En Un Bolsillo

Hace días, haciendo una limpieza de armario (tíos/as, hay que renovarse; además, hay que retirar la ropa de invierno y sacar las camisetas petadas de verano), encontré un abrigo que hacía tiempo que no utilizaba. Me lo había comprado en el Rastro en mi primer año en Madrid y siempre pensé que me daba la imagen de moderno que no tengo. Revisando los bolsillos me encontré un papel arrugado en el interior, en el que está a la altura del pecho, en el forro que simula piel de oveja azul (la oveja azul, esa gran persona).

Lo saqué, lo desdoblé, lo planché con las manos. En él, sólo había escritas dos líneas. Una frase larga que era el comienzo de algo que no había llegado a terminar. Murió antes de nacer. Como muchas de las cosas que empiezo y nunca termino. Creo que hay un cementerio de libros con la página 32 marcada cerca de mi habitación. La pereza, el desinterés o el simpre olvido me llevan a hacer este tipo de cosas. Mis padres siempre me lo echan en cara: "Siempre empiezas cosas y luego no las terminas". Creo que el fútbol y la guitarra (ahora tendría que añadir lo del bolg, o lo de escribir) son de las pocas cosas a las que les he dado continuidad en mi vida.

Aquella frase supongo que la escribí en un momento bohemio, cuando pensaba que lo podía llegar a ser. Un bohemio de provincias que se sorprendía con lo que le regalaba la capital. Me imagino escribiendo, apoyado en un escaparate que muestra ropa cara, un poema hermosísimo sobre los semáforos, sobre el baile de colores y el orden y concierto que le dan al tráfico de una calle como la Gran Vía. O peor, colocando las manos a modo de un objetivo de cámara, como un director que sueña con hacer la película de su vida, mientras imagino la escena que está ocurriendo a pocos metros de mí como un eslabón más de mi primera película. Y sí, aún puede ser peor, y me veo en un parque, descalzo, con un perro despeinado que corre a cien metros de mí mietras yo, con una guitarra lila, regalo canciones a la naturaleza. Un asco, vamos.

También llegué a la conclusión de que la escribí en el transporte público, porque aunque tengo muy mala letra y un pulso pésimo, aquel trazo tan irregular sólo puede significar que volvía en un bus desde la Universidad o que las musas me asaltaron en el metro. Intuyendo el vaivén, sería la línea 6, la circular, la más vetusta y pesada línea de metro de Madrid. Eso sí, iría sentado, porque lo de escribir de pie ya no lo veo como algo mío. Leo, escucho música y pienso de pie, pero escribir o subrayar unos apuntes previo examen no son compatibles con mis piernas estiradas.

Es curioso lo que me revelan los bolsillos. Yo no soy de los que ha caído en la moda de la bandolera. Sé que es útil, pero me inclino más por la bolsillez. No es nada relacionado con la resta de masculinidad que algunos dicen que genera el bolso o la bandolera, tiene más que ver con mis manías. Bolsillo de la derecha: cartera, abono de metro y llaves; a la izquierda, móvil, mp3 y tabaco. Esto cambia cuando llevo cazadora, pero bueno. Eso, que haciendo una búsqueda de mierdas en mis bolsillos me llevo más de una sorpresa. Como un mechero que no recordaba dónde lo había metido. Eso sí, el día que lo encontré, lo perdí definitivamente. Fue en una fiesta. "Mauro, déjame fuego". "Claro, toma". Y adiós. Se perdió entre las cabezas y entre el humo del cigarro recién encendido. "¿Y mi mechero?". "No sé, yo no lo tengo...".

Deposité el papel sobre la mesa, me senté y leí: "Últimamente, las horas me parece que se me quedan entre los huecos de los asientos que ocupo en Madrid y los minutos se pierden por las calles que aún no reconozco". Yo qué sé, sería mis primeras impresiones de la ciudad. O un mal día. O un día FP. La verdad es que trataré de seguir esa historia para meterla en el blog, en plan ejercicio de escritura, tratando de adivinar qué hubiese escrito en aquella época.

Últimamente, a mí, al Mauro del presente (hola, Mauro del futuro que estás leyendo esto), se le pierden las horas delante de un ordenador y los minutos entre las sábanas.

Cómo Conocí El Rojiblanco

Chicos, todo empezó el miércoles. Agüero centraba, Forlán remataba, el balón rozaba el muslo de un gigantón noruego y el Atlético era campeón de la Liga Europa (para los ignorantes, la antigua UEFA; para los más ignorantes, una competición menos importante que la Copa de Europa). Salimos del bar y Madrid se había teñido de rojiblanco: coches dando bocinazos, banderas, bufandas y camisetas del Atlético. Y pusimos rumbo a Neptuno, la plaza donde se celebran sus títulos.

