Gijón En Menos De Tres Horas

El martes por la noche descolgué el teléfono y me lo comunicaron: "Mauro, viajas a Gijón el domingo". "De puta madre", dije; luego recordé que a mis padres no les gusta que diga tacos, así que rectifiqué. "Chachi, qué guay". Volvía a Gijón, donde viví durante un año y medio en mi más tierna infancia. En ese momento estaba en Lisboa (ya contaré, supongo, en otra ocasión), pero mi cabeza se trasladó hasta Asturias, hasta Gijón, hasta El Molinón.

Resulta que uno de mis nuevos cometidos es viajar como ENG. Era mi segunda vez, porque somos varios nuevos y nos van rotando. Casualmente, han decidido mandarme de ENG el fin de semana posterior a un viaje de placer. El primero fue en Barcelona, en Cornellá, estadio del Espanyol; cuando me lo comunicaron estaba en Granada (supongo que también lo contaré en otro post). Lo malo de eso es que los días que te restan de viaje los pasas dándole vueltas a lo que vas a hacer el domingo.

Para Gijón tuve una idea clara: Preciado, su entrenador. Estaba en la cuerda floja, el equipo iba mal y una derrota del Sporting ante el Levante podría ser fatal. Le seguiría durante todo el partido, escondería un micro, y tendría la imagen con sonido perfecta. Esa idea se fue diluyendo entre el jueves y el viernes, y el sábado tenía menos fuerza que un puñetazo mío (soy extremadamente débil). Así que me puse a buscar otro tema, algo con lo que cubrirme las espaldas. Casualmente, los diarios asturianos le habían dado mucha bola a Cundi, ex futbolista del histórico Sporting de principios de los 80; resulta que su hijo, Rubén Suárez, jugaba en el Levante y regresaba al Molinón en Primera División por vez primera (valga la ridodoncia).

Tenía tema: ver el partido con Cundi, grabar sus reacciones y, al final, juntarlos a los dos. Conseguí su teléfono, después hablé con el Sporting para que me dejasen grabarlo en un palco privado... vamos, tenía tema. Así, el sábado lo cerré con una sonrisa en la cara. Al día siguiente iba a grabar y estaba convencido de que podría convertirlo en un vídeo de El Día Después. Qué pasó... Lo siguiente:

1.- Llego al aeropuerto de Barajas, saco mi tarjeta de embarque y me llama Jon, uno de mis compañeros que viajaba a Alicante. "Mauro, se están retrasando y cancelando vuelos. Ven a las pantallas que están después del control de metales". Allí estaba él, Jon. Me dijo que José, otro de los que viajaba, él a Bilbao, se había cogido un coche. Yo vi en la pantalla que todo estaba correcto, así que embarqué sin problema.

2.- El autobús que nos llevaba al avión se paró delante del pájaro ese de metal. Estuvo cinco minutos parado y dio la vuelta. Volvíamos a la terminal. La gente empezó a ponerse histérica. Me llamaron desde Producción (los que gestionan los viajes y los gastos). "Si no sale, coge tu coche y vete YA a Gijón; son 4 horas". Y así lo hice.

Aclaración: hay que estar con el cámara en el estadio dos horas antes de la hora del partido, las cinco, en este caso.

3.- Regresé a la Plaza de España y partí hacia Asturias. En el camino pensé: "¿Por qué no me han alquilado un coche ya en el aeropuerto?". Respuesta: porque soy tonto.

4.- Llegué, entre pitos y flautas, a Gijón a las 16.50. Entre que aparqué y que conseguí mi acreditación y el peto para estar a pie de campo, eran las 17.20. Grabamos sólo el juego, y quedé con Cundi para verle en el descanso.

5.- La historia de Cundi no salió. No pudimos grabar bien en su palco VIP de ex jugadores del Sporting porque era pequeñísimo y le tapábamos la visión al resto de la gente y su hijo fue sustituido al poco de comenzar la segunda parte. Al final del partido los junté, pero ya sabía que no tenía historia, así que mi ilusión esfumada me hizo entender que no iba a salir nada.

6.- Regresé a Madrid. A las 00.50 estaba en la redacción para dejar las tarjetas. Al día siguiente, me planté tres horas antes en la redacción para ver el bruto. Compacté 6 minutos de las más de dos horas de grabación y me presenté en la reunión con el tema de Cundi y otro que salió del visionado de las imágenes: la tensión que se vivió. Y el vídeo fue ese: tensión en el Molinón. Eso, más dos imágenes para "Lo que el ojo no ve" y unas imágenes de un sportinguista cabreado con su portero con el que se retó para después del partido fue el resultado de mi viaje.

