Otra Vez

Otra vez hace frío en Madrid. Pero mucho. Bueno, bastante. Desde hace dos semanas, más o menos, el tiempo ha empezado a cambiar e incluso a veces se atreve con amenazar con lluvia. Y caen dos gotas y para. Vamos, que no sabe llover bien Madrid. Y otra vez empieza a ser de noche muy pronto. A las seis ya necesitas andarte con ojo para no comerte una bolsa de basura mal apoyada en el suelo, un contenedor que te espera detrás de una esquina o un resto de post alimentación canina (manera fina, cursi, pedante y estúpida de decir una cagada).

Otra vez se puede llevar jersey, dos camisetas, un abrigo y una bufanda. Más que "se puede" es "se debe". Pero la ventaja de este frío castellano es que no te cala si te cubres. No es ese ambiente húmedo al que le da igual que lleves cinco capas de ropa; ese es mortal y, sobre todo, muy incómodo. Y otra vez la gente sale pertrechada con paraguas a la calle, como si les fuese a coger un chaparrón inesperado de unos... ¿cuatro segundos? Y otra vez más, el metro se llena de gente cuando las nubes amenazan un poco o cuando el frío incomoda el paseo.

Y otra vez la Gran Vía se ilumina antes de tiempo. ¡Es 1 de diciembre! Que no, que estamos a 30 de noviembre y los niños no han tenido tiempo de ver bien los anuncios de la tele para saber qué muñeca choni o qué mierda rapera se van a pedir. Porque, otra vez, los juguetes tratan de inculcar una cultura barriobajera de "juanis" de instituto, con uñas pintadas de morado, pendientes en el labio y tatuajes en el omóplato. Que está bien si tienes una edad, pero predestinar a las niñas desde los 10 años debería ser delito. Y el rollo "hiphopero", lo mismo. Muy bien si te gusta esa música y si te crees que eres del Bronx por llevar una gorra ladeada, pero espera a tener al menos pelos en los sobacos (por los niños, lo digo, aunque hay mucha chica moderna que se deja pelos. O no).

Y otra vez amenazan con regar las calles de villancicos por altavoces sin preguntar a la gente si les hace más feliz que sea Navidad dentro de un mes sólo por oir esos maquiavélicos sonidos. ¿Qué niños cantan esas canciones? Supongo que algunos alienados, de esos a los que sus padres llevan a castings para que salgan en la tele y terminen con la vida arruinada (tremendo el caso de Aarón Guerrero, el inefable Chechuuuuuuu, que aún le puteaban en la Universidad. Si eres un repollo con patas, mejor en la intimidad, y no en el supercombo "Médico de familia"- "Ana y los siete". Descanse en paz, pequeño príncipe).

Y otra vez, aunque esto lleva un tiempo, nos señalan el otoño vendiendo castañas por la calle. Otra vez ese olor te recuerda que tienes hambre y que no tienes un horno guay ni tiempo suficiente para hacerlas tú, en tu casa, con tu gente (odio esa expresión de "tu/mi gente". La gente es la gente, el resto es o familia, o amigos o lo que sea, pero no mi gente, malditos). Y otra vez me tengo que tragar 23 días de diciembre hasta irme a Vigo. ¿Alguien sabe para qué sirven los días de diciembre que vienen antes del 21 o el 22? Para nada, llegas cansado a las fiestas. Propongo un mes de 30 noviembre seguido de un 2o de diciembre, para prepararte y que no te pillen las fiestas en bolas.

Vamos, que otra vez lo de siempre.

(No) Estoy Enfermo

Esa es la verdad: (no) estoy enfermo. Claro, tengo que entrecomillar la negación, porque nunca se sabe. Puedo estarlo y no saberlo, no sentir aún la enfermedad claramente pero hay síntomas que me dicen que sí, que lo estoy. Frío, dolor de cabeza, pereza... pero eso lo puedo sentir otro día en el que, simplemente, estoy cansado. Pero no sé, hay algo que me dice que (no) estoy enfermo.

Siempre hay que partir de la base de que soy hipocondríaco. Enfermedad que veo, enfermedad que quiero. Recuerdo en el colegio que escuché que había mucha gente infectada con paperas. Yo enseguida me preocupé; me notaba la garganta inflamada y veía que mi cabeza se parecía cada vez más a una pera (qué queréis, era pequeño y poco sabía de aquella enfermedad). Peor fue con la varicela. Mi hermana la tuvo y yo, irremediáblemente, comencé a sentir picores por todo el cuerpo, a ver granitos donde no los había y a notarme con la temperatura alta. Caí, es cierto, pero tiempo después de mis síntomas, que no eran más que reflejos de mi hipocondría (o de mis pocas ganas de ir al colegio o de celos por ver como mi hermana era la que no iba y se quedaba en casa).

