Vivos Muertos

Estaba muerto. Llevaba tanto tiempo con esa sensación que no se había percatado de su estado. Muerto. Como un brazo sin manos, como una mano sin dedos, como un dedo sin sentido del tacto en las yemas. Y no sabía desde cuando; no recordaba haber tenido un accidente de coche, una caída desde un octavo piso o un ataque con arma blanca en una esquina oscura e inhóspita de la ciudad.

Tumbado en el sofá y con la tele encendida de fondo empezó a atar cabos. Se remontó hasta dos meses antes. Aquel día había tenido la primera señal de que ya no estaba vivo. Había sido una tarde soleada, en pleno mes de marzo y con un sol que había decidido hacer acto de presencia temporal antes de su definitiva estancia veraniega. Se había levantado de la toalla sobre la que estaba recostado y había caminado por la arena hasta la orilla, donde las olas llegaban exhaustas, convertidas en espuma. Al entrar en contacto con el mar, sus pies no se inmutaron; el agua los cubrió hasta el tobillo, los golpeó casi sin fuerza y se retiró dejando como rastro la mojadura. Pero él no sintió nada, ninguna sensación especial recorrió su cuerpo. Le solía recordar a su infancia, cuando bañarse era condición sine qua non para pasar la tarde. Pero no, ese día el roce del mar no había despertado ni el más mínimo recuerdo, la más mínima sensación.

Otra señal, el día que su novia le había dejado. Ella era la razón de todo hasta el día que le dijo que no aguantaba más, que no podía seguir con aquella farsa. Que él no estaba haciendo nada porque aquello siguiese adelante, que tenía que haber un par para ser dos. Ella se había levantado de su silla y le había dejado sentado en la cafetería con la cuenta sin pagar y sin poder reaccionar. En una situación en la que cualquiera se hubiese levantado, hubiese pedido explicaciones o hubiese ido tras ella, él no se movió. Ni un solo músculo de su cuerpo se inmutó ante aquellas desgarradoras palabras. Es decir, que a ella no le había demostrado que estaba vivo, y el abandono no le había producido más que un ligero pitido en el oído. Como a un cadáver al que no le afectan las cosas porque carece ya de sentimientos.

Pero el lance definitivo que le había hecho ver que estaba muerto había sucedido hacía unas horas. De un día para otro, todo en lo que creía y lo que pensaba había cambiado. Se había acostado y, al levantarse, todo en su cabeza era distinto. Necesitaba huir, escaparse de la realidad, perderse en un pueblo trabajando en la recolecta de fruta y cobrando una miseria, quería saber qué vida podría llevar alejado de todo lo que conocía. Este cambio era un claro reflejo de la putrefacción; su cuerpo llevaba tanto tiempo en descomposición que había comenzado a pudrirse por dentro. Los signos externos eran evidentes: su piel estaba seca, su pelo se escapaba por las tuberías del baño y sus ojos se escondían cada día más entre las profundidades de sus ojeras.


Definitivamente estaba muerto. Ahora debería empezar a pensar cómo actuar hasta que no quedase nada de él, cómo pasar desapercibido entre la gente, entre los vivos. Ensayaba muecas en el espejo para tratar de esconder las miserias que muestran las facciones de los cadáveres, entonaba a viva voz frases de recurso, saludos afables y fuertes apretones de manos que no mostrasen la debilidad que había hecho mella en sus huesos.


Salió a la calle y se dedicó a buscar más gente como él, más muertos que apuraban sus minutos en el mundo de los vivos, más cuerpos en estado de descomposición que, o bien desconocían que lo eran, o bien lo acababan de descubrir, como él, y aún no tenían el raciocinio suficiente para asumir su nueva condición. Y vio a muchos, algunos de los que ya sospechaba. Pasó al lado de una anciana que estaba acompañada por su hija. Ésta conversaba con una amiga:


Amiga: ¿Qué tal está tu madre? Para su edad tiene muy buen aspecto.

Hija: Ya la ves, a lo suyo. De cabeza aún está bien. Mira, te digo la verdad, creo que está muerta pero no lo sabe, y sigue aquí, tan tranquila.

