Madafaca

Reza una canción (versión del superhit-gran éxito de Jarabe de Palo, grupo al cual le tengo mucha estima ya que sus canciones son muy poco parecidas entre ellas, "La flaca"): "Si te dicen 'madafaca' mejor cámbiate de acera, no sea esas palabras las últimas que oyeras". Pues hoy he escuchado esas palabras. Os lo cuento (sí, y vosotros lo leeréis):

Como otras tantas veces, salí tarde de trabajar y mi nevera estaba más vacía que la cabeza de X (elíjase nombre a su antojo), más que nada porque al día siguiente cambiaba Madrid por Vigo y no era plan dejar cosas pudriéndose (sí, es una disculpa). Así que me encaminé hacia el Dublín, una cafetería de la calle Princesa donde solemos ver los partidos del Plus (mi casa) y donde hacen unos bocadillos medianamente ricos.

Llegué hasta allí y me planté en la barra. "Un bocadillo de tortilla francesa con jamón y queso para llevar, por favor", le dije amablemente al camarero de origen sudamericano. "Ahora mismo, cabesehuevo", me contestó. Mientras esperaba mi cena, una pareja se sentó en las sillas que estaban justo a mi lado. Él, un Enrique del Pozo descafeinado (todos los que hemos visto la página web de Enrique -el de 'Enrique y Ana', el Cocoguagua- sabemos que él es cualquier cosa menos descafeinado) con anillos de oro en los dedos y cara de no saber decir "destornillador"; ella, rubia de bote, maquillaje a prueba de bombas, lentillas de colores y unas curvas que ella consideraba mareantes pero que a mí me parecían vomitivas.

Dejaron sus bolsas en una tercera banqueta y empezaron a hablar. Yo no prestaba atención, claro. Soy una persona instruida, culta, guapa, y las conversaciones de dos marulos no me interesan para nada (o sí). Pero él llamó mi atención. "¿Cómo lo hizo?", os preguntareis. Pues pasad al siguiente párrafo y os lo cuento.

Estiró su mano hacia la rubia de curvas mareantes y vomitivas con su móvil en la mano y exclamó: "¿Sabes qué pone aquí? ¿Lo sabes?". Ella miraba con miedo la pantalla del teléfono, donde aparecía el texto de un mensaje. Se pegaba a la pantalla en silencio, absorta, como si no supiese de qué iba todo aquello. Él insitía: "¿Lo sabes, eh? ¿Lo sabes? Pues dice 'maderfaker', dice 'maderfaker'. ¿Y tú sabes lo que significa 'maderfaker'? 'Mamá folladora' ". Ella, en silencio, no movía ni uno solo de sus músculos. El Enrique descafeinado seguía con su monólogo: "Te está llamando 'mamá folladora', eh".


Ella intervino: "No, me lo dice a mí". Él, cada vez más encendido: "Ah, ¿no? ¿entonces a quién se lo dice, porque a mí no va a ser. Dice 'mamá folladora, y esa eres tú". Mientras, yo esperaba ansioso mi bocadillo y miraba hacia el fondo del local para esconder mis sonrisas y hacer creer a los 'fakers' que estaba presionando visualmente al camarero para que se diese prisa. En esos segundos que pasaron no fui capaz de escuchar lo que Enrique descafeinado le contaba a su novia (porque era su novia). Cuando retomé el hilo de la conversación (después de que el camarero me dijese "ya viene, no se preocupe, cabesehuevo"), me enteré un poco más de todo y me hice esta reconstrucción de los hechos:


Enrique descafeinado y Curvas vomitivas son unos fans de los ambientes cargados: discotecas horteras, sudores descamisados, gimnasios repletos de anabolizantes y esteroides (y de asteroides). Y claro, en esos ambientes los ex novios tienen mucho peligro. El ex novio de Curvas vomitivas le había mandado un mensaje a Enrique descafeinado en el que le debía poner a caldo y, entre otras cosas, le llamaba a él "maderfaker", por lo que intuyo que, o bien el ex novio era americano, o bien éste era un cazurro de mucho cuidado. Ah, es posible también que fuese un Lating King, de esos hispanos que hablan "espanglis".

Mi bocadillo llegó. Me giré y me fui de aquel lugar. Eso sí, con ganas de decirle a Enrique descafeinado que no es "maderfaker", sino "Madafaca".

Sin Caras

El tráfico era intenso; la lluvia mojaba hasta lo más profundo de la ciudad y eso había causado un desajuste en la realidad de las personas. Todos, incluidos los cuerdos, habían salido a la calle en sus coches y habían bloqueado cualquier posibilidad de que existiese un movimiento real. En esa maraña de tráfico estaba yo. Sentado detrás del taxista, miraba el reloj porque llegaba tarde. A la ansiedad de la tardanza (soy enfermizamente puntual) se sumaba la que me producía el saber qué me iba a encontrar cuando entrase por la puerta.

Con el sonido de la radio de fondo, empecé a crear situaciones reales desde mi imaginación. Yo llegando al salón, saludando a la gente, tomando asiento, cenando, hablando... las primeras imágenes eran nítidas; reproducía la cara que veía reflejada en el espejo retrovisor del taxi. Con esa cara, una mezcla de seriedad y nerviosismo, me imaginaba haciendo mi entrada en aquel lugar. El problema estaba en las imágenes posteriores; era incapaz de recrear otra cara que no fuese la que estaba viendo en el espejo.

Una sensación de angustia se había apoderado de mí repentinamente. El mismo gesto, el mismo ceño fruncido y la misma expresión para todas las reacciones. Tendría la misma cara desde el principio hasta el final. El reto de esbozar una sonrisa me asustaba más que escalar la montaña más alta. Tenía un grave problema.


Una hora antes, en el cuarto de baño, mientras me lavaba los dientes, me había olvidado de prácticar otras caras. Llevaba con la misma desde hacía dos días, porque esa sensación de vértigo que sentía dibujaba una mueca excesivamente seria y me había atrapado las últimas 48 horas. Habitualmente, recreaba en mi mente las situaciones que se podían dar y expresaba mis reacciones que el espejo me devolvía para analizarlas. "Esta cara está bien cuando lo salude. Ésta, en cambio, me parece perfecta para insinuar que lo que digo no es en serio, sino una tronchante gracieta". Pero no, ese día, un día importante, no tenía más que la cara con la que había salido de mi casa.


El agobio que empecé a sentir me hizo mirar la hora. Llegaba 15 minutos tarde y, lo peor de todo, lo hacía sin más que una cara. Justo al lado de la estación de Atocha el tráfico no avanzaba desde hacía, precisamente, 15 minutos. Le pedí al taxista que me cobrase y me bajé para ir andando hasta el punto de encuentro. En el trayecto, bajo la lluvia fina de aquel día, me iba mirando en los escaparates. Lo hacía como si me interesase lo que escondían, pero realmente estaba buscando la realidad de mi rostro. Era el mismo de antes.

Quería acelerar el paso. Llegaba tarde y la cena ya habría empezado sin mí. El problema es que la inseguridad que me creaba no llevar más caras conmigo me retenía cada cuatro pasos. Los daba, me paraba e intentaba forzar el gesto. Sonrisa. Educación. Enfado. Indignación. Felicidad. Emoción. Nada de nada, era incapaz. Todas esas palabras revelaban un mismo significado: el de mi única cara.

A pesar de la lentitud de mi andar, llegué hasta la puerta. Respiré hondo, bajé la mirada y pensé que sólo era un rostro sin cara. Que tenía los elementos para formarla, pero que desconocía cómo poder hacerlo. Era como tratar de traducir un texto en un idioma que hacía años que no escuchaba. Avancé, siempre hacia delante, reconstruí el gesto y entré en el salón. La gente ya estaba cenando y yo llegaba tarde y con una única cara bajo el brazo.


Basado en una idea original de JP, MB y VP.

Desde El Núcleo

Hace frío en la calle. Cruzo el semáforo de la Plaza de España y bajo por las escaleras que me llevan al metro. Necesito viajar, y no hay nada mejor que hacerlo bajo tierra, donde hace calor, donde no recibo el impacto del aire frío en mis orejas desvestidas de pelo que las cubran.

Bajo. Y bajo. Más abajo, más hacia el núcleo. Tan abajo, en el andén, esperando a que llegue el metro, que no tarda ni 30 segundos en aparecer. Nace de una guarida oscura desde la que sólo se intuye la luz de sus faros y el estruendo del metal recorriendo las vías subterráneas. Viene de más abajo, de más cerca del núcleo.

Me subo y me apoyo en una de las puertas, con la cabeza mirando a través del cristal. El ritmo del viaje, el temblor en los bajos del vagón que rugen desde el centro, desde el núcleo. Allí hace más calor que en la calle; en la calle aún hace frío, seguro. Pero aquí se está cómodo con el calor que estalla desde lo más profundo. Y continúa el viaje.

Desde la ventana sólo se intuyen movimientos hechos fuera de tiempo, entre la oscuridad y la piedra que no se ve. Pero se intuye. Nos va desplazando a través del fondo y mi cabeza sigue pegada al cristal, mirando hacia abajo, buscando entender que viajar a través del metal, tan cerca del núcleo es lo que necesitaba. En el núcleo hace calor. Intenso. No hace frío, como en la calle.

Los ruidos que me acompañan sueltan frases que atrapo al momento, pero no las retengo, no las mantengo, y las suelto para que salgan disparadas rebotando por las paredes del vagón. "Vivir y olvidar a la vez son dos rutinas", dice un hombre que está pegado a mi oído. "Es imposible no entenderlo", afirma poco después. Al tiempo, miles de imágenes estallan a mi lado. Han salido, como antes las frases, disparadas rebotando por las paredes del vagón.

Estoy seguro de que la gente me está mirando. Me observan y se preguntan qué es lo que estoy viendo a través del cristal, si sólo hay oscuridad. No entienden que me estoy acercando al núcleo, que estoy más cerca que ellos del núcleo. Que me reconstruyo en base al núcleo, por eso necesitaba bajar desde la calle, donde el frío corta mis labios.

