Soy De Cuatro

Pues eso, que soy de Cuatro. Al menos lo he sido este verano. Quedan algo más de 12 días para que expire mi contrato temporal, el que me ha dejado dos meses en la redacción de ese polémico y criticado informativo de deportes. Vale, mirad, lo admito: de informativo, tiene poco. Pero es un producto enfocado en otra dirección. Esa dirección es el entretenimiento. Y ha sido realmente entretenido trabajar este verano ahí. Y no sólo por los compañeros, que me han amenizado las 8 horas de trabajo diario (más o menos), sino también por dedicarte a hacer vídeos partiendo de NADA. La nada, esa cosa sin forma que tanto asusta a los periodistas. Si no hay nada, no hay información, y sin información, no hay trabajo.

Como memorandum de este verano, de estos dos meses en Cuatro, he recopilado algunos de los vídeos que se han ido colgando en Youtube. A veces te preguntas para qué sirven los frikis que cuelgan cosas en Youtube... pues para esto, para dejar a mi Mauro del futuro una prueba de lo que me pasé dos meses haciendo.

Algunos mejores, otros peores... pero, qué cojones, son míos. Y a lo mejor os importa un comino, pero es mi comino, copón. Ah, falta uno de Cesc que no encuentro y todos los que aparecen son del Madrid... No, si al final va a resultar que soy madridista, cagoentó...

















Y de regalo, el que más gracia me ha hecho. Es de Carlos Pozuelo, uno con el gen Cuatro, además de amigo y el primero que tuvo el valor de introducirme, hace algo más de un año y medio, en el mundo de Sogecable. Vamos, un crack.


Aquella Sonrisa...

Todo empezó un día, a eso de las 12 de la noche, en Barcelona. El aire a gazpacho y a festivo entre semana se escapaba de las gradas con un invitado del sur como espectador de excepción. Desde el verde, su figura se deslizó sorteando rivales y líneas blancas. Cuando la vista aún no alcanzaba la meta, el cañón disparó su bala; golpeó en el travesaño, rebotó contra el suelo, y repitió movimiento. Aquel día nacía una nueva sonrisa. Aquel día empezaba una nueva etapa.

A veces dos años son suficientes para justificar una decisión. "Lo hice; fueron dos años, pero fueron increíbles". A lo largo de ese tiempo, a lo largo de esos dos años, quedaron recuerdos en el camino que el tiempo no ha podido borrar. Fue la dentadura más desestructurada del Universo, la mirada más desviada de la Tierra y el gesto más reconocible del Mundo. Fue el rey durante 690 días, el emperador absoluto, la figura más rimbombante y el objetivo más perseguido. La corona no era de oro ni de plata, sino que estaba recubierta de admiración y de aplausos.

Duró dos años, pero fueron interminables. Ató el balón a la bota y dibujó regates y figuras inimaginables. Convirtió la rigidez en elasticidad, la dureza en gomas de borrar y le añadió la potencia y la fuerza que nace de la naturaleza, la que viene impuesta del más allá, la que no hace falta ni se puede entrenar. Y regaló constantemente; envolvía paquetes que desataban pasiones y siempre terminaban besando redes. Y lo hizo con un esférico. Qué mejor reflejo de la perfección que la esfera a la que le daba sentido con cada intento de magia, con cada destello de un imposible que recobraba sentido con él.

Y sonrió. Tanto lo hizo que llegó a su final así, mostrando el marfil. La alegría le llevó a querer alargar la vida, a hacer los días más cortos y a pensar que la luz del sol ya no era para invertir en trabajar, sino en desaparecer del mundo con los ojos cerrados. Y la sonrisa se le bajó a las abdominales y desató la rumorología. Y el rumor se convirtió en realidad. Y el cuero seguía atado, pero a un tercio de la velocidad irracional de antes.

