Protocolo De Repaso

Dejadme adivinar... en los próximos días nos veremos inundados por maravillosos recopilatorios del año que nos deja. El punto de partida, el 1 de enero de este año que se acaba; el punto final, el mes de diciembre. El origen, televisiones, radios, gente individual, blogs, personas en su intimidad. Desde los medios, del fin de ETA hasta Rajoy; desde las personas, lo bueno y lo malo.

Ya lo decía Mecano, hacemos balance de lo bueno y malo (5 minutos más para la cuenta atrás). Y ahí, las mentes, las "cabezas pensantes", haciendo un esfuerzo sobrehumano para repasar sus filias, fobias, felicidades y tristezas del año. Una actividad que se hunde en lo más protocolario dentro de la época más protocolaria del año. Porque es Navidad (así, con mayúsculas), la natividad, el nacimiento de Cristo, según la religión católica; y, como esta, hay que actuar protocolariamente. Y ahí entra el repaso al año que dejamos.

Sabemos que estas fechas no son más que fiestas paganas que se hicieron coincidir con las cristianas para callar bocas y celebrar todos a la vez algo. Yo, no católico, no cristiano, no creyente y mucho menos practicante, he dicho más de una vez que no celebro nada religioso, sino que coincide que el calendario me ofrece la oportunidad de estar con mi familia. Sobre las fechas en concreto se cierran actos y celebraciones. Alguno me ha dicho que mucho no creer, pero que cuando llegan las Navidades, bien que las aprovecho... Demagogia pura y dura.

Realmente, para mí esta época del año se concentra en el cambio de número. Ahora, seremos 2012. Y como sufrimos un cambio, hay que hacer el manido repaso. En el fondo da igual; el cambio de año no coincide ni con un cambio estacional, solo con algo psicológico que tenemos muy aprendido y muy aprehendido, hasta tal punto que terminamos por creerlo.

"A mí me van mejor los años impares", he llegado a decir. "En los pares suelo suspender asignaturas...". Sí, claro, será por la terminación del número, caradura... Es cierto que lo que nos rodea, en plan galáctico y místico, se ve influenciado por el nuevo año, ya que existen cambios de esos incomprensibles para una mente de letras como la mía que nos afectan, queramos o no. Más allá, por supuesto, de los dictámenes del horóscopo y del destino, esos clavos ardiendo cuando las cosas no nos salen bien.

Perdón, que fallo en el protocolo. Hablaba del repaso general, de la ITV de cuerpo y mente, que hacemos en estas fechas. Todo con el fin, supongo, de fustigarnos si hemos sido malos y felicitarnos a nosotros mismos en un acto de onanismo puro si hemos sido buenos. Y cuando suene la campanada número 12, a brindar porque si hemos sido malos, este año nuevo seremos mejores; y si hemos sido buenos, porque lo seamos más. Mucho más. ¡¡Chin chin!!

Yo, en mi repaso particular, me pasa lo de siempre: este 2011 he ganado dinero y lo he perdido; he sido feliz y he estado triste; he sido buenísima persona y he sido un cabronazo; he amado al prójimo y lo he odiado con toda mi alma; he trabajado mucho y he vagueado como el que más; he hecho sentir bien a gente y he hecho sentir horriblemente mal a otra; he ido al baño por la mañana y alguna vez por la noche; he viajado en tren, avión, coche, metro, bus y a pie; también he estado tirado en el sillón; he tenido tantas veces ganas de levantarme como las he tenido de pasar el día en la cama; me he cortado varias veces el pelo y me lo he dejado crecer sin ton ni son; he hecho muchas cosas y he dejado de hacer otras tantas; he escrito post y he dejado de hacerlo; he mirado bien a algún desdichado de la vida y he mirado con el desprecio del superior a otros iguales; he hablado con gente que me cae como el culo y he obviado la palabra a los mismos; he mentido y he dicho verdades; he dicho verdades para hacer sentir bien y las he dicho para hacer sentir mal; he dicho mentiras para hacer sentir bien y las he dicho para hacer sentir mal.

Vamos, en resumen, una X. Seguramente como todos, solo que por naturaleza tendemos a quedarnos con lo bueno o con lo malo, depende de cada cual. Yo, me empato. Así de chulo soy.

Felices fiestas con Freixenet y aprovechadlo, que en menos de un año empieza el fin del mundo, MUAHAHAHAHAHA (risa maléfica que, por escrito, queda ridícula...).

Gris, Tu P... Madre

"Eres un hombre gris". Me lo soltó como quien desploma un piano desde un quinto piso y se largó por la línea del horizonte de los finales de las películas. Era verano y era en Playa América. Aquella chica desnudaba mis inseguridades con aquellas palabras. El origen: mi afición al fútbol.

Para ella, que me gustase el fútbol me convertía en un infraser, en un despojo humano apartado de la literatura, las películas subtituladas en blanco y negro y la ciencia de apreciar el florecimiento de una hermosa flor en una ladera verde y soleada. Me despojaba de la poesía de la vida, me reducía a un cuarto oscuro en el que tan solo se vislumbraba un televisor encendido con un Borussia Dortmund - Juventus y una portada del Don Balón sobre un colchón. Y allí, alejado del mundo de color, en aquel cuartucho con olor a humedad y a muebles apolillados, me desintegraba en una escala de grises que representaba mi vida como un río putrefacto que moriría en el llanto de una cascada.

Se llamaba Leticia. Casualmente, nombre que nace de la palabra "alegría" en latín. Y era lo que había utilizado para golpearme; su sonrisa profident, su caminar a saltitos y su imagen de rubia de la casa de la pradera. Todo era una fachada, por supuesto. Después de aquel verano, se metamorfoseó en una pi-hippie (mezcla maravillosa de pija burguesa de izquierdas con aires de revolución que muere en la orilla de los 18 años). Pero yo seguía siendo, a todas luces, un gris.

El tiempo pasó, como pasan todas las cosas inevitables. A través de los años, pocas veces más tuve que encontrármela. Alguna ocasión después del colegio, en Santiago. Siempre soltaba alguna perla directa a mi autoestima. Ella, desde un púlpito imaginario, desglosaba con desaire cada una de mis circunstancias vitales. Yo, por suerte, había entendido a lo largo de ese tiempo que no era más que un muro de contención para salvar lo insalvable. Para mí, desde mis 23 años, ya era difícil que aquella chica desnivelase mis medidas creencias y mis valores apuntados a fuego en una libreta que guardaba en el cajón.

En alguna ocasión se encontró a mi madre por la calle. Yo ya estudiaba periodismo y empezaba de becario en algún medio de comunicación deportivo. Al saberlo, le espetaba a mi madre, con aire de condolencia, un ufano "ya se le pasará...", como el que sabe que las cosas pasan: la adolescencia, la pubertad, los tiempos difíciles, las enfermedades, el fútbol... (¿?).

Daba igual una beca en El País, daba igual una acrecentada afición por la escritura, daba igual un interés cultural un poco más arraigado. El gris era el color que nos definía a los enfermos de espectáculos mediocres en los que se reflejaban todas nuestras inseguridades. Ya se nos pasaría; ya un hábil investigador encontraría una solución en los sumideros de su laboratorio, en el que guardaba cerebros lisos en los que se dibujaban estadios con el césped recién regado y botas de tacos; ya, algún día, dispondríamos de lucided suficiente para salir de la caverna, encontrarnos con Platón y tomarnos unos vinos con Hemingway; ya entenderíamos, algún día, que el fútbol es para brutos, para gañanes de sangre caliente.

Supongo que aquella chica rubia que nos decía un verano que estaba leyendo sobre la meditación y que había alcanzado el Nirvana, llegando a levitar hacia su ventana con la sensación de volar por encima de las casas, no había reparado en que algún Premio Nobel, como Camus, Günter Grass o Cela, hablaba de fútbol; o que Javier Marías, Eduardo Galeano, Vázquez Montalban o Benedetti hacían lo mismo, inyectando sobre el papel la pluma con tinta del llamado deporte rey. Seguro que no conocía "Caldera de pasiones", de Carlos Toro; o "Fiebre en las gradas", de Nick Hornby; seguro que no se ha parado a echarle un vistazo a "Informe Robinson". Seguro que le resta importancia a un hecho más allá del mero deporte.

No solo el fútbol, sino todo el mundo del deporte está lleno de historias que se resarrollan con él de fondo, y donde lo importante no es que "un portugués, hijo puta es" ni que Cristiano Ronaldo tiene botas nuevas ni que Messi noséqué ni que Maradona es el amo de la metadona. Para bien o para mal, es necesario hablar del deporte como reflejo de la sociedad y como epicentro, muchas veces, de filias y fobias, de análisis psicológicos, de estudios sociales. Sin darle importancia vital, pero sin restarle la que tiene.