Desde el núcleo pude despejar mi cabeza. El metro ya ha terminado con su misión. Me bajo de él. Subo. Y subo. Más arriba, más alejado del núcleo. Las escaleras que me invitan a pasar me servirán de trampolín para volver a la realidad.


Ya estoy en la calle. Y hace frío. Mucho frío.

Graduorlado

Ayer, sábado, me graduorlé ficticiamente en la carrera de Periodismo. Después de algo más de dos años de compartir algo más que las aulas, nos reunimos unos dieciseis compañeros de clase en el Hotel Tryp Atocha y llevamos a nuestros padres (y padras, y personas importantes) hasta allí para cenar todos juntos y hacer un acto de licenciatura (orla canaria) ficticio. Las razones, varias:

1.- Porque la excelentísima Universidad Carlos III no celebra actos de licenciatura de esos que no son superoficiales; esto significa que o acabas la carrera o no puedes asistir al acto de licenciatura. Además es lo más rígido del mundo: ni discursos ni chorradas. Vas allí y te plantan un diploma o lo que sea y te vas a casa. Vamos, como ir un día al médico a que te hagan una revisión.

2.- Estos dos años han sido una especie de Gran Hermano (VIP). Las horas de clase, las horas en la facultad, las horas en los bares, las horas en las casas, las horas en la cafetería, las horas en las calles, las horas en las aulas de informática.... demasiadas horas como para no rozarte y hacer el cariño con unas cuantas personas. Había días que nos pasábamos de 9 de la mañana a 8 de la tarde juntos, y luego el viaje de vuelta a casa. Y las cámaras ya las tenían el señor Pedrero y el señor Miguel Vázquez.


3.- Acercar a esas personas que sólo habían compartido de oídas nuestras historias a lo que estaba siendo nuestro mundo particular. Que pusiesen cara, voz y cuerpo a los nombres y que se quedasen un poco prendados de lo que nos había enganchado a nosotros.


Con todos esto teníamos que cerrar esa etapa de alguna manera. De hecho, algunos se irán en unos meses, otros trabajan tanto que es imposible verles, otros desaparecen por épocas... había que detener el tiempo en una noche. Y así lo hicimos.


No estábamos todos lo que éramos el Grupo 33, pero sí que éramos el Grupo 33 los que estábamos (es cierto que sí que faltó alguno). Ese límite numérico que se impuso por la "fuerza" de algunas opiniones y que generó algún que otro disgusto fue, quizás, la única mancha de todo esto. Pero ya está lavada.


Teníamos la suerte de que nos conocíamos todos lo suficiente como para inmiscuir en la celebración a todos (y tocar las narices por igual). También teníamos la suerte de que aquel Grupo fraccionado tenía un poco de todo: desde actores hasta directores, pasando por escritores, periodistas, encantadores y trabajadores. Sumando esas virtudes, raro sería que saliese algo mal.


El acto en sí no lo voy a contar. No voy a contar cómo lo hicieron los presentadores a los que les temblaba un poco el papel del guión en la mano y no se les entendía por pegarse el micro a la boca; tampoco voy a contar cómo aparecieron unos vídeos perfectamente rodados, actuados y montados en los que, por un lado, unos chicos hacían referencia a un curioso juego que nació en un pueblo, y por otro, un peligroso ser estaba suelto por la facultad... el Prerredáctor. O de los sorprendentes vídeos de profesores hablando de ese Grupo, cuando se notaba perfectamente que muchos no sabían de qué hablaban...


Tampoco haré referencia al perfecto Powerpoint que servía de base para la trigésimotercera edición de los Dragones de Oro, que trasladaba el mismísimo glamour de Hollywood hasta aquel salón; mucho menos hablaré del otro Powerpoint en el que se unían los primeros años con los últimos (de la infancia a la orla), y tampoco de las fotos constantes que parecían trasladarnos a los años ya vividos mientras sonaban canciones que ya reconocemos como parte de algunas historias.

No me apetece hablar de los premios en sí, de las nominaciones, de las películas, de las interjecciones, de los discursos (preparados o improvisados, largos o cortos, humorísticos o emotivos...), de algunas miradas emocionadas de padres que observaban a sus hijos recoger un extraño dragón que acreditaba sus años en ese Grupo. Ni del disurso de la delegada; no diré que dijo lo que tenía que decir, que lo contó como se tenía que contar y que olvidó lo que tenía que olvidar.


Y mucho menos contaré como esos dieciseis personajes cantaron el Himno 33 como si les fuese la vida en ello, ni como se consiguió resumir dos años en unas horas, ni como esas horas se hicieron minutos, ni como continuamos la noche juntos hasta que los últimos churros se acabaron del plato.


Sólo hablaré de las personas. Las que lo hicieron posible. Las que formaron parte de todo esto. Las que se subieron a un cercanías, las que quieren cambiar el mundo actuando, las que se conocen el ABC de las cosas, las que sorprenden cada día, las que planifican con años de antelación, las que no saben ni lo que hacen, las que hablan demasiado, las que callan mucho, las que piensan para escribir y las que escriben para pensar, las que susurran a los micrófonos, las que autofotografían su vida, las que quieren dirigir, las que no saben qué decir, las que ganaron al entrar por la puerta, las que perdieron el miedo al cruzarla, las que cambiaron, las que no cambiarán, las que quieren que la gente cambie, las que comunican, las que sienten, las que pronto se irán, las que siempre quedarán.

Sólo hablaría de esas personas que resumen estos últimos dos años. Pero no hay suficiente espacio para eso.

33 besos a todos.

Hilos Personales


La vida está llena de hilos conductores que nos trasladan a lo largo de ella. Esos hilos tejen, con cuidado y parsimonia, las redes que nos sustentan y que nos mantienen de pie. Están hechos de un material cambiante y difuso; una materia muchas veces inerte que no se puede ver, no se puede coger con las manos y comprobar de qué está formada ni saber su grosor, peso o resistencia ante el impacto de una caída.

Son las relaciones personales. Dos palabras que construyen las bases del día a día y que se transforman en referencias lógicas (o ilógicas) de esa vida que por alguna razón estamos viviendo. La primera palabra, 'relaciones', dice la RAE que son conexiones, tratos o comunicaciones de alguien con otra persona. Acertada definición, queridos viejunos de la Academia. Es decir, que la relación que mantenemos con otros conlleva o significa una conexión entre ambas, una comunicación con ella. ¿Con quién? Con otra persona; de ahí, la segunda palabra, 'personales'. Es decir, repito, con otra persona.

Las relaciones personales en la vida se encuentran atadas y enganchadas por esos hilos finos y de materiales desconocidos que son conductores de nuestros pasos.

Las vamos construyendo, las relaciones personales, con ayuda del tiempo y de otros elementos adyacentes a ellas: la palabra, los hechos, las miradas, los desencuentros y los descubrimientos.

Estas relaciones y sus hilos son maleables, fácilmente dañables con las ráfagas de viento que se esconden en muchos actos, opiniones o verbos que se escapan de la boca de las personas. Por eso debemos de ser cuidadosos, cautos a la hora de ejercer nuestro poder sobre ellas. Es el mismo cuidado que tendríamos a la hora de ascender por una cuerda que estuviese formada por un fino hilo de coser; ese mismo que es capaz, después de ajustarlo bien, de retener un botón pegado a la cintura de un pantalón, es tan endeble que un tirón mal dado puede destrozarlo.

Y es que los conflictos (personales, claro) son el peor enemigo para esos hilos. Ya son ellos débiles de por sí, como para estar estirándolos. Desde un lado, X tira fuerte hacia si mismo; desde el otro, seguramente bastante alejado, Y no cede en su empeño de arrastrar hacia su lado. Resultado: deshilachado. El hilo se ve forzado, se ve magullado y acaba cediendo por el centro. Desde los dos extremos, el impacto de esa fractura hace caer hacia atrás a X y a Y, que se estrellan en el suelo e impactan con la fuerza de un meteorito. El resultado es igual que el cráter que ése dejaría en la Tierra (de lograr no desintegrarse): un agujero ardiente que dejará una señal para el resto de los años que queden de vida en el planeta.

El caso es que muchos de esos cráteres, muchas de esas depresiones en la orografía de las relaciones personales, luego son la base para investigar desde dónde ha llegado, de qué material estaba hecha aquella fuerza que impactó contra la superficie de la relación. Resultado: acabamos por conocer mejor los orígenes, el desarrollo y el futuro de esas caídas desde lo más alto. Nos servirá, al fin y al cabo, para proteger más los finos hilos que atan nuestras relaciones personales.

Un día cualquiera te levantas y empiezas a tirar del hilo para alcanzar el otro extremo, esperando que tu contrario esté haciendo lo mismo desde su lado.

Hilos nuevos para todos.

Carta A Paco

Hola, Paco, ¿cómo va todo?

Por aquí bien, más o menos. La verdad es que hay gente que te echa de menos un poco. Dicen: "Si Paco estuviese aquí todo sería mejor" o "Si Paco ve esto... todo sería distinto si volviese". Yo no estoy muy de acuerdo con la gente que dice eso, ¿sabes? No, porque a mí, personalmente, me parece que desde que te marchaste las cosas han avanzado un poco más... bueno, o mucho más.

Es curioso, pero ya no hay gente que vive en armarios. De hecho, la gente ha salido de ellos, bien para vivir en libertad o bien para gritar a los cuatro vientos que ya no tienen que vivir sin decir lo que piensan. Incluso se pueden casar. Bueno, por la Iglesia no, claro, pero sí por el juzgado. La ley les reconoce derechos y ellos los ejercen. Pero las leyes ahora son distintas, ¿sabes? No dependen de una persona, no. Se reúnen varios y las comentna, las redactan, las aprueban y, si todo sale bien, nosotros las aceptamos y vivimos según lo que nos marcan. Es cierto que siempre hay vagos y maleantes, pero ahora son de verdad y no se identifican por el color de su camisa. Distinto a lo que tu viviste.