Nunca había visto nada como aquello. El otro día, recuperaba en mi memoria a Ronaldinho, que fue el reflejo de lo que tiene que ser el fútbol, de la alegría que tendría que desbordar el deporte profesional, de la identidad que tiene que reflejar un brasileño cuando le dan permiso para hacer disfrutar, para demostrar que tienen las caderas más que para bailar samba. Al ver las imágenes recordé que es lo más impresionante que se ha visto en los últimos años y que tardaremos décadas en volver a ver una mezcla similar de fuerza, velocidad, técnica y potencia en una misma persona. Que era diferente e incomparable. Que aquella sonrisa mal dibujada por los genes escondía dos años de fútbol que nadie nos podrá quitar nunca.

Y me quedé extasiado delante del ordenador sin poder dejar de recordar aquella sonrisa.

Vivo En Marte

Las cosas en la Tierra están poniéndose difíciles. Que si la capa de ozono, el cambio climático, la crisis... vamos, que esto está manga por hombro y uno no puede pasarse la vida preocupado por todo. Así que me he ido de la Tierra; me he olvidado de todo lo que tenía aquí, he hecho las maletas y con el poco dinero que tenía ahorrado me he comprado un billete para viajar a Marte.

Hace unos meses, me llegó una oferta de un pisito allí. Era de nueva construcción, buen precio y materiales de calidad. Como único habitante del planeta, me daban toda clase de facilidades para poder costear el montante de la operación. Cansado de compartir piso, de limpiar lo de los demás y que los demás limpien lo mío, agité el cerdito en el que guardaba los ahorros y con lo que cayó sobre el colchón de la cama pagué la entrada del piso.

Ahora soy propietario y he decidido empezar una nueva vida allí. En Marte. Además, es que el viaje sólo lleva unas horas y se hace muy bien. Solemos parar en el Mar de la Tranquilidad, donde han abierto un restaurante lunar que ofrece comida y descanso a buen precio y te permite retomar fuerzas. Y desde la Luna las cosas se ven mejor, con distancia, con perspectiva. Y el cohete que me lleva a Marte vuelve a partir y mientras el piloto nos señala que estamos viajando a una altura indeterminada (porque ese concepto es relativo si no hay gravedad), a una velocidad incomprensible para unos recién estrenados del siglo XXI y que estamos dejando a la derecha varias estrellas que aún no tienen nombre, miro por la ventana para descubrir que el espacio es demasiado desconocido como para tener miedo.

Pegado al asiento, con la espalda recta, las horas que transcurren en el viaje rejuvenecen la piel y alargan la sonrisa. El ventanuco que queda a mi izquierda ofrece mezclas de colores galácticos, desvela masas de gas que giran en torno a fórmulas químicas complejas, mucho más que las que inventaron el oxígeno. Porque estamos en otra dimensión de las cosas. No hay turbulencias porque las pequeñas hordas de meteoritos que se cruzan están domesticadas como un espectáculo más, una idea del Consejero de Turismo de la Vía Láctea para retirar de las cabezas esa idea catastrofista de los viajes interestelares. Y llegamos a mi nuevo planeta.

No hay gravedad, sólo tranquilidad. Un apartamento con vistas a la Luna y a la Tierra, que parece dormida a tantos años luz. La cocina da a un pedazo de tierra roja en la que están construyendo un parque infantil, para los que queramos echar raíces en el planeta y lo queramos repoblar. A escasos metros de mi edificio, un centro comercial se alza con velocidad, con la rapidez con la que pasan las cosas en Marte, en donde no hay que esperar por licencias de construcción porque todo es tan novedoso que no se han inventado aún las dificultades ni existen aún los funcionarios que te exigen recorrer sus edificios con documentos de nombres indescifrables para terminar regresando al punto cero, con cansancio y la misma cara de imbécil con la que empezaste el camino.

En Marte todo es diferente. El 'no' es una utopía para extranjeros, el 'sí' es una palabra cómoda de uso habitual, las leyes aún se forjan según el comportamiento y la costumbre aún no tiene el arraigo suficiente para condicionar comportamientos. No están inventados los delitos todavía, porque la vida aquí es fácil. Es una vida de puertas abiertas, de cerrojos de plástico y de relojes de arena que dejan escapar los granos con lentitud porque la ausencia de gravedad retrasa todo, incluso los males que aún están por llegar.