Ambas soltaron una carcajada por la ocurrencia, pero él miró a la anciana y se reconocieron al instante como de la misma especie. Ella había aguantado, había escondido sus circunstancias durante años, pero él no estaba seguro de ser capaz de hacerlo durante más tiempo.

Compró el periódico y se volvió a su casa a decidir si estaba dispuesto a vivir como un muerto o a morir antes de que alguien le descubriese, como aquella hija con su madre, y soltase una carcajada.

Foto De Un Beso

El suelo de la habitación estaba lleno de cajas. El desorden campaba a sus anchas entre las cuatro paredes que sujetaban su nueva vida. Siete meses después, se trasladaba a una nueva habitación. Una ventana grande le enseñaba la calle y, en frente, las ventanas de un colegio le hacían recordar las clases de EGB, cuando todo era fácil y lo más complicado se convertía en una aventura nueva cada día.

Lo primero para recuperarse era ordenar aquel caos. Fue sacando cada una de las cajas al pasillo y amontonándolas junto al resto de trastos inútiles que se habían quedado inmóviles después de la mudanza. En uno de los traslados, una de las cajas se vertió y con el movimiento se desparramó todo su contenido. Sobre la cama quedaron dos fotografías. Una de ellas, artística, enigmática, propia de un aprendiz de fotografía que busca impactar con una de sus primeras obras.

Pero la que le llamó más la atención fue la otra. Era una foto más no
rmal, más corriente, sin los filtros del artista que trata de mostrar una realidad desde su punto de vista. En ella se retrataba a una chica en una playa que lanzaba un beso hacia el objetivo. Detrás, escrito a mano, "Para cuando no esté".

Con la foto en la mano, se sentó en la cama y la observó con paciencia. Quitó el polvo que cubría parte del color azul del cielo y empezó a analizar aquella imagen de postal veraniega. Ella aparecía con el pelo recogido y se inclinaba sobre sus manos, que formaban una plataforma desde la que despegaría el beso que se había congelado en el mismo momento que se activó el disparador de la cámara. El vestido, de colores, se impulsaba por el leve viento que abombaba su falda y desviaba dos mechones del flequillo sobre su frente. Se quedó embobado por el dibujo que formaba su cuello y sus hombros.

Empezó a pensar en esa imagen. ¿A quién le mandaría aquel beso? En esa habitación habían vivido tres personas antes que él y con la cantidad de cosas que había desperdigadas por los cajones era muy complicado atribuírselas a uno en concreto. Y lo peor era que aquella fotografía se había quedado olvidada junto a otros mil trastos inútiles. Perdida, suponía; era imposible que alguien dejase abandonada aquella foto a propósito, una foto de la que no podía apartar la mirada.

Las olas del mar rompían en la orilla y varias piedras se distribuían por la arena de forma casi estratégica. Las nubes a penas eran leves manchas grises y blancas en un cielo azul y preparado para acoger todos los recuerdos de aquella chica. La misma que lanzaba un beso a nadie, a alguien que la había olvidado en una caja de cartón junto a dos revistas viejas, un cuaderno con apuntes incomprensibles y papeles arrugados. Ella, la misma que había escrito por detrás "Para cuando no esté", era ahora parte de la vida de otra persona. Seguramente, de alguien que nunca recibió una foto suya y que seguro que tampoco se la hubiese olvidado en una caja.

Terminó de sacar todas las cajas al pasillo y volvió a la habitación. Se sentó delante de la mesa y apoyó la fotografía. Con la cara sobre sus manos respiró profundamente. Se imaginó que aquel beso era para él. Que aquella chica le había dejado como único recuerdo aquella imagen de un beso congelado para cuando ella no estuviese. "Yo nunca la hubiese perdido".