Ahora la cosa ha empeorado porque ronda por el aire la temida (y glamourosa, que cojones) Gripe A. Tiene nivel, parece. Es la A; ni la B ni la C ni la D, no. Es la A, la primera, la más alta del ránking, la chula, la jefa de las gripes. Y yo, entre tanto infectado, no puedo hacerme a la idea de que no me haya seleccionado a mí para ser uno de sus portadores. ¿Qué le pasa conmigo? ¿Acaso no le gusto? Mira, Gripe A, tengo una mente para los negocios y un cuerpo para las enfermedades. Sé llevarlas bien, suelen estar cómodas en mí. Pregúntale al asma, nos conocemos desde que nací. Además, ese punto chic de que todos los futbolistas la tienen le da un toque de arrogancia. Se va contra los que tienen pasta, contra los millonetis, es una enfermedad bolchevique. Vale, es cierto que personas de otros estratos sociales también la han padecido (cobrándose algunas muertes, también es verdad...), pero es que en toda revolución hay los llamados "daños colaterales": víctimas de unas ideas que deben sufrir para obtener un fin.

Pero me da, sinceramente, que (no) estoy enfermo. (No) mucho, por lo menos, y (no) de Gripe A. Será cualquier cosa producto de mis extraños horarios, de mi habitual insomnio, de mi manía de madrugar aunque duerma mal y no tenga nada importante que hacer. Esas cosas se aglutinan en el cuerpo y luego te dejan un poco cansado, pero (no) enfermo.

Y lamento todo esto porque mi relación con las enfermedades es genial. De pequeño, por culpa del asma, faltaba mucho a clase. Siempre cogía un resfriado si me mojaba, tenía fiebre si dormía mal... no sé, cosas guays. Pero mi cuerpo debe haberse cansado de estas tonterías o al fin se habrá adaptado al medio, 28 años después. También es posible que, al fin, sea un hombretón duro al que no le afectan las enfermedades, ni siquiera las de moda que molan.

Pues eso, que (no), que (no) estoy enfermo, no se preocupar. Eso sí, me voy a tomar una pastillita pero ya, por si las moscas.

Historias De Metro (Y Medio)

Si hay algo característico de las grandes ciudades es el metro, ese gusano de acero que recorre el subsuelo para dejarte en la otra punta de la ciudad en un tiempo que por el exterior sería inimaginable. Dicen que Madrid tiene una de las mejores redes de metro del mundo (o de Europa, no sé), pero para mí ese maldito gusano tiene algo que destaca por encima de todo: las historias. La verdad es que te pueden pasar mil cosas en él y puedes ver a otras tantas personas extrañas que lo habitan.

Aquí ya he escrito algunas de ellas, algunas más oníricas, otras más "metafóricas", pero que poco tenían que ver con la realidad del día a día. Borrachos, yonkis, mendigos, sordomudos disfrazados u hombres de negro. Todos ellos conviven en un universo paralelo bajo el asfalto, cerca de las profundidades. Gente que sólo te puedes encontrar en el metro.

Negra sombra por compasión

Son muchos los que piden por los vagones. Alternan su paso por ellos según el número de paradas. Invierten los segundos que dura el viaje de una parada a otra para tratar de recaudar dinero, ya sea mediante música, pena o silencio. Yo no suelo dar dinero a la gente que pide en el metro. Sí más a los que tocan en los pasillos, pero no a los que se dedican a convertir el vagón en su escenario particular. No lo hago por dos razones: la primera, casi siempre me molestan, ya sea cuando leo o cuando escojo la música que quiero escuchar, no la que me imponen ellos con sus pequeños amplificadores; la segunda, a veces me escondo detrás de ese cinismo barato del "es que si le doy a uno, le tengo que dar a todos".

Cuando simplemente piden me lo pienso más. Me refiero a que soy más reacio a sacar mis monedas de la cartera. No sé por qué, quizás es que lo de ser buena persona no se me da bien. Pero a todo esto hay una excepción.