Es que ahora hay democracia. Sí, democracia. Es un invento antiguo que se ha traído a nuestros tiempos. Es algo así como que el pueblo decide; no el pueblo en general, en plan masa, pero sí unas personas a las que se vota y luego representan la opinión mayoritaria. De hecho, ahora es posible que, por la decisión de esa gente, vayamos a un guerra. También a veces vamos a guerras sin el respaldo del pueblo, pero supongo que nada es perfecto.

Felipe González, que luego fue Presidente del Gobierno (como tú pero en plan finolis), decía en 1975, más o menos, que el fascismo se acabaría en España porque no tenía ni sustento económico, que era lo que lo había mantenido hasta la época, ni apoyo popular, porque este país nunca había dado una respuesta de apoyo masivo a esa forma de gobierno. Tenía razón; yo lo veo ahora. Vale, no te voy a mentir, hay gente que aún conserva águilas y estira el brazo como si la articulación tuviese un muelle, pero son pocos y mal organizados (por suerte).

Pero cuéntame tú algo de cómo es todo eso, ¿no? Debes de estar encantado, seguro que encuentras a muchos de tus amigos por ahí. Debes ser uno de los reyes del mambo... bueno, aunque cuando estabas aquí no eras tampoco un líder de tus colegas. Eras más bien el típico enano gracioso que se lleva a las fiestas y luego se queda solo porque no le hace gracia ni al que lo trajo. Pero bueno, espero que estés pasándolo bien con tu novia. Me llegaron rumores de que lo habíais dejado y que estabas disgustado porque una familiar tuya estaba bailando todo el día y enseñando las bragas al respetable. Bah, no te preocupes, es mayorcita y sabrá lo que hace y lo que conlleva ser de tu familia... o no.

Bueno, Paco, ¿sabes qué más? Que me alegra que ya no estés por aquí. Más que nada es que creo que no pintabas nada desde años antes de marcharte. Por suerte lo dejaste todo atado y bien atado, aunque alguno de tus antiguos compañeros de clase se han revolucionado con el tiempo. Supongo que estarán afectados por tu marcha.

Creo que nada más. Que feliz aniversario y que te quedes mucho tiempo donde estás, ¿vale? Seguro que allí te aprecian de verdad y te tratan como te mereces.

Un saludo a Alfredo y a Benny y recuerdos para Sati.

Ardiendo A Un Clavo

Semanas decisivas estas últimas para el futuro de dos mundos: el real y el del fútbol. Por un lado, un negro (más o menos) llega a la Casa Blanca para sustituir a un blanco que dejó todo muy negro. Por otro, el mundo del fútbol se conmociona con la llegada de su Dios particular (D10S) al banquillo de su selección nacional. En manos de ambos, cambiar las cosas de sitio. Es como si tu casa no te gusta y le cedes el protagonismo a un fulano de esos que te redecora tu hogar. El resultado, se supone, será mejor.

Por lo menos en el caso de Obama. Es cierto que el pobre las va a pasar canutas para reconstruir dignamente lo destruido por Bush, pero ya ha tomado un par de decisiones de las que no necesitan la aprobación del Congreso que están en la dirección opuesta a las que había tomado Geroge W.... un alivio sí que es, al menos. Las decisiones se refieren a temas como las células madres y las perforaciones petrolíferas (en contra de las que se manifestaron los ecologistas), que no parecen temas de importancia mundial, pero sí son una declaración de principios.

Yo, Dios (D10S) no lo quiera, no le doy mucho tiempo en el gobierno a Obama. Vamos a ver, señores: negro, demócrata y el nuevo Kennedy... atando cabos se llega a la respuesta. Y más en un país donde presumen de libertades, y de la que más presumen es de la de poder llevar un arma para protegerse. Si un Bush de otro país se enterase de esas armas de destrucción masiva, estaba claro: invasión a los EE.UU.

En el caso de Maradona (D10S), es imposible saber qué va a pasar. Decía Santiago Segurola hace unos días que no tenía claro si Maradona era una metáfora de Argentina, o Argentina la metáfora de Maradona. Supongo que un poco de todo; el país que idolatra a su D10S más imperfecto y el humano más imperfecto que más siente su país alborotado. La cuestión es que, pase lo que pase, Él no va a bajar de su altar. Se caerá por la borda el Diego hombre que engorda y consume toda clase de drogas o dispara a un periodista con una escopeta de balines, caerá por los peldaños de su gran escalera hasta el suelo. Pero Maradona, D10S, será para los argentinos lo que ha sido hasta ahora; una referencia (mala, pero una referencia) en su día a día. Seguro que se repiten imágenes de cientos de personas concentradas debajo de la ventana de la habitación en la que está igresada; seguro que se repiten los gritos en La Bombonera de "Marado, Marado...".

Y es que puede que no cambie el irregular rumbo de una selección argentina en crisis (que yo lo veo chungo... o no), pero su imagen, ya distorsionada como su oronda figura de hace años, no sufrirá alteraciones en su país. Es como en España Chiquito de la Calzada: ya nadie le reía las gracias, pero generaba cariño entre la gente, como un perrito sin su patita.

Venga, que todo depende de un americano y de un argentino... que alguien nos coja confesados.

El Cielo De Madrid

El cielo de Madrid no es igual al de Vigo. No voy a decir que es ni mejor ni peor, pero no es igual. No sé si será por las luces de neón que alumbran la Gran Vía, repleta de aliento y de estrenos de películas y obras de teatro. También puede ser porque no tiene cerca el mar. El cielo colorea el mar en Vigo; en cambio, en Madrid el cielo se queda sin paleta para pintar. Supongo que se centrarán en dibujar las calles anchas, las avenidas, las alturas de los edificios.

Es un esfuerzo distinto al de bajar a refrescarse los pies en el Atlántico. Es la diferencia que existe entre el trabajo de un pescador y el de un albañil, ambos duros y laboriosos, pero uno cercano a la naturaleza y otro vecino de hormigoneras. Hoy sólo se podía ver una estrella y la luna, solitarias y lejanas. Lejos para nosotros pero lejos entre ellas, también. Parecían dos niños tímidos que no se atreven a pedirle al otro si quiere jugar.

El último cielo que recuerdo de Vigo estaba impregnado del rojo que produce el sol al esconderse entre las Cíes. Volviendo a mi casa hice una parada técnica para observar por última vez (al menos en unos meses) el cielo gallego con acento vigués. A mi lado paseaban transeúntes que no eran capaces de pararse a mi lado para contemplar aquello. Supongo que tendrían todo el tiempo del mundo para hacerlo.

Yo tenía sólo esos minutos que me separaban de Madrid.

Y hoy, en Madrid, he reconocido partes del mismo cielo, como si en mi maleta me hubiese traído algunos restos que la ría había introducido en mi equipaje justo antes de cargar el coche. Hoy el cielo de Madrid me ha obligado a mirarlo. Ha sido salir un momento a la calle, encarar la calle Princesa, llegar a la plaza de España y alzar la vista.


Sólo duró el tiempo que tarda el verde en ponerse en rojo, pero fue suficiente. También quise avisar a la gente de aquel fenómeno singular, de aquellos trozos vigueses que desteñían la tapa de la ciudad, la que sólo dejabas atrás en un avión. Pero nadie me hizo caso. Ni siquiera me siguieron como a un loco que se queda ensimismado mirando al infinito, a algo que no existe. Quizás sería porque lo que estaba viendo era real, no era producto de mi imaginación.

Estaba perdiendo el tiempo, ese del que cada día carezco más, pero me estaba mereciendo la pena. Crucé la calle y me metí en una tienda. Al salir, Madrid había perdido el acento gallego, había recuperado su castellano castizo de jotas y eses aspiradas. De todas maneras lo sentí cercano, quizás mío.


A lo mejor es que me estaba adaptando más de lo que pensaba a esta ciudad.

Día Sin Luz

La luz que habitualmente recuperaba la vida de la habitación había desaparecido. Había sido de un día para otro, sólo 24 horas marcaban la diferencia entre la luz y la oscuridad. Era la sonrisa, habia desaparecido. La misma que día tras día desde hacía años se había convertido en la iluminación artificial de las vidas ajenas se había borrado por completo. Más que borrado, se había volatilizado, había desaparecido.

Con las mismas dudas y temores que generan las pérdidas de los objetos más preciados, se puso a buscarla por la habitación. Recuperó sus movimientos desde que había entrado en la habitación hasta ese momento. Sólo recordaba entrar en ella, consultar el correo en el ordenador que estaba sobre la mesa, ordenar la ropa que tenía tirada por la cama y acostarse a leer; después, se había levantado sumida en la penumbra. "Nunca me había fijado en lo oscura que es mi habitación", pensó mientras hurgaba en los cajones de la mesilla. Pero allí no estaba. Ni en la mesilla ni en el armario ni en ninguna de las cajas que acumulaba en la estantería, que sólo contenían recuerdos de otros tiempos ("mejores", pensaba siempre).


Mientras duraba aquel trance al cual no encontraba explicación, sonó su móvil. Al otro lado, una voz masculina le preguntaba que por qué hoy no había luz. Ella, extrañada, colgó rápidamente. El teléfono volvió a sonar. Era la misma voz de antes.


"No cuelgues, espera. No quiero asustarte. Es que me acabo de levantar y no veo nada de nada. De hecho, nunca me había fijado en que mi habitación era tan oscura". Ella trató de mostrarse fría, de no enseñar la gota fría de pánico que le recorría toda la espalda. "No sé de qué me hablas", rectificó con seriedad a la voz. "Llama a Fenosa, o vete a putear a otra, imbécil".


Salió de la habitación y se dirigió a la cocina para prepararse un café. Su sorpresa fue que la cocina estaba igual de oscura que su habitación. La luz estaba encendida, pero no era tan potente como antes, como cuando sonreía mientras tarareaba alguna canción ridícula al tiempo que se preparaba el desayuno. "Esto me empieza a preocupar". Movida por la intriga de la voz que sonaba al otro lado del móvil, decidió llamar. Tenía su número grabado en 'llamadas recibidas'; le extrañó que un loco o un violador llamase desde su móvil y no ocultase el número, por lo que se decidió por confiar en la buena fe de un desconocido.


