Cientosetenta

- Mauro, ¿puedes venir un momento?
- Sí, claro.

La redactora jefe (o jefa, supongo) reclamaba mi presencia ante ella. Me comunica que mi beca se acaba la semana que viene, que me la quieren prorrogar hasta el dos de abril. Si nos basásemos en los meses que debería estar en Canal Plus, me quedarían tres meses. Empecé el 29 de octubre, así que hasta el 29 de abril tendría que ir hasta Tres Cantos a informar sosamente de la actualidad deportiva a un puñado de telespectadores que aún conservan la costumbre de ver 'Más Deporte'.

Pero no. Mi querida (y cada vez más odiada) Universidad impone un límite de horas que sus alumnos no pueden sobrepasar en las prácticas.

- Silvia, la de Personal, ha hecho un cálculo de las horas que has trabajado y las que te podríamos ampliar, así que estarías con nosotros hasta el 2 de abril. ¿Te parece bien?
- Me parece perfecto.

En un principio me sentó como una patada en el culo. La diferencia que iba desde el 2 hasta el 29, desde la realidad hasta lo que yo tenía proyectado, suponía algo así como 27 días libres con los que no contaba. Yo tenía planeado tener mayo libre para preparar mi única asignatura del segundo cuatrimestre y empezar a buscar nuevas prácticas para el verano. Pero no. Silvia, la de Personal, en complot con la Universidad, tenían otros planes para mí.

El medio cabreo me duró lo que a un niño pequeño: muy poco. Y es que el 2 de abril es el jueves anterior a la Semana Santa, con lo que tendré TODA la Semana Santa para irme a Vigo (previo paso por una boda coruñesa), e incluso alargaré mi estancia en la ciudad olívica (me encanta llamarla así, parezco de la Telegaita) unos cuantos días más. Además, quién le dice que no a 27 días de vacaciones, y más si tenemos en cuenta que últimamente no disfruto de muchas de ellas, entre prácticas, exámenes, viajes de ida y vuelta a Madrid, tralarí, tralará.

Hoy firmé los documentos adjuntos de la ampliación (no, no soy un pedante, sólo cito lo que me pareció leer en el correo que me mandó Silvia, la de Personal). Ella, amablemente, me explicó su contenido. Lo que más me llamó la atención fue que me quedan, ni más ni menos, 170 horas como becario de 'Más Deporte'. Ni dos meses y medio ni no sé cuántas semanas ni X días, no. 170 horas. Vamos, que si me quiero chupar 7 días continuados en ese edificio, durmiendo, comiendo, cenando y desayunando (no en ese orden... bueno, o sí), más dos horitas más de un octavo día, podría acabar antes de marzo las prácticas.

No lo voy a hacer, claro. Voy a espaciar las horas como un trabajador normal hasta el fatídico 2 de abril, cuando PRISA me devuelva al frío de la calle y mis pezones se congelen tanto que puedan rayar un cristal.


170 horas. Ni más ni menos. Es lo que hay.


Suerte.

Amor Homosexual

Y se fue. No pude hacer nada para impedir su marcha. Salí a la ventana para observar cómo las ruedas de su maleta rasgaban el alma de la carretera que hacía que se separase de mí. El ruido que hacían acompañaba sus pasos, lentos, melancólicos, camino del olvido, con destino al recuerdo eterno. Detrás, la sombra que dibujaba el sol que se había atrevido a asomar la cabeza entre las nubes para ser testigo del adiós.

El frío congelaba mis manos y a penas pude gritar un esbozo de frase que salió desde el estómago, recorrió los pulmones, pasó por la garganta y se derrumbó por mi boca. Mi voz no era la de antes. Perdió color, tonalidad y firmeza y retrató el adiós con una paleta donde el negro y el gris se peleaban por diseñar la escena. Giró la esquina y se perdió entre las paredes de los edificios que flanqueaban la calle, como guardias reales que se hundían a su paso. Ese paso, lento, melancólico, camino del olvido, con destino al recuerdo eterno.

Se iba y se acababa todo. Todo lo que fue, lo que no pudo ser y lo que no será. Con el gesto de despedida se perdían meses, se suicidaban los días y se extraviaban las horas. El tiempo, otra vez, se vengaba de mi suerte para transformar los segundos en espacios de tiempo de duración eternos. Al cerrar la ventana, la luz de la habitación quiso recibirme, pero la oscuridad le ganó la partida y fue la que delató mi rostro demacrado y desganado de seguir allí.

Los recuerdos se avalanzaron sobre mí. Me agarraron de las solapas y me abofetearon con fuerza, con la ira de un Dios enfurecido. Mientras yo, inmóvil, aceptaba la culpa y la condena que dictaba en sentencia cruel algún observador objetivo de la realidad. Me lancé contra la tristeza e impacté con su muro de mármol. Frío y duro. Muy frío. Muy duro. Y diseñé una sonrisa para obviar la realidad que siempre me tocaba revivir.


