Chaíto

Harto de todo, enfilé mi calle. Desde el portal comencé, con paso firme, el camino que me llevaba a enfrentarme a él. Tenía en mente todo lo que tenía que decirle, todo lo que me había parecido mal, lo que había incumplido y lo que me debía por haber sido tan injusto. Las frases se agolpaban debajo de la lengua como un ácido y me generaban un estado de éxtasis total que se reflejaba en mis ojos y, sobre todo, en mis cejas, que expresaban la rabia que guardaba cada una de las palabras que dispararía.

Llegué hasta la Plaza de los cubos, a la cervecería (casi) nueva que habían montado hace meses y en la que se adaptaban perfectamente al invierno madrileño construyendo una carpa con calefacción para combinar el término terraza con el de invierno, con el de lluvia y con el de frío. Él me esperaba sentado con una caña en la mesa y un plato con los restos de la piel del chorizo con pan que se había tomado. Con gafas de sol, aire desinteresado y una cazadora con la capucha bordeada con pelos de vete tú a saber qué animal sintético muerto. De piernas cruzadas, cigarro en el cenicero y los brazos posados sobre la mesa. Así me recibió.

"Ganas tenía de verte", le solté así, de primeras. "Vergüenza debería de darte, traidor. Sólo quiero que me escuches, nada más. Que te quedes ahí calladito y me atiendas bien, porque no te lo voy a repetir". Me senté, pedí una caña y encendí un cigarro, para estar empatado con él. "Mira, esto no es lo que habíamos acordado; no por lo menos lo que yo esperaba que pasase según estaba todo. Y la culpa es tuya, yo a penas tengo responsabilidad de lo que ha pasado, ¿entiendes? Ya sé que los negocios son los negocios, pero tendrías que haber estado un poco más pendiente de mí, maldita sea. ¿Qué te crees? ¿Que puedes hacer lo que te venga en gana sin ningún tipo de responsabilidad?". Él ni se inmutaba, mis palabras parecían no afectarle.

"No has sido un buen compañero, tío. Te has llenado de promesas incumplidas los bolsillos, de buenas palabras y de imágenes que guardabas en mi mente. Pero al final todo ha sido mucho más complicado. Parecía que enero y febrero empezaban bien, pero ya en marzo me encontré con la primera contrariedad. Me enteraba de que no seguiría en el trabajo; vale que era algo que tenía en mente, pero me adelantaban mi salida un mes... Es cierto que en abril me lo solucionaste un poco y pude estar de vacaciones en mi casa, e incluso viajé al extranjero hasta principios de mayo, pero después... después qué, ¿eh?". Él seguía sin inmutarse.

"El resto de meses han sido complicados, joder. Me dejaste tirado durante dos meses en los que me estaba jugando mucho, pero tú ni te molestabas en darme una señal, una llamada, una palabra tranquilizadora. Y el negocio ese en el que me metiste durante dos meses... eso sí que fue una mierda. Yo no fui ahí para eso, esa no era mi misión, y tú lo sabías perfectamente, sabías que no iba para lo que me habían contratado. Por eso me fui antes, me retiré, a mí no me toma el pelo nadie, ¿de acuerdo? Joder, me he quedado sin tabaco, ¿me das uno?". Echó mano de la cajetilla, me ofreció uno y, acto seguido, prendió una cerilla y me lo encendió. Todo sin soltar una sola palabra.

"Lo que te decía, después de dejar el negocio aquel me volví a ver en la misma situación. Me hice un par de viajes para olvidarme de todo y que dejasen de perseguirme, pero no fue suficiente, volvía a estar sin nada entre las manos, sin nada que llevarme a la boca. En lo último que me has metido no está mal, estoy contento, pero necesito estabilidad. Por eso paso de ti. Hice mal en dejar al anterior; me lo encontré vestido de mendigo en una esquina y me dijo que había caído en el olvido, que sólo le recordaba de vez en cuando por el tema de las apuestas deportivas, pero que nadie le llamaba ya nunca. Yo sí que lo echo de menos, aunque sé que ahora es imposible que vuelva. Así que he econtrado uno nuevo con el que espero tener esa estabilidad en los negocios que tú me has negado. Has sido un mal agente, así que adiós".

Me levanté de la silla, me terminé de pie la cerveza y le solté un billete de 5 euros para las dos cañas y, con desprecio, le dije que se quedase la vuelta. Me giré y volví sobre mis pasos. Había dicho todo lo que quería decir, quizás había desordenado el guión que tenía preparado desde hacía un par de horas, cuando duchándome había estructurado mi perorata con orden y concierto, pero daba igual.

Ahí te quedas: "Chaíto".

Justicia Poética

Siempre recuerdo como una chica (la que ha sido la única) me respondía "porque me lo merezco". Fuese lo que fuese, sin importar si en la pregunta se incorporaba un elemento subjetivo o de azar. Daba igual, siempre apelaba al "me lo merezco". "¿Qué tal el examen?" "Bien, creo, pero tengo que aprobar, estudié mucho... me lo merezco". Es decir, no buscaba basar sus posibilidades de aprobar en el estudio, en la calidad del mismo, en su buen hacer ante el folio en blanco entre fórmulas farmacéuticas, sino que se apoyaba en el merecimiento, en los méritos previos.

Con el tiempo entendí que esa era la famosa justicia poética. Si no puedes acudir a la justicia como elemento real de la sociedad, que se materializa en un conjunto de leyes y órganos que disponen qué es justo y qué no, puedes hacerlo a la otra. Es decir, yo me merezco que el 2010 sea bueno, me traiga buenas cosas, sea el año de recoger frutos sembrados en años anteriores. No puedo acudir delante de un juez a solicitar justicia en el caso de que no se cumpla porque no hay ley que me proteja, así que sólo puedo invocar a la justicia poética para que me guarde. "Me lo merezco".

Y es cierto; me he pasado los úlitmos años cediendo tiempo y dinero (porque cobro poco) por las redacciones por las que he pasado, y ahora entiendo que me merezco, después del buen trabajo realizado, que me den la oportunidad para quedarme en un sitio en forma de contrato. Me parece justo que, en esta época de crisis, la justicia poetica me pague lo que me debe, porque muchas veces no ha hecho acto de presencia cuando la esperaba, la muy...

Me he informado (en Google, tampoco me herniado) sobre la justicia poética, y he encontrado esto:
Thomas Rymer acuñó la expresión “poetic justice” en su “The tragedies of the last age considered” (1678) para describir cómo una obra debería inspirar el comportamiento moral por medio del triunfo del bien sobre el mal. De manera que, aunque en la vida real no siempre se hace efectiva la verdadera justicia, en la literatura es posible conseguirla.
El triunfo del bien sobre el mal. El triunfo del merecimiento por los méritos. El triunfo de la mirada comprensiva que se diga a sí misma "sí, se lo merecía". El triunfo de la justicia poética sobre la injusticia vital. Como siempre, nos vienen reminicencias cristianas (incluso a los que nunca hemos sido partícipes de ellas...) sobre la recompensa de ser bueno, de hacer buenas acciones, de poner la otra mejilla y de no hacer a otro lo que no nos gustaría que nos hiciesen. Ser justos poéticamente con los demás, también, que nuestra mejor cara sea la que les mostremos. Pero siempre, casi sin excepción, con el fondo de la recompensa. "Me lo merezco, no me quejé nunca y ellos lo saben".

Y hoy, hace unas horas, Guardiola no pudo más, se derrumbó. Supongo que se dio cuenta de que la justicia poética había actuado. Y derramó las lágrimas y, con ellas, su imagen de impenetrable por el éxito.

Así que me he quedado esta tarde, desde la redacción, entre televisiones que retransmiten al Real Madrid, buscando razones por las que me pueda fallar la justicia poética... y no las encuentro.

"Sí, me lo merezco...".

Dígalo Otra Vez, 33...

Siempre se dice eso de "segundas partes nunca fueron buenas", pero nunca lo creí. Me gustó, por ejemplo, "Ace Ventura 2", la de África, y siempre defendí la segunda parte de "Grease" (¿realmente estoy diciendo esto en serio? Fatal, Michelle Pfeiffer). Ayer por la noche tuve un reencuentro con el pasado, una de esas segundas partes que siempre son buenas. Quizás lo son por voluntad propia, más que por la realidad, pero son buenas y ya está.

Hay con gente, con grupos, con personas, que la fuerza te acompaña, te lleva y te arrastra como la resaca del mar en la orilla los días de viento. Es gente, grupos o personas que tienen un toque característico, que unidos por las circunstancias deciden juntarse por y para una misma idea. A mí me pasó eso con el 33, con mis compañeros de Universidad en Madrid. Después de una carrera que no me gustaba y unos compañeros de clase que se caracterizaban por el patetismo y el esperpento (mi primera imagen de la facultad de Santiago es mi entrada en el aula el primer día y ver como dos sinvergüenzas se dicen "Eh, tío, que estamos en la Uni" y se chocan las manos como simples americanos) me encontré con gente que, con excepciones, claro, se adaptaban más a mí, a mi forma de ser, de entender y de hablar. Por suerte, los he mantenido en el tiempo y en la distancia.

Dice la canción que la distancia es el olvido, pero en algunos casos la distancia es el recuerdo y si hay afinidad, pues la hay. Ayer, después de algún tiempo sin ver a muchos de ellos, todo volvió a ser lo mismo, lo de siempre. El color era desgastado, como si se tratase de una película antigua coloreada, y las voces, los abrazos y los besos tenían la intensidad de cuando eres pequeño. Faltaban algunos, unos que deberían estar y otros que mejor que no estuviesen (el caballero, por ejemplo), pero la imagen me llevaba a completar los huecos que dejaban en los corrillos que formábamos en los locales con un par de cervezas. Faltaba alguna brasileña, algunos canarios, algún madrileño biólogo y alguno que le gusta a Perro Muchacho, que soportaban estoicamente la imagen en el recuerdo, seguramente, sin saberlo, mientras se dedicaban a sus respectivas vidas. Pero yo, por lo menos, les eché de menos. El 33 es todos, y sin todos no hay 33.

Y fue una noche más, normal, sin nada destacable. Un local sin cobertura, un karaoke sórdido, un par de canciones corales y un desayuno en San Ginés. Nada más, sólo eso. Así, en color de peli antigua coloreada. Pero de esas películas que ves una y otra vez y no te cansas. Y alguno se nos va, como la de las gafas rojas, que nos abandona por una Suramérica que le ofrece una oportunidad. Y yo, mientras, me quedaré sentado en la silla de la redacción pensando en qué hará en ese momento, como nos lo hizo pensar la brasileña que quería ver mundo o el canario que se fue a su isla para convertirse en un ídolo de masas. A esa, a la de las gafas rojas, a la que me roba en tabaco y me pide fuego, la veré en mi cabeza de vez en cuando si no está aquí. Pero ayer estaba y no se fue hasta que el reloj le obligó a huir. Y al japonés también.

Y así, entre gafas rojas, japoneses, actrices vestidas para la ocasión, sabios de barbas eternas, mostoleños con corbata, directores de cine homosexual, malavescos toreros fuamadores de puros, productores de televisión, canarias con alma de escritora, madrileñas documentadas y fauna variopinta pasó la noche. Una noche más. Al final, ya acostado, el médico me lo dijo claramente: "Dígalo otra vez: 33". Tosí, lo dije y me dormí.

El grupo 33, lo que le importa a las gentes...

Otra Vez

Otra vez hace frío en Madrid. Pero mucho. Bueno, bastante. Desde hace dos semanas, más o menos, el tiempo ha empezado a cambiar e incluso a veces se atreve con amenazar con lluvia. Y caen dos gotas y para. Vamos, que no sabe llover bien Madrid. Y otra vez empieza a ser de noche muy pronto. A las seis ya necesitas andarte con ojo para no comerte una bolsa de basura mal apoyada en el suelo, un contenedor que te espera detrás de una esquina o un resto de post alimentación canina (manera fina, cursi, pedante y estúpida de decir una cagada).

