmigo para ver que no copio...". Gracias, Mauro, eres más gilipollas de lo que pensabas.

En fin, que meé. Pensé que me torturaría, porque era el profesor ¡¡de Romano!! Repito: ¡¡de Romano!! Pero fue bueno, fue mejor que Cayo con Ticio (chiste de romano. Repito, de romano).

Como decía, que te estás meando y le puedes dar al pause. El hombre se queda congelado y espera gentilmente a que tú te tranquilices. Y sin pedirte nada a cambio. Luego retomas la posición, vuelves a tomar el mando, y permites al amable caballero que prosiga con sus avatares. Y quien dice mearse, dice recibir llamada de teléfono, sufrir una caída grave mientras intentas imitar la patada voladora que él acaba de hacer o recoger las palomitas que se te han caído por hacer el imbécil con ellas lanzándolas al aire a ver cuántas caen en tu boca.

Pero el botón de pause sólo existe en los vídeos (bueno, DVD, Blue ray, televisiones molonas de nueva generación o lo que sea). En la vida no tenemos ese botón de pause. Nos mintieron en el anuncio de Kit-Kat, es cierto, porque no existe un botón de pause.

Yo, si no os importa, voy a probar a darle al mío, que no tengo ganas de aguantaros ahora.

Yeva.
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