Mi padre siempre fotografiaba una realidad como un templo. "Si dicen que dan trabajo a todos los parados del mundo, seguro que la gente no sale a la calle a celebrarlo como hacen en el fútbol". Seguramente no. O sí, vete tú a saber. Y de esta verdad nacen otras. Como la de quien es capaz de sentir como propio algo que es tan ajeno. Por qué, como dice Hornby, sientes cercanos a los jugadores de tu equipo o te sientes dueño de las derrotas y de los triunfos. Si Barcelona 92 supuso una muestra al mundo de España a través del deporte, por qué rechazarlo. Si la filosofía es preguntarse cosas que pasan, algo significará el "¿Por qué?" del mediático Mourinho...

No quedaría completo esto sin hablar de los cazurros que se desfogan en los estadios. Lo siento, pero la demagogia me lleva a contestar que el que es cazurro, lo es en cualquier lugar, y la masa es peligrosa allí donde se reúna (vamos, un "el que es gilipollas español, es gilipollas español", de Del Bosque). A mí, personalmente, me da mucho miedo un concierto del chaval este del flequillo (Justin Bieber, coño, que no me salía el nombre) con adolescentes desatadas en gritos y lágrimas. Prefiero otras aficiones, la verdad.

El fútbol es una cosa más de la vida. Es un hecho. Podemos apartar la mirada o seguir con atención cómo ha evolucionado ese opio del pueblo en el último siglo. Desde una mirada crítica o desde un análisis favorable. Da igual, pero se puede hacer y no por eso ser gris. Cada uno lleva una historia en la mochila que para él es importante. Si tiene que ver con el deporte, ¿importa? No se paró a pensar aquella nieta de escritor en la labor social, en la reinserción, en la posibilidad de apartar una vida que no te gusta centrándola en otra actividad.

A mí, la próxima vez que alguien me insinúe mi color por mis aficiones le diré: "¿Gris? Gris, tu puta madre".

Mudanzando

Una danza mu. Una vaca expresándose con una danza. Un cambio silencioso. Un número de movimientos que se hacen al compás. La mudanza, esa cosa tan incómoda, pero a veces tan imprescindible por la obligación de cambiar. Una obligación que nace de la necesidad, de la que sea.

Mis mudanzas nunca han sido un estrés en mi vida; más que nada, porque las que he hecho solo conllevaban modificar de lugar un máximo de un año de vida. La dos primeras que recuerdo tienen lugar en Vigo, aunque yo estaba exento, por edad, de participar activamente. Vamos, que se las comieron mis padres. Estas no alteraban mi tiempo, no tenía suficiente consciencia para saber qué se modificaba ni cuánto. En esos años que se incluían en el debe de la mudanza tenían que responder mis padres. La primera fue nada más llegar a la ciudad.

Habíamos estado viviendo los primeros días de curso en casa de mi abuela y, progresivamente, cambiamos nuestra vida desde Asturias hasta Galicia, de Gijón a Vigo. En aquella primera casa, recuerdo el movimiento de los operarios encargados de hacerla y yo perdiéndome entre los pasillo y las habitaciones de aquel nuevo hogar. No era inmensa, pero a mí me parecía desmesurada, quizás por el desconocimiento; ya se sabe que si haces un camino de ida a un sitio que no sabes bien dónde está, se te hace mil veces más largo que cuando ya lo conoces. Recuerdo cajas, alboroto, movimiento, gente desconocida y vecinos nuevos que nos recibían en la comunidad.

La segunda fue al cambiarnos a la casa en la que ahora vivimos. Tengo menos imágenes, seguramente porque no era mi primera vez y ya sabía en qué consistía, así que la escasez de novedad ha impedido a mi memoria retener el momento, como si necesitase espacio para otros acontecimientos que tenía ese plus de la novedad.

En Santiago y Madrid he tenido otras cuantas mudanzas. En Santiago nunca viví más de un año en el mismo sitio, si contamos que en el colegio mayor cambiaba de habitación, así que cada año gozaba de nuevas vistas, nuevos vecinos y nuevas experiencias.

En Madrid, más de lo mismo; hasta que llegó Tutor. Entré en ese piso en septiembre de 2008. He vivido algo más de 3 años allí, así que la mudanza a mi nuevo piso ha consistido en reunirlos en bolsas, maletas y cajas. Más de mil días envueltos y dispuestos a levantar el vuelo. Ha sido, como mínimo, estresante, sobre todo por mi enfermedad, mi síndrome de Diógenes que me ha llevado a guardar desde papeles de publicidad hasta entradas de cine, pasando por notas escritas a mano y objetos sin valor aparente.

El desembarco en el nuevo mundo lo hice con ayuda. Es lo que tienen las mudanzas, que te rodeas de amigos para que vivan la "maravillosa" experiencia del cambio contigo. Les ofreces, a cambio, una cerveza y que se mezclen desde el principio con tu nueva vida en tu nuevo piso, en tu nuevo barrio. Es un cambio injusto: cansancio de brazos y piernas, sudor y polvo por una Mahou, patatas fritas y queso de aperitivo.

En fin, que terminó. Se hizo en dos viajes y la nueva casa se llenó de los tres años anteriores. Sé que, por lo menos, hasta dentro de un año no tendré que volver a danzar con las vacas, ni con los coches ajenos ni con los tres años a cuestas. Un alivio, la verdad. Y no solo para mí, sino también para los pobres involucrados en la ardua tarea del movimiento que se hace al compás de las maletas, las bolsas y los recuerdos.

Nueva Vida

Parece que todo se confirma. Mi vida en Madrid era un caos cogido con pinzas en una cuerda de tender en una tarde de viento y lluvia que se extendía a lo largo de meses, pero parece que ha recuperado la esencia del primer día.

Lo primero para enderezar las cosas era conseguir un piso en el que vivir yo solo; conseguido. Ha sido un largo trámite en el que he sumergido a mi padre, a I.P. y a todo el que se ha integrado en mi vida en estas últimas semanas. Pero el 1 de noviembre, día de Todos los santos, será recordado como el día en el que hice una mudanza preciosa para empezar una nueva vida en un piso, algo que no me ocurría en los últimos 3 años y pico.

En Tutor, mi antigua casa, he vivido mi mejor versión de Madrid. Por lo completo de todo, me refiero. Amores y desamores, fiestas, entierros, trabajos horribles, trabajos maravillosos, amigos, compañeros de piso que no limpian, compañeros de piso mutados en amigos... La virtud del piso compartido ha estado en esta habitación y en este salón, y en esta cocina, y en este pasillo en forma de "u", y en este baño pequeño y en esta cocina que le costó tener una pinta decente. Pero estaba claro que mi vida se había acabado; una etapa más que había terminado.

Ahora viviré en la calle Hernán Cortés, entre Fuencarral y Hortaleza. Malasaña y Chueca, dos de los espacios madrileños en pleno centro de Madrid que me regalarán, espero, nuevas vivencias. La calle es pequeña, con solo un carril para el tráfico, justo el último en el que se puede circular en Fuencarral antes de convertirse en peatonal. Cerca tengo Malasaña, el mercado de Fuencarral, la Gran Vía, Bilbao, Alonso Martínez... Dejo atrás la Plaza de España y Princesa, pero ya las había vivido y recorrido demasiado. La casa también es pequeña, sobre todo la cocina, pero es tan cómodamente habitable que no sé qué voy a hacer estos últimos cuatro días en Tutor, sino echarla de menos hasta que me traslade.

En lo laboral, he firmado un contrato hasta el 1 de noviembre, pero el siguiente, parece ser que será hasta el 31 de marzo. Luego, Dios (Maradona o Messi) dirá. Lo importante es sentir la sensación de la continuidad en un lugar, la tranquilidad de trabajar donde te gusta y dejar atrás la eventualidad que ha regado mi vida últimamente. En el Plus todo está en ebullición; la mala situación económica ha desestructurado muchas cosas por ahí; gente que se ha ido, gente que no ha llegado, un programa nuevo y los de siempre.

En lo deportivo, tengo un equipo de fútbol. Lo echaba de menos, la verdad. Ahora formo parte de la plantilla del equipo de Canal Plus Liga de la liga de medios. Nos enfrentaremos a otros compañeros de profesión en Futbol 7. Lo necesitaba; necesitaba una razón para volver a hacer deporte, y no me valía con las palabras como "buena vida", "vida sana" o "deporte para ser mejor persona". Quiero competir. Solo eso. Noté el cambio en mí y en mi vida el día que empecé a competir.