Allí se quedaba su rastro, que caminaba en círculos por la habitación buscando razones para salir a flote. Se escondió debajo de la mesa y me observó desde abajo. Evité su mirada, giré la cara y me dirigí a la puerta. Salí, cerré de golpe aquel mundo y me fui a la ducha.


Hasta siempre, Alexandre, suerte en Vigo.

¿Y Si Fuera...?

No sé si os ha pasado alguna vez (creo que no es la primera vez que empiezo así. Vaya) que os quedáis con esa pregunta en la boca. No sé, ¿y si fuera cierto? o ¿y si fuera todo mentira? o ¿y si fuera el destino? A lo que me refiero es que todos, o yo por lo menos, nos hemos visto alguna vez como Rafaella Carrá en aquel programón que tenía con ese concursazo de "¿Si fuera...?".

A mi me pasó el otro día, el miércoles, concretamente.

Salí de Tres Cantos a las diez de la noche y mi querido compañero en prácticas, Ángel, me acercó como cada noche hasta Ventas. El camino, alimentado por la radio y conversaciones de dos personas que están demasiado cansadas como para ser muy sesudos (sí, hablamos de tetas, culos, coches, fútbol y filosofía hebrea), ya lo tengo casi memorizado: los desvíos, los cambios de sentido, el paisaje... Eso, llegué a Ventas. En los dos años anteriores nunca había pasado por allí, y la plaza de toros era una mera referencia de oído. Ahora ya es una parte más del paisaje madrileño que estoy construyendo en mi mente.

Entré en el metro y me dirigí a la línea verde, la 5. Habitualmente el metro tarda en llegar unos cinco minutos, pero ese día, raro, mi entrada en el andén coincidió con la llegada del convoy (primera vez que utilizo esa palabra). Me subí y encontré un asiento libre al lado de una mujer oronda. Suelo ir de pie hasta Callao, que es donde me bajo para, después, recorrer el tramo que me queda de Gran Vía hasta Plaza de España y llegar prácticamente a mi casa.

Ahí me quedé. Sentado. Entre una oronda y el pasillo. Mirando al frente, escuchando el mp3, fijándome en la puerta que se abría y cerraba con la llegada de cada estación. En uno de esos movimientos, por la puerta entró una chica que avanzó tímidamente por el vagón y se situó justo delante de mí, dándome la espalda. Yo no reparé en ella, la verdad. Estaba tan ensimismado en mi mundo, intentando comprender cómo una puerta se puede abrir y cerrar tantas veces sin que ninguna persona se quede atrapada en ella y la devore hacia el interior o la escupa de nuevo al andén, que no me percaté de su presencia.

Al cabo de unos segundos, cuando volví de mi mundo, me encontré en una realidad distinta a la que existía justo antes de hacer mi viaje por el mundo de las puertas asesinas. El escenario era el mismo, pero me daba la sensación de que ya había estado allí antes. Es evidente que había estado allí antes, seguramente en eses mismo vagón y en ese mismo asiento, pero me refiero a que esa situación ya la había vivido antes.


No, no era ni un flashback ni un dejavú ni ninguna mariconada con nombre extranjero. En frente de mí, la chica que hacía unas dos paradas se había subido al metro y de la que sólo intuía el perfil. En ese momento, até cabos. Ya lo tenía. Ahora sí tuve un flashback y me trasladé a mi habitación, a mi cama. Yo estaba dormido y soñando. ¿Y qué soñaba? Pues lo que voy a escribir en cursiva, en plan onírico:


Estaba en el metro, sentado, mirando al frente. Al instante, reconozco una cara femenina. Me acerco a ella y le toco en el hombro. Ella se gira, me mira y me sonríe. Yo hablo con ella, no sé de qué, de nada, seguramente, y ella me contesta. Entablamos una conversación. Llegamos a mi parada. Es la suya. Se abren las puertas del metro. Nos bajamos y yo camino por el andén con una sensación. Ya la conocía. Ya había estado hablando con ella en otras ocasiones. No era una desconocida. De hecho, nos sentíamos muy a gusto juntos. Y me desperté.

Volví, otra vez, a la realidad del metro. Estaba a tres paradas de la mía. El tiempo apremiaba para realizar lo mismo que había realizado en el sueño. Para sacarme de dudas, me fijé en ella durante unos segundos, y sí, era ella. Era la misma chica del sueño. No era muy guapa, tampoco muy fea. Seguramente ni la hubiese mirado en circusntancias normales. Pero allí estaba: la misma chica, el mismo vagón, la misma situación.