Otra vez se puede llevar jersey, dos camisetas, un abrigo y una bufanda. Más que "se puede" es "se debe". Pero la ventaja de este frío castellano es que no te cala si te cubres. No es ese ambiente húmedo al que le da igual que lleves cinco capas de ropa; ese es mortal y, sobre todo, muy incómodo. Y otra vez la gente sale pertrechada con paraguas a la calle, como si les fuese a coger un chaparrón inesperado de unos... ¿cuatro segundos? Y otra vez más, el metro se llena de gente cuando las nubes amenazan un poco o cuando el frío incomoda el paseo.

Y otra vez la Gran Vía se ilumina antes de tiempo. ¡Es 1 de diciembre! Que no, que estamos a 30 de noviembre y los niños no han tenido tiempo de ver bien los anuncios de la tele para saber qué muñeca choni o qué mierda rapera se van a pedir. Porque, otra vez, los juguetes tratan de inculcar una cultura barriobajera de "juanis" de instituto, con uñas pintadas de morado, pendientes en el labio y tatuajes en el omóplato. Que está bien si tienes una edad, pero predestinar a las niñas desde los 10 años debería ser delito. Y el rollo "hiphopero", lo mismo. Muy bien si te gusta esa música y si te crees que eres del Bronx por llevar una gorra ladeada, pero espera a tener al menos pelos en los sobacos (por los niños, lo digo, aunque hay mucha chica moderna que se deja pelos. O no).

Y otra vez amenazan con regar las calles de villancicos por altavoces sin preguntar a la gente si les hace más feliz que sea Navidad dentro de un mes sólo por oir esos maquiavélicos sonidos. ¿Qué niños cantan esas canciones? Supongo que algunos alienados, de esos a los que sus padres llevan a castings para que salgan en la tele y terminen con la vida arruinada (tremendo el caso de Aarón Guerrero, el inefable Chechuuuuuuu, que aún le puteaban en la Universidad. Si eres un repollo con patas, mejor en la intimidad, y no en el supercombo "Médico de familia"- "Ana y los siete". Descanse en paz, pequeño príncipe).

Y otra vez, aunque esto lleva un tiempo, nos señalan el otoño vendiendo castañas por la calle. Otra vez ese olor te recuerda que tienes hambre y que no tienes un horno guay ni tiempo suficiente para hacerlas tú, en tu casa, con tu gente (odio esa expresión de "tu/mi gente". La gente es la gente, el resto es o familia, o amigos o lo que sea, pero no mi gente, malditos). Y otra vez me tengo que tragar 23 días de diciembre hasta irme a Vigo. ¿Alguien sabe para qué sirven los días de diciembre que vienen antes del 21 o el 22? Para nada, llegas cansado a las fiestas. Propongo un mes de 30 noviembre seguido de un 2o de diciembre, para prepararte y que no te pillen las fiestas en bolas.

Vamos, que otra vez lo de siempre.

(No) Estoy Enfermo

Esa es la verdad: (no) estoy enfermo. Claro, tengo que entrecomillar la negación, porque nunca se sabe. Puedo estarlo y no saberlo, no sentir aún la enfermedad claramente pero hay síntomas que me dicen que sí, que lo estoy. Frío, dolor de cabeza, pereza... pero eso lo puedo sentir otro día en el que, simplemente, estoy cansado. Pero no sé, hay algo que me dice que (no) estoy enfermo.

Siempre hay que partir de la base de que soy hipocondríaco. Enfermedad que veo, enfermedad que quiero. Recuerdo en el colegio que escuché que había mucha gente infectada con paperas. Yo enseguida me preocupé; me notaba la garganta inflamada y veía que mi cabeza se parecía cada vez más a una pera (qué queréis, era pequeño y poco sabía de aquella enfermedad). Peor fue con la varicela. Mi hermana la tuvo y yo, irremediáblemente, comencé a sentir picores por todo el cuerpo, a ver granitos donde no los había y a notarme con la temperatura alta. Caí, es cierto, pero tiempo después de mis síntomas, que no eran más que reflejos de mi hipocondría (o de mis pocas ganas de ir al colegio o de celos por ver como mi hermana era la que no iba y se quedaba en casa).

Ahora la cosa ha empeorado porque ronda por el aire la temida (y glamourosa, que cojones) Gripe A. Tiene nivel, parece. Es la A; ni la B ni la C ni la D, no. Es la A, la primera, la más alta del ránking, la chula, la jefa de las gripes. Y yo, entre tanto infectado, no puedo hacerme a la idea de que no me haya seleccionado a mí para ser uno de sus portadores. ¿Qué le pasa conmigo? ¿Acaso no le gusto? Mira, Gripe A, tengo una mente para los negocios y un cuerpo para las enfermedades. Sé llevarlas bien, suelen estar cómodas en mí. Pregúntale al asma, nos conocemos desde que nací. Además, ese punto chic de que todos los futbolistas la tienen le da un toque de arrogancia. Se va contra los que tienen pasta, contra los millonetis, es una enfermedad bolchevique. Vale, es cierto que personas de otros estratos sociales también la han padecido (cobrándose algunas muertes, también es verdad...), pero es que en toda revolución hay los llamados "daños colaterales": víctimas de unas ideas que deben sufrir para obtener un fin.

Pero me da, sinceramente, que (no) estoy enfermo. (No) mucho, por lo menos, y (no) de Gripe A. Será cualquier cosa producto de mis extraños horarios, de mi habitual insomnio, de mi manía de madrugar aunque duerma mal y no tenga nada importante que hacer. Esas cosas se aglutinan en el cuerpo y luego te dejan un poco cansado, pero (no) enfermo.

Y lamento todo esto porque mi relación con las enfermedades es genial. De pequeño, por culpa del asma, faltaba mucho a clase. Siempre cogía un resfriado si me mojaba, tenía fiebre si dormía mal... no sé, cosas guays. Pero mi cuerpo debe haberse cansado de estas tonterías o al fin se habrá adaptado al medio, 28 años después. También es posible que, al fin, sea un hombretón duro al que no le afectan las enfermedades, ni siquiera las de moda que molan.

Pues eso, que (no), que (no) estoy enfermo, no se preocupar. Eso sí, me voy a tomar una pastillita pero ya, por si las moscas.

Historias De Metro (Y Medio)

Si hay algo característico de las grandes ciudades es el metro, ese gusano de acero que recorre el subsuelo para dejarte en la otra punta de la ciudad en un tiempo que por el exterior sería inimaginable. Dicen que Madrid tiene una de las mejores redes de metro del mundo (o de Europa, no sé), pero para mí ese maldito gusano tiene algo que destaca por encima de todo: las historias. La verdad es que te pueden pasar mil cosas en él y puedes ver a otras tantas personas extrañas que lo habitan.

Aquí ya he escrito algunas de ellas, algunas más oníricas, otras más "metafóricas", pero que poco tenían que ver con la realidad del día a día. Borrachos, yonkis, mendigos, sordomudos disfrazados u hombres de negro. Todos ellos conviven en un universo paralelo bajo el asfalto, cerca de las profundidades. Gente que sólo te puedes encontrar en el metro.

Negra sombra por compasión

Son muchos los que piden por los vagones. Alternan su paso por ellos según el número de paradas. Invierten los segundos que dura el viaje de una parada a otra para tratar de recaudar dinero, ya sea mediante música, pena o silencio. Yo no suelo dar dinero a la gente que pide en el metro. Sí más a los que tocan en los pasillos, pero no a los que se dedican a convertir el vagón en su escenario particular. No lo hago por dos razones: la primera, casi siempre me molestan, ya sea cuando leo o cuando escojo la música que quiero escuchar, no la que me imponen ellos con sus pequeños amplificadores; la segunda, a veces me escondo detrás de ese cinismo barato del "es que si le doy a uno, le tengo que dar a todos".

Cuando simplemente piden me lo pienso más. Me refiero a que soy más reacio a sacar mis monedas de la cartera. No sé por qué, quizás es que lo de ser buena persona no se me da bien. Pero a todo esto hay una excepción.

Fue hace un año como mínimo. Yo estaba apoyado sobre la puerta (la del lado que no se abre) mirando hacia el resto del vagón mientras escuchaba música. El metro se paró, abrió sus fauces, y por ellas entró un personaje diminuto, pequeño, débil, ínfimo. Iba mal vestido y algo sucio, con la ropa deshilachada y desprendiendo un olor a llevar horas recorriendo el subsuelo o las propias calles.

Las puertas se cerraron y, en cuanto empezó el movimiento, aquel hombrecillo pidió un minuto de nuestra atención:

"Señores, señoras, no querría molestarles, pero voy a recitar un poema". Ante esta declaración de intenciones, le di al stop y le presté atención. ¿Con qué nos deleitaría? ¿Un Bécquer cursi y manido? ¿Apostaría por algo más moderno? ¿Se arriesgaría con un extranjero? Antes de empezar, hizo una breve presentación: "Bueno, el poema es uno que me gusta mucho, y es de Rosalía de Castro". ¡Claro! Aquel acento le había delatado; era gallego y, buscando entre sus raíces, pensó que qué mejor manera de obtener un poco de dinero que recitando a la poeta compostelana. Y, sin más, empezó a recitar. Lo hacía en bajito, mirando al suelo, como un niño que se levanta delante de toda la clase para dar la lección ante la atónita mirada de sus compañeros. Y, así, empezó:

Cando penso que te fuches,
negra sombra que me asombras,
ó pé dos meus cabezales
tornas facéndome mofa.

Cando maxino que es ida,
no mesmo sol te me amostras,
i eres a estrela que brila,
i eres o vento que zoa.

Mi alma gallega se resquebrajó, no podía ser inmune a aquello, a aquel ser ínfimo con voz de pito que recitaba por completo el poema de Rosalía. La negra sombra me asombró. Saqué mi cartera y, nada más terminar, me acerqué a él, le di las gracias por el poema y unas monedas. Ay, ese día me sentí gallego, amigos.

Halloween en mute

Una de las últimas historias me pasó hace muy poco, el 1 de noviembre, con la celebración de Halloween en pleno metro. Era la una y media de la mañana de un sábado y yo salía de trabajar con el diario de El País del día siguiente bajo el brazo. En el metro conseguí un asiento y, entre el alboroto de los disfraces, me puse a leer en plan intelectual la edición de un periódico que no había salido aún a la luz.

En cada estación, mientras nos acercábamos a Gran Vía, se subían más y más gente disfrazada y medio borracha gritando, cantando y comunicándose con los otros enmascarados mediante sonidos guturales (dos cosas sobre esto: en Madrid está prohibido beber en la calle; en el metro, te puedes llevar un bar montado que no pasa nada. La otra, que Halloween, además de una americanada, es una fiesta en el que los tíos se disfrazan para ser más feos y las tías para enseñar el máximo escote que puedan. De vampiresa, sí, pero que cobro por ello...). Sólo había un grupo cuyos sonidos guturales eran más constantes. Alcé la vista y empecé a fijarme en ellos. Era un grupo de mudos (sordos también, supongo), jóvenes y disfrazados para la ocasión. Vasos de plástico en la mano con licores espirituales y haciéndose coñas entre ellos. Pero todo en un medio silencio.

Una de las jóvenes (porque eran muuuuy jóvenes) me miró. Me llamó con gestos y con garganteos y al final decidió echar su mano, maquillada de blanco, sobre mi periódico. Ahí empezó una conversación por signos. Ella me decía que le parecía muy bien que, mientras los demás bebían y se lo pasaban bien, yo me hiciese el intelectual con cara de gilipollas leyendo el periódico. Yo, por señas, le contesté que estaba cansado y que me iba a casa a dormir. Ella, pizpireta, me contestó que se iban de fiesta, que iban a beber y que lo de dormir no lo contemplaban. Yo le sonreí y le dije, de nuevo por señas (soy mejor de lo que creía) que me parecía muy bien, pero que yo estaba taaaan cansado que sólo quería dormir.