No estuvo mal, la verdad. Podría haber sido peor. Este es el resultado:



Y así recorrí más de 900 kilómetros para estar menos de tres horas en Gijón...

Fetichismo

La vida me ha sentado, habitualmente, a esperar a los demás. Si existe la impuntualidad es porque hay otras personas, como yo, que marcamos las citas en rojo y aparecemos a la hora exacta que se acordó. Es más, yo me considero prepuntual. Me he inventado esa palabra para definirme, después de revivir constantemente la experiencia de llegar no a la hora, sino unos minutos antes. Eso sólo conlleva que la espera al impuntual abarque más allá de los minutos que van desde la hora de la cita hasta la llegada del tardío. Se convierte, en fin, en un suplicio.

En Madrid, mi primera experiencia prepuntual fue el día que quedé por primera vez con mis compañeros de clase para salir por la noche. Aún no los conocía bien y habíamos quedado a las 23.00. Yo, temeroso de llegar tarde y hacerles esperar, aparecí en el metro de Tribunal a las 22.45. Al no reconocer ninguna cara conocida, me metí en un bar a tomar una caña, sin perder de vista el lugar de la reunión. A la hora exacta sólo estábamos dos personas; diez minutos después, aparecieron otras dos; más tarde, otras tantas. Así constantemente, se sucedieron los minutos y las personas. "Con estos no vuelvo a ser prepuntual en mi vida". Mentí.

Con el tiempo, he tenido que inventar técnicas para pasar el rato mientras espero solo. Y me he dado cuenta de que soy un fetichista. La primera vez que me percaté de mi enfermedad fue en la entrada del Retiro. La espera era una incógnita, porque habíamos quedado allí "en lo que tardemos en llegar". Yo, evidentemente, no tardé más que los demás. Y ante la duda de los minutos de espera, que se podrían contar por decenas, empecé a fijarme en una prenda particular de los que pasaban a mi lado: los zapatos.

Mi padre siempre me insiste mucho en que los lleve limpios, que por los zapatos se puede reconocer a una persona, cómo es, cómo actúa y qué enseña a los demás. Yo, con los zapatos sucios, supongo que enseñaré que soy un poco descuidado, que me meto por caminos farragosos y enseñaré uno de mis grandes (y múltiples) defectos: la vagancia. Así que empecé a escrutar el calzado ajeno para tratar de poner cara a los pies que se cruzaban durante unos segundos por delante de mi cara.

Y me la empecé a jugar: "Zapatos de cordón negros con algo de suciedad... chaval joven que trabaja de abogadillo y se compra trajes baratos para ir al despecho... acerté; zapatillas Nike de deporte, de cross, acompañadas de unos vaqueros... este lleva una mochila y algo de acné en la cara... acerté; botas de 'chúpame la punta'... esta lleva falda corta y el pelo suelto... acerté". Y así, los minutos pasaron rápidamente, entre análisis 'socio-psicológicos' de los transeúntes y victorias personales por ser tan avispado.

Luego, el análisis se hizo extensivo a sus vidas. "Este hombre habrá salido de trabajar e irá a su casa a descansar; sus hijos pequeños, ya en casa, estarán jugando tranquilamente esperando su llegada"; "esta tía tiene una cita con un chico que le gusta. O eso o es que le gusta hacer sufrir a sus pies"; "este no tiene novia, por lo menos de esas que le dicen que se compre otro calzado".

Y me reconocí como un enfermo de los pies, de los zapatos. Yo siempre he odiado mis pies. En la playa, envidiaba los de los demás. Algunos bien dibujados, con una diagonal perfecta que iba desde el dedo gordo hasta el meñique, con las uñas perfectamente perfiladas, con aspecto suave y sedoso, o peludo y masculino. Yo me cubría los míos con la arena, para que nadie me analizase por la imagen que daban los míos. Justamente lo que estaba haciendo yo por primera y no última vez.

Ante el descubrimiento de mi obsesión fetichista que se dio inicio aquel día, bajé la cabeza y analicé mi propio calzado. La conclusión fue clara: "Joder, me tengo que comprar otros tenis ya...".