Barajé mis posibilidades:

1.- Acercarme a ella y entablar cualquier conversación ridícula, tan ridícula como la que puedes entablar con una persona desconocida en el metro. Quizás, ella accediese a hablar conmigo. Con sólo diez segundos de conversación sabía que podría saber si era la misma del sueño o no.

2.- Acercarme a ella y decirle, a bocajarro, que no era un loco, que seguramente le parecía muy raro lo que le iba a decir, pero que la noche anterior había soñado con ese mismo vagón, ese mismo asiento y ese mismo escenario... y con ella. Y que bajábamos en Callao y nos íbamos pasenado por el vagón, a no sé dónde, pero lo hacíamos porque en ese sueño nos conocíamos. Supongo que con eso buscaba que ella, en un elogio a la casualidad, me contestase que ella había tenido el mismo sueño, que le parecía una locura, pero una locura que estaba dispuesta a hacer.

3.- Callarme, olvidarme y bajarme en mi parada para huir a mi casa.


Elegí la 3. Pasó Gran Vía y me bajé en Callao. Ella no se bajó. Se quedó inmóvil a mi paso, sujetando un libro con una sola mano y atendiendo a aquel texto. Ni siquiera me intuyó.

Salir del metro fue como salir de un sueño. El aire frío que corre por Madrid estos días me golpeó la cara y me despertó. Todo se quedó en un recuerdo extraño. Eso sí, aún me pregunto qué hubiese pasado si...


¿Y si fuera ella?

Verbalizando

El otro día me sorprendí verbalizando las cosas. Mis acciones, mi pensamientos, mis olvidos... acompañé todo de un verbo que describiese mi acción. Pero no sólo eso; también las ejecuté por la boca. Las convertí en palabras que saltaron desde el precipicio en el que se había convertido.

Me surgió un problema: el tiempo verbal. Por esas taras que nos ha concedido nuestro idioma a los gallegos a la hora de hablar la lengua del Reino, me costó demasiado decidir cual quería utilizar. Últimamente, suelo optar por el tiempo compuesto. Es más rico, se supone, tiene mejor aspecto y suele ir bien vestido y oliendo a una colonia de esas caras que sólo está al alcance de los ricachones. Tiene, además, tradición y solera. Se creó como una forma de enriquecer nuestra habla, como una ayuda interna para determinar espacios temporales mucho más cercanos y recientes. Vamos, que tiene su aquel.

Pero en cuanto me despisto, el pretérito imperfecto hace acto de presencia y me muerde la boca. Ya lo dice su propio nombre: imperfecto. Es erróneo, según la Castilla profunda, para referirse a las acciones recientes; vamos, para las que se creó ese compuesto. Suena raro, se supone, decir "hoy fui a la calle". Aún a sabiendas del error, por sangre y tierra (y sobre todo oído), muchos nos encontramos hablando del presente más reciente como si nos refiriésemos al pasado (más reciente, también). La línea temporal que separa esos dos términos es tan fina que nos resulta difícil no cruzarla sin rubor. Aunque habría que preguntarse que si el presente ya es pasado, ¿cómo lo calculo?

Quiero decir que se suele utilizar como norma (que, como toda norma, desquicia) lo de "lo que tiene repercusión en este momento". A lo mejor, a mí no me repercute para nada haber bajado hoy a la calle, en cambio, la influencia de una acción que sucedió hace dos días es tan fuerte que la tengo presente hoy y seguramente mañana. Así que creo que la cuestión está en saber dónde quiero vivir las cosas:

Puedo utilizar el imperfecto. Con él, todo lo reciente desaparecerá. El pasado más cercano se convierte en una línea que se pierder en el horizonte. Una mirada que percibiste hace unas horas, pasaría a ser un simple recuerdo que, maltratado, se ha transformado en un pais sin colonizar. Una palabra que nació con la precisión de un bisturí aplicado sobre la piel sería nada más que un conjunto de letras que, unidas, forman lo que recoge tan fríamente el diccionario.

Pero puedo utilizar el compuesto. Gracias a este (por cierto, ¿sabéis que no es necesario acentuar ese pronombre? A dónde vamos a ir a parar), el pasado será parte de mi presente y tendrá la repercusión que necesito en el futuro. Aquella mirada llega hoy a mí con la misma intensidad, y la palabra retumba en mis oidos y se inyecta en la sangre como la primera vez.

Después de pensarlo un buen rato, me quedo con la segunda opción. Me quedo con que lo que he pasado esté muy cerca de mi presente y agarrándome dentro del futuro. Que lo que he hecho no sea lo que hice, que lo que pueda pasar esté influenciado por lo que ha pasado y que lo que nunca he dicho sea lo que diré mañana.

Que os traigan muchas cosas los Reyes Magos (que son los padres).
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