Llegó Gran Vía y nos bajamos todos. Los sordos, los mudos, el que va de intelectual, los gañanes maquillados y las vampiresas a sueldo rollo Montera.

15 Minutos

15 fueron los minutos de fama que Warhol decidió concedernos. Un cuarto de hora en el que nos correspondería el reconocimiento o el conocimiento, en el que los focos las cámaras y los mirones se centrarían en nosotros; 15 minutos en los que seríamos el centro de atención.

Ayer, a la hora de comer, los informativos correspondían las palabras de Warhol con imágenes de los jugadores del Alcorcón recorriendo el paseo que les llevaba a los campos de entrenamiento, su carreras continuas por una pista de atletismo al lado de los estudiantes de un instituto. Es cierto que hace dos semanas ocurrió algo similar.

Primero, en la previa del partido, la actualidad se desplazó hasta la ciudad dormitorio del sur de Madrid para entrevistar a algunos de los miembros anónimos de aquella plantilla; de ellos, sólo Borja, un delantero acostumbrado a meterle goles al Real Madrid en este tipo de lances, y Juanma, ex portero de Atlético de Madrid y Numancia, habían copado ya su derecho a que sus nombres fuesen algo más que un común. El resto, con las sonrisas de los que se saben vistos por sus familias, enseñaban las instalaciones del club, los vestuarios, el campo y el aparcamiento.

"Aquí es donde firmamos todos los autógrafos", decía uno irónicamente. "Bueno, a lo mejor a partir de esta noche, sí". Y la predicción se hizo realidad; horas después, un equipo menor, semi profesional, vapuleaba a otro que había invertido meses atrás más de 200 millones en contratar a jugadores menos, mucho menos, anónimos. Un 4-0 que quedaba, pasase lo que pasase, en los anales de la historia, gloriosa del Alcorcón, vergonzante del Real Madrid.

Durante las dos semanas que siguieron hasta el partido de vuelta, las portadas que coparon se convirtieron en breves, en pequeñas informaciones que se sujetaban como podían entre las páginas de los diarios deportivos. Ellos sabían que su hazaña inicial se había comido, más o menos, la mitad del tiempo que les correspondía como dueños de la fama. El resto, los otros 7 minutos y medio, esperaban un martes a las 8 de la tarde en el Santiago Bernabeu delante de 80.000 personas y miles de millones en fichas, presupuesto e inversiones varias.

En el mismo informativo en el que aparecían los del Alcorcón caminando hacia su entrenamiento, decían: "...recibiendo la atención que quizás nunca vuelvan a recibir". Vamos, que se sentenciaba ya que el cupón de los minutos de fama se invertirían en su totalidad esa misma tarde, en el cesped del estadio del Real Madrid.

Y llegó la hora del partido. Y los minutos pasaron a distintas velocidades; para la afición blanca, con una rapidez desmesurada, como una máquina que devora esperanzas; para los de Alcorcón (los de allí y los que lo apoyaban), despacio y con las apreturas del que no ve llegar el fin de mes. El silbato del árbitro se disparaba entre las gradas transformado en la señal de que el final del partido había llegado. Un final que significaba el aterrizaje de los jugadores del Alcorcón hasta la meta, exhaustos pero con un derecho a renovar el ticket de la fama, al menos otros quince minutos.

Leía hace poco que el Alcorcón era como Beckham; el inglés, decían, no era rápido ni fuerte ni regateaba ni defendía, pero con trabajo y confianza en sus posibilidades había llegado hasta donde pocos lo han conseguido. El Alcorcón, en 120 minutos de fútbol, se había convertido en uno más de esos que consiguen una hazaña que se recuperará con el tiempo y los nombres de muchos de ellos quedarán guardados con honores entre páginas de periódicos muertos.

También decían que eso, por suerte, sólo puede pasar en el fútbol. Es inimaginable ver a la selección de España de rugby dándole una paliza a la de Nueva Zelanda y es difícil pensar que Federer o Nadal pudiesen salir derrotados ante un semi profesional. Pero en el fútbol, por suerte, todo es posible, incluso que un equipo dos categorías inferior y de régimen no profesional le pinte la cara a un histórico repleto de estrellas.

En fin, que Warhol debió pensar que hay algunos que, después de los 15 minutos dichosos, amplía su estatus unos cuantos más, y a saber cuántos. Quizás los amplíen en el Camp Nou, vaya usted a saber, señor Andy.

Tuve Un Flash (Y Era Forward)

Delante de la carnicería. Sí, allí mismo, sin entender ni cómo ni por qué, me desmayé. Sé que no es el mejor sitio para desmayarse, delante de la puerta de esa orgía cárnica, de trozos de cerdo y vaca degollados y con la piel arrancada al son del ruido de las máquinas, pero uno no elige dónde se desmaya, amigos. Delante justo de la puerta, al subir el escalón que divide la propiedad pública de la privada, me desparramé. Primero, mi cuerpo se ladeó y se estrelló contra la pared y después descendí pegado a ella, frotándola como si la limpiase de impurezas.

Sólo recuerdo posar el pie en aquel escalón. A partir de ahí, oscuridad durante unos segundos. Después, una imagen borrosa que ganaba claridad y se enfocaba poco a poco. Me veía a mí en mi habitación. Era de día y las ventanas del colegio que tengo enfrente con cristales traslúcidos dejaban entrever las figuras de niños con mandilones que pedían el turno de palabra levantando la mano (podía identificar, incluso, como uno de ellos mantenía el brazo en alto sujetándolo por el codo con la mano del otro brazo mientras su cabeza reposaba en el pequeño y poco desarrollado bíceps). El sonido era el de una mañana cualquiera; las voces de esos mismos niños y los de la clase de al lado, los motores lejanos de motos y coches que circulaban por los alrededores y que, de vez en cuando, se hacían estremecedores al paso por Tutor.

La cama, deshecha y con la ropa del día anterior encima de la cama, guardaba entre las arrugas de las sábanas las huellas de la noche anterior. La mesa, casi vacía, soportaba en un lateral el flexo, inclinado para realizar su función de "luz de mesilla", un par de papeles con mi número de cuenta, un libro aún por terminar y la carpeta llena de apuntes de otros años. Además, más centrados, el móvil, el reloj y el cable USB del Mp3 al lado de la taza de café del desayuno daban a la mesa un aire de desorden mañanero.

La siguiente imagen me mostraba a mí delante del ordenador. Yo, con un pantalón de chándal Umbro del equipo del colegio y una camiseta de manga corta. En el cuerpo, una extraña sensación de frío agradable, un frío que avisaba que, por fin, llegaba el otoño a Madrid. Mi cara se reflejaba sobre la pantalla del ordenador; se podían intuír las ojeras, los labios secos y el pelo alborotado (como una chica yeyé o un loco transtornado con ganas de matar, imagen a elegir).

Mis manos pulsaban compulsivamente el teclado del ordenador. Impreso en la pantalla, el editor de textos del blog y un título: "Tuve Un Flash (Y Era Forward)". Los cascos conectados al pc y música sonando.

Después me desperté y me vi rodeado de gente. Sus cabezas se inclinaban sobre mí: "¿Estás bien?", preguntaban. Yo me levanté como avergonzado, como cuando te tropiezas por la calle y estás a punto de destrozarte la cara contra la acera. Erguido y recuperando la poca dignidad y la compostura, les miré directamente a los ojos a todos aquellos que se habían reunido a mí alrededor y grité: "¿Os ha pasado, verdad? Dios mío, os ha pasado fijo". "A ti, y a ti, y a ti...", sentenciaba con mi dedo índice y acusador a los transehuntes atónitos. "Acabo de ver el futuro. ¿Cuánto tiempo he estado desmayado?". "Unos dos minutos", contestó una voz. "Joder, esto es increíble. Está bien, vamos a hacer una cosa: vamos a contar lo que hemos visto cada uno de nosotros en ese desmayo colectivo y conseguiremos descifrar este misterioso misterio".

"Eeeeeeeh, chaval, que tú has sido el único que se ha desmayado. Falta de azucar, demasiadas drogas, afeminamiento... vete tú a saber la razón, pero eres tú el único que se ha desmayado", me dijo un tío con pinta de tendero. El carnicero, mi carnicero habitual, el que me vende la "ternerita de buena calidad" y las "hamburguesas buenas, buenas y caseras", esas que "no encuentras en los supermercados", saltó en mi defensa: "Falta de nutrición no es, que el chico viene por aquí y compra carne de la buena, buena". "Y mucho embutido, del bueno, bueno, también", aseguraba su compañero, el que sirve los quesos, jamones, chorizos y demás.

"¿Y qué futuro has visto?", preguntó una anciana con un carro de la compra al lado. "No sé, señora. Estaba en mi habitación, escribiendo algo, creo que iba sobre que había visto el futuro". "Ah... ¿seguro que no tomas drogas?", respondió la cotilla de la señora. "No puedo ser el único del mundo que haya sufrido esto. Estoy seguro que en algún lugar, miles de personas han perdido el conocimiento y ahora están igual de perdidas que yo". "Muy perdido se te ve, muy, pero que muy perdido, chico...", inquirió un hombre con vello que le poblaba las fosas nasales y los oídos.

"¡¡Déjenme en paz!!". Aparté a la masa cotilla que se había acumulado y me fui medio cojeando y con ganas de llegar a mi casa. El camino fue eterno, recordando, recortando y pegando las imágenes. Cuando llegué a mi habitación, abrí el ordenador y me puse a escribir en el blog. El título: "
Tuve Un Flash (Y Era Forward)".

Verbos Copulativos

Él se dio cuenta de que los verbos copulativos se habían apoderado de su vida. El primer día que se percató fue cuando escuchó a un extranjero decir: "Yo soy muy contento aquí". Acto seguido, después de lo chirriante que le resultó aquella construcción, se paró a analizarla durante algunos minutos. Aquel personajillo pelirrojo y de mejillas sonrosadas que degustaba una pinta en aquel irlandés le había abierto una nueva dimensión.

Se preguntó: "¿Estoy contento? Y lo más importante, ¿soy contento?". A su pregunta no encontró respuesta, más que nada porque la había formulado mentalmente mientras apuraba un cigarro al son de las conversaciones de sus amigos; el problema era que él tampoco era capaz de contestarse a sí mismo. Para facilitarse las cosas (él era así, se hacía trampas a él mismo para caer en la autocomplacencia), modificó la frase. "¿Estoy feliz? ¿Soy feliz?".

A ambas preguntas respondió que sí: estaba feliz en ese momento, reunido con sus mejores amigos viendo pasar a chicas Erasmus disfrazadas para aquella noche; y era feliz, en general, tenía todo lo que podía querer, por lo menos de momento. Así que, resuelto el segundo dilema, volvió con el primero. "¿Soy contento?". Que estaba contento era evidente, porque existía una vinculación directa entre la felicidad en la que estaba y lo contento. Pero, ¿lo era? ¿Qué significaba ser contento? Nada, se respondió a sí mismo para integrarse de nuevo en el grupo y dejar de pensar tonterías.

Pero no paró ahí. Algo le decía que no era contento. Que lo estaba, pero que no lo era. Y surgió, desde algún lugar profundo y oscuro, la convicción de que tampoco era feliz. Y la razón la encontró en aquellos verbos. Se dio cuenta de la gran diferencia entre "ser" y "estar". Rápidamente le vino a la cabeza el nombre de aquella chica.