Estoy contento. Vivo bien en Marte. Aún hay ideas que tengo que borrar de la cabeza, porque la vida terráquea ha sido larga y un poco dura por momentos y cuesta relajarse y adaptar la mente a las nuevas situaciones. Pero sé que lo conseguiré, que lo que queda por vivir aquí puede que esté pendiente de inventar una palabra para que se autodefina, que las mismas palabras que en la Tierra tienen un significado, una carga y un pasado, se renueven con el paso del tiempo, que aquí recibe también otro nombre y martillea con otro ritmo las manecillas de los relojes espaciales.

Tengo una casa en Marte. Vivo en Marte. Quiero quedarme a vivir aquí, en Marte, donde, por fin, todos los sueños pueden ser reales. No sé si con expectativas de infinito, pero sí con idea de permanencia. Estáis todos invitados.


Dos Meses

Apoyado sobre la valla metálica que separa a los viajeros que aterrizan de los que esperan tejiendo como Penélopes con la mirada perdida en la puerta que se abre automáticamente, aguantaba dos meses después el tipo en Barajas. Ese era el tiempo que había pasado. Dos meses sin a penas noticias del mundo que se encontraba fuera de Madrid.

Tres años antes ya me había encontrado allí, en la misma postura, apoyado en la misma valla y con el mismo vacío sideral en el estómago. Y las imágenes se repetían; familiares arremolinados alrededor de una pobre chica cargada de maletas, novios que recibían efusivamente a sus novias, ellas que abrazaban con pasión a los que esperaban, que llegaban con la forma del asiento del avión en el pelo, y yo con el mismo espacio inmenso en el estómago.

La tinta del periódico que leía compulsivamente para esquivar la espera teñía las líneas de la palma de mi mano, que empezaba a impacientarse, como si fuese la primera en darme el aviso de que ya se hacía tarde y que de entre las fauces de aquellas puertas que separaban a soldados y a Penélopes los ojos no detectaban la salida que esperaba.

Como hace tres años, cuando Madrid se convirtió en el espacio perfecto para asumir la realidad. Esta vez, en cambio, la misma ciudad apartaba las luces del cielo para que pudiese ver con calma las estrellas desde el templo de Debod y entender con calma otra realidad que se plantaba delante de mi cara. De ahí el precipicio que se abría a la altura del estómago.

Mientras el reloj marcaba los segundos al ritmo de los anuncios de nuevos vuelos que ya estaban en tierra, los ex pasajeros salían vomitados de los aviones, con maletas repletas de imágenes, de ropa y de recuerdos desordenados entre la ropa interior sucia. En algunos se desvelaba la decepción de volver a la rutina; en otros, la tristeza provocada porque el viaje no había colmado sus expectativas, como una pareja que ni se miraba y que no proyectaban hacia el exterior las ganas de agarrarse de la mano después de diez días juntos recorriendo las calles de Nueva York.

Y la misma sensación de desazón en el estómago, que no paraba de golpear contra las paredes de la tripa pidiendo auxilio, rogando una salida rápida, una exhalación de aire que comprimiese los pulmones y expulsase las malas sensaciones de un "no te volveré a ver". Como hacía tres años. Y después de dos meses, las tripas se arrugaban como desconocidas que no se atreven a compartir un taxi. Y el minutero machacaba el tiempo con un martillo de ritmo cadente.

Las fauces se abrieron y la imagen recibió la luz de un foco que el techo del aeropuerto había colocado especialmente allí. Con la maleta a rastras y un vaquero que había sufrido el viaje, se acercó con la misma mirada que se había perdido en aquellos dos meses, la misma con la que me había recibido hacía mucho tiempo. Y sin entender de seguridad en los aeropuertos, la maleta se desmayó, igual que la luz, sobre el suelo. Sus brazos se convirtieron en la prolongación de su mirada y se entrelazaron en mi espalda.

Con una sonrisa, los dos meses anteriores pasaban al olvido en una terminal de aeropuerto,esas que me producen dolores de estómago y malos humores. Excepto aquel día, que se hicieron luz y silencio para emprender una nueva realidad.
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