Fue hace un año como mínimo. Yo estaba apoyado sobre la puerta (la del lado que no se abre) mirando hacia el resto del vagón mientras escuchaba música. El metro se paró, abrió sus fauces, y por ellas entró un personaje diminuto, pequeño, débil, ínfimo. Iba mal vestido y algo sucio, con la ropa deshilachada y desprendiendo un olor a llevar horas recorriendo el subsuelo o las propias calles.

Las puertas se cerraron y, en cuanto empezó el movimiento, aquel hombrecillo pidió un minuto de nuestra atención:

"Señores, señoras, no querría molestarles, pero voy a recitar un poema". Ante esta declaración de intenciones, le di al stop y le presté atención. ¿Con qué nos deleitaría? ¿Un Bécquer cursi y manido? ¿Apostaría por algo más moderno? ¿Se arriesgaría con un extranjero? Antes de empezar, hizo una breve presentación: "Bueno, el poema es uno que me gusta mucho, y es de Rosalía de Castro". ¡Claro! Aquel acento le había delatado; era gallego y, buscando entre sus raíces, pensó que qué mejor manera de obtener un poco de dinero que recitando a la poeta compostelana. Y, sin más, empezó a recitar. Lo hacía en bajito, mirando al suelo, como un niño que se levanta delante de toda la clase para dar la lección ante la atónita mirada de sus compañeros. Y, así, empezó:

Cando penso que te fuches,
negra sombra que me asombras,
ó pé dos meus cabezales
tornas facéndome mofa.

Cando maxino que es ida,
no mesmo sol te me amostras,
i eres a estrela que brila,
i eres o vento que zoa.

Mi alma gallega se resquebrajó, no podía ser inmune a aquello, a aquel ser ínfimo con voz de pito que recitaba por completo el poema de Rosalía. La negra sombra me asombró. Saqué mi cartera y, nada más terminar, me acerqué a él, le di las gracias por el poema y unas monedas. Ay, ese día me sentí gallego, amigos.

Halloween en mute

Una de las últimas historias me pasó hace muy poco, el 1 de noviembre, con la celebración de Halloween en pleno metro. Era la una y media de la mañana de un sábado y yo salía de trabajar con el diario de El País del día siguiente bajo el brazo. En el metro conseguí un asiento y, entre el alboroto de los disfraces, me puse a leer en plan intelectual la edición de un periódico que no había salido aún a la luz.

En cada estación, mientras nos acercábamos a Gran Vía, se subían más y más gente disfrazada y medio borracha gritando, cantando y comunicándose con los otros enmascarados mediante sonidos guturales (dos cosas sobre esto: en Madrid está prohibido beber en la calle; en el metro, te puedes llevar un bar montado que no pasa nada. La otra, que Halloween, además de una americanada, es una fiesta en el que los tíos se disfrazan para ser más feos y las tías para enseñar el máximo escote que puedan. De vampiresa, sí, pero que cobro por ello...). Sólo había un grupo cuyos sonidos guturales eran más constantes. Alcé la vista y empecé a fijarme en ellos. Era un grupo de mudos (sordos también, supongo), jóvenes y disfrazados para la ocasión. Vasos de plástico en la mano con licores espirituales y haciéndose coñas entre ellos. Pero todo en un medio silencio.

Una de las jóvenes (porque eran muuuuy jóvenes) me miró. Me llamó con gestos y con garganteos y al final decidió echar su mano, maquillada de blanco, sobre mi periódico. Ahí empezó una conversación por signos. Ella me decía que le parecía muy bien que, mientras los demás bebían y se lo pasaban bien, yo me hiciese el intelectual con cara de gilipollas leyendo el periódico. Yo, por señas, le contesté que estaba cansado y que me iba a casa a dormir. Ella, pizpireta, me contestó que se iban de fiesta, que iban a beber y que lo de dormir no lo contemplaban. Yo le sonreí y le dije, de nuevo por señas (soy mejor de lo que creía) que me parecía muy bien, pero que yo estaba taaaan cansado que sólo quería dormir.

Llegó Gran Vía y nos bajamos todos. Los sordos, los mudos, el que va de intelectual, los gañanes maquillados y las vampiresas a sueldo rollo Montera.

15 Minutos

15 fueron los minutos de fama que Warhol decidió concedernos. Un cuarto de hora en el que nos correspondería el reconocimiento o el conocimiento, en el que los focos las cámaras y los mirones se centrarían en nosotros; 15 minutos en los que seríamos el centro de atención.

