Madafaca

Reza una canción (versión del superhit-gran éxito de Jarabe de Palo, grupo al cual le tengo mucha estima ya que sus canciones son muy poco parecidas entre ellas, "La flaca"): "Si te dicen 'madafaca' mejor cámbiate de acera, no sea esas palabras las últimas que oyeras". Pues hoy he escuchado esas palabras. Os lo cuento (sí, y vosotros lo leeréis):

Como otras tantas veces, salí tarde de trabajar y mi nevera estaba más vacía que la cabeza de X (elíjase nombre a su antojo), más que nada porque al día siguiente cambiaba Madrid por Vigo y no era plan dejar cosas pudriéndose (sí, es una disculpa). Así que me encaminé hacia el Dublín, una cafetería de la calle Princesa donde solemos ver los partidos del Plus (mi casa) y donde hacen unos bocadillos medianamente ricos.

Llegué hasta allí y me planté en la barra. "Un bocadillo de tortilla francesa con jamón y queso para llevar, por favor", le dije amablemente al camarero de origen sudamericano. "Ahora mismo, cabesehuevo", me contestó. Mientras esperaba mi cena, una pareja se sentó en las sillas que estaban justo a mi lado. Él, un Enrique del Pozo descafeinado (todos los que hemos visto la página web de Enrique -el de 'Enrique y Ana', el Cocoguagua- sabemos que él es cualquier cosa menos descafeinado) con anillos de oro en los dedos y cara de no saber decir "destornillador"; ella, rubia de bote, maquillaje a prueba de bombas, lentillas de colores y unas curvas que ella consideraba mareantes pero que a mí me parecían vomitivas.

Dejaron sus bolsas en una tercera banqueta y empezaron a hablar. Yo no prestaba atención, claro. Soy una persona instruida, culta, guapa, y las conversaciones de dos marulos no me interesan para nada (o sí). Pero él llamó mi atención. "¿Cómo lo hizo?", os preguntareis. Pues pasad al siguiente párrafo y os lo cuento.

Estiró su mano hacia la rubia de curvas mareantes y vomitivas con su móvil en la mano y exclamó: "¿Sabes qué pone aquí? ¿Lo sabes?". Ella miraba con miedo la pantalla del teléfono, donde aparecía el texto de un mensaje. Se pegaba a la pantalla en silencio, absorta, como si no supiese de qué iba todo aquello. Él insitía: "¿Lo sabes, eh? ¿Lo sabes? Pues dice 'maderfaker', dice 'maderfaker'. ¿Y tú sabes lo que significa 'maderfaker'? 'Mamá folladora' ". Ella, en silencio, no movía ni uno solo de sus músculos. El Enrique descafeinado seguía con su monólogo: "Te está llamando 'mamá folladora', eh".


Ella intervino: "No, me lo dice a mí". Él, cada vez más encendido: "Ah, ¿no? ¿entonces a quién se lo dice, porque a mí no va a ser. Dice 'mamá folladora, y esa eres tú". Mientras, yo esperaba ansioso mi bocadillo y miraba hacia el fondo del local para esconder mis sonrisas y hacer creer a los 'fakers' que estaba presionando visualmente al camarero para que se diese prisa. En esos segundos que pasaron no fui capaz de escuchar lo que Enrique descafeinado le contaba a su novia (porque era su novia). Cuando retomé el hilo de la conversación (después de que el camarero me dijese "ya viene, no se preocupe, cabesehuevo"), me enteré un poco más de todo y me hice esta reconstrucción de los hechos:


Enrique descafeinado y Curvas vomitivas son unos fans de los ambientes cargados: discotecas horteras, sudores descamisados, gimnasios repletos de anabolizantes y esteroides (y de asteroides). Y claro, en esos ambientes los ex novios tienen mucho peligro. El ex novio de Curvas vomitivas le había mandado un mensaje a Enrique descafeinado en el que le debía poner a caldo y, entre otras cosas, le llamaba a él "maderfaker", por lo que intuyo que, o bien el ex novio era americano, o bien éste era un cazurro de mucho cuidado. Ah, es posible también que fuese un Lating King, de esos hispanos que hablan "espanglis".