"¿Por qué me dices lo de la luz?". "Hombre, eres tú la encargada de iluminar, ¿no? Sí, sé que eres tú porque vivimos muy cerca, y siempre que pasas por delante de la cafetería de la esquina, en la que yo suelo desayunar, un destello se escapa de tu sonrisa". Ella no podía dar crédito a lo que estaba oyendo. ¿Y si su sonrisa realmente era la encargada de iluminar a otros y a ella misma? "Te diré la verdad: creo que la he perdido". "Pues yo la necesito, esta oscuridad está consiguiendo volverme loco".

La búsqueda continuó, pero la sonrisa no aparecía. Ella, delante del espejo, se manoseaba la cara buscando algún resquicio de su iluminadora sonrisa por si la había cambiado de sitio. Al dormir, muchas veces se levantaba con la cabeza en los pies de la cama, por lo que pensó que una mala noche le podía haber supuesto cambiar de sitio la sonrisa sin querer. Con la ayuda de otro espejo, consiguió alcanzar la nuca, despejada por el pelo recogido. "Aquí tampoco". Volvió a llamar a la voz. "?Dónde estás? Vale, bajo en cinco minutos".


La cafetería de la esquina presentaba un aspecto sórdido: luces bajas, poca ventilación y una televisión antigua subida a una pequeña balda. La voz, que esperaba desayunando en la mesa más alejada de la barra, le hizo un gesto. Ella se acercó y se sentó a su lado. "No, no quiero nada que me acabo de tomar un café". "Mira, no te conozco mucho, pero me preocupa que hayas perdido la sonrisa. No sé como has sido tan descuidada, en serio. Lo peor es que no sé cómo puedo ayudarte a encontrarla, si ni tú sabes dónde la has perdido". "Creo que fue esta noche, mientras dormía. A veces me levanto con la cabeza en los pies de la cama, dada la vuelta, y a lo mejor en uno de esos movimientos se cambió de lugar".


La voz se acercó a ella y le agarró fuerte de los brazos. Después, la cabeza. Dio una vuelta alrededor de ella mientras la escrutaba con la mirada.

"Imposible, por aquí no la encuentro. Lo siento. Lo peor es que no sé cómo puedo ayudarte a encontrarla".

"Ya encontraremos la manera. Seguro".

Yo Codificado

"Estaríamos encantados de que hicieses prácticas con nosotros". El que estoy encantado soy yo, hombre por Dios (o Maradona o Messi). Así, con esa frase tan amable, una femenina voz de recursos humanos me confirmaba que pasaba a formar parte de la plantilla (como becario y de manera temporal, pero bueno) de Canal Plus.

El lunes me había acercado a las instalaciones de Sogecable en Tres Cantos para que me hiciesen una entrevistilla y una prueba. Todo lo había conseguido gracias a una llamada amiga que me había confirmado que allí buscaban un becario para deportes. Le dí mi número de teléfono y mi nombre y no pasó más de una hora cuando recibí la llamada de la redactora jefa que me emplazaba al lunes. Allí, en Sogecable, todo fue rodado: una pequeña entrevista en plan "qué has hecho antes, qué experiencia tienes, sabes o no montar un vídeo..." y una prueba de redacción sobre tres temas (crónica de la jornada de Liga, crónica del Master de Tenis de Madrid y una previa de la jornada de Champions) sin acudir a ninguna fuente salvo mi cabeza y mi prodigiosa memoria
.

"Parece que todo está correcto. En unos dos o tres días te llamamos, cuando sepamos si tenemos convenio con tu Universidad".

Ayer mismo recibía esa llamada. Alcé los brazos y entré en la cafetería de la facultad con los brazos levantados en señal de victoria. A penas había contado nada a nadie por no gafar la cosa, como los actores, pero ya era definitivo: el miércoles 29 entraba en el mundo de Prisa y corriendo.


En 'Más Deporte', ni más ni menos. El programa que veía a la hora de comer cuando Canal Plus existía en abierto en la televisión. Aquellos resúmenes de la jornada de la Liga, del Calcio, de la Premier, de la Liga alemana, de rugby y de toda clase de deportes. Aquellos a los que envidiaba ahora serán, en parte, mis compañeros de trabajo (como becario y de manera temporal, pero bueno).

En verano, la gente me decía: "Buf, si has estado en la COPE olvídate de trabajar para los de Prisa". A mis padres también se lo decían. Yo les tranquilizaba: "Francino estaba en la COPE y ahora ya ves. Eso no tiene nada que ver. Es como si trabajas para la SER y piensas que ya no vas a poder trabajar en la COPE, o estás en Antena 3 y crees que jamás te contratarán en Telecinco. Pues sí. Además, incluso te pueden ofrecer presentar 'La mirada crítica' sustituyendo malamente a un grande como Vicente Vallés".


Así que nada, desde el próximo miércoles mis horas de ocio (demasiadas hasta hoy) se reducirán y empezaré a tener las tardes ocupadas. Por fin.

Besos codificados para todos.

En Presente

Este es el punto de partida. Es diferente al que era ayer porque me he ido desplazando con el paso del tiempo. Lo que ayer era de un color, hoy se torna transparente y se esconde del sol para no perder el poco cuerpo que le queda. Si ayer fue material, tenía indicios de existencia, tenía pruebas de conocimiento, hoy es distinto, extraño, ajeno.

Se aleja como lo hacen los días que se escapan del presente. Ese mismo presente que no existe. Es que el otro día me enteré de que el presente no existe, es sólo una línea temporal trazada con tal cuidado y afinación que no se puede representar materialmente. Lo que es ya fue y lo que será ya lo es; a lo mejor no es lo mismo, pero lo es.

Y en ese trámite, en ese levantarse a por el papel, coger un boli y anotar unas cuantas cosas, el pasado ha cubierto con su manta al presente y lo ha vestido de blanco y negro, de imágenes pasadas de fecha y caducas. Igual que el punto de partida. Ya no es el mismo porque las condiciones no son las mismas. Las palabras que se dicen en el presente alzan el vuelo hacia atrás y se escapan con el viento que sopla desde una esquina cualquiera.

Y así me veo yo. Me encuentro mientras observo los movimientos del resto de la gente desde lo alto de la azotea. Con unos prismáticos soy capaz de leer mi gesto y saber que ya pertenecen al ayer y que no volverán. Que se pudrirán entre los recuerdos de aquellas cosas que se pierden por ser poco importantes. Yo, poco importante. ¿Quién me habría dicho a mí que me convertiría en algo poco importante? Supongo que tuve que llegar hasta el futuro para darme cuenta de que en el presente, vestido de pasado, había cedido mi importancia a otro.

Desde esa misma azotea me vuelvo a ver a mí, pero no es el mismo de antes. Ni siquiera es el del presente, y mucho menos el del futuro. Es el que decidió hacer algo en un momento determinado que yo no hice. Él sí, el decidió levantar la mano durante dos segundos más y eso le llevó hasta donde está ahora y no hasta donde estoy yo. De manera imperceptible para los demás, se alejó de mí y siguió su camino en otra realidad. Pero hoy nos acostamos en la misma cama, yo en la derecha y él en la izquierda, y hacemos un repaso a lo que hemos hecho hasta ahora por separado. Y me comenta que ha conocido a otros que ni siquiera levantaron la mano cuando nosotros lo hicimos. También me cuenta que ha conocido a otros que levantaron, como nosotros, la mano, pero lo hicieron durante más tiempo. Me habló de otros que ya no están, que desaparecieron cuando aún éramos unos niños y que tomaron otras decisiones.


Me quedo tumbado durante unas horas en la cama. Al lado ya no tengo a nadie. Quizás, el encontrarse conmigo le haya cambiado su forma o su esencia. A mí me ha cambiado la perspectiva. Ahora sé que no hay presente, porque ya ha pasado. Que cada gesto que pierdo por la torpeza de mis movimientos se convierte en la evolución para otro. Otro como yo, pero que aún no se ha dado cuenta de que el presente que yo vivo es su pasado, igual que el mío.

Y yo con estos pelos...

Aquella voz...

Me acabo de enterar y me ha sentado muy mal, lo admito. Nos hacemos mayores y eso lo demuestra la manera en la que recordamos las cosas. En nuestra mochila llevamos sonidos, olores, caras, gestos y voces que nos hacen ser lo que hoy somos. Yo, una de esas voces que llevo grabadas en la memoria es la de la megafonía de Balaídos.

La primera vez que fui a Balaídos fue en el año 92, el año en el que el Celta ascendía a Primera con aquel equipo comandado por Gudelj (otra voz que recordaré será a un viejo de Tribuna gritando: "¡¡Gudelj, armario!!") y por Fabiano, con el Gran Capitán Vicente (sí, Gran Capitán como el queso) y Goran Juric como referentes y Salillas haciendo de goleador furtivo (expresión del Pro Evolution que me encanta). Empecé a ir al campo porque un amigo de mi padre nos colaba en Tribuna a su hijo y a mí (creo que conocía al portero) y Balaídos no se llenaba; aún no había nacido esa euforia celeste de años posteriores que hacía que todos los imbéciles fuesen de pronto del Celta, con bufandas y símbolos que así lo atestiguaban.

Recuerdo que la entrada en el campo me puso los pelos de punta. Llegué hasta el final de las escaleras que daban acceso a la grada y me encontré con la inmensidad de un cesped verde, unas gradas celestes y blancas, música de fondo y gente, mucha gente. Tenía la extraña idea, forjada en los capítulos de Oliver y Benji, de que una voz masculina retransmitía el partido para todo el estadio; es decir, una voz en off narraba como si fuese la radio lo que pasaba para todos los espectadores. Eso no pasó, evidentemente, pero, en cambio, otra voz me sorprendió: un fulano se dedicaba a hacer publicidad a través del megáfono: "Hoxe véalo, mañana léalo en La Voz de Galicia", "Faro de Vigo informa do troco nas ringleiras do Real Clube Celta de Vigo", "Nova Olímpia...", "Traia o seu coche a tren de lavado Balaídos". Y entre cuña publicitaria y cuña publicitaria, el tiempo avanzaba hasta que los jugadores ya estaban preparados para empezar el partido.