Cuatro meses habían pasado desde que la conoció; cuatro meses en los que habían estado "juntos". Sí, él entrecomillaba aquel estado. Cuando alguien le preguntaba por ella, él respondía con evasivas, como si hablase de una extraña, ni siquiera de una amiga. No le apetecía definir absolutamente nada: novios, pareja, salir con, estar con... En ese instante cayó en la cuenta: quería estar. Simple y llanamente, estar. Nada más y nada menos que estar. Pero ella quería ser. Ser todo y serlo para todo. Ser.

La disyuntiva verbal que se le presentaba le aclaraba el panorama. Los verbos se separaban y definían más aquella indecisión. El "estar" no conllevaba gran cosa en ese caso, simplemente el actuar en determinados momentos. El "ser" sí que tenía repercusiones más profundas, anhelos de algo, pretensiones que a él se le escapaban de las manos. En ese momento, recordó que esos verbos se llamaban verbos copulativos. Copulativos.

De latín "copula", que significaba "unión", "lazo". Él veía la unión, qué remedio le quedaba, pero le agobiaba el lazo. Y que existiese cópula no tenía por qué significar que se tuviesen que unir sus sintagmas nominales y verbales a través de aquel lazo. Simplemente quería buscar oraciones sin sentido, sin mucho significado, que no tuviesen peso específico de por sí, sino juntándolas todas.

Más verbos copulativos que se vinculaban en su memoria. "Recordad, niños, los verbos copulativos son: ser, estar, parecer y semejar", retumaba la voz de su profesora del colegio, con olor a tiza y mandilón. "Parecer" y "semejar". En su vida copulativa estaba harto de parecer algo, no quería estar forzado a parecer o a semejar sus sentimientos. Casualmente, estaba pareciendo y semejando, pero no era lo que parecía ni lo que semejaba.

Le dio un trago a su cerveza, se sacudió la cabeza como el que acaba de saturar su cerebro con demasiada información y, al paso de una danesa, gritó: "Eeeeeeh, mirad a esa chica. Eh, ¿te tomas una cerveza con nosotros?". "Estás un gañán", dijo ella en su mal español.

Parez

La crisis está ahí. Está; no tiene un físico determinado ni cara ni mucho menos sentimientos. Y la crisis esta nos tiene a varios parados en el mercado pseudo laboral (también a los que aspiramos a ser becarios); parados por lo del poco movimiento que hay, salvo en el torno de salida. Ese sí que se mueve y no para de moverse. El de entrada, en cambio, no se inmuta, por lo menos para los contratos que supongan más de seis meses de trabajo en la empresa.

Desde mediados de septiembre, cuando terminé mi último examen de la carrera, me situé en una imaginaria cola del paro. Imaginaria porque nunca he cotizado y entre esos números que nos abruman del INEM (a todos menos al Gobierno, claro) yo no me encuentro reflejado, como tantos otros que, unidos de la mano, seguro que haríamos tambalear la redonda cifra de los 4 millones.

A lo largo de este mes y poco, aproximadamente, he estado buscando algo que me apeteciese. Una beca, me daba igual, en un medio de comunicación, y por un sueldo de mierda, tampoco importaba. Lo sé, soy lo más parecido a una prosituta de esas que te encuentras en la Gran Vía y que te piden un euro mientras te agarran de la manga. Durante este tiempo, he estado nadando en el maravilloso mundo del ocio. Pero el ocio, si es del 100%, aburre, y mucho.

Pero esto ha terminado con una llamada. "¿Sigues interesado en trabajar con nosotros?". Claro que sigo y seguiré interesado. Así que este lunes, a las 3 de la tarde, empieza mi nueva vida como becario en la sección de deportes de El País Digital. Trabajaré los domingos, algún sábado, pero así es la vida de los periodistas deportivos, amigos. Así de dura.

La verdad es que soy polifacético. Después de la Cope, me fui a Canal Plus, y esto supone seguir con la vía Prisa, y estaría bien seguir un poquiiiiito más y probar en la SER, ¿no? Así que, si esto termina en unos 5/6 meses, ya saben los de la radio que estoy dispuesto a dar el último paso por la empresa. En serio, lo haré, y gratis. Bueno, gratis no, que ya como licenciado no se puede estar con estas tonterías...

Venga, suerte y cosas para todos.

Te Lo Regalo

Después de estar unos días en el norte de España y de un mes y pico fuera de Galicia me sigue faltando lo mismo: el mar. Muchas veces escucho hablar del mar, de la playa, del agua, del verano. Yo no me siento identificado con esas palabras, no por lo menos como los escucho o cómo lo entienden los que hablan habitualmente de él.

Para mí el mar no es el verano ni la playa ni el sol. No es un plato en calma de color azul verdoso, ni el reflejo del cielo que le da el color diariamente. No es una toalla sobre la arena empapada después de un baño ni medio día al sol secando la piel y oscureciéndola. Tampoco es la ceguera de la luz directa sobre los ojos ni la brisa que descarga el calor del cuerpo.

Para mí el mar es algo más. Es una visión constante, una fuente de relax y una visita indispensable cada vez que vuelvo a Vigo. Es un cielo cubierto de nubes, un gris que se desplaza sobre la orilla mientras la marea arrastra a través de la corriente las algas que luego se depositan a los pies de la playa. Es la referencia con la que he vivido a lo largo de muchos años en el horizonte y lo que busco entre los edificios de la ciudad y que muchas veces no encuentro. Es un paseo en septiembre mientras se empapan los pies y una fuente de descanso desde el muro del pantalán del puerto de Vigo, con la otra orilla enfrente. Es una lucha contra las rocas y una oleada de espuma a lo lejos.

"Me encanta el mar". A mí también, y por eso me gusta la gente que disfruta
como yo, a pesar de no vivirlo de origen, de ese fenómeno sin explicación posible salvo la del poder de la naturaleza. Por eso me gusta la gente que enfoca sus pies hacia la arena para buscar la humedad de una tarde sin sol mientras los demás pasean lejos de ella. Por eso me encanta que alguien me diga que le encanta el mar.

"Me tienes que llevar a ver el mar". Te llevaré a ver el mar, cualquier mar, el mar que sea, donde sea y cuando sea. Prefiero enseñar mi mar, mi imagen del mar, mi visión del mar, pero me ofrezco como guía de cualquier viaje cuyo destino sea el mar. Y te lo regalo; te regalo mi parte, te la presto para que la disfrutes, para que la degustes, para que la sal se quede entre los labios y en la piel después de un baño, para que se corte la circulación por el frío de las Cíes pero el sol ponga el contraste necesario con sus rayos.

Y mientras nadie lo visite, yo me ocupo del mar y si quieres nos dividimos la tarea, yo atiendo lo que tiene importancia y tú todo lo importante. Y al final de la jornada, mi voz en tu costado.


Ex Mp3

Ha muerto. Se ha ido y ni siquiera pude despedirme de él. Los minutos que tardé en ducharme fueron los últimos en los que fue capaz de respirar y durante los que sus entrañas sufrieron un ataque de alguna enfermedad que aún está por descubrir. Cuando volví, empapado en la culpa, yacía sobre mi cama inerte, sin vida, sin luz.

Era por la mañana y lo había encendido para escuchar un par de canciones que me apetecía escuchar. Se hacía tarde, casi la hora de comer y decidí que era el momento de apagarlo y asearme un poco para comer y disponerme a pasar una tarde completita llena de partidos de fútbol gracias a ese invento llamado Gol Tv que me da la vida en mis días de paro. Y así lo hice; pulsé el botón y se despidió de mí. "Goodbye". Lo dejé sobre la cama y, antes de salir de la habitación, le dije: "Luego te cargo, que quiero escuchar sin que se termine la batería el partido del Barça". Le guiñé un ojo y me giré.

En el tiempo que tardé en ducharme no sé qué pasó, la verdad. Me lo imagino derrotado sobre el edredón, llorando porque no había nadie con él en sus últimos momentos, nadie que le agarrase y le sujetase, que le dijese que no pasaba nada, que todo iba a salir bien, que aguantase como un machote, nadie que pudiese tapar su hemorragia eléctrica ni que le hiciese un torniquete a su batería para evitar más pérdidas de ese aceite de la vida. Nadie estaba con él, sólo la oscuridad de una habitación.

Si llego a saber que era la última vez que iba a hablar con él le hubiese dicho todo lo que ha significado para mí, todo lo que me ha dado sin pedir nada a cambio, sólo que lo cargase de vez en cuando. Todas las canciones que hemos cantado juntos, todas las canciones que hemos compartido con ilusión. "Mira, mp3, he conseguido esta versión y esta en directo. Y voy a borrar ya el disco de Alejandro Sanz, que últimamente me cae mal, sobre todo desde que me he enterado de la historia esa de una botella en el culo". Al verlo sin vida, mil recuerdos se agolparon en mi cabeza, como flashes de una vida que duró un año y tres meses. Los paseos, las esperas, las calles de Madrid, de Vigo, los viajes en autobús, aquella playa compartida, los cascos que han pasado por nuestra vida y que no habían logrado separarnos... Demasiados recuerdos como para seguir adelante.

Después de su muerte, una voz me dijo que no me preocupase, que aprendería a olvidarlo y a querer a otro, que siempre pasaba así. "El tiempo lo cura todo". Puede ser... Admito que ya había vivido una situación similar cuando lo dejé, esta vez por propia voluntad, con mi anterior mp3. Él fallaba mucho y ya no existía conexión entre nosotros ni con mi ordenador. Y los inicios fueron complicados; yo estaba acostumbrado a otro, a otra rutina, las canciones no me sonaban igual y después de una relación larga es complicado volver a adaptarte a otro. Pero lo conseguimos con el esfuerzo de los dos. Y fuimos felices, muy felices. Pero ahora comenzaba un nuevo camino. Tenía que poner punto final y seguir avanzando, no quedarme estancado en el reflejo de su cuerpo negro y su pantallita.

Ahora estoy con los trámites del entierro: conseguir la garantía o un documento que confirme la antigüedad de nuestra relación, acudir al Corte Inglés para que me hagan la lápida y no sé, conocer a otro. Lo bueno es que he visto a alguno de sus hermanos en el mostrador y supongo que a él le haría ilusión que estuviese con alguno de ellos.

Todo se verá. En fin, descanse en paz, mi ex mp3.

Desde La Ventana

Hace unos meses, en mayo, justo al aterrizar de Brasil, mi vida había dado un cambio. Llevaba desde el pasado octubre viviendo en una habitación interior; tenía dos ventanas y era luminosa, pero el paisaje que me ofrecían era el de un patio de luces con las ventanas de mis vecinas enfrente (alguno dirá: "¡Genial!"...). Pero al llegar desde Barajas, después de diez horas de vuelo, un rato esperando la maleta y varios metros, abría la puerta de mi casa para empezar una nueva vida.

Ahí estaba la que sería mi nueva estación en Madrid. La cama sin sábanas, polvo, posters de mi otro compañero y los muebles desperdigados por la habitación. La guitarra había sufrido una amputación de una cuerda y me miraba aún convalenciente desde el accidente en la mudanza. Estaba desafinada, casi tanto como yo al frenar las ruedas de la maleta sobre mi nuevo suelo.

El armario estaba roto, con la puerta tapando sus vergüenzas posada sobre su esqueleto, y mis cosas se acumulaban en cajas y bolsas de plástico. A pesar de la tétrica imagen que describía, una luz me llamó enfrente de mis ojos. Sobre aquel colchón desnudo se situaba una ventana; me subí sobre la cama, abrí la persiana y saqué la cabeza. Ahí estaba: la calle, las aceras, los coches aparcados y las niñas del colegio de enfrente que alguna vez me habían gritado cosas cuando estaba en el salón pasaban a formar parte de un cuadro que sería, a partir de ese día, mi nueva vida.