Mi bocadillo llegó. Me giré y me fui de aquel lugar. Eso sí, con ganas de decirle a Enrique descafeinado que no es "maderfaker", sino "Madafaca".

Sin Caras

El tráfico era intenso; la lluvia mojaba hasta lo más profundo de la ciudad y eso había causado un desajuste en la realidad de las personas. Todos, incluidos los cuerdos, habían salido a la calle en sus coches y habían bloqueado cualquier posibilidad de que existiese un movimiento real. En esa maraña de tráfico estaba yo. Sentado detrás del taxista, miraba el reloj porque llegaba tarde. A la ansiedad de la tardanza (soy enfermizamente puntual) se sumaba la que me producía el saber qué me iba a encontrar cuando entrase por la puerta.

Con el sonido de la radio de fondo, empecé a crear situaciones reales desde mi imaginación. Yo llegando al salón, saludando a la gente, tomando asiento, cenando, hablando... las primeras imágenes eran nítidas; reproducía la cara que veía reflejada en el espejo retrovisor del taxi. Con esa cara, una mezcla de seriedad y nerviosismo, me imaginaba haciendo mi entrada en aquel lugar. El problema estaba en las imágenes posteriores; era incapaz de recrear otra cara que no fuese la que estaba viendo en el espejo.

Una sensación de angustia se había apoderado de mí repentinamente. El mismo gesto, el mismo ceño fruncido y la misma expresión para todas las reacciones. Tendría la misma cara desde el principio hasta el final. El reto de esbozar una sonrisa me asustaba más que escalar la montaña más alta. Tenía un grave problema.


Una hora antes, en el cuarto de baño, mientras me lavaba los dientes, me había olvidado de prácticar otras caras. Llevaba con la misma desde hacía dos días, porque esa sensación de vértigo que sentía dibujaba una mueca excesivamente seria y me había atrapado las últimas 48 horas. Habitualmente, recreaba en mi mente las situaciones que se podían dar y expresaba mis reacciones que el espejo me devolvía para analizarlas. "Esta cara está bien cuando lo salude. Ésta, en cambio, me parece perfecta para insinuar que lo que digo no es en serio, sino una tronchante gracieta". Pero no, ese día, un día importante, no tenía más que la cara con la que había salido de mi casa.


El agobio que empecé a sentir me hizo mirar la hora. Llegaba 15 minutos tarde y, lo peor de todo, lo hacía sin más que una cara. Justo al lado de la estación de Atocha el tráfico no avanzaba desde hacía, precisamente, 15 minutos. Le pedí al taxista que me cobrase y me bajé para ir andando hasta el punto de encuentro. En el trayecto, bajo la lluvia fina de aquel día, me iba mirando en los escaparates. Lo hacía como si me interesase lo que escondían, pero realmente estaba buscando la realidad de mi rostro. Era el mismo de antes.

Quería acelerar el paso. Llegaba tarde y la cena ya habría empezado sin mí. El problema es que la inseguridad que me creaba no llevar más caras conmigo me retenía cada cuatro pasos. Los daba, me paraba e intentaba forzar el gesto. Sonrisa. Educación. Enfado. Indignación. Felicidad. Emoción. Nada de nada, era incapaz. Todas esas palabras revelaban un mismo significado: el de mi única cara.

A pesar de la lentitud de mi andar, llegué hasta la puerta. Respiré hondo, bajé la mirada y pensé que sólo era un rostro sin cara. Que tenía los elementos para formarla, pero que desconocía cómo poder hacerlo. Era como tratar de traducir un texto en un idioma que hacía años que no escuchaba. Avancé, siempre hacia delante, reconstruí el gesto y entré en el salón. La gente ya estaba cenando y yo llegaba tarde y con una única cara bajo el brazo.


