Conspiración En La Sombra

A lo largo de la historia mucho se ha hablado de las conspiraciones; las judeo-masónicas, la muerte de Kennedy, la de Lady Di, las que pueblan la vida de la Iglesia Católica. Todas ellas sin pruebas que las confirmen y que crecen en el ideario popular como leyendas urbanas. Pero las mentes pensantes han obviado la peor conspiración: la de la muerte.

La muerte es, hoy por hoy, lo único real en el mundo. Podemos creer en Dios, podemos creer en nosotros mismos o en John Lennon, pero siempre nos acompañará una parte de duda junto a esa fe o a esa creencia. En cambio, desde que nacemos sabemos que, tarde o temprano, vamos a morir (bueno, yo no porque soy inmortal, claro). No sabemos si seremos altos o bajos, si nos operaremos los pechos o los pómulos o si seremos médicos o barrenderos. Lo único cierto es que, más tarde o más temprano, moriremos.

La muerte no tiene imagen fija; se ha representado de variadas maneras a lo largo de los siglos; incluso Brad Pitt fue su imagen física en el cine. A pesar de no tener imagen que podamos afirmar con contundencia que es la de la muerte (bueno, en mi colegio mayor había un tío al que llamábamos La Muerte, y estoy seguro de que un día vendrá a buscarme él...), sí que podemos descifrar manifestaciones en nuestro mundo. Yo os voy a contar una. La he llamado "La muerte tenía un número".

Es una de mis múltiples teorías, muchas de las cuales podéis conocer en mi libro "Teorías en teoría que lo son porque sí. O no". Como bien dice el nombre de la teoría en sí, hay un número que la muerte prefiere. Un número que representa a la muerte: el tres. Es que desde hace años he ido comprobando que las muertes van de tres en tres. No he recogido los datos en ningún lado, pero como toda teoría la he iniciado de manera oral. Me acercaba a un grupo de ineptos y les abría los ojos.

Pasó cuando murió Lola Flores; cuando murió Rocío Jurado. Moría un personaje conocido y, a continuación, en un plazo de unos meses como máximo, dos personajes más desaparecían de este mundo. En una primera intentona de creación teórica, acepté que incluso a ese trío macabro se pudiese unir una persona cercana, de nuestra vida habitual. Eso lo descarté con el tiempo.

La última prueba de que mi teoría es cierta se ha dado con creces estos días. La reciente muerte de Farah Fawcett y de Michael Jackson me hizo desempolvar mis pensamientos sobre mi teoría. Me faltaba un tercero para corroborarla.

Mi primera idea fue la de darle el tercer puesto a Daniel El-Kum, odioso personaje escuálido y patético de Supermodelo, que se suicidó hace unos días lanzándose desnudo con su perro desde la ventana de su casa. La poca trascendencia del personaje y su patetismo (iba de hombre con estilo vistiendo a Ana Obregón y diciéndole a chicas de 17 años que estaban gordas), me hacía pensar que mi teoría sólo funcionaba cogiéndola con pinzas. Esto me hizo despedirme de un posible premio de investigación esotérica o de tonterías (que es lo mismo).

Pero recordé que un personaje con peso había fallecido recientemente. Vicente Ferrer se convertía en el tercer elemento, en el pilar para sustentar, de nuevo, mi teoría. La conspiración en la sombra de la muerte contra los famosos.

Es una pena que no recuerde más casos (el último fue Antonio Vega, Benedetti... y no me acuerdo del tercero, que alguien me ayude), pero son ciertos. Y si no, hacedlo vosotros mismos en vuestra casa, siempre bajo supervisión paterna (si tu padre no tiene supervisión, vale visión normal o con infrarrojos... lo siento). Los que lo han hecho, lo han flipado. Si no mandas este correo a todos tus contactos, te conviertes en amante de Marujita Díaz.

Avisados estáis. La muerte y su conspiración están ahí, como quien no quiere la cosa.

Decálogos

Dice la RAE (cojunto de señores pasados de fecha que deciden qué y cómo es cada palabra) que un decálogo es el conjunto de los diez mandamientos de la ley de Dios. Vale; todos sabemos que los mandamientos eran veinte pero que al amigo Moisés se le cayó una de las tablas y se quedaron en diez. Esa es su primera acepción. La segunda, un conjunto de normas o consejos que, aunque no sean diez, son básicos para el desarrollo de cualquier actividad.

De diez palabras se pasó a diez normas, a diez mandamientos. Y siempre con un fin, el de ordenarnos un poco la habitación, que la solemos tener hecha un desastre, con montañas de ropa sobre la silla y los zapatos debajo de la cama.