Creo que le pondría una fecha más o menos al día que empecé a competir. Fue en COU, después de empezar a jugar regularmente en el equipo de Rosalía. Después, el equipo del colegio mayor y el que formamos cuando nos fuimos, me acrecentó esa obsesión por jugar compitiendo. Y lo echaba de menos. Mucho. Madrid no me había dado oportunidades para hacerlo, pero por fin sí.

Nueva vida. Nuevas cosas. Mejores que lo de antes, espero...

¿Qué Hacías...?

Es muy recurrente en las efemérides recordar qué pasaba alrededor. Se han hecho programas, sobre todo en la 1, que giraban en torno a lo que rodeaba un suceso. "En 1975, Franco moría. En ese preciso instante, María hacía la comida". Bien, pues me he puesto a recordar qué hacía yo en alguna fecha señalada. Y todo viene por lo siguiente...

Ayer, en la redacción, pululaba entre las cabinas de montaje (parece que trabajo en una fábrica de coches al escribir estas palabras...), uno de los espacios con poca luz. Se supone que esa penumbra, de la que se quejan muchos (incluso un becario me dijo hace un mes que si no era posible hablar con alguien para que encendiesen completamente las luces. Iluso...), es para facilitar al realizador la apreciación de la imagen, del color... en fin, una patraña. Pues ahí estaba yo buscando una cabina libre para adelantar trabajo. Después de encontrarla y marcar el territorio (allí lo hacemos abriendo la sesión del programa para el que estamos trabajando y conectamos los cascos), me dirigí a la mesa en la que estaba sentado.

Me la habían robado, algo habitual, pero perdoné a ese malhechor y me quedé de pie hablando con dos compañeros. "¿Te has enterado de la noticia del año?". Yo, ignorante y cateto, pero con los deberes hechos, ya que había seguido la información de la muerte de Gadafi, respondí: "¿La muerte de Gadafi?". "No, coño", me respondió uno de ellos con los ojos directamente posados en mi cara de listo. "Que ETA ha declarado el cese definitivo de la actividad armada". Antes de reaccionar, me di cuenta de que esas palabras tan bien enlazadas no eran casualidad, sino que las acababa de leer en algún medio digital. "¿Cómorrr?", espeté raudo dándole ese tonillo chiquitista a la palabra. Así era, ETA anunciaba que dejaba de matar.

Algún día contaré que en el momento en el que ETA se "rendía" yo estaba más pendiente de la Copa de la UEFA, de los partidos que tenía que ver y de encontrar una cabina. Esa fue la reacción general. "Vaya, ETA nos regala un momento histórico y nosotros con la puta UEFA", soltó alguien desde una mesa cercana. "Cuando recuerde este día, diré que estaba minutando partidos de UEFA...", dijo otro. Y ahí se encendió la mecha.

El 11 de septiembre de 2001, el primer hecho con repercusión histórica que he vivido (creo), lo tengo más o menos controlado. Resulta que había acabado los exámenes de septiembre el día anterior, o algo así, y estaba tan contento en mi habitación de Vigo. Al encender la tele, me quedé flipado al ver aquella torre incendiada. Ese día estuve bastante atento, pero en mi cabeza solo hay hueco para mi absoluta insensibilidad. Se rumoreaba que la jornada de la Champions League se iba a cancelar. Yo, indignado e inconsciente, hacía lo que es habitual en los egocéntricos como yo: quejarme de la mala suerte de no poder disfrutar del fútbol por no sé qué cosa que ha pasado al otro lado del océano.

Se jugó un partido, el Roma-Madrid. Lo vi. Pero también recuerdo la sensación de incomodidad por mi estúpida queja solo unas horas antes. Evidentemente, se cancelaron el resto de partidos. Ahora me avergüenzo de ser tan imbécil...

Dos hechos históricos relacionados con el fútbol. Si es que es lo que tiene el destino...

Piso Compartido

Haciendo el otro día cuentas, me sorprendí cuando fui consciente de que llevaba cinco años en Madrid. Llegué en 2006 y compartí piso; en 2007, cambié y me fui a compartir otro piso; en 2008, de nuevo, otro piso a compartir. En este último, en el ínclito Tutor, he pasado los últimos 3 años conviviendo con varias personas, en un carrusel de gente que iba apareciendo y desapareciendo, desde amigos a compañeros, gente con la que es fácil vivir y gente con la que te entran ganas de morir (o de matarlos).

En el desquicie absoluto que reflejan los años de convivencia, hace unos meses que exploté. Las manías se acentúan con la edad y la resistencia ante el diferente; la buena cara al extraño y el compartir hasta tu imagen recién levantado en gayumbos se derrumbaron de golpe y porrazo. En el mismo momento que el grito sordo del hartazgo rebotaba en las paredes y despedía un halo de luz que cegaba al más pintado, decidí que mis horas en el piso compartido habían terminado.

Pero, claro, un hándicap se mostraba temeroso detrás de la puerta de la cocina: para dejar un piso te tienes que ir a otro, y volver a buscar gente con la que compartir es un trance propio del enano de Frodo portando desesperadamente el anillo. La solución estaba clara: vivir solo.

Siempre que se habla de vivir solo, las voces te llenan la cabeza de monstruos: "Uf, puede ser duro", "¿con quién hablarás cuando estés harto de estar solo?", "la soledad en una gran ciudad te puede volver loco"... para mí, no; no más, al menos, que la locura que conlleva compartirte con gente con la que intimidad queda atrapada en los metros cuadrados de tu habitación, porque fuera examinan todos y cada uno de tus movimientos, hábitos alimenticios y vitales, entradas y salidas...

Del hándicap imaginario, ese que se asomaba detrás de la puerta de la cocina, pasé al hándicap real. Madrid, ciudad capital, es el reflejo de la locura y los aires desencajados de la sociedad; por tanto, se presenta como un reflejo al alza de las burbujas (la inmobiliaria, sin ir más lejos) que significa que un piso de 30 metros cuadrados en el centro cuesta lo que uno con dos habitaciones, espacio y ventanas en otra ciudad, llámese Vigo u otra de lo que aquí tienden a llamar "provincias". Lo de las ventanas lo digo porque, en esta ciudad, tan maravillosa para unas cosas y tan desquiciante para otras, las ventanas son un bien infravalorado.

Mi experiencia se basa en las webs que he visitado en busca de pisos y en los que he visto in situ. En Madrid, las ventanas no son necesarias. Existen habitaciones sin ventanas, salones sin ventanas, pisos enteros sin ventanas. Supongo que sirven de islas paradisiacas alejadas del murmullo estruendoso del tráfico, pero también de cajas de zapatos en los que vivían los gusanos de seda (al menos a ellos se les regalan unos agujeritos hechos con tijeras en la tapa...).

Y luego está el vocabulario, que sufre una metamorfosis al escribirse en un anuncio. "Coqueto" significa extremadamente reducido; "curioso", mal distribuido y poco habitable; "dúplex" es un bajo de techos altos en el que han habilitado un altillo para que quepa una cama, pero no tu cabeza; "ático", antiguo trastero con techos de 1,30 en el que puedes caminar si eres chepudo.

Con esta ristra de maravillosos desencuentros con el vocabulario que pensabas conocer, te estrellas una y otra vez con la realidad de que, en casi todos los casos, el precio no se corresponde con un valor real o normal, sino que se consigue a través de un cálculo tan simple como: la zona de Madrid + el tamaño no importa + la antigua burbuja inmobiliaria por la cual pedías mucha pasta + lo que me sale a mí de las pelotas porque para eso soy el dueño. Además, claro está, de unas complicadas garantías, como avales bancarios que superan los 4.000 euros (a veces por bastante) o trabajos "estables" con los que rendir cuentas.

Sumido en este desasosiego y en el de estar a la espera de firmar definitivamente un contrato con el que poder responder a las exigencias dislocadas de esta ciudad, más compañeros siguen rotando por mi actual piso. Ayer, después de una serie de entrevistas, cerramos la tarde-noche con un americano profesor de inglés, mezcla entre Fraiser y Paul Giamatti, de unos 40 años, pantalón de pescador, camiseta blanca, pendiente de aro y anillo en el dedo pulgar, que fumaba puros por las noches en el salón, que no sabía hablar español (porque no le salía de sus imperialistas y estadounidenses pelotas) y que le hizo a uno de mis compañeros de piso un test de nivel de inglés. Vamos, un personaje que, si nos hizo perder media hora, nos regaló un par de anécdotas. Y es que no hay mal que por bien no venga.