Basado en una idea original de JP, MB y VP.

Desde El Núcleo

Hace frío en la calle. Cruzo el semáforo de la Plaza de España y bajo por las escaleras que me llevan al metro. Necesito viajar, y no hay nada mejor que hacerlo bajo tierra, donde hace calor, donde no recibo el impacto del aire frío en mis orejas desvestidas de pelo que las cubran.

Bajo. Y bajo. Más abajo, más hacia el núcleo. Tan abajo, en el andén, esperando a que llegue el metro, que no tarda ni 30 segundos en aparecer. Nace de una guarida oscura desde la que sólo se intuye la luz de sus faros y el estruendo del metal recorriendo las vías subterráneas. Viene de más abajo, de más cerca del núcleo.

Me subo y me apoyo en una de las puertas, con la cabeza mirando a través del cristal. El ritmo del viaje, el temblor en los bajos del vagón que rugen desde el centro, desde el núcleo. Allí hace más calor que en la calle; en la calle aún hace frío, seguro. Pero aquí se está cómodo con el calor que estalla desde lo más profundo. Y continúa el viaje.

Desde la ventana sólo se intuyen movimientos hechos fuera de tiempo, entre la oscuridad y la piedra que no se ve. Pero se intuye. Nos va desplazando a través del fondo y mi cabeza sigue pegada al cristal, mirando hacia abajo, buscando entender que viajar a través del metal, tan cerca del núcleo es lo que necesitaba. En el núcleo hace calor. Intenso. No hace frío, como en la calle.

Los ruidos que me acompañan sueltan frases que atrapo al momento, pero no las retengo, no las mantengo, y las suelto para que salgan disparadas rebotando por las paredes del vagón. "Vivir y olvidar a la vez son dos rutinas", dice un hombre que está pegado a mi oído. "Es imposible no entenderlo", afirma poco después. Al tiempo, miles de imágenes estallan a mi lado. Han salido, como antes las frases, disparadas rebotando por las paredes del vagón.

Estoy seguro de que la gente me está mirando. Me observan y se preguntan qué es lo que estoy viendo a través del cristal, si sólo hay oscuridad. No entienden que me estoy acercando al núcleo, que estoy más cerca que ellos del núcleo. Que me reconstruyo en base al núcleo, por eso necesitaba bajar desde la calle, donde el frío corta mis labios.

Desde el núcleo pude despejar mi cabeza. El metro ya ha terminado con su misión. Me bajo de él. Subo. Y subo. Más arriba, más alejado del núcleo. Las escaleras que me invitan a pasar me servirán de trampolín para volver a la realidad.


Ya estoy en la calle. Y hace frío. Mucho frío.

Graduorlado

Ayer, sábado, me graduorlé ficticiamente en la carrera de Periodismo. Después de algo más de dos años de compartir algo más que las aulas, nos reunimos unos dieciseis compañeros de clase en el Hotel Tryp Atocha y llevamos a nuestros padres (y padras, y personas importantes) hasta allí para cenar todos juntos y hacer un acto de licenciatura (orla canaria) ficticio. Las razones, varias:

1.- Porque la excelentísima Universidad Carlos III no celebra actos de licenciatura de esos que no son superoficiales; esto significa que o acabas la carrera o no puedes asistir al acto de licenciatura. Además es lo más rígido del mundo: ni discursos ni chorradas. Vas allí y te plantan un diploma o lo que sea y te vas a casa. Vamos, como ir un día al médico a que te hagan una revisión.

2.- Estos dos años han sido una especie de Gran Hermano (VIP). Las horas de clase, las horas en la facultad, las horas en los bares, las horas en las casas, las horas en la cafetería, las horas en las calles, las horas en las aulas de informática.... demasiadas horas como para no rozarte y hacer el cariño con unas cuantas personas. Había días que nos pasábamos de 9 de la mañana a 8 de la tarde juntos, y luego el viaje de vuelta a casa. Y las cámaras ya las tenían el señor Pedrero y el señor Miguel Vázquez.


