El Pequeño Saltamontes

Arreciaba el calor almeriense en aquel camping de segunda categoría, como así rezaba un cartel azul en la entrada. La visita a Cabo de Gata, parque natural sumido en el desierto, se acompañaba al paso de naturaleza muerta del desierto, de la sierra cabogateña y de esos compañeros minúsculos (y no tan minúsculos) que tratan de repoblar las zonas verdes, hoy que el gris aumenta a lo largo de la península.

Era domingo; el Real Madrid y el Barcelona se jugaban en un primer asalto la conquista de la Supercopa, título que, por mucho que dé sentido superlativo al recipiente, es como una cola eterna para una mala película; si consigues verla, pues bien; si no lo consigues, no pasa naaaaada de nada. La Supercopa, la competición de los políticos, la del todos ganan y ninguno pierde. En fin, que me lío, que era domingo con fútbol. De los que gustan. Y después de una jornada larga de playa, el camping sirvió de boxes: ducha, ropa limpia y olor a colonia para visitar San José, uno de los principales pueblos de la zona, con el objetivo de cenar viendo el fútbol.

Salimos del camping. Conducía I.P. porque le hacía ilusión, a la pobre. Se levantó la valla de seguridad del camping, la que diferenciaba a los habitantes de los merodeadores al tiempo que se bajaban las ventanillas del Peugeot 206. Mi preciada bala plateada es uno de esos coches con caché, sin lujos, sin aspiraciones de nada... vamos, sin aire acondicionado. Así que la forma de acondicionarte es abrir las ventanas al fresco.

El trayecto por el campo abierto que separaba el camping de la carretera principal era un camino de tierra bordeado por esa naturaleza almeriense. Con la luna observándonos desde arriba, el tacto de un desconocido conmocionó el viaje. ""¿Ha entrado algún bicho?", preguntó rauda I.P. "Sí, algo me ha rozado la pierna, pero creo que se ha ido". Durante el resto del camino, no dije nada más. Quise pasar por alto que, quizás, un horrible insecto se había adueñado de mi coche, que las ventanas habían sido su puerta de entrada a mi mundo particular. No dije nada, repito, pero mis manos bajaban constantemente a mis tobillos para rascarme y acabar con unos picores que no sabía de donde venían. Fácil es recordar, para mí, el horror que me hacen sentir los pequeños animalillos de la naturaleza, y más en la oscuridad.

La entrada en San José me hizo olvidarme de todo. Serpenteamos por el pueblo sin rumbo fijo, buscando aparcamiento, y acabamos perdidos en la noche almeriense. Era momento de parar y preguntar. Nos bajamos del coche y acudimos al auxilio de unas mujeres que, si no oriundas, parecían conocedoras de los inescrutables caminos del pueblo. "Perdón, ¿para volver al centro del pueblo?". Con el mapa virtual en la cabeza, retomamos la acción. Entramos de nuevo en el coche. Una luz auxiliadora iluminó la tapicería y nos sentamos. Yo, como copiloto, alcé la mano en la dirección adecuada. Abrí la boca, y cuando iba a entonar el camino como el mejor Luis Moya ("derecha, rasssss"), noté un impacto en mi rodilla. Bajé la mirada y grité. (Fundido a negro).

"¡¡¡¡Uuuuaaaaaaaaahhhhhhhhhh!!!!". Un alarido irrepetible partió del estómago, recorrió la faringe, la laringe, la chupinge (¿?), volteó las cuerdas vocales y desembocó entre mis dientes escupiendo contra el cristal un aterrador berrido que, lo sé, será irrepetible por los días de los días. Postrado sobre mi rodilla, un pequeño saltamontes escrutaba, sorprendido a la par que despistado, mi rostro convertido en el sinónimo del horror. Como una bailarina con su tutú rosa, salté apoyando mi mano en el asiento al tiempo que abría la puerta. El grito se convertía en una repetición del susto anterior. Me autoexpulsé del coche y un escalofrío recorrió mis piernas. La cara del pequeño saltamontes se repetía en espiral en mi mente. "¡¡Sácalo!!", le gritaba a I.P. con la frente empapada de sudor desde el exterior de mi infectado coche.

Le entregué mi zapatilla (tenis, bamba, o como sea que se quiera llamar) y ella, como el caballero medieval, se lanzó a una encarnizada lucha contra la naturaleza. "Fissssh, fissssh". El ruido de la zapatilla recordaba al de una Tizona contra un dragón. Yo, a la pata coja en la fría acera, observé a mi derecha como un nuevo inquilino hacía acto de presencia. Una cucaracha de dimensiones estratosféricas rondaba mis saltitos a una pierna. "¡¡Rápido, sácalo del coche, ponlo en marcha y salgamos de este nido de infectos animales!!", grité con voz de mujer de película de acción. El saltamontes salió del coche y vislumbré cómo un corte de mangas se esbozaba entre sus patas. "Marica...", me dijo. Se montó sobre la cucaracha y comenzaron a cabalgar. Al minuto, sobre una pequeña montaña de mierda, vimos su figura en negativo como la de un cowboy con su cucaracha/caballo relinchando. Y huyó.

"Como los coja un día...", protesté al entrar en el coche. "Qué, ¿te meas encima? ¿Les regalas tu casa?", contestó I.P. mientras ponía en marcha el coche. "Ya, es muy fácil reírse. Se nota que no conoces al Pequeño Saltamontes...".

2 comentarios:

Bell2 dijo...

Es horrible recordar esa escena de terror digna de las mejores películas de Hitchcock. Cuanta angustia acumulada contra un pequeño saltamontes que lo único que buscaba era compañía.

Definitivamente eres como una pequeña bailarina con tutú. Lo he sospechado durante un tiempo... ahora lo sé! tu madre te llevaba de concursos cuando eras pequeño!! y estas son las secuelas!

Pese a todo... puedes seguir viajando con I.P., eres una compañía entretenida!

Yaiza dijo...

jajaja, imaginar esa escena creo que no puede ser tan bueno como vivirla!! Hay que ver, un hombre hecho y derecho... Menos mal que estaba I.P. para salvarte la vida jajaja.

Lo mejor, el insulto del saltamontes subido en su caballo-cucaracha.

Un abrazo!

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