El último decálogo al que he tenido acceso (después de los del buen estudiante o los del buen periodista, por ejemplo) me lo encontré encima de la mesa de Varadero. Varadero es un local con su terraza veraniega en Montero Ríos, al lado del puerto de Vigo. Allí, sobre la madera, un plato negro sostenía un pequeño cartón doblado; dentro, un papel con la cuenta a pagar: dos cervezas. Al recoger la cuenta, el cartón guardaba un texto que decía:

"VARADERO te dá 10 claves para disfrutar un poco más de la vida".

A continuación, el decálogo que desde ese local hacían llegar a sus clientes para eso, para disfrutar un poco más de la vida. Comencé a leerlo pensando quién habría sido el que se había decidido a aconsejar al mundo (o a los afortunados clientes que habían elegido entre otras tantas su terraza). Ahí van:

-Date un capricho, por pequeño que sea. Vale, vale, vale. Vamos a ver: entiendo que se lo están diciendo a los que están pagando la consumición, que nos estamos ya dando el capricho de invertir un euro ochenta en la caña, así que es obvio que este consejo sobra, porque está incorporado casi a los números que contenían la cuenta.
-Comparte tu vida con alguien que te quiera. Bueno, este tampoco es que sea un gran descubrimiento. Se supone que te recomiendan una obviedad, porque compartir tu vida con un cabrón/a que te amargue la vida (aunque diga que te quiere, que lo hará seguro) no te da la felicidad. Nada, tampoco aporta mucho porque está asumido desde que empiezas a maquillarte con 15 años (o menos) para ligar. Las chicas, lo mismo.
-Acepta a las personas como son. Este no me gusta demasiado. Que sí, que es de buenas personas aceptar a la gente como es, pero nunca he estado de acuerdo con el típico "déjalo, es así y hay que aceptarlo". No, no y no. Si es un gilipollas, pues no lo aceptas; no lo matas, pero no tienes por qué aceptarlo. Este punto me parece que lo escribió para que aceptásemos al que lo hizo por ser así.
-Haz el amor regularmente. Este se sale de la línea de los anteriores. Si dependiese de uno mismo, pues vale, lo acepto, pero no es así. Salvo que haya dinero por medio no puedes utilizar esto como una regla para ser más feliz porque depende de segundas (o terceras...) personas. Vale, tachado también.
-Dedica tiempo al descanso. Demasiado fácil. Que me lo digan a mí, genial, porque yo lo hago, demasiado, incluso. Pero esto lo lee una persona que trabaja catorce horas diarias para cobrar un sueldo mínimo y le escupe la cerveza al autor de la guía de referencia para ser super feliz (como Belén Esteban ebria en un aeropuerto).
-Que la música te acompañe. Estaría de acuerdo si no me pareciese una copia de la frase manida de la Guerra de las galaxias, "Que la fuerza te acompañe". Además, ¿qué música? Si te acompaña el 'No cambié' de Tamara, yo creo que feliz, feliz, no vas a ser. Y alguien dirá: "Pero eso no es música". Mmmm, vaya, touché.
-Disfruta de las pequeñas cosas. Otra frase manida que diría cualquier persona que haya estado al borde de la muerte. "Sí, ahora valoro las pequeñas cosas de la vida: el canto de un pájaro, el vuelo de una mariposa, un caniche...". Vaya, que hace falta haber estado muy cerca de morir para decir esa frase, y eso no creo que te haga muy feliz.
-Celebra todas tus fechas especiales. Perdona, pero eso no hace falta que lo recomiendes, porque para cumpleaños, navidades o cosas así, todos están al loro para recibir un regalo. Así que impulsando al materialismo, ¿no? Sí, además lo celebraré en Varadero... Yo, a partir de leer esto, celebraré el día que Ramoncín se operó la nariz. Fue super especial para mí.
-Comparte tu cariño, y da besos, abrazos... Que no se pasen, que el sobeteo puede ser incómodo. No sé, no me imagino a alguien por la calle dando abrazos con un cartel que ponga "Abrazos gratis". O sí...
-Sal con los amigos, pasea por la ciudad, el campo, o tómate algo con nosotros. Ahí está, el número diez, el de Dios, el de Maradona. Ahí aparece la base de este truco, el fin mercantil de esta pérdida de tiempo. Incluye tres planes que no le cabían o que le sobraban, pero lo cierra, como quien no quiere la cosa, con el tópico del bar: eh, tómate algo que serás más feliz.