Se había deshecho de todos los trastos, de las cajas, de las vidas y olores de los demás, pero se guardó para él aquella foto. Abrió el cajón de la mesa y la escondió como quien oculta un recuerdo. Ese recuerdo grabado en una fotografía, en un beso que nunca llegaría a recibir. Antes de cerrar el cajón, decidió que se convertiría en un ladrón de besos que no eran para él, pero que se habían perdido por el camino. Les daría cobijo y los trataría como si él fuera el destinatario, para que no perdiesen el sentido, para que muriesen en alguien.

"La guardo, por si nunca me mandan uno..."

Almost Famous (Casi Famosos)

No sé si alguien me puede explicar qué halo extraño rodea a los famosos. No me generan ningún respeto especial los que salen por la tele. No me parecen ni mejores, ni más guapos (pfff) ni más inteligentes que yo. Por tanto, no creo que les deba un especial respeto.

Ese respeto que sí se les tributa en la calle. Es pasar un famoso (por no decir “conocidillo”) por tu lado y se forma un revuelo; quizás no se para el tráfico, pero ves como la gente a tu alrededor se lanza miraditas, coditos y chorradas por el estilo. Y eso sólo porque salen por la tele. Estoy seguro de que si pasara a su lado un buen escritor o un Nobel de física, ni le mirarían.

El caso es que nos encontrábamos una representación del Grupo 33 paseando por la pradera de San Isidro; entre bocatas y cervezas, sentados en una mesa y unas sillas de plástico puestas para la ocasión, divisamos en la lejanía a tres hombres y una dama. Los tres hombres eran Nancho Novo, Povedilla el de "Los hombres de Paco" y un tío grueso de canas en su poco pelo y en la barba al que conocíamos pero no reconocíamos. La dama, una venus digna de admirar; un cuerpo que se meneaba entre chulapos y gitanos, entre calamares y chinchones, entre la noche y los focos que alumbraban aquella fiesta capitalina.

Morena (así la reconocimos a ella: “
Joder, mira la morena esa”), acompañaba el paso de los tres famosos desprendiendo más luces de la que ellos jamás recibieron sobre un escenario. Pasaron cerca de nosotros y se sentaron a unas tres mesas de nosotros (en la pradera las distancias se miden por mesas).

En ese momento, surgió el reto. “Eh, ¿nos acercamos y les decimos algo a los famosos?”. “Yo voy, si queréis, porque a Nancho Novo le puedo rallar con que es del Depor, yo del Celta y convertirme en un personaje pesado y odioso”, espeté. “¿Más pesado y odioso de lo habitual?”, inquirió una femenina voz. “Más, incluso, si eso es posible”, agregué seguro de no mentir. Pero ahí apareció la inspiración de un joven muchacho. El cielo, ya ennegrecido, soltó un rayo de lucidez que se abrió paso entre el humo de los extractores de los puestos que reinaban a nuestro alrededor e impactó en la cabeza del joven.

Aquel joven era Carlos Pozuelo, la Voz. “
Lo que estaría genial sería acercarse a los famosos y decirles: ‘¿Os importa que me saque una foto?’, y cuando te dijesen que sí, decir: ‘Vale, ¿pues me podéis sacar una con ella?’, y ponerse al lado de la morena para que ellos te saquen la foto”. Ante el reconocimiento general de que esa sería la gran escena de humor, yo, que soy una persona necesitada del afecto ajeno (por eso me acuesto con todos los chicos que de dicen que tengo unos ojos preciosos), me ofrecí voluntario para llevar a cabo tal hazaña humorística.

Hubo dudas. Nadie confiaba en mí. Se reían. Decían: “
No eres capaz”. En ese momento, me levanté y me encaminé hacia los famosos y la morena. Y esto fue lo que pasó:

Mauro:
Hola, perdonad. Bueno, nada, quería saludaros y tal. Nancho, ¿qué tal? Soy gallego, como tú, pero de Vigo y del Celta…
Nancho Novo: (Mientras aprieta mi mano varonilmente) Qué tal, no pasa nada, hombre, nadie es perfecto.
Mauro: Povedilla, eres un crack.
Povedilla: (Mientras no aprieta varonilmente mi mano) Mmmmm, sí, gracias.
Mauro: (Dirigiéndose al hombre famoso grueso) Bueno, y tú estábamos hablando de que te conocíamos, pero no estamos seguros de qué.
Grueso: (Mientras aprieta varonilmente mi mano) No, yo no soy nadie.
Nancho Novo: Él no es famoso, sólo hace tonterías, jajajaja.
Grueso: Sí, jajajaja, sólo tonterías.
Mauro: Pues nada, era para saber si me podía sacar una foto…
Todos: Claro, hombre, claro.
Mauro: Vale, ¿pues me la sacáis con ella?
Todos: Claro, claro, (algarabía, júbilo y alegría por una coña tan buena), jajajaja.
Nancho Novo: Estos de Vigo, cómo son…

Así que acudí hasta ella. Su cabello me rozó por un instante la mano y pensé que me había enamorado. Luego me di cuenta que lo que me había rozado era Povedilla y me desenamoré al momento. Me senté a su lado. “¿Te importa?”, le pregunté mientras mi brazo prácticamente rodeaba ya su espalda. “No, claro, estás muy bueno”, dijo ella. Vale, sólo dijo lo de “No, claro”. Le di a Nancho mi móvil para hacer la foto pero… válgame Dios, ¡no funcionaba!

Cuando mi sueño se esfumaba, cuando mi corazón empezaba a romperse en mil pedazos y mis esperanzas de que ella fuese la madre de mis hijos desaparecían detrás de un gordo que vendía salchichas, Carlos apareció presto con su I-Phone (o I-Stone) gritando: “
¡Yo tengo una cámara! ¡Yo tengo una cámara!”. Y ahí sí, me enfundé un gorro de vaquero que le pertenecía a ella para tener más sexappeal (si cabe) y por fin mi sueño se hizo realidad. No sólo completaba un excelente gag delante de los que lo suelen hacer y, además, les pagan por ello, sino que también grababa de alguna manera, en mi mente y en un I-Phone, la noche en la que me enamoré de una morena.

Ay, qué tendrán las morenas…


A continuación, un documento gráfico que atestigua la hazaña aquí narrada más o menos según ocurrió.
Ay, omá.


P.D: Gracias, Carlos, sin tu privilegiada cabeza y sin tu privilegiado móvil, esto no hubiese sido posible.

Brasil (Y III)


Virada Cultural. Sao Paulo. Ya dije que el centro de la ciudad era un lugar poco recomendable... salvo cuando se celebra la Virada Cultural. Ese fin de semana, Sao Paulo abre sus puertas y el centro histórico se convierte, más o menos, en un parque temático de ocio. Dicen que es la mejor ocasión para visitarlo porque hay policía y los pobres y los ricos olvidan sus diferencias económicas, vitales y morales para unirse en esa celebración.

IP y yo sólo estuvimos el domingo, desde las 11 de la mañana hasta las 7 de la tarde, más o menos. Nos recorrimos todas las calles mientras los edificios nos resguardaban y nos recordaban que, a pesar de todo, seguíamos inmersos en una ciudad capital. Las aceras mostraban los recuerdos del sábado, un día que, por lo visto, había sido muy largo. Restos de cervezas, botellas, papeles, cigarros, personas... todo adornaba nuestro paso algo impresionado por el espectáculo. De esta manera vivimos nuestra particular Virada:

Llegamos a la plaza de la República. Gente. Mucha gente. Avanzamos entre ellos. Llegamos a un parque impulsados por un concierto. Es rock. Cientos de personas abarrotan el parque. Todos conocen las canciones. Parecen muy conocidas. Nosotros no las conocemos. Nos abrimos paso entre la gente y nos vamos. Salimos del parque. Atravesamos calles. Otro concierto. Música hip hop. Nos miramos. Saltamos. Nos reímos por nada, pero de todo. De la situación. Viramos hacia otro lado. Paseamos. Los edificios nos saludan a nuestro paso. "Para, una foto". Cruzamos un puente. "Sao Paulo es demasiado grande". Nos tiramos en un cesped. Unos hombres de negro susurran cosas. Un hombre de negro susurra a una estatua.
Hombres de negro susurrantes

