La Importancia De La Electricidad

Solemos escapar, como tontos, de las obviedades de la vida. Si alguien, por la calle, un desconocido, se acerca a ti y te dice: "Eh, amigo, la electricidad es la pera limonera, ¿qué haríamos sin ella? Sería un retraso importante, volver a la edad de piedra". Tú, homo sapiens erguido de los cojones, chasquearías la lengua, desviarías la mirada lanzándola en un semicírculo y pensarías que menuda obviedad, que vaya un pensador contemporáneo es este payaso que se te acaba de cruzar por el camino. Bien, yo haría lo mismo. O eso era antes.

Una vez, hace años, conté lo doloroso que es romperse una uña. Igual que ante la obviedad de la electricidad como motor de nuestra vida, pensaba que era una mariconada. Literalmente. A mí se me puso en 90 grados, y eso duele. Mucho. Muchísimo. Y no lo sabes hasta que no te pasa. Lo mismo ocurre con las modernidades a las que estamos ya hechos. Que si el móvil, el ordenador, la televisión, la TDT, el iPhone (¡¡tengo uno!! ¡¡Yuuujjuuuu!!), el DVD, el CD, la cadena de música, el iPod, el Mp4, el no sé qué, el no sé cuántos... Todo, absolutamente todo, dependiente de la electricidad.

La mala sombra me llegó en la redacción. Era lunes, mediodía, cuatro horas antes de que empezase el programa. Suena la alarma de mensaje en mi móvil. Y aparece la cara de alarma en mi rostro: "Nos han cortado la luz por impago". El mensaje era claro, pero necesitaba más datos. Llamo por teléfono (gratis desde la redacción, claro). "Con el cambio de cuentas y de domiciliaciones se nos ha pasado, y tardarán en reponerla hasta el miércoles por la tarde...". Mi gesto se fundió como la bombilla que fallece. "¿Te pasa algo?". "Sí, que me he quedado a oscuras".

Llegué a casa a las 12 de la noche y allí estaba: la oscuridad. Sobre la mesa que te encuentras en la entrada, varias velas y una bombilla comprada en un chino con un interruptor de cuerda. Tiro de él y surge una mínima iluminación. La electricidad que nace de las pilas no tiene tanta fuerza... "Menuda mierda", pensé. Y así me escabullí por el pasillo, llegué al baño, me quité las lentillas, me puse las gafas, rastreé el cajón buscando un clinex, hice pis (sí, soy de esos). Y me acerqué a la cocina. Me di cuenta de algo horrible: la nevera funciona gracias a la electricidad. Vamos, que la comida que había corría el tremendo riesgo de pudrirse en ese día y medio que faltaba. Por suerte, el agua caliente pertenecía a la caldera central del edificio, igual que la calefacción. En la oscuridad de la habitación, consumí un 37% de batería del ordenador viendo un capítulo de los Soprano y me dormí.

El martes tenía el día libre... pero sin televisión, internet u ordenador, las cosas son distintas en un día libre. Qué hice... leer. Sí, como un intelectual, me pasé toda la mañana leyendo. Comí fuera, porque la vitrocerámica es muy suya y también degusta electricidad, y centré mis esfuerzos en entender que esto no era más que un mensaje de la modernidad. "Mauro", decía, "las cosas importantes en la vida son otras, las pequeñas, las imperceptibles, como los recién nacidos, los pajarillos o los supositorios". "Tu p**a madre...".

Viví como un mendigo de lo moderno. Que quería cargar el móvil, a la cafetería a consumir cerca de un enchufe; que quería cargar el ordenador... lo mismo; que necesitaba un café... también a la cafetería; que necesitaba internet, pues no iba a la cafetería, sino al locutorio. Pedía en una esquina que, por caridad, alguien me cediese un poco de electricidad. "Una ayudita para un pobre desconectado... Señora, mire lo mal que lo paso". "¡¡Trabaja y déjate de tonterías!!", me gritaban las señoras que iban a la compra. Y me lo planteé: ir a la redacción a pasar las horas, a alimentarme de su luz, a enchufar algo, a notar el calor de los vatios, a sentir el cariño de la lucecita del móvil...