Ayer, a la hora de comer, los informativos correspondían las palabras de Warhol con imágenes de los jugadores del Alcorcón recorriendo el paseo que les llevaba a los campos de entrenamiento, su carreras continuas por una pista de atletismo al lado de los estudiantes de un instituto. Es cierto que hace dos semanas ocurrió algo similar.

Primero, en la previa del partido, la actualidad se desplazó hasta la ciudad dormitorio del sur de Madrid para entrevistar a algunos de los miembros anónimos de aquella plantilla; de ellos, sólo Borja, un delantero acostumbrado a meterle goles al Real Madrid en este tipo de lances, y Juanma, ex portero de Atlético de Madrid y Numancia, habían copado ya su derecho a que sus nombres fuesen algo más que un común. El resto, con las sonrisas de los que se saben vistos por sus familias, enseñaban las instalaciones del club, los vestuarios, el campo y el aparcamiento.

"Aquí es donde firmamos todos los autógrafos", decía uno irónicamente. "Bueno, a lo mejor a partir de esta noche, sí". Y la predicción se hizo realidad; horas después, un equipo menor, semi profesional, vapuleaba a otro que había invertido meses atrás más de 200 millones en contratar a jugadores menos, mucho menos, anónimos. Un 4-0 que quedaba, pasase lo que pasase, en los anales de la historia, gloriosa del Alcorcón, vergonzante del Real Madrid.

Durante las dos semanas que siguieron hasta el partido de vuelta, las portadas que coparon se convirtieron en breves, en pequeñas informaciones que se sujetaban como podían entre las páginas de los diarios deportivos. Ellos sabían que su hazaña inicial se había comido, más o menos, la mitad del tiempo que les correspondía como dueños de la fama. El resto, los otros 7 minutos y medio, esperaban un martes a las 8 de la tarde en el Santiago Bernabeu delante de 80.000 personas y miles de millones en fichas, presupuesto e inversiones varias.

En el mismo informativo en el que aparecían los del Alcorcón caminando hacia su entrenamiento, decían: "...recibiendo la atención que quizás nunca vuelvan a recibir". Vamos, que se sentenciaba ya que el cupón de los minutos de fama se invertirían en su totalidad esa misma tarde, en el cesped del estadio del Real Madrid.

Y llegó la hora del partido. Y los minutos pasaron a distintas velocidades; para la afición blanca, con una rapidez desmesurada, como una máquina que devora esperanzas; para los de Alcorcón (los de allí y los que lo apoyaban), despacio y con las apreturas del que no ve llegar el fin de mes. El silbato del árbitro se disparaba entre las gradas transformado en la señal de que el final del partido había llegado. Un final que significaba el aterrizaje de los jugadores del Alcorcón hasta la meta, exhaustos pero con un derecho a renovar el ticket de la fama, al menos otros quince minutos.

Leía hace poco que el Alcorcón era como Beckham; el inglés, decían, no era rápido ni fuerte ni regateaba ni defendía, pero con trabajo y confianza en sus posibilidades había llegado hasta donde pocos lo han conseguido. El Alcorcón, en 120 minutos de fútbol, se había convertido en uno más de esos que consiguen una hazaña que se recuperará con el tiempo y los nombres de muchos de ellos quedarán guardados con honores entre páginas de periódicos muertos.

También decían que eso, por suerte, sólo puede pasar en el fútbol. Es inimaginable ver a la selección de España de rugby dándole una paliza a la de Nueva Zelanda y es difícil pensar que Federer o Nadal pudiesen salir derrotados ante un semi profesional. Pero en el fútbol, por suerte, todo es posible, incluso que un equipo dos categorías inferior y de régimen no profesional le pinte la cara a un histórico repleto de estrellas.

En fin, que Warhol debió pensar que hay algunos que, después de los 15 minutos dichosos, amplía su estatus unos cuantos más, y a saber cuántos. Quizás los amplíen en el Camp Nou, vaya usted a saber, señor Andy.

Tuve Un Flash (Y Era Forward)

Delante de la carnicería. Sí, allí mismo, sin entender ni cómo ni por qué, me desmayé. Sé que no es el mejor sitio para desmayarse, delante de la puerta de esa orgía cárnica, de trozos de cerdo y vaca degollados y con la piel arrancada al son del ruido de las máquinas, pero uno no elige dónde se desmaya, amigos. Delante justo de la puerta, al subir el escalón que divide la propiedad pública de la privada, me desparramé. Primero, mi cuerpo se ladeó y se estrelló contra la pared y después descendí pegado a ella, frotándola como si la limpiase de impurezas.