Desde aquel momento, la ventana ha sido mi respiradero, como los agujeros que les hacíamos en las cajas de zapatos a los gusanos de seda para que pudiesen respirar. Igual que ellos, la abro para tomar un poco de aire, de ese aire viciado de la capital pero que se respira profundamente ahora que empieza a enmudecerse el calor y que el suelo, de vez en cuando, se despierta mojado y húmedo.

Muchas veces me enciendo un cigarro y observo lo que pasa al otro lado del cuadro, que cobra vida y despega con movimientos y dibujos cotidianos. Los dos trabajadores de no sé qué empresa que se fuman sus pitillos en el portal de enfrente; los dos de traje, uno sin chaqueta y con el pelo a lo Bisbal, sólo que está más gordo. Los padres se arremolinan contra la puerta del colegio para recoger a sus hijos mientras un altavoz dice nombres que, a veces, parecen elegidos al azar. Esos mismos padres sostienen entre sus manos unas cartulinas que contienen el nombre y los apellidos de sus objetivos y aquello se convierte en una bolsa de puericultura, donde nunca sabes qué valor está en alza.

Las chicas más creciditas se apoyan en los coches con sus faldas plisadas y fuman tabaco para darse notoriedad (siempre piden, nunca compran las muy...) y algún que otro gañán rompe la armonía con un grito pelado y áspero mientras un coche exclama un "¡Aleluya!" por encontrar, por fin, un sitio para aparcar.

Por la noche, se puede intuir las ganas de salir; varios grupos pasan, otros incluso se paran con su música tecno unos minutos debajo de mi ventana, como si fuesen a declarar su amor a alguna Julieta pastillera y con pendientes que le cubren toda la oreja.

Y nadie me ve. Soy espectador de una televisión real y me encuentro fuera de su plano. A veces alguien alza la cabeza, pero creo que sólo ve el objetivo de la cámara que reproduce en los hogares sus movimientos.

Muchos días me los paso así, viendo el mundo desde la ventana.

Instinto De Supervivencia

Desde hace millones de años, lo que ha marcado casi todas las acciones del hombre ha sido el instinto de supervivencia. Primero, muy al principio, aquel ser primitivo que se aleja tanto de la imagen del ser humano actual (bueno, aún quedan algunos neandertales...) comenzaba a dar sus primeros pasos en su existencia y los enfocaba hacia la mera subsistencia en el presente. Cazaba para alimentarse y vestirse con las pieles de su presa para soportar el frío; para ello, tallaba piedras, construía armas primitivas y agudizaba sus sentidos de buen cazador. Después apareció el fuego, con el que podía iluminar, ver en la oscuridad, secarse...

Con el paso del tiempo, el hombre empezó a entender que el presente se perdía con la memoria de los contemporáneos. Todo lo que hacía, sus hazañas, sus grandes cacerías, se perdían con el paso del tiempo, y empezó a dibujar en las paredes de sus cuevas la representación de todo aquello. Hoy entendemos esos trazos, esos garabatos propios de un niño de preescolar, como la primera manifestación artística del hombre, el momento en el que tuvo consciencia de que alguien podría observarlas años o siglos después. Nació, con ellas, el ego.

Pero no se detuvo ahí; la palabra oral se transcribió en textos que, primero, se perdían al hacerse viejos. De ahí, los amanuenses trasladaban la palabra al papel, y la técnica se fue perfeccionando hasta el punto de reunirlos en libros que eran guardados en bibliotecas y que sólo algunos privilegiados podían leer. La imprenta era otro paso definitivo para dar más consistencia a la palabra escrita, más proyección, más eternidad.

Igual pasó con los pintores, que mejoraron el dibujo de la Prehistoria y se convirtieron en los primeros reporteros gráficos de las sociedades. Las caras más conocidas, los vestidos, los paisajes, las batallas, los momentos históricos... todo quedaba reflejado a través de sus pinceles. Lo reyes, los emperadores, los ricos y toda persona con capacidad económica entendió que era la mejor forma de permanecer en la mente. Más tarde, con la fotografía, las videocámaras o la televisión, la teconología recogía el testigo.

Pero esto no se limita a grandes relatos ni a grandes personajes, sino que tiene su reflejo en actividades cotidianas, como los enamorados que rasgan sus iniciales en la corteza de un árbol con sus llaves para sellar su amor enterno. Eterno de unos meses, quizás, pero eterno cuando lo hicieron. O los candados en los puentes, o las firmas callejeras con spray, una carta o la postal que se envía en pleno viaje a un familiar. Todo lo que se materializa no busca nada más que la perpetuación en la memoria.

Estos últimos meses pensaba por qué hacía determinadas cosas. Por qué escribía en el blog, por ejemplo. Supongo que no va más allá ni se diferencia tanto del garabato del hombre de las cavernas. Decir que estás por aquí, que has hecho algo, que te has sacado una foto con una tía buena al lado de Nancho Novo, que tienes trabajo, que lo dejas, que se te ha ocurrido una historia o que le quieres mandar un mensaje a alguien a través de las líneas. Nada más y nada menos que el instinto de supervivencia en la memoria. Nada más y nada menos que la representación de uno mismo, del ego, del egocentrismo reflejado en las acciones. Nada más y nada menos que buscar un protagonismo autoconcedido en las vidas de otras personas.

Cómo somos, hacemos cada cosa...

Vox Populi

Se remontan a los griegos los que hablan de Democracia; allí, en el ágora ateniense, nacía el término bajo unas condiciones muy diferentes a las que ha llegado hasta hoy, y con el término, se ponía en práctica ese poder del pueblo, ese gobierno de la mayoría. Bueno, en aquella época del pueblo y de la mayoría se excluían a las mujeres y a los esclavos, pero los inicios son siempre complicados.

Ahora, en el siglo XXI recién estrenado, las formas de democracia nos llegan desde varios puntos cardinales. En la política, en las leyes, en las manifestaciones... el pueblo, los ciudadanos, se dejan ver y oir. Y los medios de comunicación han tenido gran influencia en el desarrollo de esa democracia, convirtiéndose en el megáfono utilizado para protestar, reivindicar y manifestar las opiniones, mayoritarias o minoritarias, los deseos o las injusticias sociales. Pero los medios han democratizado la sociedad generando un arma de doble filo.

Desde el púlpito en el que se ha convertido la televisión, con la imagen como punto fuerte, han crecido y se han desarrollado personajes extraños para el resto del mundo que han terminado por convertirse en caras conocidas de esas que sentarías a comer en tu mesa (bueno, yo no). Gente que ha encontrado en los platós de televisión la panacea, el maná de la vida eterna y, así, se eternizan delante del piloto rojo que se enciende cuando termina la publicidad. "Estamos en el aire", exclama una voz. Sí, en el aire seguro, porque los pies en la tierra no están, eso seguro.

Haciendo un breve zapping después de comer, me quedé prendado en la cadena amiga, Telecinco. No les llegaba con mantener bajo su ala protectora a una profesional como Ana Rosa Quintana, sino que también decidieron colorear de rosa (o amarillo) la programación. Ese día, con el mando entre las manos, veía la imagen de Kiko, ese Gran Hermano que monta la mandíbula inferior, que desde un atril pedía disculpas por una información incorrecta que había dado. Sus fuentes eran buenas, "alguien muy próximo a la familia", pero pedía excusas por anunciar a través de la tele las miserias no ciertas de una persona. Sonaban extrañas las palabras "información", "fuentes", "investigación", cuando nacían de la boca malformada de un personaje que vive del sudor ajeno pero que huele peor que el que trabaja ocho horas bajo el sol.

Todo esto es una pirámide que tiene a Belén Esteban como vértice superior. Detrás de esa figura desgastada, patética y trazada con el rostro de "El grito" de Münch, con ojeras que desvelan los beneficios nocturnos y el gusto de un perro orinando en una esquina, se esconde, según la propia protagonista, la voz del pueblo. "No soy periodista, soy colaboradora. Soy la voz del pueblo". Forjando su imagen como la chica de barrio como una planta trepadora que se sujeta a un tronco, quiere hacer de su palabra la nuestra.

En un ataque de cordura que nunca llega desde los directivos de las cadenas, el Defensor del Menor ha decidido tomar cartas en el asunto. Al menos ha amenazado con actuar de oficio para proteger a la famosa Andreíta, la que no quería comerse el pollo. Pasamos de taparle la cara con un tomate, porque los padres no querían que sus hijos saliesen en la televisión y que nadie se enriqueciese a costa de la sangre de su sangre, a que sean los mismos los que, de manera indirecta, ganen euros a costa de ellos. No sé hasta qué punto puede y debe actuar el Defensor del Menor, pero que alguien diga algo con más cabeza que lo que dice la voz del pueblo, la representación física del fracaso de la democratización de la vida española, es un alivio.

El problema es que, como es la voz del pueblo, Andreíta es la ahijada del pueblo y la sobrina de los barrios bajos de la capital, y ya hay más de una que ha dicho que saldrá en procesión a la calle como le quiten la custodia a "la Esteban". Será la procesión de la virgen (¿virgen? sí, claro) del pueblo, una mezcla entre la Moreneta, la de las tropecientas llagas, la del Rocío y la de Lourdes. Un cuadro.

Belén, el pueblo está contigo. Yo soy de ciudad.

Soy Tiempo (Historia De Una Cana)

El paso del tiempo. El tiempo, ay, el tiempo; ese enemigo inexorable, ese maldito señor que te va dando palmaditas en la espalda y te va empujando sin que tú puedas hacer nada para evitarlo. Cada día que pasa soy más consciente del paso del tiempo y de que yo mismo lo soy. Soy tiempo.

Desde hace meses noto más la importancia del tiempo, todo el que perdemos y que no podemos recuperar. Si tuviese que explicarlo con palabras, si tuviese que elegir un elemento material para que alguien fuera de mí pudiese entender cómo está pasando el tiempo por encima de mí y lo inevitable que veo ese recorrido, lo haría a través de un pelo. Un simple pelo de los miles que pueblan mi cabeza (de momento, y espero que por muchos años).

Y es que el pelo es uno de esos referentes en el paso del tiempo. A los hombres, su perdida o su crecimiento nos determina mucho. La barba que te crece... en algunos casos, claro; el pelo del sobaco que te dice que vas a empezar a sudar más y que algún sentido tuyo lo va a sentir con más intensidad; el pelo en el pecho o el temido y rebelde pelo de los lugares donde nunca debería de aparecer, como la espalda, las orejas o la nariz. El pelo tiene la cualidad de aparecer con el paso de los años. Eso sí, el pelo especial es el de la cabeza, el que nos da una imagen, el que puede llegar a identificarnos ante otras personas. "¿Te acuerdas de ese tío, el de pelo largo/coleta/rapado/de marica/de modelo...?". Justo ese pelo recorre el camino inverso que el resto que puebla el cuerpo. Con la edad lo vas perdiendo.

Dice una leyenda urbana de esas que no sé si está probada pero que todos nos creemos que si tienes canas pronto es que no te vas a quedar calvo. Es decir, el antídoto contra la calvicie es algo tan externo a nosotros, algo que depende tan poco de uno mismo, que nos agarramos a él en cuanto podemos. Yo, por lo menos, lo hago en esas noches tormentosas en las que, metido en la cama y tapado hasta la nariz, la idea de quedarme calvo por culpa del paso del tiempo se acuesta a mi lado y me desvela.

Hace unos años, mientras me miraba al espejo (no sé qué hacía, supongo que ensayaba caras), me descubrí un pelo blanco en el medio de la mata de la cabeza. Ahí puesto, sin inmutarse, diferenciándose de los demás por el efecto que la luz hacía en él, devolviendo un reflejo de luz blanca y virginal. En el centro geométrico de la cabeza, cerca de la frente, un único poblador blanco en una tierra de castaños. Supongo que habría llegado allí solo para investigar el terreno, para ver cómo están las cosas por ahí para trasladarse y, con él, toda su familia. Las canas son como los gitanos, con familias numerosas, llenas de hijos, primos, primas, abuelos, tíos, amigos de los primos... Como un extraterrestre que se da una vuelta por la tierra para saber si podrán conquistar a los humanos fácilmente.