¿No hay mal que por bien no venga? La persona que dijo esa frase no estaba hasta las pelotas de vivir en un piso compartido. Seguro.

Juro que me iré...

El Pequeño Saltamontes

Arreciaba el calor almeriense en aquel camping de segunda categoría, como así rezaba un cartel azul en la entrada. La visita a Cabo de Gata, parque natural sumido en el desierto, se acompañaba al paso de naturaleza muerta del desierto, de la sierra cabogateña y de esos compañeros minúsculos (y no tan minúsculos) que tratan de repoblar las zonas verdes, hoy que el gris aumenta a lo largo de la península.

Era domingo; el Real Madrid y el Barcelona se jugaban en un primer asalto la conquista de la Supercopa, título que, por mucho que dé sentido superlativo al recipiente, es como una cola eterna para una mala película; si consigues verla, pues bien; si no lo consigues, no pasa naaaaada de nada. La Supercopa, la competición de los políticos, la del todos ganan y ninguno pierde. En fin, que me lío, que era domingo con fútbol. De los que gustan. Y después de una jornada larga de playa, el camping sirvió de boxes: ducha, ropa limpia y olor a colonia para visitar San José, uno de los principales pueblos de la zona, con el objetivo de cenar viendo el fútbol.

Salimos del camping. Conducía I.P. porque le hacía ilusión, a la pobre. Se levantó la valla de seguridad del camping, la que diferenciaba a los habitantes de los merodeadores al tiempo que se bajaban las ventanillas del Peugeot 206. Mi preciada bala plateada es uno de esos coches con caché, sin lujos, sin aspiraciones de nada... vamos, sin aire acondicionado. Así que la forma de acondicionarte es abrir las ventanas al fresco.

El trayecto por el campo abierto que separaba el camping de la carretera principal era un camino de tierra bordeado por esa naturaleza almeriense. Con la luna observándonos desde arriba, el tacto de un desconocido conmocionó el viaje. ""¿Ha entrado algún bicho?", preguntó rauda I.P. "Sí, algo me ha rozado la pierna, pero creo que se ha ido". Durante el resto del camino, no dije nada más. Quise pasar por alto que, quizás, un horrible insecto se había adueñado de mi coche, que las ventanas habían sido su puerta de entrada a mi mundo particular. No dije nada, repito, pero mis manos bajaban constantemente a mis tobillos para rascarme y acabar con unos picores que no sabía de donde venían. Fácil es recordar, para mí, el horror que me hacen sentir los pequeños animalillos de la naturaleza, y más en la oscuridad.

La entrada en San José me hizo olvidarme de todo. Serpenteamos por el pueblo sin rumbo fijo, buscando aparcamiento, y acabamos perdidos en la noche almeriense. Era momento de parar y preguntar. Nos bajamos del coche y acudimos al auxilio de unas mujeres que, si no oriundas, parecían conocedoras de los inescrutables caminos del pueblo. "Perdón, ¿para volver al centro del pueblo?". Con el mapa virtual en la cabeza, retomamos la acción. Entramos de nuevo en el coche. Una luz auxiliadora iluminó la tapicería y nos sentamos. Yo, como copiloto, alcé la mano en la dirección adecuada. Abrí la boca, y cuando iba a entonar el camino como el mejor Luis Moya ("derecha, rasssss"), noté un impacto en mi rodilla. Bajé la mirada y grité. (Fundido a negro).

"¡¡¡¡Uuuuaaaaaaaaahhhhhhhhhh!!!!". Un alarido irrepetible partió del estómago, recorrió la faringe, la laringe, la chupinge (¿?), volteó las cuerdas vocales y desembocó entre mis dientes escupiendo contra el cristal un aterrador berrido que, lo sé, será irrepetible por los días de los días. Postrado sobre mi rodilla, un pequeño saltamontes escrutaba, sorprendido a la par que despistado, mi rostro convertido en el sinónimo del horror. Como una bailarina con su tutú rosa, salté apoyando mi mano en el asiento al tiempo que abría la puerta. El grito se convertía en una repetición del susto anterior. Me autoexpulsé del coche y un escalofrío recorrió mis piernas. La cara del pequeño saltamontes se repetía en espiral en mi mente. "¡¡Sácalo!!", le gritaba a I.P. con la frente empapada de sudor desde el exterior de mi infectado coche.

Le entregué mi zapatilla (tenis, bamba, o como sea que se quiera llamar) y ella, como el caballero medieval, se lanzó a una encarnizada lucha contra la naturaleza. "Fissssh, fissssh". El ruido de la zapatilla recordaba al de una Tizona contra un dragón. Yo, a la pata coja en la fría acera, observé a mi derecha como un nuevo inquilino hacía acto de presencia. Una cucaracha de dimensiones estratosféricas rondaba mis saltitos a una pierna. "¡¡Rápido, sácalo del coche, ponlo en marcha y salgamos de este nido de infectos animales!!", grité con voz de mujer de película de acción. El saltamontes salió del coche y vislumbré cómo un corte de mangas se esbozaba entre sus patas. "Marica...", me dijo. Se montó sobre la cucaracha y comenzaron a cabalgar. Al minuto, sobre una pequeña montaña de mierda, vimos su figura en negativo como la de un cowboy con su cucaracha/caballo relinchando. Y huyó.

"Como los coja un día...", protesté al entrar en el coche. "Qué, ¿te meas encima? ¿Les regalas tu casa?", contestó I.P. mientras ponía en marcha el coche. "Ya, es muy fácil reírse. Se nota que no conoces al Pequeño Saltamontes...".

Son Solo Niños...

Luismi es uno de los redactores de toda la vida de Canal Plus. Sí, le llamamos Luismi, pero su nombre completo y sus apellidos son una constante en artículos de El País y de otras publicaciones deportivas; si se habla de fútbol italiano, argentino y brasileño en especial, ahí está Luismi. Llegó al Plus de la mano de Jorge Valdano, con el que trabajó como ojeador durante varios años. Valdano llegaba para presentar El Día Después y se lo llevó con él.

Luismi viste habitualmente de negro, es de reducida estatura, y sus paseos por la redacción con cintas y papeles son una estampa habitual del día a día del edificio ahora llamado Prisa TV. Por sus características y su manera de llegar, era conocido como "El espía", pero pronto se hizo un hueco como un redactor más. Durante este año he compartido más de una conversación con él, en las que te habla de mil cosas y anécdotas de fútbol, como que jugó contra el filial del Atlético de Madrid en sus tiempos y que Aguilera era un rapidísimo extremo derecho y que Juanma López, el férreo defensa, era su compañero en la delantera; un eficaz rematador de cabeza.

Hace un par de semanas, con la Copa América en juego, Luismi habló de un reportaje que había grabado hace unos años para emitirlo. Era sobre un joven brasileño que ya despuntaba con 16 años durante la disputa de un Mundial de la categoría. Su nombre, Neymar. Hoy en boca y en titulares de todos los medios, la actualidad llevaba un reportaje de hacía unos años a la emisión del programa de la competición en la que él, Neymar, debería confirmar el porqué de la atención recabada.

Durante el campeonato de la Copa América, solo un par de goles y un partido brillante ante Ecuador. El resto, poca cosa. La explicación, al menos yo, la encontré en esas mismas imágenes que desde Canal Plus se emitieron años después de guardarlas en la caja mágica que tienen las teles, donde se guarda lo que, algún día, puede volver a servir.

Neymar, el mismo que hoy viste y calza Nike, el mismo que destaca en el campo vistiendo la camiseta del Santos, el mismo que despunta hacia el cielo con una llamativa cresta desteñida, corría por unos campos que nada tienen que ver con los estadios que ahora recorre en Brasil y Sudamérica y pronto, dicen, en Europa. La cresta, detalle que lo identifica físicamente, desaparecía en un pelo rapado con maquinilla, que era solo una sombra negra sobre su cabeza. La cara era la misma, pero con la diferencia que marcan tres años. Su figura, reducida con respecto a sus compañeros, y su complexión física enseñaba que aún tenía músculo por desarrollar.

Con él, en aquella selección sub -16, destacaba otro futbolista que ya está en Europa, Coutinho, del Inter. El resto, seguramente, no hayan llegado ni a la mitad de lo que prometían. Brasil ganó aquel Mundial para adolescentes, y Neymar a punto estuvo de perderse la final por una lesión. No se emitieron, pero las imágenes del chico llorando en el banquillo por el golpe recibido desarbolaban la imagen de rebelde que ahora retratan los medios. Era un niño de 16 años jugando al fútbol. Sin más.