Con el tiempo, esa voz se hizo tan familiar en mis años de socio del Celta como el olor a puro de la grada de Tribuna, el grito de "¡¡¡¡BURRO!!!!" al árbitro o el inefable Sotinho animando uniformado con su camiseta, nombre y número incluído (nombre, Sotinho; dorsal, 00). Y es que era imposible no prestar atención a lo que aquella voz decía por los altavoces, porque hay gritos que han quedado en la memoria de los que han visitado Balaídos alguna vez. Ejemplos:

1.- Sale el Celta al campo. El grito de ánimo de aquella voz es el irrepetible: "E coma sempre o de sempre...halaaaaaaaa Celtaaaaaaaa", acompañado por el estruendo que generan miles de gargantas y de trompetas de esas que te rompen el tímpano.
2.- Aquella voz era la encargada de dar las alineaciones de los dos equipos. Cuando daba la del Celta, siempre dejaba algún detalle para recordar: desde el "e có número once... Xiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiil", pasando por el "sae do campo co número 23 Makelele lele lelé lele", hasta el reconocido "E có número 10, Alexander 'Zar' Mostovoi".
3.- No sólo su voz era reconocida. Llegar a Balaídos con tus pipas y escuchar las canciones de A Roda eran todo uno. "Se gañamos en Balaídos fágoche socio de Río. Sempre andas dicindo pro ano que ven, e chega outro ano e pasa tamén", "E Pousa, Pousa, Pousa e non me toques naquela cousa..." y, como no, la canción por la que el Celta será recordado (supongo, vamos), A Rianxeira. Habrá algún imbécil (en el buen sentido) que piense que esa canción la cantan en Riazor...pues no, cojones, eso nació en Vigo y ya está, hombre.

Y así, sin más, aquella voz se retira de mi vida para siempre. A la gente que le he comunicado esta triste noticia (no ha muerto el fulano, sólo se jubila) ha reaccionado igual que yo: sorpresa, pena y risa. Sí, risa porque era un histórico con sus chorradas en los megáfonos.

Gracias, voz, desde aquí mi homenaje (del hogar).

Para más información: Faro de Vigo.

Justicia


"¡Justicia!", gritaban cientos de personas a las puertas del juzgado. Pancartas, cánticos y un ambiente irrespirable. ¿A quién le pedían justicia? Pues a los jueces, supongo. O al Estado. Más bien, la justicia se la piden a los jueces, y al Estado le piden responsabilidades: que actúe en consecuencia, bien endureciendo las penas, bien cubriendo de manera económica los actos de un tercero. Pero esta justicia está (y más hoy por hoy) demasiado manida ya. Demasiadas protestas, demasiadas personas indignadas y mucho desconocimiento, como siempre.

Por eso, pienso en otro tipo de justicia. La justicia entendida como la correspondencia entre los actos y sus consecuencias en el día a día. No existe un castigo propio para amortizar esa justicia. Ese es el problema. ¿Quién no ha conocido a una buena persona que en ese día a día sufre las mayores injusticias? Y viceversa, no es difícil pensar en un idiota que todo le sale rodado. "Ya lo pagará", pensamos, ignorantes y crédulos. Yo digo que no. Igual que la justicia como reflejo del orden estatal falla y muchas veces comete errores, la justicia del día a día es, paradójicamente, injusta.

Supongo que, impulsados por nuestra cultura religiosa, pensamos que hay que ser buenos con todo el mundo, poner la otra mejilla, no ser envidiosos... y si cumplimos todo lo bueno, todo nos saldrá bien. Claro que, cuando las cosas se tuercen, pensamos: "Pero ¿que he hecho mal?". Pues seguramente nada, amigo. Lo que pasa es que jamás alcanzaremos la justicia, ni la que nace de las leyes y del Derecho ni la que buscamos día a día.


Y así pasamos los días. Además de caer en falsas bondades con los demás, perdemos el tiempo en tratar de ser lo que pensamos que debemos ser. Y en estos intentos, perdemos de vista las cosas importantes. Yo ya dije aquí que no tengo punto medio. Si lo tuviese sería porque creería en la justicia y pensaría que desde esa mitad imaginaria podría estar más cerca de lo correcto. Es evidente que no estoy en el punto medio y por ello me sitúo en las zonas de mi espacio desde las que se pueden llevar a cabo las acciones que se acerquen a la justicia. Pero no entendida como un ideal, sino como algo material y que se enfoca hacia los que yo creo que se merecen que se haga justicia.


Lo admito, arruinaría la vida de una persona que no se merezca por sus actos nada más que eso, que la ruina. Sería justo, pienso. En cambio, cedería ante cualquiera que se lo merezca, que actúe como debe en cada situación.


No haré yo justicia, pero no os engañéis, nadie la hará.


Mal día hoy ¿o qué?

Regreso Al Futuro

Y ahí estaba yo, otra vez. La misma estampa que hace casi diez años, el mismo olor y el mismo frío en la espalda. El mismo perfil de piedra, ladrillo y cristal y sensaciones reconocidas y ya vividas. Estaba en el Campus Sur, enfrente de la facultad de Derecho de Santiago de Compostela.

Volvía allí para hacer el papeleo correspondiente a la convalidación de créditos de libre configuración en Madrid. Sí, créditos de libre configuración, un invento de la universidad pública para, entre tasa y tasa, sacar un poco más de dinero al estudiante. Y sí, una manera de tocar bien las pelotillas y de hacer perder el tiempo. De hecho, dudo que exista en el mundo alguien que pueda decir: "Pués sí, gracias a las asignaturas que hice para cubrir los créditos de libre configuración, mi cultura y mi preparación son mucho mejores".

En un paseo en el que las imágenes del pasado se mezclaban con las del presente, llegué hasta el COIE (o COI o sitio donde haces el papeleo). Allí, colas y nervios porque los estudiantes estaban haciendo sus matrículas.

Alumno: ¿Cómo que necesito el impreso XA-0? Pero si ese lo cubrí hace un mes y lo entregué en la oficina de empadronamiento de mi pueblo.
Funcionario: Sí, el impreso XA-0, pero yo te digo el XA-O. Es que por escrito parece lo mismo, pero tú me dices 0 (cero) y yo te digo O (O). Siguiente...
Padre del alumno: Siempre igual, Alfredito. Ahora que ya no puedes matricularte podrás empezar a trabajar en el negocio familiar, como siempre he querido. Serás maquillador de muertos en una funeraria. ¿Por qué lloras?

A mí me pasó algo parecido, como no. Resulta que lo que quería no era posible conseguirlo en ese preciso instante. Además, tenía que hacer un pago (sí, de una tasa, que guay) y para eso tienes que ir a la oficina de la entidad bancaria (¿Caixa Galicia?) que está en el piso de arriba.

Esperar una cola en ese banco es una experiencia, la verdad. Sobre todo si detrás de ti se colocan (se ubican, me refiero, no es que estén fumando cosas raras ni nada por el estilo...) dos chicas jóvenes. Es su primer año en la Universidad, su primer año en Santiago, su primer año en un colegio mayor.

Chica1: Pues tía, mi habitación es una mierda. Tienes que entrar casi de perfil, uuhaaaahgggg (onomatopeya de esfuerzo increíble para lograr el escorzo necesaio). (No, si es que la princesita pensaba que iba a ir a un palacio, la jodía).
Chica2: A mí me tocó la 79.
Chica1: ¡Que suerte! ¿Y eso?
Chica2: Es que, por confusión, me metieron con un pavo. Como no podíamos estar en la misma habitación, me pasaron a esa, que estaba libre.
Chica1: Joder, qué suerte, macho (sí, las jóvenes de ahora hablan así). Que rollo lo de que cada veterano tenga que apadrinar a un novato, ¿no?
Chica2: Sí. Yo intenté que me apadrinase un veterano, pero me dijeron: "A las chicas sólo las pueden apadrinar chicas", así que nada. Me tocó Virginia (Digo yo que te amadrinarán, amiga. Esto demuestra que esta era la lista del grupo: tenía una buena habita y quería que la apadrinase un tío...).
Chica1: ¿Virginia? Es super guapa, ¿verdad?
Chica2: Bah, es que se arregla mucho. Así cualquiera.

Y así pasó la mañana, cotilleando las conversaciones ajenas. Esta fue la más jugosa. Y fue una mierda, lo sé. Imaginaros el resto. Una fiesta continua.

Y mañana, vuelta a Madrid.



Que me vayan preparando unas
...
ARRITATUMATIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIII
.

Días De Radio

Llega el final del mes de septiembre y, con él, el final de mis prácticas en la radio. Han sido tres meses de ondas sólo interrumpidos por fines de semana, festivos y unos días en Madrid. Tres meses de mañanas de trabajo; de ruedas de prensa, de presentaciones, de oros olímpicos, de aeropuertos abarrotados, de gritos de "mentireiro", de planes urbanísticos, de sentencias y de crisis; sobre todo eso, de mucha crisis.


Si me meto en el Mauro que entró el primer día por la puerta de la radio, aún me tiemblan un poco las piernas. Después de un rápido reconocimiento de las instalaciones (algo así como: "Te sentarás ahí hasta que venga Susi, luego aquí. Esto es para montar los cortes, funciona así. Este es el estudio. Este es el correo, lo revisarás para ver si entra algo interesante, igual que con el fax..."), me dieron un bolsito de esos cruzados tan modernos que se llevan ahora con una grabadora y unos cables dentro, unos cascos y una libreta molona y me mandaron al ayuntamiento. Así, recién llegado.