Ahí fui consciente de que el tiempo pasaba. Un único pelo fue la prueba de que mi pacto con Dios para ser eternamente joven, para que el síndrome de Peter Pan tuviese un reflejo físico, no era tan real como me había parecido durante los años en los que era un simple imberbe de 20 años. El tiempo pasaba incluso sobre mis rasgos aniñados. Maldita sea... ¡Eh! De maldita sea nada, todo tiene un lado positivo. Lo mejor es que, según esa leyenda urbana en la que creo y confío, la aparición de aquella cana significaba que no sería calvo.

Esa cana me enseñó algo tan importante como que el tiempo pasa y que hay que saber aprovecharlo. Desde aquel día, la cuido, la mimo, la peino y la lavo con un champú especial, nada de anticanas. Y mientras pasa el Señor Tiempo, yo visito el espejo de mi baño para ver cómo va la colonización de mi cabeza.

De momento, la cosa va lenta. Seguiremos informando. Pero sí, soy tiempo.

El Novio De Ana

Es cierto que la vida de escritor es muy mala compañera. La de periodista también. Mala compañera de viaje, digo, porque lo que te sustenta y te levanta cada mañana no es el dinero que tienes en la cartilla, sino la ilusión de encontrar lo que buscas. ¿Qué pasa cuando no encuentras lo que buscas? Pues que te pones a buscar para encontrar algo. Eso mismo me llevó a trabajar detrás de la barra de un bar del centro de Madrid.

Mi horario era ese maldito en el que el sol da los buenos días, la oscuridad se pierde y la calle no es más que un recuerdo de la noche anterior. Yo era el encargado de abrir el bar todas las mañanas (cuasi madrugadas, a eso de las siete de la mañana) de jueves a martes acompañado por Ana, una chica paraguaya cuyos huesos habían llegado a Madrid detrás del amor y se habían roto (los huesos que sostenían su amor) al año y poco de llegar. Levantaba la verja de metal que protegía los cristales, dejaba la puerta abierta y le daba un poco de aire a aquellos focos luminosos y tétricos.

Un día, observé que desde hacía un par de días un móvil nos hacía compañía al lado de la caja registradora, donde guardábamos un pequeño cesto en el que descansaban
los objetos perdidos (mi jefe, un remilgado, la llamaba la cesta de los "sin nombre", porque decía que no estaban perdidos, sino que sólo perdían el nombre durante el tiempo que estaban alejados de sus dueños). Yo no me había dado cuenta hasta que fui a recoger la mesa y ya era demasiado tarde para encontrar a su dueño. Actué como hacemos siempre en estos casos: a la cesta. El móvil se quedó allí, "sin nombre" durante todo el día. En mi turno nadie apareció buscándolo; lo raro es que a la mañana siguiente, el móvil seguía ahí.

El día transcurría sin novedades: los mismos clientes, la misma somnolencia, los mismos chistes, las mismas conversaciones... pero a media mañana, un timbre rompió la rutina por la mitad. Era el móvil que, desde el cesto, pedía que alguien contestase. Me acerqué con desconfianza y miré de quién era la llamada. "Andrés", reflejaba la pantalla. Ante la posibilidad de que esa llamada fuese definitiva para devolver el móvil a su dueño, lo cogí y contesté.

"¿Ana? ¿Ana, eres tú?". Yo me quedé en silencio, tan solo podía respirar sobre el teléfono. "Espera... ¿eres tú el cabrón que se está tirando a mi novia?". Seguí en silencio; no, ni era Ana ni era el que se tiraba clandestinamente a Ana, pero la situación, por extraña, era realmente incómoda. Abrí la boca para contestar, sólo tenía que decir que no, que era un camarero que guardaba el móvil hasta la vuelta de su dueño, que ni siquiera sabía quién era Ana y que no se la había tirado nunca. Pero no, no hice eso. "Dirás que soy el que la está haciendo feliz, mejor, ¿no? Mira, quiero que sepas que estoy muy enamorado de ella, que es la mujer de mi vida y que ni tú ni nadie podrá cambiar eso". Colgué y un escalofrío recorrió mi cuerpo, desde el cuello hasta los pies.

Acababa de declarar mi amor como nunca lo había hecho, y la destinataria era alguien de quien sólo conocía su nombre, su móvil y la voz de su novio. ¿La razón? Ni yo lo sé. Fue quizás el síndrome que tenemos algunas personas de la notoriedad, buscar protagonismos autoconcedidos en la vida de los demás, inmiscuirnos sin pedir permiso en historias que no nos pertenecen. Ahora yo era el causante de una más que posible ruptura o discusión entre una pareja que ni me conocía; o, incluso, yo era el empujón para que dos amantes dejasen de lado su anonimato después de la ficticia declaración de amor de él.

El resto del tiempo que estuve trabajando en esa cafetería, busqué a Ana desesperadamente. El móvil seguía ahí, pero no había vuelto a sonar. Me fijaba en las rubias, en las morenas, en las guapas, en las feas, en todas las chicas que entraban y que podían llamarse Ana. Me había enamorado, sin saberlo, de un nombre cualquiera que tan solo estaba atado a la voz de un hombre, a la carcasa azul de un teléfono y a una declaración de amor eterno durante diez segundos.

Ahora, ya con novia, trabajo en un periódico y piso propio, aún busco entre las caras que se cruzan conmigo por la ciudad unos rasgos, unos ojos o una voz que me diga que es Ana. ¿Qué pasará si la encuentro? No lo sé, supongo que esa será la segunda parte de todo esto.

Basado en una historia del recomendable blog Ni libre ni ocupado.

Zurditorium

Quiero ser zurdo. Quiero que la parte derecha de mi cerebro sea la que tenga el mando de mis acciones. Quiero que sea ese hemisferio, el derecho, el de las sensanciones, el de los sentimientos, el de las habilidades especiales como las artísticas y las musicales, el que mande sobre el otro. Quiero que mi parte izquierda, mi parte siniestra, sea la encargada de presentarme ante el mundo, que sea mi mano izquierda la que saluda con un apretón, la que se levanta para llamar un taxi, la que pela las pipas mientras veo un partido y la que golpee en la cara a los que se lo merezcan. Quiero ser de izquierdas por fuera.

Lo malo es que yo nací doble. Me refiero a que, de pequeño, era ambidiestro (mierda de palabra, a lo mejor era ambizurdo). En el colegio Ordás, donde hacíamos cosas que quedan tan lejos como las caligrafías, las hacía con la derecha y, cuando me cansaba, seguía con la izquierda. Esa sensación de no tener un lado fijo me hacía sentirme libre. Lo peor es que tuve que decidir: qué prefieres, seguir la inercia mundial y emplear la mano derecha o vivir en un mundo no hecho para ti y ser zurdo. Era pequeño, tenía la poca lucidez que se tiene con 4 años, y me decidí por lo fácil.

Pero hubo algunas cosas que se quedaron como propiedad de la izquierda; son reflejos del pasado, como cicatrices o heridas de guerra, de lo que fui algún día, hace muchos años, antes de decantarme por una opción que ahora veo errónea. Los ejemplos están a la vista: soy zurdo comiendo (cojo el cuchillo con la izquierda), llevo el reloj en la derecha, abro las latas con la izquierda, fumo con la mano izquierda...

Mis decisiones sobre mi lado izquierdo tuvieron otros capítulos. El que recuerdo ahora es el de la primera vez que cogí una guitarra. Como no, por intuición, por mi naturaleza, la cogí como un zurdo. El sonido era extraño, nada se correspondía con lo que pensaba; era complicado. Mi determinación fue aprender a tocar contra natura, contra mi propio ser: giré el mástil y lo empuñé con la izquierda. Ahora, aquellos acordes dibujados en un papel que me había dado mi tío sí que tenían sentido.

Hay veces que lo hecho de menos. Me arrepiento de haber tomado esa decisión. Si no era posible mantener las dos manos útiles (será como mantener a dos novias sin que se celen entre ellas), tendría que haberme ido con la que me gustaba de verdad, con la que quería vivir, no con la del matrimonio concertado por los productos, los coches, las libretas, los abrelatas...

Tanto me arrepiento que el otro día hice un experimento. Se trataba de potenciar mi lado izquierdo. Igual que hacía uno de los personajes de "Dos mujeres en Praga", amordacé mi lado derecho, el lado que actualmente rige mis acciones, para tratar de recuperar mis sensaciones zurdas. Incluso me puse un parche en el ojo derecho. El día fue complicado. Quería volver atrás en el tiempo pero era imposible, no podía recuperar todo lo que durante 24 años, desde que decidí hacerme diestro, había perdido.

Ese día me di cuenta de que hay cosas que se van y que nunca vuelven. Pero seguiré luchando por ser zurdo, aunque sea de corazón.

Llamadas Perdidas

No es una pregunta en plan "¿A qué huelen las nubes?", porque para eso ya están los anuncios de compresas. Por cierto, hay anuncios que no sabes lo que anuncian porque te quedas con él, pero no con qué producto ofrecen; un claro ejemplo es el anuncio de Fa: ¿Qué es Fa? ¿Una nota musical? ¿Una bebida? No sé, pero en el anuncio aparece una tía en tetas. A eso me refiero. Pero ese no es el tema, y tal.

Decía que iba a plantear una pregunta trascendental: ¿A dónde van las llamadas perdidas? Yo parto de la base de que el nombre está mal elegido, porque no están perdidas; otra cosa es que no tengan dueño o que estén vagando por algún lugar desconocido de la geografía, pero no están perdidas. Ellas llegan a su destino, pero allí nadie las recibe. Supongo que es como si mandas a tu hijo con una cesta de bollos a casa de su abuela y ella no está en casa. Llama al timbre pero nadie le abre. Él no está perdido porque sabe dónde está y volverá a su casa, pero las llamadas perdidas no vuelven.

En el teléfono donde mueren suele poner un aviso: "1 llamada perdida". Que diga que la llamada es perdida es que, a lo mejor, has perdido una oportunidad. Te llamaban para un partido de fútbol para el que hacía falta uno y tú eras su única esperanza y te lo has perdido, la llamada ha perdido su sentido desde el momento en el que nadie ha contestado. Pero ella no se ha perdido, habrás perdido tú o el que la hacía.

Supongo que todas estas llamadas perdidas quedarán acumuladas en una especie de estercolero en el que habrá un hombre enano y con bigote que las irá ordenando según vayan llegando. Tendrá varios grupos, las que decían "ya estoy abajo", las de "llámame que no tengo saldo", las de "uuyyyy, que me acuerdo de ti...", las de "coge el puto teléfono que nos falta uno para ser diez y jugar un partido". Arduo trabajo el del enano del bigote. Eso sí, el señor sabrá todas las desgracias, los recuerdos, los pensamientos, las quedadas de todo el mundo, quién llega tarde, quién se acuerda de quién, quien es una de esas personas que carga el móvil con 5 euros...

Esto lo empecé a pensar porque un día mandé un mail y, por obra y gracia del ordenador, la conexión y esas cosas, el mensaje no se llegó a enviar; la pantalla se quedó paralizada y, al recargarla, el espacio dedicado al texto estaba de nuevo en blanco. "Eh, ¿mi mensaje?", pensé. Claro, como soy un chico sensible que llora cuando ve Bambi, empecé a imaginarme a ese mensaje perdido en el limbo de internet, sometido al juicio de un dios electrónico que decidía a dónde se iba a ir: al cielo, una maravillosa bandeja de entrada dorada y con estanques, o a la papelera del infierno, roja y con llamas y un señor con cara de Sadam Hussein que te azota. Todo por culpa de las tecnologías.