Eso es, a veces, lo que no somos capaces de ver. En tres años, uno puede pasar de regatear en campos reducidos a cargarse sobre los hombros a toda una histórica selección. No nos damos cuenta, pero solo son niños. Que viven más rápido, que maduran a marchas forzadas. Pero el DNI sigue diciendo que no has llegado a la veintena. Que eres eso, solo un niño.

"Eiquí Matáronme"

De las imágenes de Vigo que me he llevado desde hace tiempo de vuelta a Madrid, está la inscripción en una pared del centro. Un graffiti simple, color negro, con letra del que escribe rápido sabiendo que no le puede ver nadie. Aquella inscripción se grababa en mi pupila todos los días que pasaba por allí. Es en la Puerta del Sol, a espaldas del Sireno, esa figura deforme que nos colaron una vez contándonos que era la mezcla entre el hombre y el mar, y por eso mira con ansiedad hacia la Ría.

Bajando por Elduayen, antes de entrar en la calle del Príncipe, unas escaleras reinan a la derecha para dirigir una calle estrecha que lleva hacia el Ayuntamiento. Es una calle que he transitado pocas veces y que desde que soy pequeño he oído que la cuesta que la inicia contenía una serie de señoritas de moral distraída que se alojaban noche y día en los portales. Vamos, que era la calle de las putiflainas. La pared que mantiene rectas las escaleras que le dan inicio contenía aquella inscripción.

La primera vez que la vi fue en el verano de 2008. Mi paso por la Puerta del Sol era obligado al pertenecer al recorrido que hacía todas las mañanas de aquel mes de julio para ir a trabajar a la COPE, que tiene la redacción en un sitio privilegiado de Vigo: en la calle del Príncipe, justo enfrente del MARCO, el museo de arte contemporáneo. Cada mañana de ese verano, hacía una mínima parada de diez segundos para leer la inscripción. "Eiquí matáronme", rezaba en color negro sobre el suave marrón de la pared. Y cada mañana, conformaba en el último tramo de mi viaje de 15 minutos hacia la redacción una pequeña historia sobre quién, qué y por qué esas letras se habían quedado ahí grabadas.

La historia más recurrente se vinculaba a mi idea de Vigo como "la ciudad sin ley". Durante años, yo viví la sensación de no tener protección. Los yonkis y la gente de malvivir (qué bonito sería decir la gente de "malviver", como las "cantigas de escarnio e maldiçer") nos sometían a los jóvenes cada día que decidíamos adentrarnos en el centro de la ciudad con mil pesetas para merendar, gastar el tiempo en los recreativos o ir al cine. Yo, con mi cara de "tengo miedo y se me nota", era blanco fácil de aquellos Monchos, Javis, etc. Pensaba yo, como decía, que alguno de esos ladrones de ilusiones, spray en mano, no había soportado la presión y la moral, si es que la tenían, había caído sobre ellos en forma de figuras oscuras y sombrías que se tomaban la ley de su mano. Se abalanzaron sobre él y lo aniquilaron; sin fuerzas, solo tuvo tiempo de escribir antes de despedirse del mundo "Eiquí matáronme" ("Aquí me mataron", vamos).

Otra idea más romántica, más Franpereica, era la de un joven que había sufrido una derrota amorosa justo en esas escaleras. En esos peldaños, alguna chica de sus sueños eternos, de esos que duran pocos meses, le había dicho que ya no le quería. Él decidió, desde ese día, morir; y dejó a modo de epitafio inscrita en la pared la frase que resumía su sentir. Él moría, ella lo mataba, y todo sucedía allí, en el comienzo de aquella calle. Con su spray, antes de abandonar el mundo terrenal en busca de otro amor, dejaba sellado el final de la historia con la frase lapidaria, por si algún policía del CSI se interesaba por estudiar el caso del chico que había muerto en las escaleras porque le habían roto el corazón.

La última vez que pasé por allí, el "Eiquí matáronme" estaba borrado. Alguien, inquietado seguramente por la frase y desesperado por no conocer su origen, había decidido borrarla de la ciudad. Pero las letras aún se leían, borrosas, como si un simple producto de limpieza no pudiese acabar con la vida de un asesinato, amoroso o justiciero.

Protesta Expandida

El pasado domingo se puso fin a la famosa Acampada Sol. Desde el suelo, y con un calor asfixiante, las manos se alzaban en la lectura del trabajo de cada comisión; era la lectura del epílogo de un movimiento. Se ponía, así, punto final a días de dormir al ras, de vivir en la calle y de pretender, con un gesto prolongado en el tiempo, dar un volantazo a la vida actual.

Mi asistencia a la Puerta del Sol decreció desde el primer día. Como es normal, también hay que decir. Desde esa imagen de la plaza llena hasta rebosar donde no cabía un alfiler, desde las portadas de los grandes medios extranjeros, desde los gritos que se convertían en himnos por momentos, se pasó al trabajo de alcantarilla. Los focos, poco a poco, dejaban de apuntar a los llamados "indignados"; no solo los de los medios, sino también los de los demás ciudadanos. Parecía normal que todo el impulso inicial entrase en letargo a falta de proposiciones materiales que iban más allá del cartel o la cartulina con una ingeniosa frase (la pasta que se gastan los políticos en eslóganes para que allí, gratuitamente, pudieses disfrutar de ocurrencias geniales...).

La opinión ha estado entre dos aguas. Los del "qué bien, ya era hora de hacer algo" y los del "solo son perroflautas". De la primera, se quedaba corto, en principio, el después, que era nada más que un ente en la memoria. Vamos, que sin acciones materiales, la idea quedaría en el gesto, en la fotografía y en el recuerdo. De la segunda, el perroflautismo creció con el paso de los días. Faltaban elementos de juicio, por supuesto, porque la mayoría que opinaba eso con desprecio, no se habían ni molestado en pasar por allí; pero es cierto que ese último día, el de recogida, la imagen que desvelaban las tiendas de campaña y las carpas improvisadas acercaban un poco a esa idea. Pero no estaría bien quedarse ahí.

Ese último día, el de esa Asamblea con la que se ponía fin oficial a la Acampada, despertaron cosas buenas y cosas malas. Las buenas, la idea de permanencia, aunque no sea física, en la Puerta del Sol. Sí que habrá un puesto de información (en una construcción de madera que estaban rematando los acampados con sus propias manos) y se seguirán celebrando asambleas, se tratará de expandir el movimiento a través de internet, con blogs y páginas webs, aceptando nuevas ideas y la llegada de aires y personas nuevas. Las malas, la idea de los que se habían aprovechado de una protesta digna y válida para sobrevivir agarrándose al pertenecer a algo como único y último fin de su vida. Pero era un precio que había que pagar.

Supongo que la causa no termina aquí. Hay otra manifestación el domingo 19 de junio. La idea es no acallar las voces de protesta, no aceptar y dejarse vencer por los que piensan que esto no sirve para nada. No lo sé, quizás no sirve ahora, pero solo con que alguien se plantee un cambio y un "no puede ser", algo se habrá ganado seguro.

La Segunda

El nacimiento de las aficiones estoy seguro de que dependen de la primera vez. Por ejemplo: la primera vez que fui a un concierto de música clásica, unos amigos de mis padres me regalaron una bolsa de caramelos; durante el concierto, yo intentaba abrirlos para degustarlos, pero las miradas inquisidoras de mis padres, de los que me habían regalado los caramelos y del resto de la gente que intentaba escuchar en silencio el concierto, me hicieron sentir fatal. Fue mi primera y última vez.

Con el fútbol, en cambio, no me pasó eso. Era el año 91 y el Celta jugaba en Segunda División. Un amigo de mi padre me ofreció acompañarles a él y a su hijo, de mi misma edad, al fútbol. Acepté. Antes de entrar, nos compramos caramelos y golosinas ("purquirías"-del español "porquerías"-, como decía el chico que me acompañaba) y yo me temí que los mismos ojos inquisidores que aún me perseguían desde el concierto, iban a seguir allí. Pero no.

Recuerdo la primera vez que me asomé por una de las bocas de la grada de Balaídos; era como en "Campeones". Nunca había ido a un campo de fútbol, así que pensaba que las cosas pasaban como en Oliver y Benji: había un comentarista que se oía en todo el estadio, los niños animaban a su equipo soltando los puños al aire y el campo era de kilométricas dimensiones. De eso, nada era real, pero sí lo fue la sensación de asomarse a la grada. Subías las escaleras mientras empezabas a reconocer el bullicio, y una luz cegadora te dejaba la imagen del césped y las butacas para unos segundos después de recuperar la visión. Los caramelos se podían comer perfectamente, porque el ruido del papel quedaba enmudecido por los gritos de los hombres insultando al árbitro, a los jugadores rivales y, en ocasiones, a sus propios futbolistas.