Mientras pensaba esto, el miércoles llegó. Eran las 12 del mediodía y la luz seguía escaqueada. Me acerqué al cuadro de luces y tomé una decisión: iba a levantar los fusibles. Es cierto que faltaban horas para lo que Fenosa entiende por "tarde" pero, qué cojones, era un hombre, un machote. Y así lo hice. Levanté uno por uno aquellos fríos fusibles. Con el último, una luz se encendió a mis espaldas. Era pequeña, tenue, huidiza, pero era una luz. El interruptor de la luz del salón me llamó: "¡Apriétame!". Lo apreté. Y sí, era cierto, la luz había vuelto a mi vida.

Y nunca, repito: NUNCA, volveré a pasar hambre de electricidad. Y cada paso que dé, será siendo consciente de que hay algo mejor y más importante que la vida, que la muerte, que la paz o que la cura de las enfermedades. Y eso es... LA ELECTRICIDAD.

Jardín Secreto

Llevaba unos años pasando por ahí. El "Jardín Secreto". Guardaba la memoria de las aceras de aquella calle miles de historias, de pasos solitarios o acompañados. Era un referente en mi vuelta desde Malasaña a mi casa. "Ah, ya estoy en el Jardín Secreto; estoy al lado de casa...". Desde la cuesta que daba acceso a sus ventanas, veía, desde lejos, la gente dentro, disfrutando de un café, un té, una tarta o un plato de comida.

La puerta siempre estaba cerrada, y el lugar, repleto. Para mí, el Jardín Secreto era un desconocido. Una pareja de paredes inertes que formaban una esquina, la misma que doblaba al pasar por aquella calle. No reconocía nada más que su fachada exterior, su cartel, que se levantaba sobre la puerta, y sus ventanas, que desvelaban en el claroscuro los perfiles de dos personas hablando.

Me engañé varias veces. Pasaba de largo y me iba al Café sin Nombre. También tenía ventanas, y asientos parecidos a los que pensaba que tendría el Jardín Secreto; y exposiciones de cuadros que alguien, algún dislocado, decidiría comprar en un arranque de amor al arte desconocido hasta ese momento. Y me engañaba pensando que el Café sin Nombre era más público que el Jardín Secreto, más cómodo, menos transitado y, por tanto, mejor y más accesible. Por eso acababa ahí. No tomaba riesgos. Si el Jardín Secreto estaba lleno, pasaba de largo, avanzaba unos metros y abría la puerta del Café sin Nombre, donde siempre me recibía aquel camarero calvo o la chica de pelo corto.

Hoy he entrado en el Jardín Secreto. Es diferente. Por lo menos, lo es del Café sin Nombre. Las paredes están repletas de adornos que parece que sobraban de otros lugares. Es una decoración sin ton ni son, pero acorde entre sí. Las paredes combinan fotos en blanco y negro de actores antiguos, una escena de "Desayuno con diamantes", una casa forrada con papel de periódico o un carro que vuela hacia la luna con la cabeza de un reno que sobre sale por uno de los ventanucos. "Yo tengo ese reno". El carro parece que escapa de los que le persiguen, como Elliot en bicicleta, teledirigido por E.T. "Te pareces a Elliot". Y yo no puedo evitar esbozar una sonrisa; siempre me identifiqué más con el marciano del cuello que se estira.

Y la mesa tiene un reloj debajo del cristal que impide que el té y el capuccino se derramen en el aire. El reloj está parado. Justo, hace unos días, hablaba de las cosas que son capaces de parar el tiempo, y ese reloj seguro que había sufrido cualquier tipo de percance que lo había detenido en las 9 de cualquier día, de una mañana o una noche cualquiera de un año desconocido. Y quizás por una de esas razones que consigue que se pare el tiempo. A lo mejor, se paró desde mi entrada en el Jardín Secreto, como si supiese que, a veces, paro el tiempo.

Los camareros no van a juego con la decoración, rococó, sobrecargada y extravagante por espacios; visten un polo color azul. Y atienden con la virulencia del estrés del encargo apresurado. Poco afectivos para estar en un café dentro de un Jardín Secreto.

Y es por momentos, pero el tiempo recobra la capacidad de pararse. Siempre había pensado que tenía que entrar allí. Será que no encontraba la razón ni el momento.
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