Un hombre de negro susurra a IP. Yo no lo veo, estoy borrando fotos. Baños públicos. Olor intenso. Restos de pis. Viramos. La Facultad de Derecho está invadida
por un dj. Gente pasada. "Una caipirinha, por favor". Un niño baila con un pasado. "Estos padres...". Foto. Foto. La Catedral. Hay misa, pero sacamos más fotos. Nos sentamos. Estamos rodeados de mendigos. "Claro que tengo un cigarro, toma". Comemos. Más música. Paramos. Saltamos. IP baila. Yo no. Estamos rodeados. De edificios y de gente. Nos vamos. Comemos. Nos sentamos. En una pantalla un viejo toca con su grupo de viejos. Conocemos a unas brasileñas. "Qué lindo. Dadme vuestro móvil y os llamo". Nos despedimos. Adiós, Virada.

La facultad de Derecho ultrajada...

Últimos dos días.
El lunes fui (yo solo, como un machote) hasta la Universidad. Recogí a IP y visitamos el parque de Ibirapuera, una especie de Retiro a lo grande. Y eso que nos habíamos comido un chaparrón una hora antes, pero la tregua del cielo nos sirvió para poder pasear por una ínfima parte del parque. El día no dio para mucho más. ¿Por qué? Pues porque, además de anochecer a las 5 de la tarde, no encontramos el Banespa, una de las torres más altas de Sao Paulo. ¿Qué hicimos? Dejarlo para el día siguiente...


Así es. El martes, mi último día en Sao Paulo, mi despedida de Brasil, lo coronamos desde lo alto de la ciudad. Desde la torre Banespa te das cuenta de la inmensidad de la ciudad. Kilómetros de tierra cubierta por asfalto, edificios y el desorden y el caos que parece reinar allí. "¿Cómo puedo estar viviendo en esta ciudad?". Después, visitamos el estadio de Pacaembú, del Corinthians, donde dos días antes se habían proclamado campeones del campeonato paulista ante el Santos. En cuanto el vigilante nos echó de allí, comenzó la cuenta atrás.

En la torre Banespa

Celebrando algo en Pacaembu

Despedida y cierre.
El tiempo jugó su papel (como siempre) y tocó viaje de vuelta. Entre el autobús y el metro se quedaron escondidas las fotos de diez días que duraron menos de lo que hubiésemos esperado. Las horas se convirtieron en una cuerda que ató cada una de las imágenes a nuestras sombras y se quedaron a dormir allí, en (I)Sao Paulo.

Brasil duró diez días. Sólo diez días. Pero merecieron la pena.

Hasta siempre, Brasil, hasta siempre, IP...

P.D: ¡Gracias, IP!

Antonio Vega

Bueno, interrumpo la "saga" de los brasiles para colgar unos vídeos de Antonio Vega, que ha muerto hoy a los 51 años. La verdad es que las últimas veces que le había visto en la televisión parecía más una señora vieja que un hombre enfermo, pero me ha sorprendido bastante su muerte.

Acabo de escuchar que ya, en el año 92, le hicieron un disco homenaje porque decían que se estaba muriendo. Y hasta hoy.

Siempre nos quedarán sus décimas de segundo en las que había una lucha de gigantes en el sitio de su recreo, las estaciones donde esperaba nada pero en las que confíaba ver a la chica de ayer. De hierro y de seda, se dejó llevar mirándonos a los ojos mientras pasaba el otoño en Madrid, la ciudad en la que pasó 1001 noches con Marga y con un ángel de Orión. Siempre a medio camino y condenado a trabajos forzados, tuvo escapadas con Curro el Palmo, inyectándose el amor en vena y preguntándose cómo hablar en su habitación. Siempre tendrá su hogar en cualquier sitio, y hoy en este blog.