No recuerdo el primer partido al que fui. Quiero creer que fue un Celta-Rayo Vallecano, en el que ganamos 1-0 con gol de Paco Salillas. Y digo "quiero creer" por poner una fecha a esa primera vez en la que decidí que esa afición me encantaba y decirles algún día a mis hijos "Niños, la primera vez que fui a un campo de fútbol fue en un..." y ellos, con los ojos iluminados, me dirán "Ya, papá, ya, un Celta-Rayo que ganamos con gol de un tal Salillas". Y dirán de "un tal Salillas" porque estoy seguro de que aquel delantero aragonés chaparrito y cabezudo no quedará en el imaginario particular del fútbol dentro de unos años; de hecho, ya nadie se acodará de él.

Esa temporada, ir a Balaídos se convirtió en una rutina de domingo. Tuvo dos momentos malos. El primero, cuando el Celta sumó una increíble mala racha de empates que parecía que les torcía la temporada y el posible ascenso a Primera; el segundo, la muerte de un niño en la grada de Sarriá (antiguo campo del Espanyol - que se llamaba Español en aquella época) por culpa de una bengala. Este segundo hecho me acongojó de tal manera que dejé de ir por unas semanas. Entre la mala suerte que parecía que le daba al Celta y la posibilidad de morir, las ganas de repetir se esfumaron rápido.

Recuperé el valor y las ganas de ir al fútbol. Lo hice con mi tío y con un primo segundo. Fuimos al Celta-Compostela. Ganamos 4-0 y me compraron una de esas trompetas molestas, precursoras de las mortales vuvuzelas. Y se volvió a convertir en afición y en rutina.

Ese año, el Celta ascendió. Supongo que llegar en ese momento al fútbol, en pleno apogeo de un pre-celtismo que explotaría años después con el Celta que jugaba como los ángeles y encandilaba en Europa, fue determinante para hacerme más aficionado.

Hoy, el Celta juega el playoff de ascenso contra el Granada, después de años malos y duros sumidos en las alcantarillas de la Segunda División (Liga Adelante, como se llama ahora gracias al patrocinio del banco BBVA... cómo cambian las cosas, qué glamour...). Y hoy mismo he sentido las mismas sensaciones. El partido lo veré en casa, con la ilusión del 92 (aunque desde ese año, el Celta ha ascendido una vez más), y si no se consigue, quedará la siguiente temporada.

Lo mejor de que ascienda no es solo lo que cubre el ámbito deportivo, sino también que dejaré de escuchar a mi madre preguntarme "Y qué, ¿el Celta sube o no?". Echo de menos cuando el equipo estaba en Primera y me decía "Creo que el Celta va bien" o "Me han dicho que este año el Celta mal, ¿no?". No lo sé, mamá, no lo sé, pero espero que este año, el Celta, bien.

Tomando (El) Sol

Los hechos se desencadenaron casi sin que diese tiempo a reaccionar. Desde una masiva manifestación el domingo, cayeron rodando hasta la Puerta del Sol miles de personas de las cuales, unos cientos decidieron quedarse ahí a vivir. Por lo menos, hasta el domingo. Y todo, casi sin tiempo para reaccionar.

Los políticos decidieron echarse la culpa los unos a los otros; para los de la derecha, era un claro signo de protesta contra el mal gobierno de la izquierda; para la izquierda, un signo de hartazgo de la mala política de oposición de la derecha. Se marcaron, como siempre en la mediocridad, los buenos y los malos. Esa maldad alternativa del "para mí lo eres tú y para ti lo soy yo". Y salieron voces que decían que los jóvenes de izquierdas iban a hacer perder las elecciones a su partido. Pero los de derechas decidieron ver una orquesta que tocaba al ritmo de Rubalcaba. Y en medio, la gente.

Desorganizada, descentralizada, deslavazada. Jóvenes, señores, mujeres, viejos y algún niño de teta. Pancartas con sentido, con maldad, con ingenuidad y con agresividad. Toldos contra la lluvia. La Puerta del Sol, el mismo sitio donde regenta Esperanza Aguirre su Comunidad, el mismo lugar donde la gente celebra el nuevo año, se ha convertido en un reducto libre de la ciudad de Madrid.

Bajando desde Preciados no intuyes la verdad; solo cuando desembocas en la plaza traspasas la frontera y te adentras en un lugar nuevo, una autocracia en medio del Sol. Bajo una carpa formada por varios toldos, centros de información, recogida de firmas, un almacén de comida, un trozo de cartón mojado en descomposición, cámaras de televisión, cámaras de fotos, un cartel que pide por favor que no se saquen las caras de las personas, un saco que esconde una siesta a las 12.30 del mediodía. Y gente. Mucha gente. Gente que pregunta de todo; que solicita información; que muestra apoyo; que cierra filas; que abre brazos; que presenta hartazgo; que ofrece comida.

A escasos metros, la entrada del metro y cercanías que se ha construido hace poco, después de las obras que peatonalizaron la mayor parte de la plaza, con forma de caparazón, se muestra recubierta de más mensajes, de pancartas, de peticiones, de reivindicaciones. Sobre los bordes, personas de pie atentos a la Asamblea que se lleva a cabo. El foro es el suelo de Sol; muchos sentados, otros tantos de pie. Todos atendiendo a los puntos del día, que los nombra un chico, micrófono en mano. Buscan orden y concierto. Buscan organizar a la multitud. Piden turnos de palabra y la levantan más de diez personas. Cada opinión es reforzada con una ovación, parte sonora, parte muda. Unos, baten palmas; otros, por no dar opciones a la disculpa del ruido para expulsarlos, las alzan y agitan, como los sordomudos.

Mientras, la vida de la Puerta del Sol es la misma. Confluyen los que duermen, los que visitan, los guiris que se hacen fotos y los que quieren saber qué es todo aquello que ven en la televisión. De alguna manera, todos tratan de formar parte de algo que no se sabe aún lo que es. Será una página más de la historia, de esas que pasas sin mirar o será el principio de algo. Lo único que se puede afirmar es que no es algo político ni interesado. No por lo menos para la mayoría. Es algo social, una lucha contra una clase, la política, que ha desfondado los cuerpos del pueblo hasta llevarlos a pedir otra democracia.

Mucho afán de protagonismo; muchas ganas de pasar a la historia como el que hizo algo en tal momento; mucho grito trasnochado desde el micrófono. Pero muchas, demasiadas, razones para hacerlo y aceptarlo.

Es probable que vuelva. A ver qué pasa. Y más, después del 22-M...

Saludos Mudos

El pasado lunes, cuando abandonaba la redacción con la satisfacción del trabajo bien hecho (así nos lo dice uno de nuestros jefes, "podéis marcharos a casa con la satisfacción del trabajo bien hecho"; otras veces, nos suelta un escueto "sí, podéis iros a tomar por el culo...". En plan bien, claro), me crucé con la redactora jefe (o jefa) del Plus. Ella fue la primera persona con la que contacté ante de entrar como becario hace ya algo así como tres años; primero, por teléfono. Después, en persona. Me hizo una corta entrevista, una prueba escrita y poco más.

Aquella vez fue agradable, cercana pero sin pasarse, risueña pero sin estridencias, y acompañaba mis respuestas con la cabeza en movimiento afirmativo. Después, supe poco más de ella. En mi periodo como becario, la saludábamos fugazmente cuando nos la cruzábamos. No nos preguntaba cómo nos iba, qué tal nos sentíamos; no nos señalaba nuestros fallos ni nuestros aciertos. Realmente, éramos becarios de segunda. Para ser importante, tenías que haber hecho el master de El País o el del CES. Si eras de esos, te presentaba a los jefazos y te hablaba más. Si eras, como yo, un becario llegado de una Universidad cualquiera, su trato era correcto, pero sin más.

De hecho, la bautizamos como "La Marrones". De vez en cuando, se acercaba a ti cuando estabas en las cabinas de montaje. Venía por detrás, te daba un toque en la espalda acompañado de un "Hola...". Ahí sí que te preguntaba cómo te iba todo, si estabas contento, si tal, si cual... luego te soltaba el enmarronamiento: "¿Puedes venir el domingo por la mañana a hacer una sustitución (sin cobrar más por hacerlo, pero, claro, eso no te lo digo)?". Tú, becario con ansias de ser más y de quedar bien, le respondías con los ojos iluminados por la fuerza del cariño (y por un foco que te impactaba en la cara): "Sí, claro, por supuesto, a sus pies, soy lo que tú quieras que sea". Y te enmarronaba.