Eché en falta más tópicos, como "sonríe", "baila hasta el amanecer", "sé buena persona". A mí, por lo menos, no tienen que darme diez claves para disfrutar de mi vida, o por lo menos que no me los dé un negociante al que no conozco y al que le importo poco; un euro ochenta, más o menos.

El cartoncito terminaba con esto: Ahora puedes, (esta coma viene tal cual, no la he puesto yo...) guardar esto para recordar estas sencillas cosas que a veces se nos olvidan, hacer dibujos mientras los demás pagan, o por último, tirarlo a la basura... Y recuerda, gracias por vuestra visita. hasta la próxima! (la minúscula después del punto y la exclamación únicamente final también viene así).

Al terminar de leer no sé si era más feliz o más consciente de qué hacer para serlo. No hice dibujos, no lo tiré a la basura. Lo guardé, pero no para recordar nada, sino para tenerlo delante al escribir esto.

Para eso, me quedo con las palabras. Y para palabras, me quedo con esta canción de Marwan, "Palabra por palabra".



Suerte.

ReEncuentros

Dicen que el hombre es un ser social; que lo que lo diferencia del resto de animales es su capacidad y su necesidad para relacionarse con sus iguales y mantenerse activo dentro de un grupo. Somos, en fin, yonkis de los demás y necesitamos estar acompañados y vivir y compartir nuestro tiempo con otras personas para realizarnos por completo. Bueno, y si no es por completo, sí al menos en parte.

Y para entablar relaciones sociales no hay nada mejor que los reencuentros. Cuando llevas tiempo sin compartir mesa y mantel con los que han formado parte de tu vida, una comida puede convertirse en el escenario perfecto para desarrollar la actividad del volverse a ver. Un volverse a ver que hace renacer de sus cenizas a todos y cada uno de los presentes, que los sienta en una silla, les abre la boca y les invita a mover sus fauces al ritmo que impone la carne en su punto.

El sol se hace testigo del acto, y se sube a lo más alto de las escaleras escapando de las nubes más altas, esas a las que dañan los rascacielos sin entender que nunca las podrán deshacer del todo. Desde allí arriba, enfoca su luz directamente en la cara de los comensales para que sus cabezas rieguen todos los jardines de la risa. Y entre la comida, aparecen como dos desconocidos que se acaban de encontrar las anécdotas de años y las historias nuevas, las que acaban de ocurrir y no habían encontrado una carcajada que las convirtiese en algo más, en una nueva historia que quedará. Son reecuentros.

Seguramente, no haya nada mejor que los reencuentros. Después de meses sin detenerse, se hace una parada técnica en el arcén para darle al pause en el mando del tiempo y tratar de recogerlo en un ovillo para luego ir recuperando lo que hemos dejado atrás pero necesitamos que vuelva al presente durante unos minutos, que dé tiempo a que el reencontrado pueda resituarse en la acción y vivirla cómo si fuese testigo directo, como si estuviese interpretando el papel de secundario de un guión ya pasado.

Reencuentros. Seguro que este post tendrá muchas más partes. Pero no hoy. Adiós.

Nada

Ser nada. No hay peor cosa en la vida que eso, ser nada. Nada de nada. Se puede ser alguien pero ser nada a la vez; se puede ser nadie y no por eso eres nada. Hay muchas nadas, pero lo peor es que no nos damos cuenta, o no queremos darnos cuenta, cuando somos nada. Buscamos siempre ser algo para uno mismo, para alguien, para otro algo; pero a veces no podemos evitar ser nada. O sentirse así. Nada.

Uno de los personajes que más me inquietaban de pequeño era aquella Nada de 'La historia interminable'. Recuerdo ver la película y ser incapaz de comprender qué pasaba cuando la Nada aparecía. ¿Qué quedaba en su lugar? ¿Nada? Pero, ¿qué era nada? Pensé que cuando creciese un poco sabría entenderlo, que era una parte de la película que yo no entendía porque no había llegado a la edad necesaria, a la que ya estás preparado para saber cosas que de pequeño son inabarcables.

Ahora, la verdad, sigo sin ser capaz de entenderlo. ¿Qué era aquella Nada? Primero el viento soplaba huracanado y se convertía en una fuerza que arrasaba con todo; la tierra se deshacía a su paso y el cielo se cubría de nubes de tormenta. ¿Y después? La nada provocada por la Nada. Ni el afeminado de Atreyu, ni Fújur eran capaces de escapar de las garras de la Nada. Sólo la petarda de la Emperatriz Infantil, repeinada como si le hubiese lamido la cabeza una vaca, sobrevivía. Eso sí, le pedía ayuda al cagón de Bastian para salvar su mundo. Todo por culpa de la Nada.