En serio, ¿a dónde van a parar las llamadas perdidas?

Obituario

M.P.B. nació un 13 de abril de 1981. Era lunes, las 7 de la madrugada, después del domingo de ramos.

En sus primeros años, M vivió en pueblos de la geografía gallega como Lalín y Ponteareas hasta que, a los 3 años y medio, las circunstancias le llevaron hasta Asturias, concretamente a Gijón. En la ciudad asturiana vivió sus primeros recuerdos, esos que eran los más antiguos que es capaz de traer a su memoria, en los que se incluían imágenes, olores y sonidos de la playa, la lluvia, el viento aquel día de temporal que arrancaba las tejas de los techos de los edificios, el parque de Begoña y el árbol donde con su hermana y un amigo escondían el “secreto” que no duraría más de unas horas allí, el verde de Isabel La Católica (o, como él lo llamaba, Isabelacatólica), el día en el que un perro le ladró por tocarle una herida o el instante en el que un coche, con su malvada rueda trasera, le rasgó el labio, con el consiguiente chorreo de sangre.

Sus pasos fueron a dar hasta Vigo, ciudad originaria de su madre, cuando a penas había cumplido los cinco años. Los primeros meses, en casa de su abuela y con lluvias torrenciales que caían sobre su ropa veraniega, le dificultaron la adaptación a la nueva vida. Entró en un nuevo colegio, el Rosalía de Castro, que nada tenía que ver con su Ordás querido y en el que ninguna Merchi le cogía al cuellín ni le castigaba mirando a la pared. Sin mandilón pasó un tiempo en el que no le dejaban jugar con los demás, pero todo eso fueron tiempos malos de los inicios, que siempre cuestan.

Al final, completó allí su etapa colegial y se llenó la mochila de recuerdos, sensaciones, odios, amores, filias y fobias y amigos que aún perduraron hasta sus últimos días. Fue un momento duro cuando tuvo que abandonarlo, al igual que su ciudad (Vigo, con los años, se convirtió en su ciudad), para viajar hasta Santiago de Compostela para estudiar la carrera de Derecho. Nada más y nada menos que siete años prolongó su estancia en la capital gallega, una etapa en la que conoció y experimentó vivencias como nunca antes lo había hecho. De esos años también se guardó en la maleta que trasladaba en tren, coche o autobús amigos, actuaciones en escenarios, salidas nocturnas, habitaciones de colegio mayor y un nombre femenino que le duraría algunos años en la cabeza.

El destino le llevó a Madrid para completar (o cambiar) su formación. Estudió periodismo en la Universidad Carlos III y realizó prácticas en varios medios de comunicación, cumpliendo algunos de sus sueños como trabajar en la radio y en Canal Plus. Su vida en la capital española se tiñó del número 33 y de nombres que pasarían a su historia particular y que le devolvían la sonrisa en sus últimos días cada vez que los recordaba; nombres de origen vasco, toledano, canario o madrileño que fueron su santo y seña esos tres años.

El verano del 2009, en pleno agosto y con 40 grados a la sombra, M fallecía en su cama un martes por la tarde en la penumbra de su habitación. Con el ordenador sobre sus piernas y la página del As en la pantalla, M daba sus últimas exhalaciones de aire para dejar este mundo para siempre.


Un vez muerto, M salió a la calle a recibir la brisa en su cara mientras una Reconstrucción se escapaba por los cascos de su mp3; se compró lentillas nuevas y buscó un libro que no fue capaz de encontrar en ninguna librería antes de abandonar su cuerpo y girar al oeste para llegar hasta el mar, donde ahora, al lado de los guardianes de la ría, descansan sus restos para siempre. O hasta que decida volver a la sombra de los árboles de la Plaza de España.


Disfruta en paz, M.P.B.

Pasa Un Verano En Madrid...

Hoy ha llovido. Es la segunda vez que pasa desde que estoy aquí; la primera me cogió desprevenido pero me vino bien porque tenía el coche muy sucio y le lavó las penas que tenía el pobre por estar en una ciudad desconocida. El cielo no anunciaba cambios, sólo dejaba intuir que a lo mejor se oscurecía un poco el día, pero nada más. Y, de pronto, Galicia se posó sobre la meseta.

Como no, la gente aquí estaba como loca. Cuatro gotas pueden llegar a desquiciar al más madrileño. Si tuviésemos que conquistar esta tierra por lo que sea, propondría lloverles encima; saldrían derrotados. Bueno, ya ni saldrían. Se quedarían en casa viendo como invadimos sus tierras y violamos a sus mujeres (y a sus hombres, claro).

Pero esta lluvia es una excepción, es una tormenta de verano, un segundo de un invierno entero que nos da un respiro. Y es que Madrid es un horno. Literalmente. Un horno con fogones de asfalto y fuego de colores oscuros que arde al ritmo de coches, autobuses y cercanías que en agosto pasan cada más tiempo. Es el otro extremo del invierno; si el frío de diciembre te corta los labios, el sol de agosto te los reseca, y con ellos la piel, las lágrimas, las lentillas y las palmas de las manos.

Primero me resistí a ese calor. Lo combatía con mis armas, con las armas de un gallego que no comprende cifras que superan el 30. Un día, una voz me echó en cara mi cabezonería norteña. "Aquí las cosas no funcionan así, Mauro. Hazme caso". Tuve que hacer caso a la voz. Cerré la persiana durante el día y abrí las ventanas por la noche. Era reticente por el ruido y la creencia de que en algún momento refrescaría tanto que me despertaría criogenizado. Pero eso no pasaba, sólo pasaban los días con la voz detrás de mis oídos que insistía en que le hiciese caso.

El calor no es lo peor. En invierno estoy acostumbrado a no ver el mar y lo llevo lo mejor que puedo. Pero las vistas de una playa llena de domingueros, algo que siempre me repateó, se cruza en mi camino de vez en cuando, sobre todo en los momentos en que mi camiseta me da el primer aviso de que va a tener que pasar por la lavadora. Y la frente igual; las gotas de sudor que luchan por llegar primero hasta mi barbilla son la señal inequívoca de que no llegará la brisa marina para refrescarme y decirme que no puedo olvidarme de coger un jersey para la noche.

Y así, entre hornos, hornillos y lluvias escasas pasan los días. Los primeros días de estos meses que paso fuera de Vigo. Los primeros pero ¿los últimos? Yo qué sé, Messi dirá (Maradona dice poco ya).

Declaración De Amor

"Somos muy diferentes", me decía siempre. A veces era yo el que le decía que no teníamos nada que ver. "Si no fuese por las circunstancias... yo creo que, en otra vida, ni seríamos amigos". Sí, somos muy diferentes. Y sí, por circunstancias nos hemos unido. Pero eso no quita que seamos muy diferentes. Algo bueno tendrá, supongo.

"Nunca más", me dijo más de una vez. Y yo no era ni capaz de aguantarle la mirada. Ella, en cambio, mantenía su mirada, siempre verde y ovalada (mucho más que la mía, que se esconde rasgandose entre los párpados), siempre desafiante. Aunque cuando me decía esas palabras, en lo más hondo de la pupila se desgarraba una figura de decepción, algo parecido al hombre que se electrocutaba en aquellos llaveros de "Unión Penosa". Cuando aquellas palabras se disparaban hacia mi cara, no podía casi ni reaccionar. ¿Qué iba yo a hacer sin ella?

Por suerte, la suerte que tenemos los imbéciles, todo acababa calmándose. Incluso después de que me lo dijese en aquel aeropuerto. Su voz se mezclaba con palabras incomprensibles que anunciaban el retraso de nuestro vuelo. Tan incomprensibles como mi vida sin ella.

Ella siempre habla del amor, es una de las máximas de su vida. Pero el amor entendido como un todo. Y siempre me habla del amor. Ella dice que el amor siempre es el mismo, pero se manifiesta de diferente manera dependiendo de la persona. Es algo así como dios (sí, sin mayúsculas); todas las religiones hablan de lo mismo, pero cada una lo representa de manera diferente. Pues con el amor, lo mismo.

En este caso, yo creo que soy afortunado, porque el nuestro es de los de verdad, del puro, del que nunca se terminará. Por lo menos por mi parte. Bueno, yo creo (y espero) que por el de ella tampoco. Y mira que ha estado a punto de pasar. Muchas veces, entre alguna que otra discusión y algún pájaro negro lanzado al aire, se ha resquebrajado un poco. Por suerte, ha cicatrizado siempre bien, con reposo, con palabras, con paseos eternos entre cuestas y paisajes industriales.

Y la verdad es que siempre me ha costado decirle eso de "te quiero". No sé por qué. Quizás tiene que ver con la introversión, con la inseguridad, con el no mostrar demasiado los sentimientos para no caer en la cursilería. Pero sí, claro que la quiero. Como no la voy a querer. Si mi vida nació con sus sentidos, nació con sus manos sujetándome la cabeza, con su aliento cerca de mí y con su sonrisa cegándome en una playa llena de nubes y con el oleaje más bravo que había visto jamás.

Y a veces me siento un mendigo, un pobre sin nada que ofrecer a cambio de lo que ella me da. Tendríais que ver los regalos que hace. Pero no esos regalos materiales que a los dos días los cambias en el Corte Inglés, o los que guardas en el armario y sacas de vez en cuando para, sin motivación, hacer que te ha gustado. Son mucho más que eso, con más valor. Y a veces no vienen ni a cuento. Ella los mima, los prepara, los envuelve de cariño y de papeles de esos que compraríamos en Líneas, si aún existiese. Y siempre llevan algún verbo, algún sustantivo, alguna letra de esas que araña el corazón, como le gusta a Sabina que hagan los adjetivos que se escriben y que se regalan.

No creía en nada, la verdad. Hace unos años no creía en nada, ni en ella ni en mí. No creía que esto pudiese salir adelante, no nos veía capacitados. Es que aún tenía la marca de la herida que me dejó cuando se marchó. Sentado en la cama de mi habitación, más oscura que de costumbre, la vi pasar por el pasillo como un fantasma con maleta. Me sirvió para entender las cosas mejor. Y creo que ya no se va a ir nunca más. Si se va alguien, creo que seré yo. Y si me voy supongo que moriré un poco.

Pero eso es bueno porque, como dice Joaquín, amores que matan nunca mueren. Y me moriré con ella cuando la maten, y me mataré con ella cuando muera. Y siempre compartiremos algo más que dos letras escritas en un papel. Para siempre.

La Felicidad Ah Ah Ah Ah

La felicidad, ese término tan repetido por todos. Un día, en una comida cualquiera, mis padres me preguntaron que qué quería ser de mayor. Yo, ingenuo, les dije que mayor; sonreí y les afirmé que quería ser feliz. Pero ¿qué significaba se feliz? Y llevo preguntándomelo durante varios años.

Hay mucha gente que es feliz con el tiempo libre. Tener tiempo para su ocio es tener la felicidad en sus manos. La agarran y no la sueltan hasta que se despiden de ella definitivamente, cuando sus vidas no dan para más (si son famosos, pasan a la regla de las tres muertes de famosos).

Otras disfrutan con su trabajo. Su tiempo de ocio es limitado, pero el trabajo que han elegido les compensa para ser lo suficientemente felices para no pensar en ello. A lo mejor llegan a las mil a casa, no conocen a sus hijos e ignoran a su mujer, pero la felicidad está en ellos siempre.

Otros, en cambio, nunca conocerán la felicidad. Se pasan el día lamentándose por el ayer, por lo que no pudo ser, por lo que no fue y nunca será. Sus vidas se tiñen de colores grises y aceptan su destino fatal sin luchar. Mueren antes de alcanzar la orilla después de nadar entre corrientes y mares inexpugnables. Su felicidad se basa en la idea de que nunca la alcanzarán, y así sobreviven al tiempo.