Como para no acojonarme: mi voz saldría en unas horas por la radio hablando de algo sobre lo que no tenía ni puñetera idea (es cierto que no tengo mucha idea de nada). Así, recién llegado. No tenía más experiencia que la de hacer del Señor Bigote y haber subido en alguna ocasión a un escenario a hacer el chorras en obras de teatro. Pero esto era distinto: tono serio, informativo, riguroso, lograr que a la gente le interese de lo que hables y, además, que se entere de qué hablas. Chungo.

Ese es uno de los retos de la radio: hacer interesante algo que cuentas. Ya puede ser a través de la voz, del tono, del cómo lo cuentas o del tema en sí, pero te las tienes que ingeniar para no perder la atención del oyente. De ahí que las frases sean cortas, directas, poco rebuscadas y literarias. A menos subordinación, más facilidad de comprensión. Pero eso lo vas viendo día a día. Al principio montas un texto precioso, lleno de palabras que suenan cultas (como periscopio) y enrevesadas construcciones lingüísticas dignas de Mariano Ozores (excelente orador), repleto de infinitivos y un ritmo y una cadencia que nace de la rima interna de las palabras utilizadas. Al empezar a leer la cagas. Luego, tratas de corregirte poco a poco.


La radio también es intensidad y actualidad. Intensidad, porque no caben espacios en blanco: a tu texto le sigue una voz y esa voz se une de nuevo con tu texto; dicen que un segundo en silencio en la radio es eterno. Y es cierto, yo lo viví y casi me muero (de viejo). Y es actualidad porque no vale el pasado remoto. Las personas no declararon, sino que han declarado. Él no creyó, él cree. Hay que dar la sensación de que la noticia está pasando al tiempo que tú la cuentas, con el único espacio temporal que cabe entre que algo pasa y se cuenta.

La radio ha sido parte de mí durante tres meses; más bien, durante las mañanas de tres meses de verano. Y ha sido tiempo suficiente para conquistarme. Es algo que suponía; siempre dije que me iba a hacer periodismo porque me gustaría trabajar en la radio, pero necesitaba una prueba. La prueba ha resultado positiva, el circulito es azul y significa que estoy embarazado.

Ahora sólo me queda buscar otra madre en Madrid para engendrar otro hijo. Creo que va a ser más difícil. De todas formas, no será como la primera vez.


Ahora sí, el viernes me iré de copes.

El Punto Medio


He perdido el punto medio. La gente me dice que no hay que ser radical, que hay que ver las cosas desde todos los ángulos, desde todas las perspectivas, desde la mirada del otro. Desde el centro, podría decirse; desde el punto medio.

Punto medio, punto de equilibrio, punto de cordura, punto de referencia, parte central, centro neurálgico, kilómetro cero…


Yo no puedo. Carezco de él. Es algo que he ido perdiendo a lo largo de los años. Lo que empezaron como meros despistes que se exculpaban con un “uy, perdón”, se fueron convirtiendo en parte de mí. Cada día que pasaba, cada mes, cada año, el punto medio se alejaba de mi cuerpo, de mi cabeza y de mi mentalidad. De hecho, desde hace unos años ya ni lo veo ni lo encuentro, por mucho que lo busque.


La progresiva desaparición del punto medio no es sólo culpa de mi naturaleza o de mi forma de ser; gran parte de la culpa la tiene la gente (sí, me gusta echar la culpa a los demás, soy así). Y es que con solo echar un vistazo hacia el punto medio se puede ver lo sobrecargado que está de gente; todos acumulando desopiniones, pensamientos en blanco, palabras vacías, dudas absurdas. Y todos allí, en el punto medio. Por eso prefiero alejarme un poco.

El medio, el centro, lo anodino… todo lleva al mismo sitio: a la nada. A no mojarse, a no atreverse a poner un pie delante del otro y empezar a caminar. En resumen, a la cobardía. Además, y volviendo al centro, es un término que nuestros amigos los políticos han desgastado hasta el punto de inutilizarlo por completo. Yo, lo manifiesto, no soy de centro, y menos del centro del que quieren ser ellos. Prefiero caerme hacia un lado siniestro que caer en su vacío medial (y mental).


¿Se puede vivir sin punto medio? Pues, por lo que parece, sí. Es complicado, es verdad, pero hay que sobrellevarlo. De hecho, estos últimos días me he vuelto a dar cuenta de que eso que yo no tengo es muy valorado por los demás. Eso sí, el punto medio te hace perder la perspectiva de lo que de verdad importa (bueno, o lo que a mí me importa).


El centro es la protección, porque nadie te podrá decir que te has comportado de manera incorrecta: desde el centro puedes llegar a todos lados sin mojarte… sin mojarte, ahí está la clave.


‘Centro’ igual a ‘no mojarte’. Es decir, ‘centro’ igual a ‘no arriesgarte’. Es cómoda la vida sin riesgo, sin tomar partido, sin aceptar las verdades que te van saliendo al paso. Sí, es fácil, pero también triste, aburrido y bastante gris.


Pensándolo bien, me gusta haber perdido el punto medio.


Os quiero mucho… os odio a muerte… es lo que tiene no tener punto medio.


P.D: Aprovecho para felicitar a las Pes con puntos que se unen con Des con puntos. Sea pues.

Recuerdos


Es difícil saber de qué material están hechos los recuerdos. Son imágenes sin reflejo físico, sin soporte sobre el que enseñarse, pero su intensidad a veces es superior a la que imprime la realidad. Y es que están fuera de la propia realidad, están afectados por el tiempo y la distancia, lo que hace que se emborronen cuando los traes al presente. En ese presente es cuando se acercan a la realidad y se hacen palpables.



Se esconden en un punto indeterminado, en un lugar al que sólo puedes acceder tú y sólo cuando lo necesitas de verdad. Repito que es difícil saber de qué material están hechos, y más que nada porque abarcan desde imágenes hasta sonidos, pasando por olores y sensaciones. ¿Y qué tienen en común una imagen, un sonido, un olor y una sensación? Pues supongo que todas ellas, juntas y por separado, son capaces de construir un recuerdo.


Muchas veces no hace falta cerrar los ojos para no ver. Simplemente, evocando un recuerdo (de esos que son inmateriales pero que están hechos de algún material) los ojos pierden la referencia de lo que tienen enfrente. La cabeza viaja al punto de encuentro entre tú y el recuerdo y te devuelve como un espejo las imágenes que quieres recuperar; y lo hace con aquellos olores, si los había, o con aquellas sensaciones, si las recuerdas, o con los mismos sonidos, si los oíste.


Pero el recuerdo no es sólo voluntario. Puede aparecer sin explicación aparente. A veces, un olor te traslada hasta algo o alguien. O una canción, que te devuelve las sensaciones que te producía la primera vez que la escuchabas. Incluso te asalta una imagen; saltando se sitúa delante de ti, te mira a los ojos y te hace olvidar lo que tienes alrededor.


Ahora mismo estaba viviendo un recuerdo. Nos colgaban las piernas en aquel taburete y yo no paraba de reír. El olor… sí, es el mismo de aquella vez. Incluso la luz impacta contra uno de mis ojos como aquel día, el mismo foco que lo hacía aquel día. Y el mismo ruido, que casi no me deja escuchar qué me están diciendo.


Ya estoy fuera de él y he escrito esto. Seguro que, algún día, sentado en el suelo de mi habitación como estoy ahora, uno de esos recuerdos traicioneros aparecerá en mi vida para enseñarme la estampa que ahora mismo dibuja mi cuerpo con la espalda apoyada en la cama. Y me recordará que estaba recordando y hablando de recuerdos…¿un metarrecuerdo? Eu qué sei.


Venga, te recuerdo, Amanda…

Aeropuerto II, La Venganza


El cielo azul, la estela del avión. Aquel vuelo iba a ser un acontecimiento determinante en mi vida y la verdad es que esto es una mentira que lo flipas akdfjwoirvnflvs... que no, que no y que no. Jamás buscaré la inspiración entre aviones, cielos azules y vuelos trasatlánticos. Y es que, debo confesarlo, odio los aeropuertos, los aviones, los pilotos y las azafatas. Es un odio similar al que siento por las peluquerías: en ambos casos sólo oir su nombre me produce un sarpullido.


Y no es que me dé miedo a volar, ni mucho menos. Pero es que me parece que, al igual que la peluquera quiere hacerse pasar por esteticién, todo lo relacionado con los aviones suelta un tufillo a glamour (palabra que detesto y que debería desparecer del vocabulario). Pero ese glamour (palabra que detesto y que debería desparecer del vocabulario) tiene un reflejo amarillento y casposo, de dentadura postiza en un vaso de agua en la mesilla de noche, de peluquín despeinado que no va con el color del pelo real. En resumen: tufillo chungo.


No me voy a extender mucho porque no me hace falta. Mi ira se centrará en tres puntos concretos que resumen mi odio por los aropuertos y todo lo que conlleva:


1.- El piloto: Todos (o yo, en este caso) recordamos a Leonardo Di Caprio como falso piloto de la PANAM, con su uniforme de piloto y nosequé y nosecuántos. Vale, muy bien. De toda la vida, y sin ofender a nadie, los que no servían para otra cosa y tenían pasta se hacían pilotos. Sí, amigos, pilotos. Pero desde fuera, todos los machos pensamos: "Ummmm, eso de ser piloto deber ser la leche. Hoy me tiro a una azafata en Beirut, mañana a otra en Pekín...". Bueno, es una forma de verlo. Yo creo que las reminiscencias de películas como "Botón de ancla" y esa leyenda urbana de que a las mujeres les atraen los hombres con uniforme (sí, claro, y lo que buscan en un hombre es que les haga reir. Una imagen mental para romper eso: Chiquito de la Calzada vestido de bombero...) han provocado que los machos pensemos que eso de ser piloto y entrar en un bar cercano a un aeropuerto vestidos de pilotos nos hace irresistibles (por cierto, un bar cerca de un aeropuerto...puticlub, fijo).