La razón no la sé, pero me sentía muy del Atleti. Sería que hacía mucho que tenía ganas de ir a una plaza repleta de gente para celebrar un título. En mi primer año en Madrid estuve a puntito de ir a la Cibeles a celebrar la Liga del Madrid (ya, pintaba muy poco y hubiese sido ir TOTALMENTE contra mis principios, pero soy una prostiPuta barata del fútbol), pero justo había descendido el Celta a Segunda y el luto me parecía necesario.

En fin, después de cantar, gritar y agitar una bufanda prestada (e insultar a Guti), volví a casa. Al día siguiente, no me dio tiempo ni de pisar la redacción: “No, no te sientes que te vas. Toma esta mini cámara y vete a cubrir la celebración del Atlético”. Resulta que iban a recorrer Madrid (bueno, una pequeña parte, desde el Calderón hasta Sol) para festejar el título con la afición y con todo friki/aburrido que pasase por ahí. Cogí un taxi con una compañera que le tocaba cubrirlo para el papel (yo lo hacía para la web, yeah) y nos plantamos en el Calderón.

Después de esperar un rato y fumarnos dos cigarros, apareció el de prensa del Atlético con la primera mala noticia de la tarde: “No estás acreditado”. Yo trasladé el mensaje a la redacción: “No estoy acreditado” (tendría que haberles dicho: “Capullos, no me habéis acreditado”, pero soy un encanto de persona. Muy riquiño). ¿Eso qué suponía? Pues que no podía ir en el bus reservado para la prensa (los jugadores iban en uno descapotado chulo, chulo) y que no tenía acceso a la Almudena, al Ayuntamiento ni a la Comunidad, las tres paradas previstas para la celebración. “¿Qué hago?”, pregunté en la enésima llamada a la redacción para que me diesen una solución. Segunda mala noticia: “Mira, cógete un taxi y vete a la Almudena. Adelántate a lo que haga el bus, según su recorrido, y graba la llegada, el ambiente, la afición… y vete llamando cuando puedas para llevarlo en directo en la web”. “Vaya”, pensé, “queréis que me adelante a sus movimientos, ¿eh? Queréis que sea un ninja… pues vale”.

Y ahí empezó mi tarde. Después de recorrer calles y calles en busca de un taxi (son como la policía: sólo aparecen cuando no los necesitas), me subí a uno en plena efervescencia periodística y le obligué a que me llevase hasta la Almudena (le pagué por ello, evidentemente, pero lo normal, no era algo excesivo…). La zona ya empezaba a estar abarrotada y, a lo lejos, se intuían las banderas y las cabezas con pensamientos rojiblancos (“…como en el 96…”). Las campanas repicaron a su llegada mientras los codos y las cabezas, esas rojiblancas, se clavaban en mi cuerpo y en mi pantalla de la mini cámara.

Siguiente parada, el Ayuntamiento. Llegué andando, porque lo de la Almudena (ofrecimiento, ramo de flores, chorradas varias…) iba para largo. Fue una mala idea, porque la caminata me hizo sentir la tercera mala noticia del día: los primeros pinchazos en las piernas. Pero soy un profesional, coño. Entre
Paula Prendes (aaaay, omá), uno de CQC, más aficionados y policías que me echaban de los lugares estratégicos, pasaron los minutos hasta que llegaron otra vez en su autobús descapotado los jugadores. Después, en el hall, escenario con cánticos con la plantilla, más codos, más cabezas y unas nuevas invitadas (y la cuarta mala noticia): las bufandas. Grabé, escribí y llamé por quinta vez a la redacción. Esa llamada me hizo perder tiempo y fallé en mi misión ninja: cuando llegué a la Puerta del Sol, el autobús se me había adelantado.

Esperando a que saliesen los jugadores al balcón de la Comunidad, una amable anciana me dio conversación. Mentira, me dio la brasa con preguntas sobre mi trabajo, mi vida y casi mi condición sexual. Después de escaparme, aparecieron los protagonistas una vez más y el día enfilaba su recta final. Sólo esperaba Neptuno, la plaza donde, como comprobaría después, la multitud de gente iba a ser el último escollo. Y es que a cada minuto que pasaba, a cada lugar que marcaba la ruta que llegaba, la masa de gente crecía de manera exponencial.

Evidentemente, lo de Neptuno ya fue una locura. Desde la Carrera de San Jerónimo se divisaba la plaza teñida de los dos colores que me estaban dejando ciego desde las 4 de la tarde. Una concentración de gente entre la que lo mismo te encontrabas a un bebé, que a un borracho (o varios, los que más eran estos), que a un tío subido a un semáforo, que a una familia encantadora o que a una señora que, ingenua, trataba de subir la calle en coche, mientras pedía perdón con las manos y la gente la insultaba (en plan bien).