Y ahora, años después, nos encontramos todos luchando para no ser nada. Para que la Nada no nos alcance. Nos da igual encontrarnos al girar la esquina con la suerte, con la mala suerte, con la casualidad o con el destino, pero nada de encontrarnos con la Nada. De eso nada. Eso sí que no lo permitimos. Y para eso nos armamos de algos, nos vestimos con ellos, nos protegemos a través de la armadura que forman debajo de nuestras costillas para que, en caso de que llegue la Nada, no nos coja desprevenidos. Y si nos coge, pues que la cornada sea lo de menos y estemos deseando volver a salir al ruedo. A lo que sea. A vernos las caras con la Nada o a buscar más algos.


Y es que lo que está claro es que para nadas, algos hay.

El Tonillo

Lo admito. Me gustan los tonillos. También es cierto que me gustan los acentos. De hecho, me molesta cuando alguien me dice: "Eh, ya no tienes acento gallego". ¿Cómo que no tengo acento gallego? Será... La verdad es que me llaman la atención mucho los acentos de todas las Comunidades Autónomas. Eso de "ejqueeee", o "ños, chacho", o el particular asturiano... ay, me gustan sí; me gustan.

Pero a lo que iba: el tonillo. Empiezo por uno que no me gusta especialmente. Ese es el tonillo del reportero; ese de enviado especial, con el gran Enrique Zimmerman a la cabeza y seguido por miles y miles de voces anónimas que adquirieron ese tonillo para contarnos desde el cambio de divisas en Rusia, pasando por la llegada de las rebajas de verano, hasta las celebraciones en India porque una vaca molaba mucho. Lo malo es que es un tonillo pegadizo. Un día le pregunté a un profesor de una asignatura de televisión si pertenecía a un libro de estilo, si ese tonillo era algo obligado, si cuando llegabas a una redacción te decían: "Vale, amigo. Ya sé que no hablas así normalmente, pero en cuanto veas un micro tendrás que entonar de esta manera". Él me dijo que no, que era algo que hizo alguien una vez y que otros le siguieron; después, otros más; más tarde, aquel tonillo era una especie de peste que se había extendido por todas las piezas televisivas de España.

Tampoco me gusta mucho el tonillo del profesor colega. Es que hay películas que han hecho mucho mal. Una, Pretty Woman, que hizo creer a las mujeres de medio mundo que había un principe azul detrás de cada ramo de rosas por muy puta que fueses y a todos los hombres que encontrarían a la mujer perfecta detrás de la barra de un bar o, en su defecto, en un sórdido burdel. Otra, El club de los poetas muertos. Aquel Robin Williams recitando el "Oh capitán, mi capitán" y ese compadreo cuasi paternal con sus alumnos sólo consiguió generar un personaje abominable: el profesor colega. Y éste tiene también su tonillo; el tonillo cándido del que trata de ser tu amigo pero que sabes que te la va a meter doblada como le toques mucho las narices. Piadoso y condescendiente...

Más arriba decía que me gustaban los tonillos, ¿no? Y es verdad. El tonillo que ya conoces, cuando alguien que tienes calado te va a pedir un favor, o que hagas algo por él/ella. O el tonillo que te sale cuando el pecho se te hicha momentos algo de soltar una gran frase que revela que tienes mucha razón en lo que vas a decir. No sé, hay muchos tonillos. Pero tengo que destacar uno.

Imaginaros que estáis en la playa. El sol quema vuestro cuerpo y sólo la humedad acumulada en el pelo después de un buen baño te separa del infierno. Recostado en la toalla, como pantalla tienes el mar y un par de islas y gente, mucha gente que camina de una punta a otra de la playa mojando sus pies por la orilla. En ese trance, sólo una voz es capaz de devolverte a la vida. Un grito que alcanza tus oídos y se desliza a lo largo de tu cabeza. Sus ondas sonoras rebotan en su interior y abres los ojos. Pero no hay nadie; no divisas el origen de la voz. Piensas que lo has soñado, pero cuando vas a volver al relax, lo vuelves a escuchar. Te incorporas rápido pero sigues sin divisar nada. Esperas. Un poco más. Sabes que va a volver a pasar. Y ahí está: "Parisién y patatilla, barquillitooooi".

Entre toallas y sombrillas, entre pies y cabezas, una mujer de pequeña estatura y orondo cuerpo lucha contra el calor mientras lanza ese grito desesperado. En su brazo, como un bolso, porta una neverita en la que lleva bebidas; en la otra, un plástico transparente en el que guarda sus barquillos, aun frescos a pesar del calor. Una heroína de la modernidad, una mujer luchadora, que bajo su gorra de publicidad barata guarda litros de sudor. Pero siempre le quedan fuerzas para lanzar ese grito: "Parisién y patatilla, barquillitoooooi". Eso sí, lo hace con su tonillo. Gracias.