Brasil (II)

Salvador de Bahía. El lunes iniciamos el viaje hacia Salvador de Bahía. Desde el avión, ya descifrabas perfectamente la vista de la ciudad: costa con edificios a lo Benidorm y una concentración de favelas que impresionaba bastante. Nos hospedamos en una pousada limpita y aseada (salvo por la extraña invasión momentánea de hormigas...) del afable Ailton, un brasileño cordial y servil como el que más. Desayunos contundentes de frutas, bollos y embutido (a ver, no en plan hotel 5 estrellas, pero bien) y en la zona histórica. Y es que eso es lo que hay que visitar allí.

Una de favela, por favor, que tengo sed

El Pelourinho, antes inaccesible por la delincuencia, se ha convertido en un lugar extremadamente seguro gracias a la presencia constante de policía, lo que no quita que no paren de abordarte hombres para venderte cosas, meninos da rua para que les compres comida (que luego intercambian por drogaína, que os tenemos calados...) y que si te sales un poco de la ruta te puedas ver demasiado cerca del abismo. Así nos pasó a IP y a mí, que nos empeñamos en llegar a pie al Faro de Barra y sobrepasamos con éxito una zona de favelas, pero regresamos medio cagados por lo que pudo ser y no fue.

Pelourinhame la vida

El martes por la noche, las calles se vistieron de fiesta y de grupos de percusión (masculinos y femeninos, ay omá) que hacían retumbar los tambores por toda la zona. También presenciamos un concierto en la Escadaría do Passo: el inefable Gerónimo (con pluma azul en la cabeza) y su orquesta Mont Serrat.

Probamos platos típicos como la moqueca y descendimos a la parte baja de la ciudad en el funiculí funicular. Para subir, lo mejor es el elevador Lacerda, un ascensor puro y duro que conecta el puerto con la zona antigua.

Lacerda, el elevador

Morro de Sao Paulo. Hartos de ciudades y turismo estresante, nos embarcamos hacia Morro de Sao Paulo, una isla semi paradisiaca donde disfrutamos del sol, la playa y la presencia de un amiguito que la primera hora de estancia allí nos persiguió buscando la recompensa de la limosna, a pesar de la insistencia de IP en que ni le necesitábamos ni le íbamos a pagar un céntimo de real por su compañía.

Esta vez, la pousada a pie de playa, con terraza y hamaca incluída, en la Segunda Playa. Y es que allí no se complicaron la vida; que tenemos cuatro playas, pues primera, segunda, tercera y cuarta playa. A partir de la quinta, eso sí, ya tienen
nombrecitos.
Morro de Sao Paulo

Esos tres días ganamos en relax, en morenez (o rojez en mi caso) y perdimos toda la calma acumulada con el viaje de vuelta.

Brasil tiene un problema: no saben informar. Nosotros no lo sabíamos y confiamos en que era verdad que volver desde la isla hasta Salvador nos llevaría entre una hora y media y dos horas... ¡MENTIRA! El resultado, después de viajar en
barco, en coche estropeado de un fulano que nos recomendaron los del propio barco y en taxi, llegamos al aeropuerto 20 minutos antes de la salida de nuestro avión. Claro, como estábamos en Brasil y era una compañía nueva, no hubo el más mínimo problema: nos abrieron de nuevo el vuelo y embarcamos justo antes de despegar (que aprenda Iberia con sus tonterías y sus "te cobro la comida porque soy asquerosa").

Llegamos muy tarde, pero somos guays y nos sacamos una afoto

Derrotados por un viaje que nos dejó en casa casi diez horas después (vamos, otro Madrid Sao Paulo...), sucumbimos al cansancio y dejamos la Virada Cultural de Sao Paulo para el domingo.

Y yo la dejo para el próximo post (que será el último, tranquilos...).

Brasil (I)

Viernes. Despegue y aterrizaje. Mi viaje ya había empezado semanas antes de la fecha que mi billete indicaba. Entre consejos, lecturas, búsquedas en Google e imágenes, parte del trayecto hasta Brasil ya lo había completado antes de montarme en el avión. Fue quizás por eso que las diez horas de vuelo se pasaron volando (y nunca mejor dicho...). En la memoria sólo tienen espacio para persistir imágenes fugaces de momentos que se quedaron atrapados entre la ventanilla del avión y mi cabeza. La música que retumbaba mis oídos en los primeros kilómetros, sobrevolar África o tratar de averiguar cual era la línea real que separaba en algunos momentos el cielo del mar; ambos azules, se confundían en la realidad, y seguramente era la trayectoria del vuelo la única capaz de discernir entre ambos, la única que podía indicar que no estaba ante un reflejo, sino ante dos mundos diferentes.