3.- Acercar a esas personas que sólo habían compartido de oídas nuestras historias a lo que estaba siendo nuestro mundo particular. Que pusiesen cara, voz y cuerpo a los nombres y que se quedasen un poco prendados de lo que nos había enganchado a nosotros.


Con todos esto teníamos que cerrar esa etapa de alguna manera. De hecho, algunos se irán en unos meses, otros trabajan tanto que es imposible verles, otros desaparecen por épocas... había que detener el tiempo en una noche. Y así lo hicimos.


No estábamos todos lo que éramos el Grupo 33, pero sí que éramos el Grupo 33 los que estábamos (es cierto que sí que faltó alguno). Ese límite numérico que se impuso por la "fuerza" de algunas opiniones y que generó algún que otro disgusto fue, quizás, la única mancha de todo esto. Pero ya está lavada.


Teníamos la suerte de que nos conocíamos todos lo suficiente como para inmiscuir en la celebración a todos (y tocar las narices por igual). También teníamos la suerte de que aquel Grupo fraccionado tenía un poco de todo: desde actores hasta directores, pasando por escritores, periodistas, encantadores y trabajadores. Sumando esas virtudes, raro sería que saliese algo mal.


El acto en sí no lo voy a contar. No voy a contar cómo lo hicieron los presentadores a los que les temblaba un poco el papel del guión en la mano y no se les entendía por pegarse el micro a la boca; tampoco voy a contar cómo aparecieron unos vídeos perfectamente rodados, actuados y montados en los que, por un lado, unos chicos hacían referencia a un curioso juego que nació en un pueblo, y por otro, un peligroso ser estaba suelto por la facultad... el Prerredáctor. O de los sorprendentes vídeos de profesores hablando de ese Grupo, cuando se notaba perfectamente que muchos no sabían de qué hablaban...


Tampoco haré referencia al perfecto Powerpoint que servía de base para la trigésimotercera edición de los Dragones de Oro, que trasladaba el mismísimo glamour de Hollywood hasta aquel salón; mucho menos hablaré del otro Powerpoint en el que se unían los primeros años con los últimos (de la infancia a la orla), y tampoco de las fotos constantes que parecían trasladarnos a los años ya vividos mientras sonaban canciones que ya reconocemos como parte de algunas historias.

No me apetece hablar de los premios en sí, de las nominaciones, de las películas, de las interjecciones, de los discursos (preparados o improvisados, largos o cortos, humorísticos o emotivos...), de algunas miradas emocionadas de padres que observaban a sus hijos recoger un extraño dragón que acreditaba sus años en ese Grupo. Ni del disurso de la delegada; no diré que dijo lo que tenía que decir, que lo contó como se tenía que contar y que olvidó lo que tenía que olvidar.


Y mucho menos contaré como esos dieciseis personajes cantaron el Himno 33 como si les fuese la vida en ello, ni como se consiguió resumir dos años en unas horas, ni como esas horas se hicieron minutos, ni como continuamos la noche juntos hasta que los últimos churros se acabaron del plato.


Sólo hablaré de las personas. Las que lo hicieron posible. Las que formaron parte de todo esto. Las que se subieron a un cercanías, las que quieren cambiar el mundo actuando, las que se conocen el ABC de las cosas, las que sorprenden cada día, las que planifican con años de antelación, las que no saben ni lo que hacen, las que hablan demasiado, las que callan mucho, las que piensan para escribir y las que escriben para pensar, las que susurran a los micrófonos, las que autofotografían su vida, las que quieren dirigir, las que no saben qué decir, las que ganaron al entrar por la puerta, las que perdieron el miedo al cruzarla, las que cambiaron, las que no cambiarán, las que quieren que la gente cambie, las que comunican, las que sienten, las que pronto se irán, las que siempre quedarán.

Sólo hablaría de esas personas que resumen estos últimos dos años. Pero no hay suficiente espacio para eso.

33 besos a todos.
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