Hay algunos que temen a la felicidad, por eso luchan contra ella. Se agarran al ego, al yo y al superyo para librarse de responsabilidades que no son capaces de asumir. No afrontan los riesgos que toda vida supone y prefieren esconderse entre las sombras para que la luz no le dé directamente en los ojos y no quedarse ciegos. Una cegatura que, a lo mejor, les hacen perder años de eso que otros, no ellos, llaman felicidad. El “y si...” se desvanece como la niebla entre las rocas... lástima.

Luego están los que piensan que el amor es la verdadera felicidad. Si no hay amor no puedes hablar de ser feliz. Rompen diques que soportan los mares y los sobrepasan con sus andares. Si los superan, a lo mejor se sienten felices, pero si no los derriban, caen fulminados en el asfalto de la ciudad más triste, la de la soledad.

Al contrario, hay algunos que confunden el amor con otras cosas. “Estoy enamorado”, dicen sin pensar en las consecuencias. Se arrodillan ante el engaño y son incapaces de ver más allá. Su felicidad se termina cuando ese supuesto amor no se convierte en nada real. Sólo son sensaciones desconocidas que se parecen a lo que piensan que es el amor, nada más. Eso sí, la visión en blanco y negro de una irrealidad les lleva a contradecirse y a actuar como quinceañeros en plena pubertad.

Algunos creen que la felicidad no existe en el presente, sólo en el pasado, en lo que ya vivieron y nunca podrán recuperar. Se lamentan de tiempos pasados que siempre fueron mejores y no son capaces de aprovechar el presente, ese término tan desvalido para ellos y que no tiene un reflejo en nuestra realidad. Todo lo que pasó es pasado, lo que pasará es futuro y lo que pasa no vale, porque ya pasó...

Hay algunos que para ser feliz quieren un camión, o una escoba para barrer, o un coche deportivo que corra mucho y que haga ruido de motor malote, o tener mucho dinero, o tener un millón amigos, o salir en programas del corazón, o estar en la yet set, o viajar a Ibiza a pagar 50 euros en una discoteca, o probar todas las drogas que hay, o vivir intensamente, o morir joven, o llegar a viejo, o tener muchos hijos, o tener un piso en propiedad, o la mejor moto del mercado, o viajar 500 kilómetros par comer un buen cochinillo, o perderse en una selva, o trabajar para una ONG, o ganar una medalla de oro en las olimpiadas, o ser el mejor en su profesión, o tener bigote...

Yo me niego a rendirme a estas posibilidades. Prefiero pensar que la felicidad está dentro de tu casa, detrás de una cortina esperando a que entres en el salón para decirte: “Sorpresa” y regalarte una tarta con una stripper dentro de ella. Prefiero pensar que la seguridad en las cosas en las que crees te lleva a la felicidad, y que si haces las cosas bien hechas (qué mal nos ha hecho la religión...) lograrás vencer al tedio y a las malas sensaciones y recrearte de por vida en eso que tú llamas felicidad.

Felicidad, es un kinder sorpresa naironanairo, la felicidad...

Razones Para Volver

Ya, ya. Ya lo sé. Sé que hace mucho que no escribo nada aquí, pero ya sabes cómo son estas cosas. Que si el verano, que si el calor, que ahora nadie se dedica a visitar los blogs porque estamos en vacaciones... bueno, lo de siempre. Pero yo tengo disculpa, en serio. Tengo dos:

La primera es que ahora éste es mi trabajo. Lo de los blogs, digo. Escribo en tres temáticos (Real Madrid, viajes y cine) y llevo la coordinación de una red de blogs... y claro, en casa del herrero... patada en los cojones (Es así, ¿no?). Es como un tío que está todo el día viendo a gente enferma. Un médico, eso, sí. Pues eso, un médico llega a su casa y si su hijo está enfermo dirá: "Coño, que te cure tu padre. Ah, bueno, pues que te cure un amigo de tu padre".

Y eso, así estoy. Todo el día o escribiendo, o revisando textos, o colgándolos, u organizando quién tiene que hacer qué... y así no se puede. Más que nada porque el tiempo libre que me queda prefiero aprovecharlo para morirme de calor en Madrid, que siempre es divertido. Ah, y eso no es lo peor. Es que en dos días, mi horario pasará de 9 a 14 a ser de 9 a 18. Ahí va a ser peor, porque yo sin siesta soy menos hombre de lo que soy habitualmente.

La segunda excusa (mucho mejor, por cierto) es que el otro día me vino a visitar la Muerte.Sí, hombre, la Muerte. Claro que la conoces. Es un esqueleto que va tapado con una casaca negra con capucha. Y con un chisme de cortar el cesped en la mano. Ay, pero ¿cómo que no caes? Bueno, da igual. Digamos que es como si viene a verte Tamara Falcó vestida de repartidora de pizzas a tu casa, que te lo crees después de un rato. O sea, que sí, que piensas que puede ser, pero que hasta que no te enseña el DNI no te quedas tranquilo.


Pues la muerte igual. Estaba el otro día en mi habitación (no sé, debían ser las once y media, más o menos) recogiendo un poco la ropa que tenía acumulada en la silla para acostarme pronto y apaerció. Pero no por la puerta. La tía apareció ahí, sin más. La verdad es que me asusté.


Muerte: Soy la muerte.


Mauro: ¿No deberías decirme que eres La Muerte? No sé, con minúscula podrías ser cualquiera (uno que es así de respondón).


Muerte:
No me toques ese tema que tengo un mal rollo con la parienta por eso... ejem, a lo que iba. Soy La Muerte.


Mauro: ¿Ves? Mucho mejor, tío.


Muerte: Mira, imbécil. Te puedo llamar imbécil, ¿no?


Mauro: Claro, claro. Es lo que me suele llamar la gente. Bueno, guapo no estaría mal...


Muerte: Vale, imbécil. Mira, que ha llegado a mis oídos...


Mauro: Perdona, pero tú no tienes oídos...


Muerte: Joder, qué tiquismiquis... es una forma de hablar.


Mauro: Ah, has dicho joder. Qué decepción.


Muerte: ¡¡¡CÁLLATE!!! (esto, acompañado por varios rayos, acojona un rato) Te decía que ha llegado a mis oídos que vas diciendo por ahí que me tienes calada. Que si mueren tres famosos en un breve espacio de tiempo, que si soy previsible, que si huelo a Pachuli... Me estás tocando las narices...


Mauro: Pero si no tienes nar...


Muerte: Ahórrate la tontería, imbécil. Te dejo una cosa muy clara, amiguito. Soy impredecible, soy como Boris Izaguirre, que nunca sabes si va a salir en plan intelectual o en plan "Soy supermarica y me bajo los pantalones". Esa teoría tuya es una mierda. Y una falacia. Y una farsa. Y la gente... ay, la gente, que te sigue, que te jalea, que te dice "sí, es cierto". ¡¡Pues no!!


Mauro: A ver, Muerte. No te lo tomes así de mal. A lo mejor lo que digo no es verdad, pero me parece que a veces es demasiada casualidad, ¿no?


Muerte: Mira, las casualidades, y tú deberías de saberlo, existen. Pero son eso, casualidades. Y en este caso estás dando sólo una parte de la realidad. Maldita sea, si nunca te acuerdas del tercero en discordia. Siempre dices: "Murió fulano, mengano y... bueno, un tercero que no me acuerdo". Se nota que has aprovechado bien tus estudios periodísticos, don cuentolarealidadquemedalagana...


Mauro: Vale, perdona. Mira, para resarcirme escribiré esto en el blog para que todo el mundo sepa lo mala, mortífera y poco predecible que es la muerte, ¿vale?


Muerte: Vale. Ah, por cierto, le gustas a mi hermana.


Y se fue. Desapareció tal y como había llegado. Sin más. Me dejó en paños menores y un billete de cinco euros en la mesilla de noche. Cuando se iba entendí algo de no sé qué puta que era... bueno, el caso es que escribo esto aquí para que lo sepáis. La muerte no tiene un plan. Es puro azar, casualidad... vamos, una chapuza.


Cosas.

Conspiración En La Sombra

A lo largo de la historia mucho se ha hablado de las conspiraciones; las judeo-masónicas, la muerte de Kennedy, la de Lady Di, las que pueblan la vida de la Iglesia Católica. Todas ellas sin pruebas que las confirmen y que crecen en el ideario popular como leyendas urbanas. Pero las mentes pensantes han obviado la peor conspiración: la de la muerte.

La muerte es, hoy por hoy, lo único real en el mundo. Podemos creer en Dios, podemos creer en nosotros mismos o en John Lennon, pero siempre nos acompañará una parte de duda junto a esa fe o a esa creencia. En cambio, desde que nacemos sabemos que, tarde o temprano, vamos a morir (bueno, yo no porque soy inmortal, claro). No sabemos si seremos altos o bajos, si nos operaremos los pechos o los pómulos o si seremos médicos o barrenderos. Lo único cierto es que, más tarde o más temprano, moriremos.

La muerte no tiene imagen fija; se ha representado de variadas maneras a lo largo de los siglos; incluso Brad Pitt fue su imagen física en el cine. A pesar de no tener imagen que podamos afirmar con contundencia que es la de la muerte (bueno, en mi colegio mayor había un tío al que llamábamos La Muerte, y estoy seguro de que un día vendrá a buscarme él...), sí que podemos descifrar manifestaciones en nuestro mundo. Yo os voy a contar una. La he llamado "La muerte tenía un número".

Es una de mis múltiples teorías, muchas de las cuales podéis conocer en mi libro "Teorías en teoría que lo son porque sí. O no". Como bien dice el nombre de la teoría en sí, hay un número que la muerte prefiere. Un número que representa a la muerte: el tres. Es que desde hace años he ido comprobando que las muertes van de tres en tres. No he recogido los datos en ningún lado, pero como toda teoría la he iniciado de manera oral. Me acercaba a un grupo de ineptos y les abría los ojos.

Pasó cuando murió Lola Flores; cuando murió Rocío Jurado. Moría un personaje conocido y, a continuación, en un plazo de unos meses como máximo, dos personajes más desaparecían de este mundo. En una primera intentona de creación teórica, acepté que incluso a ese trío macabro se pudiese unir una persona cercana, de nuestra vida habitual. Eso lo descarté con el tiempo.

La última prueba de que mi teoría es cierta se ha dado con creces estos días. La reciente muerte de Farah Fawcett y de Michael Jackson me hizo desempolvar mis pensamientos sobre mi teoría. Me faltaba un tercero para corroborarla.

Mi primera idea fue la de darle el tercer puesto a Daniel El-Kum, odioso personaje escuálido y patético de Supermodelo, que se suicidó hace unos días lanzándose desnudo con su perro desde la ventana de su casa. La poca trascendencia del personaje y su patetismo (iba de hombre con estilo vistiendo a Ana Obregón y diciéndole a chicas de 17 años que estaban gordas), me hacía pensar que mi teoría sólo funcionaba cogiéndola con pinzas. Esto me hizo despedirme de un posible premio de investigación esotérica o de tonterías (que es lo mismo).

Pero recordé que un personaje con peso había fallecido recientemente. Vicente Ferrer se convertía en el tercer elemento, en el pilar para sustentar, de nuevo, mi teoría. La conspiración en la sombra de la muerte contra los famosos.

Es una pena que no recuerde más casos (el último fue Antonio Vega, Benedetti... y no me acuerdo del tercero, que alguien me ayude), pero son ciertos. Y si no, hacedlo vosotros mismos en vuestra casa, siempre bajo supervisión paterna (si tu padre no tiene supervisión, vale visión normal o con infrarrojos... lo siento). Los que lo han hecho, lo han flipado. Si no mandas este correo a todos tus contactos, te conviertes en amante de Marujita Díaz.

Avisados estáis. La muerte y su conspiración están ahí, como quien no quiere la cosa.
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