Casi once horas después y sumido en la noche brasileña que representaban las seis y media de la tarde, Sao Paulo hacía acto de presencia; y lo hacía convertido en una bestia formada por luces ínfimas que no encontraban el final ni siquiera en el tope que marcaba el horizonte. Una sensación corroborada los días posteriores: Sao Paulo es inabarcable, inconcebible para un gallego de provincias, asusta e impresiona por igual, tanto desde el cielo como desde el asfalto que cubre sus calles. Cualquiera que pretenda aterrizar y ser el mismo día, lo
tiene muy complicado. En esos minutos en los que recorrimos el cielo paulista fui capaz de entender las sensanciones de las que IP nos hablaba y que necesitas palpar para asumir por completo.

Después de los procedimientos pertinentes y pesados (desembarco, vueltas en círculos por la terminal, control de pasaporte interminable, recogida de maleta...), IP me recogió y comenzamos el larguísimo camino hasta su casa. Lo peor era la sensación de que allí, en Sao Paulo, la tarde empezaba, a pesar de que la luz nos decía que hacía horas que se había marchado, mientras para mí eran ya las once y pico de la noche de un día demasiado largo como para concederle más minutos. El resultado, morir al encontrar un techo y despedirse de la ciu
dad hasta el día siguiente.

Sábado. La luz del día no hizo variar las impresiones del día anterior; sólo los trayectos en autobús y metro hasta el centro te acercaban a la idea de lo complicada que puede ser la vida allí, lo difícil que debe ser mantener una rutina descansada al verse siempre intoxicada por un estrés que duplica, por mil razones, el de otras grandes ciudades. Sólo los números y los datos ya asustan: la más grande de Brasil y entre las más grandes del mundo, más de 18 millones de habitantes, centro cultural y financiero del país...


El primer contacto con Sao Paulo fue el centro histórico; un centro que de día tiene vida, rascacielos y el movimiento laboral propio de una gran capital. Por el contrario, la noche lo convierte en una de las zonas peligrosas y en las que no es muy recomendable estar cuando oscurece. Los edificios adornan las calles dando una imagen de ciudad europea o norteamericana, sin encontrar las manidas referencias al Brasil que se nos presenta en la mente habitualmente. Eso sí, muchos de estos edificios están completamente abandonados, vacíos por dentro. La gente rica de la ciudad los fue abandonando al paso que esa zona aumentaba en peligrosidad y ahora son una cicatriz en el esbelto cuerpo de una modelo de alta costura.

Acompañados por Livia, amiga brasileña de IP, lo recorrimos por completo y nos desviamos por algunos de los barrios pijos, que destacan por sus altos edificios rodeados de vallas y controles de seguridad para acceder. La visita terminó comiendo un escondidinho y probando la cerveza brasileña (lo más parecido a una clara embotellada que te puedas imaginar).


Por la noche cenamos en Vila Madalena (creo que se llamaba así) en el Salve Jorge con Sandra, una chica de Madrid, y Joao, un paulista con canas y muchas cosas interesantes que contar y que decir. Después, un local con música en directo (en plan samba o algo así) y algunos bailes que pude observar desde el púlpito que me suelo montar en los sitios donde no acostumbro a ir.


Domingo. El día dio para poco, ya que el lunes volábamos hasta Salvador de Bahía y sólo pudimos cubrirlo con una cita indispensable en esa ciudad, pasear por la Avenida Paulista. En ella, de nuevo altos edificios que entremezclan estilos y tonalidades y que ocultan en sus sombras casas nobles y edificios por construir, un paisaje habitual de la ciudad.
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