Antes de terminar la beca, se acercó otra vez a nosotros. Esta vez no era para enmarronarnos, sino para decirnos que no había posibilidad de contratarnos, que antes se hacían así las cosas, pero que la situación de la empresa no era la mejor y que tal y que cual. Después, mi último día me despedí con un par de besos y una charla sobre las posibilidades de volver algún día, además de preguntarle por un master que ella misma dirigía. Las sensaciones finales fueron buenas.

A principios de septiembre, a una semana de terminar mi contrato con Cuatro, me la encontré por el pasillo. "¡Mauro! ¿Qué tal?", me dijo con alegría. "No sabía que andabas por aquí". Todo quedó en un "qué haces de tu vida" y un "qué harás después". Dos días antes de terminar, me ofreció el contrato que tengo ahora y que expira el 20 de junio. Desde ese día, poco más.

El lunes, como decía, me la volví a cruzar. Era la primera vez que nos cruzábamos a solas, en la intimidad de una redacción llena de personas. Y yo inicié una medio sonrisa; ella, me acompañó. Levanté la mirada y la clavé en sus ojos; ella, igual. Y en ese breve pero intenso momento en el que nuestros cuerpos quedaron en diagonal, ella gesticuló un saludo mudo. "¿Qué tal?", entendí leer en sus labios. Yo musité un carraspeado "Hola, grnmiengarjerrsirr". Y pasó.

Esos saludos extraños, esos momentos de no saber qué contestar. Esas incomodidades del qué hacer. Me pasan constantemente en la redacción.

A lo mejor, vuelvo a hablar con ella antes del 20 de junio. Quizás, escuche su voz dentro de unos meses, cuando vuelva la temporada y me recontraten para los mismos programas. O, quizás, este saludo en 'mute' sea lo último que hayamos cruzado sobre la moqueta gris de la redacción.

De (Im)Pares

Soy un número par. No sé en qué momento fui consciente de ello, pero la vida me ha retratado como un número par, sin remisión. Todo empezó, quizás, por causa de los dorsales que escogíamos en el equipo del colegio. Solo fui dos veces contra mi naturaleza. Un año con el '15' y otro con el '11'. En esos momentos, respondía a las fuerzas de los pares. Cosas de la edad, supongo; me refiero a que sería un pequeño acto revolucionario de la preadolescencia. Después, volví al redil. El resto se basaron en '6' y '8'.

Y es raro que sea un número par, la verdad. Más que nada, porque nací un 13 y eso marca. Marca en muchos sentidos que creo que ya conté. Pero cuando algo es inevitable no se puede parar. Así que me he visto envuelto en número pares el resto del tiempo. Y se refleja en las estúpidas manías del día a día, en el hecho de tener que comer cosas pares, de repetir dos veces las cosas, de viajar en líneas de metro pares y en autobuses que terminan en el '2'.

El mundo, realmente, está hecho para pares. Es cierto que, últimamente, la modernidad trata de dar importancia al impar, al rollo 'single', pero no es más que una oscura forma de llevar a esos impares a que compartan, a que se conviertan en pares, como el resto del mundo. El mundo que describe el signo de victoria con dos dedos, que nos cede dos ojos y nos dice que mejor ir en pareja a algunos sitios. Muchos impares están mal vistos, como el que sale por la noche solo. No es lo mismo estar 3 personas, pero eso no es más que una forma de esconder que el impar necesita a 2 más.

El problema que le llega al par es cuando tiene que convivir con un impar. Ahí estoy yo, en esa situación. "No somos nada empáticos entre nosotros", me dice el impar. "Pues claro", respondo rápidamente. Es que es muy complicado unificar realidades tan distintas, planos de la vida tan opuestos que generan el sempiterno duelo par/impar.

Al principio fue complicado, la verdad. Mi impar no era capaz de centrarse con otros pares; le salía un sarpullido en la piel y se declaraba alérgico a los que eran como yo. Y lo había intentado varias veces. Había llegado a la conclusión de que sería un impar que compartiría con los pares lo necesario, lo imprescindible y en los momentos en los que los necesitase realmente. El problema que le generaban aquellos pares era que trataban de convertirlo en uno más del rebaño. Pero el impar, como parte de su naturaleza, reaccionaba con extrañeza y abandonaba la paridad en cuanto podía. Lo hacía poco a poco, a veces torpemente y terminaba demasiado cansado. "Quizás esto no sea para mí".

Y un día cualquiera nos encontramos. "Vaya... eres par. Lo siento, no tengo entre mis planes volver a un par". Y lo intentó con otros impares, pero tampoco funcionaba con ellos. Estaban en la misma realidad, pero no por ser impares significaban que compartiesen números. Además, algunos de esos impares buscaban ser pares, por ser como los demás.

Y nos volvimos a encontrar. "Sigo siendo impar, pero...". El 'pero' se convirtió en un 'quizás', en la prueba de que aquel impar decidía olvidar la naturaleza del número y centrarse en la realidad de que los números no siempre dicen la verdad. Y yo, par de toda la vida, acepté el reto de reflejarme en otro número y cambiar un poco de dirección.

Ahora convivimos en la misma realidad, sin tener en cuenta la terminación del número. Se presentan dificultades, entre el '9' y el '8', por ejemplo, pero tiramos de calculadora y sumamos un nuevo número.

Ya iré contando cómo se vive siendo un par impar.

Un Soplido

Quién de pequeño no se cayó brutalmente contra el suelo y se rasgó los codos o las rodillas. Quién, después de la caída, no se levantó con el gesto torcido embadurnado en lágrimas. Quién, en pleno desastre natural, no gritó el nombre de sus padres pidiendo auxilio. Quién, ya en brazos protectores, no recibió la cura milagrosa: un simple soplido; una ráfaga de aire conocido que sanaba, como el culito de rana, el escozor propio de la herida mortal de la infancia.

Antes, hace años, aquel simple soplido solucionaba los problemas. Te entregaba a la calma y te dejaba mecerse entre sus brazos hasta que el próximo juego salía a la palestra y tú brotabas otra vez de un salto para acompañarlo. Ahora es más difícil que un soplido cure las heridas.

No me quiero perder en la demagogia, pero leyendo los periódicos diariamente, me doy cuenta de lo fácil que es hoy en día causar el desgarro de la piel y los pocos soplidos auxiliadores que llegan hasta ellas. Sin ir más lejos, el manido tema en el último día y pico de los eurodiputados y los vuelos en primera clase. En cuanto lo supe, mi primera reacción fue cabrearme con todo. Cabrearme porque, mientras se hacen malabarismos propios del circo para sanar sin soplidos las economías (por quedar ya no nos queda ni Portugal), la élite política, la que se supone que nos debe mecer en los brazos y lanzar soplidos, se carga de razones para que, de una vez, el voto en blanco sea el mal menor.

Desde que se empezó a hablar de esa recién nacida crisis (negada por ZP hasta la saciedad), pensé que, esos padres nuestros, bien podrían ajustarse los cinturones; dejarse de memeces, de coches oficiales, de comidas copiosas con el objetivo de sacar más dinero del mantel, de cobros en negro, de pagos en metálico. En cambio, la solución estaba en empujar a los niños para que se rozasen la piel contra el asfalto y luego no atenderles, esgrimiendo el "lo hago por tu bien. Ya verás como se te pasa, ¿o es que no eres un hombrecito, ya?".

Y ya no digo nada del resto de la actualidad que riega las páginas. Ni de la desestructuración civil y mental. Ni de las noticias de sociedad que tanto gustan en Gente. Ni de la ola de cambios en los países árabes. Ni de las marchas en contra de la violencia en México (por fin, coño). Parece que todos están esperando el soplido en el codo que les permita descansar unos minutos para reincorporarse al juego. Un soplido que no llega.

Yo, para curar las heridas, he decidido que, en una semanita, me marcho a Vigo. He llamado a mis padres y les he dicho que cojan aire, que lo guarden en botes bien tapados, que los quiero traer a Madrid para, desde lo que se supone un punto central de la geografía (o eso dicen los mapas que estudié) lanzarlos al vuelo. Quedarme, eso sí, algunos para mí y para la gente que los necesita de primera mano, pero que el resto recorran todo el papel y dejen de caer, una y otra vez, sobre el suelo que rompe mangas y raspa codos. Yo qué sé, es que los soplidos de mis padres siempre han sido muy efectivos.