Sólo recuerdo posar el pie en aquel escalón. A partir de ahí, oscuridad durante unos segundos. Después, una imagen borrosa que ganaba claridad y se enfocaba poco a poco. Me veía a mí en mi habitación. Era de día y las ventanas del colegio que tengo enfrente con cristales traslúcidos dejaban entrever las figuras de niños con mandilones que pedían el turno de palabra levantando la mano (podía identificar, incluso, como uno de ellos mantenía el brazo en alto sujetándolo por el codo con la mano del otro brazo mientras su cabeza reposaba en el pequeño y poco desarrollado bíceps). El sonido era el de una mañana cualquiera; las voces de esos mismos niños y los de la clase de al lado, los motores lejanos de motos y coches que circulaban por los alrededores y que, de vez en cuando, se hacían estremecedores al paso por Tutor.

La cama, deshecha y con la ropa del día anterior encima de la cama, guardaba entre las arrugas de las sábanas las huellas de la noche anterior. La mesa, casi vacía, soportaba en un lateral el flexo, inclinado para realizar su función de "luz de mesilla", un par de papeles con mi número de cuenta, un libro aún por terminar y la carpeta llena de apuntes de otros años. Además, más centrados, el móvil, el reloj y el cable USB del Mp3 al lado de la taza de café del desayuno daban a la mesa un aire de desorden mañanero.

La siguiente imagen me mostraba a mí delante del ordenador. Yo, con un pantalón de chándal Umbro del equipo del colegio y una camiseta de manga corta. En el cuerpo, una extraña sensación de frío agradable, un frío que avisaba que, por fin, llegaba el otoño a Madrid. Mi cara se reflejaba sobre la pantalla del ordenador; se podían intuír las ojeras, los labios secos y el pelo alborotado (como una chica yeyé o un loco transtornado con ganas de matar, imagen a elegir).

Mis manos pulsaban compulsivamente el teclado del ordenador. Impreso en la pantalla, el editor de textos del blog y un título: "Tuve Un Flash (Y Era Forward)". Los cascos conectados al pc y música sonando.

Después me desperté y me vi rodeado de gente. Sus cabezas se inclinaban sobre mí: "¿Estás bien?", preguntaban. Yo me levanté como avergonzado, como cuando te tropiezas por la calle y estás a punto de destrozarte la cara contra la acera. Erguido y recuperando la poca dignidad y la compostura, les miré directamente a los ojos a todos aquellos que se habían reunido a mí alrededor y grité: "¿Os ha pasado, verdad? Dios mío, os ha pasado fijo". "A ti, y a ti, y a ti...", sentenciaba con mi dedo índice y acusador a los transehuntes atónitos. "Acabo de ver el futuro. ¿Cuánto tiempo he estado desmayado?". "Unos dos minutos", contestó una voz. "Joder, esto es increíble. Está bien, vamos a hacer una cosa: vamos a contar lo que hemos visto cada uno de nosotros en ese desmayo colectivo y conseguiremos descifrar este misterioso misterio".

"Eeeeeeeh, chaval, que tú has sido el único que se ha desmayado. Falta de azucar, demasiadas drogas, afeminamiento... vete tú a saber la razón, pero eres tú el único que se ha desmayado", me dijo un tío con pinta de tendero. El carnicero, mi carnicero habitual, el que me vende la "ternerita de buena calidad" y las "hamburguesas buenas, buenas y caseras", esas que "no encuentras en los supermercados", saltó en mi defensa: "Falta de nutrición no es, que el chico viene por aquí y compra carne de la buena, buena". "Y mucho embutido, del bueno, bueno, también", aseguraba su compañero, el que sirve los quesos, jamones, chorizos y demás.

"¿Y qué futuro has visto?", preguntó una anciana con un carro de la compra al lado. "No sé, señora. Estaba en mi habitación, escribiendo algo, creo que iba sobre que había visto el futuro". "Ah... ¿seguro que no tomas drogas?", respondió la cotilla de la señora. "No puedo ser el único del mundo que haya sufrido esto. Estoy seguro que en algún lugar, miles de personas han perdido el conocimiento y ahora están igual de perdidas que yo". "Muy perdido se te ve, muy, pero que muy perdido, chico...", inquirió un hombre con vello que le poblaba las fosas nasales y los oídos.