Para mí, después de este rollo, los pilotos no son más que camioneros o taxistas. Camioneros cuando llevan aviones de carga o comerciales y taxistas cuando llevan el jet privado de un ricachón. Sí, cobran más, pero no me comparéis el manejo del mapa de un camionero a la mariconada del piloto automático de un avión...ni punto de comparación.


En este apartado he de incluir a los sobrecargo. No me voy a exceder. Sobrecargo: ¿por qué esa voz de imbécil y ese inglés de Raphael cantando "Acuario"? Espero alguna respuesta.


2.- Las azafatas: Sin rodeos, las azafatas son camareras. Ni más ni menos. No las desprecio por ello, claro, pero sí por ese aire de superioridad que tienen muchas, en plan: "Eh, que soy azafata". ¿Y qué, no me vas a traer los cacahuetes que me cuestan una pasta? ¿no vas a atenderme cuando le dé al botoncito de llamada? Mirad, azafatas del mundo, alguna vez ser azafata significó algo; hoy en día no significa nada. Sólo sois mujeres disfrazadas de los años 70 y algunas demasiado viejunas para hacerse las monas y empaparse con el maquillaje. Son educadas (algunas), amables (algunas), eficientes (pocas) pero no me la dan. Son camareras de alto standing... y ni eso.


3.- El avión: Pájaro de acero. No, no, no. No los veo evolucionar, la verdad. Necesito que vuelen más, que no hagan tanto ruido, que no sean tan feos (porque son máquinas horribles). Y por qué no hacen unos estantes para equipajes decentes. El otro día no me cupo ni una maleta de mano; es cierto que la llevaba petada, pero ¿acaso no es mi derecho como humano? Mirad, no sé. Y aquí incluyo el aeropuerto: esos pasillos interminables, esos paneles que no informan, esa manía con la puntualidad del pasajero pero que olvida la del propio vuelo...gentuza.


Me voy. No aguanto más. En octubre viajo en coche a Madrid, lo tengo clarísimo.


Alas para todos.
P.D: glamour (palabra que detesto y que debería desparecer del vocabulario)

Definiciones

Nos pasamos la vida atrapados entre definiciones, tratando de encontrar la palabra precisa (la sonrisa prefecta) para describir cada situación. Queremos determinar algo con un sustantivo, congelarlo en el tiempo para poder admirarlo cuando, por fin, le hemos dado un nombre. Nos gusta, también, calificar las cosas; corremos detrás de un adjetivo con el objetivo de atraparlo, meterlo en una bolsa y llevarlo hasta la punta de la lengua. Desde ahí, parte su vuelo hacia una situación, una sonrisa o un olvido (flagrante, por ejemplo).

Disfrutamos mucho poniendo verbos a cada acción que ejecutamos. Un movimiento conlleva una acción, y esa acción, un verbo. No esforzamos en constreñir un vuelo libre con ese verbo que nos tranquilice, que nos diga que eso que estamos haciendo existe, es real, tiene un reflejo en el diccionario.

Y es que el diccionario tiene dos caras. Una según la cual adopta la amabilidad de ayudarnos a descubrir qué es lo que hacemos, qué vemos, oímos o sentimos. Otra, más oscura, que nos ata a la realidad que nos marcan. Esta cara, la oscura, que se encuentra oculta como la de la luna, es una cadena que llevamos enganchada con grilletes a los pies. El diccionario no nos dejará volar, porque si buscamos la definición de volar, en ningún sitio aparecerá algo así como: "acción del hombre". El diccionario relacionará ese verbo con la realidad, es decir, con las aves (nunca con los pingüinos...pringaos), los aviones o los helicópteros.

El otro día me dijeron que no intentara definir siempre las cosas. "No lo definas", dijo. Me quedé en blanco. ¿Cómo no definir algo? ¿Cómo no hacer lo que, por naturaleza, siempre hago?

Pues utilicé el mismo blanco que me había conquistado al descolocarme para evitar las definiciones. Traté durante unos minutos de obviar las definiciones y enfrentarme a las cosas desnudas, en su naturaleza, como si nunca las hubiese visto y no me importase qué eran, qué significaban, qué decían. Ni colores, ni olores, ni sentimientos, ni movimientos. Las cosas se pasearon ante mí sin definirse.

Ahora trato de hacerlo, al menos, una vez al día. Vivir sin definir. Ya os contaré.

Diccionarios a todos (de sinónimos y antónimos, que son más divertidos)

Orgullo Y Prejuicio


Ya se han terminado los Juegos Olímpicos. "¡Por fin!", pensarán aquellos a los que las decenas de deportes les han trastocado las tardes del mes de agosto: que si ahora repiten el partido tal, que si ahora otra vez la carrera cual, el programa de resumenes del resumen... Yo no estoy ni feliz ni triste porque hayan acabado los Juegos. Estoy, hablando en términos quinielísticos, X.


Lo que sí me siento es orgulloso. Orgulloso de haber presenciado algunos momentos históricos para el deporte mundial, nacional, autonómico y local. Me explico: dentro de muchos años repetirán imágenes del amigo Phelps desencajando sus mandíbulas al tiempo que contrae las orejas como uno de los momentos de estos JJ.OO. Yo podré decir que estuve ahí... bueno, aquí. Y que lo vi. Y que el fulano ese era un ídolo en sus Estados Unidos natales (en todos, supongo). También alguna tele de megaplasma (o el materia que sea el que se lleve dentro de unas décadas) volverá a poner la carrera en la que Bolt, además de correr, se toma un café, se saca una foto con un niño, besa a una mujer y bate un récord del mundo. Yo también diré que estaba aquí, en mi habitación, cuando eso pasó. Y que lo vi.


Pero me siento más orgulloso de lo que se refiere a la actuación de 'los nuestros' (siempre he odiado esa expresión, sobre todo cuando alguien lo dice refiriéndose a su familia, como "me gusta estar con los míos". En el caso de la expresión que he utilizado ahora me da asco, pero no tanto). Sobre todo al equipo de baloncesto. Nunca madrugar un domingo me ha resultado tan fácil y placentero (salvo que ese domingo fuese 6 de enero y los Reyes Magos hubiesen dejado regalos). Disfruté tanto del partido que lo de ganar o perder me pareció lo de menos. Sólo ver la cara que tenían algunos de los americanos (afroamericanos, quiero decir) durante el partido, en plan "oye, que a lo mejor perdermos", me compensó lo de madrugar. La imagen del partido, para mí, la de Rudy machacando en la cara de Howard. De hecho, no podría jurarlo, pero creo que Rudy se cree que es negro y va tratando a la gente de 'hermano'; pero no de hermano de sangre, sino del hermano que usan los negros. La gente que es de la calle, como yo, seguro que lo entiende.


Y más centrado en lo local, me sentí aún más orgulloso de que un pailán de Cangas se convirtiera en uno de los deportistas más laureados de la historia de España en los JJ.OO. No hablan bien de Cal, pero eso es lo de menos. Me hubiese alegrado más si la medalla hubiese sido de oro, pero bueno. El que sí ha conseguido el oro es otro del sur de Galicia, Carlos Pérez, que además, como informa hoy no sé qué diario, está en la lista de los más guapos de la Olimpiada junto con Tamara Abalde (ay, omá).


Con la Eurocopa y los Juegos Olímpicos parece que se ha acabado la tontería que tenían encima muchos. Ser español ya no parece un prejuicio, y ahora los que antes se hacían los radicales estoy seguro de que festejaron los éxitos españoles en Austria y Suiza y en Pekín (me niego a lo de Beijing). Es que recuerdo llevar en séptimo de EGB (sí, soy de la generación buena) un jersey de la Copa América de Vela que llevaba una bandera de Estados Unidos y otra de España. No me lo había comprado por nada, de hecho es muy probable que me lo hubiese comprado mi madre, pero un listillo de clase me dijo que era un facha por llevar la bandera de España. Esto suponía varios problemas: él ni sabía lo que era ser facha, yo no entendía por qué lo era y, lo peor, había gente de más de 12 años que hubiese hecho el mismo comentario. Ay, lo que es la vida.


Venga, medallas para todos (de chocolate, de esas que se comen).


P.D: Para medallas, las de Mister T. Esas sí que estaban guays.

Adoro A Las Pijas De Mi Ciudad

Es cierto, adoro a las pijas de mi ciudad. Ya lo decía 'La Costa Brava' en su disco 'Llamadas perdidas'. Y aquí se cuentan por centenas, por unidades de millar, incluso, como en el Telecupón. Por eso nada mejor en esta época de vacanças (como diría el Capitán Mostaza) que dedicarles una oda, una poesía, una melodía acompañada de palabras en homenaje a esas mujeres.

Huelen bien, tienen una buena dentadura, salen con tíos grises y repeinados con caballos en sus pechos y conducen coches caros que golpean contra otros mucho peores a la hora de aparcar.

El año que viene me pido una para los Reyes.

Aquí dejo esto:


Versiones Del Friki

Palabra remanida, expresión agotadora, nombramiento insultante... Friki se ha ganado un hueco en nuestros corazones. Y es que la podemos utilizar para todo; seguramente ya se haya perdido el sentido inicial de la palabra, incluso el sentido totalmente despectivo y dedicado a aquellos que visten camisetas negras de grupos de heavy y disfrutan con el rol.

El fin de semana pasado (el sábado 26, concretamente) pasé gran parte de la tarde en el parque del templo de Deboh, en Madrid. Lo que parecía que sería una tarde sin sorpresas se transformó en un día dedicado a actividades frikis al aire libre. Unos, frikis de los originarios; otros, frikis a su manera.

Los primeros, los frikis originarios, ya estaban en Deboh cuando llegué. Me senté en el cesped y lo primero que vi fue a dos chicos que simulaban una batalla con dos espadas réplicas de 'La guerra de las galaxias'. Movían sus espadas láser alrededor de su mano e impactaban no muy fuerte sus espadas mientras acompañaban su lucha de movimientos que habían sacado de la película. Sentada, una chica (la novia de uno de ellos, como me mostró el beso/abrazo que se dieron en uno de los descansos de la batalla) les miraba atónita y seguía aquella danza con los ojos bien abiertos. Seguramente, ella, que vestía en plan 'Novia cadáver' (camiseta negra, pantalón vaquero corto y piel extra pálida), se imaginaba que su novio, el 'melenas', trataba de rescatarle de la Estrella de la Muerte, donde estaba atrapada por el malo de la peli (el 'gordito' en la vida real).