Yo lo he intentado con mis soplidos, pero entiendo que a veces no es suficiente, porque los míos no tienen experiencia, no han terminado por aprender a curar heridas. Como mucho, son infectantes recién levantado...

Ah, por cierto, este es mi post número 200... ¡¡¡Cajón'tal!!!

Enfermedades Ajenas

Hay dolores que duelen más que otros. También hay dolores que afectan más que otros. Es como las lesiones, las enfermedades; siempre las hay algunas más graves. El otro día, por ejemplo, esperando el autobús en Plaza de Castilla, una señora mayor lloraba desconsoladamente. Se llevaba la mano a la cara para tapársela, pero sus lamentos en forma de llanto se le escapaban entre las grietas que formaban los dedos cerrados.

Los que esperábamos con ella, hacíamos caso omiso a la llantina de la mujer. En esos casos, piensas hasta tres cosas diferentes. Primero, que será una loca más de esas que abundan en las ciudades, que llora por que sí, porque le dio la tolemia y ya está; sin más. La segunda, es que algo muy grave le acaban de comunicar. La noticia es tan grave, que la señora no puede reprimir el llanto y se desconsuela en directo para los de la cola del bus porque no le queda otro remedio. En este caso, sientes cierta pena. "Qué cosa tan grave le habrán dicho para que llore así", pensaba. Vamos, que esos llantos no son de "me he dado con el canto de la mesa en la rodilla", sino más de "se ha muerto mi único hijo que iba para notario". La tercera cosa que piensas es que es ella la que está mal y que se acaba de dar cuenta de que, seguramente, esa sea la última vez que espere el autobús haciendo cola. Lo que nosotros hacemos mecánicamente, ella acaba de descubrir que no lo va a hacer más.

La señora subió en el autobús y se bajó a medio camino, al lado de una residencia que nunca llego a descubrir de qué es exactamente. Bajó acompañada de sus lamentos y se perdió mientras el bus continuaba su camino. Los pasajeros giramos la cabeza y la acompañamos hasta que la perdimos de vista a modo de despedida.

Al final del trayecto, me encontré mal. Y es que hace tiempo que me pongo enfermo pero por males ajenos. Antes de ayer, como último ejemplo, me levanté con un dolor insoportable de garganta. La cuestión es que podía hablar y tragar con facilidad, pero me dolía constantemente. Y era un dolor que no se asemejaba al mío. Vamos, que era como si estuviese sufriendo el dolor de otra persona que se acaba de poner enferma pero que como no tiene tiempo para eso, ha expulsado sus gérmenes que han decidido instalarse en mi cuerpo de manera provisional mientras no consigan volver a su hogar.

Con la mujer me pasaba algo parecido; el dolor en el pecho era una presión insoportable, y la mano derecha se lanzaba contra mi boca como si fuese a detener un llanto que nunca llegaba. Y todo empezó hace unas semanas, cuando me dolía la cabeza, pero no la mía. Cuando me duele la cabeza, tengo que cerrar los ojos y la frente se hace un muro de hormigón pesado que empuja los párpados contra el suelo; en este caso no era así. Me dolía de perfil, como si no hubiese completado la descarga del dolor y sólo se hubiese instalado la mitad. Además, me afectaba a la mandíbula, no a la frente. Estaba claro que era un dolor ajeno, no me pertenecía, y como tal lo traté. Me tomé unas pastillas que no me tomaría para mi dolor habitual. También me bebí un té, porque a mí no me gustan, pero pensé que a la persona del medio dolor de perfil es posible que le gustase y que, en todo caso, una infusión así no le vendría mal seguro.

Con todos estos dolores ajenos estoy pensando que, quizás, lo que pasa es que estoy desarrollando, por fin, esa cosa llamada "empatía". O que no duermo bien por culpa de los obreros que martillean de sol a sol el piso de arriba. Pensándolo bien, tiene que ser lo segundo. Seguro.

Periodismo Muerto

Llevo más de un mes sin actualizar el blog. Las razones, muchas, supongo. Cada vez me cuesta más publicar lo que escribo y cada vez me cuesta más pensar que lo que se escribe significa algo. Y entre estos vaivenes, lo tengo claro: el periodismo ha muerto.

Hace unos meses, comiendo con mis padres en mi casa de Vigo, me retraté. Puse palabras a los sentimientos que llevaba tiempo acumulando en el estómago. "No soy periodista. Ni lo soy ni lo quiero ser". La estupefacción de mis padres desembocó en una pregunta: "Entonces, ¿qué quieres ser?". Era normal la reacción, por supuesto. Más que nada, porque siempre he dicho que mi sueño era ser periodista deportivo. Ahora que lo soy, o que juego a serlo y me pagan por ello, resulta que no lo soy. Más allá del trabalenguas confuso, está la realidad. Y no, no soy periodista.

Me dí cuenta en El País. ¿Información? ¿Actualidad? ¿Veracidad? ¿Instantaneidad? Esas palabras me sonaban a chino. Llevaban tiempo haciéndolo y cada día su significado se perdía más entre las caras de la redacción. Sinceramente, ser los primeros en dar una noticia, y más las que llegan desde las agencias (para los que no lo sepan, los medios tienen una emisión directa de noticias de agencia que hay que vigilar por si suena la liebre y hay más cosas para rellenar una página. Vamos, que es algo común y que está, en la profesión, fuera de toda sorpresa), me parecía una chorrada absoluta. Incluso, una razón onanista para darse palmaditas en la espada por parte de los grandes editores. Así que, importándome una mierda eso, mi perfil periodístico se venía abajo.

Si yo moría a lo largo de estos años era porque el periodismo estaba, para mí, muerto. Queda el rastro de lo que algún día fue. Pero ya no es. Vamos, que es, sí, claro que es, pero es otra cosa. Y el ser, como el estar, tienen la facilidad de mutar dependiendo del momento y el lugar. El periodismo es algo, pero es otra cosa que nada tiene que ver con lo que era antes. No voy a hablar del origen del periodismo porque es evidente: gente que quería contar cosas. Normalmente, de denuncia. Otras, de información; de ahí, las agencias de noticias. A partir de ahí, con el camino recién empezado, ya comenzó la cuesta abajo.

Y el periodismo como tal huele a podrido. Es el cadáver de un burro, ya putrefacto, que devoran los buitres. Es, como tantas otras cosas, una manera de ganar dinero. Vendrán los puristas a decir que no, que es tal y que es cual. Me parece genial, pero a mí no me la cuelan. Ni Gabilondo ni el otro, con todo el respeto profesional que le tengo a los Gabilondos y a los otros. Y en plena mortalidad acentuada, fallecía CNN+, uno de los resquicios lo más parecido a lo que yo entendía como periodismo.

Y en el deportivo, pues más de lo mismo. He llegado al hastío absoluto, al cansancio mental, al agotamiento psíquico. Hoy es, nada más y nada menos, un agujero para mandar granadas de mano de un lado al otro, encabronar a la gente y vender. Eso es lo que es. Nada más. Y me refiero al periodismo como tal. Es cierto que de ahí nacen grandes cosas, como historias, libros, artículos de opinión, programas de televisión. Pero el periodismo, en puridad, tiene el tufo del que no se limpia el culo desde hace siglos.

Ya casi ni me da pena. Sólo presencio ojiplático los desvaríos de la profesión, los nombres manchados y las manos ensangrentadas de tinta. Pero de tinta china, de la que desaparece al cabo de un rato. Porque digo esto, pero mañana no, y no pasa nada. Porque digo tonterías, pero mi excelso curriculum me hace invisible a las balas. Y eso cansa.

Está muerto. No mal enterrado, muerto. Por mucho que nos queramos engañar. Hay artículos maravillosos, escritores geniales, pero gran parte pertenecen a caras que insinúan gestos cadavéricos.

Por suerte, quedan sitios, como limbos, que desahogan la frustración de los que intentamos ser algo algún día. Incluso, sin conocer a las personas que se esconden detrás de los nombres, parece que quedan algunos cerebros con partes intactas, suficientes para darle cuerda a la realidad y mostrarla sin importar, de una vez, intereses empresariales espurios (toma epíteto que te crió).

De momento, no estoy enfangado. Creo que estoy fuera de ese círculo, gracias a Dios, por el trabajo que yo hago. De todas formas, si me llega el barro, si me da de comer, lo haré, para qué ser hipócrita. Pero, de todas formas, si no me llena la boca algún día, el mismísimo Maradona (o Messi, que es ahora el nuevo Dios; o el megamusculado CR7, por no herir sensibilidades) sabe que no pasará nada. Nada de nada.

Descanse en paz, si le dejan.
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