P.D: Algunos ya saben a qué grito y a qué tonillo me refiero. Si tú, maldito ignorante, lo desconoces, no lo dudes. Llámame, pregúntame, encuéntrame en donde sea y pídeme que te lo reproduzca. Yo, por caridad y porque eso no se extinga, lo haré encantado. Y lo haré con el tonillo, por supuesto.

Kamikaze

Justo se despertaba el sol entre los edificios y él se había quedado inmóvil desde hacía unos diez minutos. Como si con la llegada de las primeras horas del día (las últimas del anterior para él) sus huesos se hubiesen convertido en rocas que le impedían caminar a lo largo de la calle. El frío impactaba contra los cristales de una sucursal bancaria y salía disparado hacia su cara; la nariz enrojecida y las manos sin alcanzar el tacto del aire. Su estatua de sal se derretía en la salida del metro, allí donde sus pasos habían terminado después de una larga noche.

Miró el reloj y le restaban pocas horas de sueño, teniendo en cuenta que a las doce tendría que levantarse otra vez para ir a recoger a su amigo al aeropuerto. El trayecto hasta su casa era muy corto, tanto que no le daba tiempo a encenderse un cigarro y terminarlo antes de llegar al portal de su casa, así que decidió activar sus músculos y alargar su estancia en el pedestal imaginario que le mantenía en pie mientras el aire y sus pulmones consumían la nicotina a la vez, como una pareja de enamorados que comparten cuchara enfrente de una copa de helado.

El tiempo que invirtió en fumar lo aprovechó para reubicarse un poco en el mundo después de aquella noche. En las horas que había estado de local en local, alternando conversaciones con largas estancias solitarias en medio de la nada, su vida había dado un vuelco. Se empezó a preguntar sobre su futuro en el lugar menos indicado: el centro de un pub oscuro y lleno de humo. Su contrato a punto de expirar y con él su independencia. Volver a la protección paternal le asustaba casi más que no tener sitio en los huecos que se había buscado en su profesión. “Pero si eres brillante, algo te saldrá”, le habían dicho hacía unas horas las voces que olían a cerveza. Pero nada le hacía pensar en positivo.

Además, se había dado cuenta de que sus últimas semanas eran más propias de un kamikaze que de un prometedor obrero del mundo del cine. Esa misma noche se había estampado contra su propio espejo en forma de cuerpo femenino como colofón a un sinfín de acciones incoherentes para un racionalista integral como él. Ella, la misma que había saltado las barreras más sólidas que él mismo había edificado sobre su cuerpo, se lo había insinuado.

Como un kamikaze”. En un viaje de reconocimiento por su rostro, ella se había acercado para decírselo al oído. “No sé si te das cuenta, pero estás actuando como un kamikaze”. La palabra no le era familiar. Sí la había escuchado, la conocía, pero no estaba dentro de su vocabulario, ni siquiera el que contenía las respuestas a sus acciones. Sorprendido, comenzó a desgranar la palabra. Kamikaze. Un suicida que ponía en riesgo su propia vida por un fin determinado, por algo en lo que creía.

Lo curioso es que, autoanalizándose, a penas encontraba un paralelismo, una similitud entre él y un kamikaze. Se veía como alguien reflexivo, poco impulsivo, que actuaba después de recorrer exhaustivamente cada uno de los rincones de todas sus acciones. Pero esa noche, sin darse cuenta, ella le había comparado con un ser irreflexivo que no pensaba en las consecuencias de sus actos. Lo peor es que no sabía quién tenía la razón.

Comenzó el camino a casa con el filtro ardiendo entre sus dedos y la palabra grabada a fuego en la mente. En el breve trayecto, sintió mil emociones: miedo, pavor, tranquilidad, confianza, arrepentimiento, seguridad. Todas contrarias, pero todas relacionadas con una noche que, a pesar de las contradicciones, no quería que terminase. Hacía menos de media hora que se había despedido de ella en el mismo metro en el que se había quedado petrificado y donde había desmenuzado sus rasgos a tientas, como un ciego que acaba de recuperar la vista. Y la palabra en el aire. Kamikaze.

Antes de que la ciudad recuperase su ritmo frenético de vidas con horario de oficina, apagó el cigarro, subió a su casa y se metió en la cama acompañado de su nueva definición. “Mañana comienza mi nueva vida como kamikaze”.
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