"¡¡Déjenme en paz!!". Aparté a la masa cotilla que se había acumulado y me fui medio cojeando y con ganas de llegar a mi casa. El camino fue eterno, recordando, recortando y pegando las imágenes. Cuando llegué a mi habitación, abrí el ordenador y me puse a escribir en el blog. El título: "
Tuve Un Flash (Y Era Forward)".

Verbos Copulativos

Él se dio cuenta de que los verbos copulativos se habían apoderado de su vida. El primer día que se percató fue cuando escuchó a un extranjero decir: "Yo soy muy contento aquí". Acto seguido, después de lo chirriante que le resultó aquella construcción, se paró a analizarla durante algunos minutos. Aquel personajillo pelirrojo y de mejillas sonrosadas que degustaba una pinta en aquel irlandés le había abierto una nueva dimensión.

Se preguntó: "¿Estoy contento? Y lo más importante, ¿soy contento?". A su pregunta no encontró respuesta, más que nada porque la había formulado mentalmente mientras apuraba un cigarro al son de las conversaciones de sus amigos; el problema era que él tampoco era capaz de contestarse a sí mismo. Para facilitarse las cosas (él era así, se hacía trampas a él mismo para caer en la autocomplacencia), modificó la frase. "¿Estoy feliz? ¿Soy feliz?".

A ambas preguntas respondió que sí: estaba feliz en ese momento, reunido con sus mejores amigos viendo pasar a chicas Erasmus disfrazadas para aquella noche; y era feliz, en general, tenía todo lo que podía querer, por lo menos de momento. Así que, resuelto el segundo dilema, volvió con el primero. "¿Soy contento?". Que estaba contento era evidente, porque existía una vinculación directa entre la felicidad en la que estaba y lo contento. Pero, ¿lo era? ¿Qué significaba ser contento? Nada, se respondió a sí mismo para integrarse de nuevo en el grupo y dejar de pensar tonterías.

Pero no paró ahí. Algo le decía que no era contento. Que lo estaba, pero que no lo era. Y surgió, desde algún lugar profundo y oscuro, la convicción de que tampoco era feliz. Y la razón la encontró en aquellos verbos. Se dio cuenta de la gran diferencia entre "ser" y "estar". Rápidamente le vino a la cabeza el nombre de aquella chica.

Cuatro meses habían pasado desde que la conoció; cuatro meses en los que habían estado "juntos". Sí, él entrecomillaba aquel estado. Cuando alguien le preguntaba por ella, él respondía con evasivas, como si hablase de una extraña, ni siquiera de una amiga. No le apetecía definir absolutamente nada: novios, pareja, salir con, estar con... En ese instante cayó en la cuenta: quería estar. Simple y llanamente, estar. Nada más y nada menos que estar. Pero ella quería ser. Ser todo y serlo para todo. Ser.

La disyuntiva verbal que se le presentaba le aclaraba el panorama. Los verbos se separaban y definían más aquella indecisión. El "estar" no conllevaba gran cosa en ese caso, simplemente el actuar en determinados momentos. El "ser" sí que tenía repercusiones más profundas, anhelos de algo, pretensiones que a él se le escapaban de las manos. En ese momento, recordó que esos verbos se llamaban verbos copulativos. Copulativos.

De latín "copula", que significaba "unión", "lazo". Él veía la unión, qué remedio le quedaba, pero le agobiaba el lazo. Y que existiese cópula no tenía por qué significar que se tuviesen que unir sus sintagmas nominales y verbales a través de aquel lazo. Simplemente quería buscar oraciones sin sentido, sin mucho significado, que no tuviesen peso específico de por sí, sino juntándolas todas.

Más verbos copulativos que se vinculaban en su memoria. "Recordad, niños, los verbos copulativos son: ser, estar, parecer y semejar", retumaba la voz de su profesora del colegio, con olor a tiza y mandilón. "Parecer" y "semejar". En su vida copulativa estaba harto de parecer algo, no quería estar forzado a parecer o a semejar sus sentimientos. Casualmente, estaba pareciendo y semejando, pero no era lo que parecía ni lo que semejaba.

Le dio un trago a su cerveza, se sacudió la cabeza como el que acaba de saturar su cerebro con demasiada información y, al paso de una danesa, gritó: "Eeeeeeh, mirad a esa chica. Eh, ¿te tomas una cerveza con nosotros?". "Estás un gañán", dijo ella en su mal español.
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