Sabía que era mi última parada y desde la redacción me habían dicho que volviese, pero los ninjas somos así. “Grabo un par de cosas en Neptuno y ya voy”, dije con voz de guapo de peli americana, mientras la bandera de las barras y las estrellas ondeaba detrás de mí y el himno ‘yanki’ sonaba con fuerza. La imagen que quería era una: Antonio López, capitán del Atlético, poniéndole la bufanda del equipo al dios Neptuno.

Los jugadores llegaron, cantaron, se pusieron pesados (casi más que mis piernas, que ya acusaban las horas de pie, caminando, parado, corriendo, saltando…) y, por fin, llegó el momento. Era el cierre perfecto para mi vídeo. Pero…

Antonio López estira sus brazos para rodear al dios y una cabeza se interpone entre la cámara y la imagen. Después, una bufanda (zorras). A continuación, un brazo que casi me tira la cámara mientras una trompetilla incómoda estampa su sonido contra mi oído. En décimas de segundo, avancé a empujones a un lugar mejor (dentro de lo horrible que era cualquier sitio en aquella plaza atestada de gente). Alcé la cámara para evitar elementos distorsionadotes y… “Battery off”. ¡¡¡¿QUÉÉÉÉÉ?!!

Con el rabo entre las piernas, la mala hostia en la cara y algunas imágenes de Neptuno (pero no LA IMAGEN), me escapé de allí bufando contra todo y contra todos. En la calle Alcalá (la corista viene y va) paré un taxi. Se acababa la jornada callejil. Sólo restaba llegar a la redacción para hacer acto de presencia, fallecer en la silla e irme poco después. Con un manto rojiblanco sobre la cabeza, me subí al taxi.

Y así fue cómo conocí el rojiblanco.

La Filosofía, Irrenunciable

Los trayectos suelen ser largos. No tienen una sola dirección ni un solo objetivo, sino que están compuestos, por suerte o por desgracia, por líneas que se entrecruzan, caminos que se bifurcan y curvas tan pronunciadas que te invitan a posar el cuerpo sobre el asfalto a riesgo de caer antes de completarla. Y todo, a miles de kilómetros por hora.

En ese trayecto, sólo existe algo que debe ser irrenunciable. Puedes tomar la dirección equivocada, chocarte contra la pared al escoger y rascarte las rodillas y romperte el pantalón por inclinarte demasiado en las curvas. Pero hay algo que debe ser irrenunciable. La filosofía. Una filosofía. La tuya. La propia. La que debes dejar que te marque el camino, aunque tardes en entenderla y en saber si las decisiones que estás tomando son las correctas.

Desde hace meses he renunciado a todo. Total, pensaba, ya vendrá. Y te echas sobre el césped a esperar, con el cielo abierto de par en par sobre tu cabeza mientras los coches y los autobuses pasan a tu lado trasladando a cada persona por su camino. Cada uno con su filosofía a cuestas o perdiéndola en cada gesto y en cada palabra. Pero no nos damos cuenta de que la perdemos.

Suele haber un momento determinado en el que alguien te da un toque en el hombro para avisarte del desvío, de que tienes que decidir si sigues por el camino o coges la primera salida a la derecha. Cuando te avisan, el tiempo de reacción es corto, casi inexistente, porque sueles estar con la mirada en la carretera sólo atendiendo a los letreros azules que le dan denominación a la autopista. Eso sí, cuando te avisan del desvío, tienes un microsegundo que dura horas para tomar la decisión. Una decisión tan importante como difícil de tomar. La voz del GPS dice: "Toma la siguiente salida a la derecha o sigue recto".

Y ahí es cuando decides que tu filosofía tiene que ser irrenunciable. Que si tienes que pasar por la estación de servicio a repostar, también puedes aprovechar para tomarte un café, leer un periódico y descansar el rato necesario. Siempre, claro, sin renunciar a la filosofía.

El otro día, el Barcelona quedaba eliminado por el Inter. En juego, más que un título y más que el fútbol en sí. Quedaban enfrentadas dos filosofías y uno de los dos tendría que renunciar a la más pura. Al final, vencieron las sombras. Unos se fueron al pozo sin pasar por caja y los otros se dieron en festín con los aspersores. Unos cayeron con su filosofía intacta y otros se ganaron el favor de los mediocres que no supieron luchar con sus armas.

Yo perderé, seguro. Y me caeré al pozo. Puede que mañana mismo introduzca una de mis piernas en él y empiece a acomodarme al precipicio, pero lo haré sin renunciar a la filosofía. A la mía. A la que creo que tengo que seguir.

Quizás mañana, cuando vuelva a leer esto, ya sea uno más de los que coge el bus con la filosofía en la mochila y deje atrás los festines de los mediocres.

Por si acaso, deseadme suerte.
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