En uno de los descansos, el Melenas sacó su móvil y mantuvo una conversación bastante corta. Colgó el teléfono y prosiguió con su danza. A los pocos minutos, aparecieron dos nuevos combatientes. Éstos eran más profesionales: uno con pantalones con estampado militar (eso dice mucho de una persona) y un guante negro en su mano derecha; otro, melenudo rubio, barba y lo mejor de todo, una espada doble, como la de Darth Mouth (es ese, ¿no?). Después de ellos llegaron más. Cuando el grupo era lo suficientemente grande, se sentaron en fila y dos de ellos luchaban y representaban sus coreografías. La cosa acabó con con un todos contra todos, mujeres nuevas incluídas, en el que se mezclaban guerras de espadas láser y llaves de kárate. Digno de ver.

Los segundos frikis, los de 'a su manera', aparecieron poco antes de irme. Eran parejas de recién casados que se fotografiaban, vestidos con sus atuendos, recién salidos de la Iglesia, para guardar los retratos para la posteridad. Poses de todo tipo: él tumbado en el césped, ella de pie, muy reinona; en el medio del templo, él más bajo que ella, que luce cara de travesti. Era digno de ver, también. ¿Por qué frikis? Pues supongo que los llamo así después de que la palabra haya perdido un significado único y cada uno lo aplique a lo que considere 'fuera de lugar'. Aquellas poses y las futuras imágenes desprendían un hedor a feria barata, a matrimonio de conveniencia, a encargo familiar. No daban sensación de ser fotografías reales, ni siquiera del momento más feliz de sus vidas. Parecían grabaciones mentales del terror a lo que se avecinaba, a la post boda, a la nueva vida en la que él ya no sería el mismo macho y ella no volvería a ser feliz. Me dieron bastante mal rollo.

Si tengo que elegir, me quedo con los primeros, que al menos hacían deporte al aire libre y decían 'NO' a las drogas. Gente sanota, carallo.

Venga, hasta otra y tal.

Ex Hábitos


Todos los cambios son duros. No es nada fácil apartar cosas de tu vida y eliminarlas para siempre.
Siguiendo con el tema de la rutina, me he vuelto a enfrentar a ella y he eliminado un elemento que me había acompañado durante los últimos años. Se trata del tabaco, de los cigarros, de los bastoncillos incandescentes de fumar. Lo he apartado de mi vida diaria para sustituirlo por...nada. Se supone que debería estar atiborrándome de comida para llenar el espacio del humo en mis pulmones, pero me estoy limitando a las comidas y cenas de toda la vida, sin volverme loco.
Es cierto que tampoco fumaba mucho, ni siquiera era uno de esos fumadores enganchado desde los 15 años, pero sí sentía la necesidad de acudir al tabaco en determinadas ocasiones: después de comer, cuando estaba nervioso, cuando me tomaba un café, cuando me tomaba una caña. Vamos, que se había creado un vínculo íntimo entre algunas actividades y el fumar. La sensación de que se estaba acabando la cajetilla y era necesario comprar otra era bastante incómoda, la verdad.
"Y ¿cómo pasó?", os preguntaréis. "¿Cómo se llega a esa situación?¿Cómo decides dejarlo?". Menos preguntitas, ¿eh? Relax. Vamos por partes:
Todo nace un lunes por la noche (el otro lunes, vamos). Cenaba yo tranquilamente cuando a mi madre le asalta una duda. "¿Fumas mucho, Mauro?". Yo, con el bocado en la boca, la miré fijamente a los ojos. Mastiqué, tragué y contesté: "Bah, no. Creo que no mucho". Era una respuesta estúpida, pero nunca se sabe qué es mucho y qué es poco. Hice mis cálculos mentales, sumé números con la calculadora del móvil y aproximé una cifra: "Unos diez; a veces más y a veces menos. Depende".
Ahí comenzó una conversación sobre el tabaco que finalizó, más o menos, de esta manera:
Mauro: Llevo ya un tiempo planteándome dejarlo.
Madre de Mauro:
Ahá. ¿Y?
M:
No sé, creo que no podemos seguir con esto. Nos estamos haciendo mucho daño.
MM:
¿Seguro? Luego no vuelvas llorando como haces siempre.
M:
Que no, que lo voy a hacer. Éste es el último.
Cogí el mechero, aproximé la llama al cigarro, aspiré y dejé entrar en mis pulmones esa mezcla de alquitrán, tabaco y mierda variada. Solté el humo como el que da un último respiro, como el que tira por el retrete a su pececito que acaba de morir para que descanse en el cielo de las mascotas. Duró poco entre mis dedos. Mis pulmones se sintieron reconfortados al ser contaminados por última vez.
La semana no ha sido nada dura, la verdad. Sólo me ha costado tomarme una caña tranquilamente sin pensar en fumar o estar con Silvia mientras ella no hacía más que encenderse un cigarro tras otro. De todas formas he vencido.
Espero que esta semana haya sido la primera de una nueva vida sin el amigo Camel en mi rutina.
Por cierto, ¿qué le pasa a la gente con lo que fuman Camel? Es una especie de racismo. Es como que te guste la mostaza. A la gente le sorprende mucho. Y los cabrones del McDollars (que radikal soy) te dan ketchup por un tubo pero para la mostaza son unos rácanos. Qué gente, pero si nadie toma mostaza, soltad la mano, por favor.
Bueno, lo dejo que me caliento y acabo haciendo una campaña a favor de la mostaza y en contra del tomate en sobrecitos (lo que llaman ketchup, vamos).
Ah, si esto sale sin puntos y aparte como una masa uniforme: culpa de Blogger que es un fascista.
Cigarros para todos.

De Rutinas

No, la afoto no tiene nada que ver con el texto, pero me ha hecho tanta gracia/asco que la he tenido que meter


Si hasta hace poco mi enemigo público número uno era la inercia, hoy por hoy tengo uno nuevo: la rutina.

La rutina es como la hermana pequeña de la inercia, menos potente y espiritual pero igual de contundente en sus puñetazos en mi cara. Después de derrotar a la inercia, tras muchas batallas y años y más años de crueles enfrentamientos, la rutina ha hecho acto de presencia en mi vida. Para que lo entendáis: la inercia es una ex novia con la que ya no tienes nada que ver, una de esas mujeres de las que de vez en cuando te acuerdas pero que avistas en la distancia; la rutina, por su parte, es como alguien que aparece en tu vida sin que te lo esperes y atrapa todos tus sentidos (vamos, como una sombra).

La cosa es que desde que supe que me pasaría el verano en Vigo, un miedo terrible encogió todo mi cuerpo (pelotillas incluídas). La rutina podría aparecer por cualquier rincón, salir de uno de sus escondites y lanzarse sobre mi cabeza para tirarme de los pelos. En principio no es peligrosa pero, en grandes dosis, la rutina puede convertirse en el peor veneno de todos, en uno de esos que te hace morir poco a poco.

Sólo en estas dos semanas que llevo en Vigo ya me he dado cuenta de su presencia en más de una ocasión. Se suele disfrazar y tomar la forma de cualquier persona u objeto que se cruza por tu mirada a lo largo del día. Por ejemplo: de camino a la radio, a eso de las 9:20 de la mañana, por el Paseo de Alfonso siempre me cruzo a una chica (no muy mayor, de unos veintitantos años) que lleva de la mano a un niño (o niña) pequeño (o pequeña). Sé que la rutina está detrás de ella porque deja un rastro de olor a algo conocido. Y es que ese es otro elemento de la rutina: el olor a lo conocido.

Igual que el niño de 'El sexto sentido' tenía frío cuando un muerto estaba a punto de aparecer, yo percibo un aroma conocido cuando la rutina está a punto de asaltarme. Suele ser un perfume que relaciono con alguien, el olor a mar que me recuerda a alguna situación, incluso el hedor a pescado que puedes percibir en las cercanías de los puertos. En esos instantes, algo se activa en mi cuerpo. La piel se me eriza y empiezo a mirar hacia todos los lados buscando dónde está la rutina, en dónde o en qué se esconde otra vez.

Sé que es un enemigo muy clásico de la gente. La rutina es capaz de destrozar vidas, parejas, trabajos e incluso carreras universitarias porque es muy difícil no caer en ella. Yo me estoy esforzando mucho para librarme de su influencia e, igual que hice con la inercia, sé que lograré escaparme, por mucho que me cueste.

En Madrid me atrapó durante unos meses, pero estaba en una etapa en la que pasaba de su influencia y siempre me escapaba por el camino opuesto al que ella me ofrecía. Es cierto que es un camino más complicado, más arriesgado, pero eso lo hace más atractivo. Ahora, ya en Vigo, me busco la vida para que la rutina no me arruine los meses que voy a estar aquí. No, no me los va a fastidiar, no le voy a dar ese placer. Además, enfrentarte a la rutina es enfrentarte al miedo y a tus temores más internos. Yo, por ejemplo, me he dado un buen corte de pelo. Esto es como decirle a la rutina: "Eh, que aquí estoy yo, nena. Que sepas que no me vas ni un pelo porque estoy muy crazy". Y lo estoy, cuidadín conmigo.

Ah, tengo que incluir, dentro de las rutinas, las de color blanco. Éstas son inofensivas e incluso beneficiosas para la salud. A mí me sirven para agarrarme un poco más a la realidad de todos los días; suelen ser superficiales, pero a veces hay que quedarse con las cosas superficiales para no volverse loco, ¿no?

Ya volveré con la rutina del blog en otro momento, que ahora se está haciendo demasiado largo y empieza a oler a chamusquina...

Sábados para todos.
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