El Karma

Hace tiempo escribí sobre un enemigo íntimo de mi vida: la Inercia. Ahora, años después, me veo obligado a escribir sobre un aliado para hacer el bien. Si la Inercia te mataba poco a poco, te marcaba un camino del que sólo podías salir si te esforzabas y te dabas cuenta de que te había atrapado, este nuevo aliado te ayuda a vivir mejor, a complacer tus expectativas y te devuelve lo que la malvada Inercia te había quitado sin tú ser consciente.

Corría el año 1998 y en boca de todos estaba aquella horrible expresión con la que se definía un estado de ánimo o una actitud: el "buen rollo". Las cosas se hacían "de buen rollo", te daban "buen rollo" o se decían "de buen rollo". Ante esa moda, yo, que soy un hortera pero tengo mis límites, marqué otra expresión en mi vocabulario; las cosas me daban "buen Karma". Esa tontería la trasladé a mi círculo cercano, aunque sólo trascendió y fue determinante en la vida de una persona: el gran Dani C.M. Él expandió la palabra por Santiago hasta el inquietante punto de definir a sus amigos de Física como "Los Karmáticos" y componer una canción a capella que hablaba de los chakras, de cómo se abrían y de cómo el Karma era guay.

A lo largo de estos años, 'Me llamo Earl' ha sido otro punto clave en el conocimiento de algo tan etéreo como el Karma. Antes de la serie, yo ya creía en él, en la 'Justicia Poética' y toda clase de tonterías que me ayudase a salir de la rutina y me explicase la razón de mi desazón por la vida. Pero, a veces, no es suficiente con creer. Como la protagonista de 'Dogma', hasta que no se me apareció el mensajero del Karma, no fui consciente de la realidad.

Fue una mañana de abril. Salía de la ducha y me asaltó en el pasillo. Tomó forma humana (originariamente era una mota de polvo) y soltó un berrido que me dejó tieso (además de acojonado y cagado literalmente).

Voz del Karma: No te asustes; soy la voz del Karma. Me ha enviado aquí porque te vemos con poca fe últimamente. Tío, vamos a ver, ¿qué te pasa? ¿No te das cuenta de que nuestro archienemigo la Inercia (cuando nombraba al Innombrable, una música de tensión sonaba en el ambiente) te vuelve a ganar la partida? Tienes que reaccionar.

Mauro: Ya, ¿pero cómo? No sé si el Karma, tú y toda vuestra panda de frikis sois conscientes de que voy a cumplir 29 años y mi vida no es precisamente como yo pensaba. Todo cuesta mucho más de lo que debería, y no es justo, coño. Además, he rezado a la Justicia Poética y tampoco me ha hecho mucho caso...

VdK: Quejica... Vamos a ver, chaval. Estás quejándote todo el día y no haces nada para que actuemos. El Karma es un friki, peor que yo, que soy una mota de polvo que se convierte en hombre en medio del pasillo delante de un tío recién salido de la ducha (por cierto, tápate que se te ve el pajarito), así que deberás realizar algún tipo de sacrificio extraño, un ritual absurdo para que se ponga en acción. Es cierto que has acumulado méritos, pero tienes que hacer una señal. ¿Tú te crees que esas bengalas horteras que lanzan los barcos cuando se pierden son para llamar la atención de un humano? ¡¡Nooooooooooo!! Es que el Karma flipa con esas cosas.

M: Ah... pues justamente estaba pensado mientras me duchaba que no me apetecía hacer nada especial por mi cumpleaños por mi situación. De hecho, estaba pensando en hacer un funeral.

VdK: Mira, esa es una buena idea. Hazlo, muérete y vuelve a nacer. Resurge de tus cenizas como el Ave Fénix (muy colega del Karma, por cierto, que juegan al paddle todas las semanas). En serio, actúa, amigo, y serás recompensado. Eso sí, todo lo bueno que te pase a partir de ahí deberás agradecérselo al Karma.

M: Vale lo haré. Por cierto, a ti también se te ve el pajarito. Es muy bonito, ¿un periquito Spangle? Maravill...

Y desapareció. Yo me puse manos a la obra. Decidí que para vivir como vivía, era mejor fallecer. Qué mejor que elegir uno el momento de su muerte y ver, por ejemplo, quiénes vienen a tu funeral... Es cierto que vino demasiada poca gente; que si me coincide con otro cumpleaños (¡¡que lo mío es un funeral!!), que si no estoy en Madrid, que si soy retrasado... en fin. Poca gente me quiso. Pero fallecí. Y me desperté distinto. Destrozado porque morir cuesta lo suyo y es un trabajo digno de admiración, pero con una sonrisa en la cara, como si supiese que aquel era el momento de un cambio.

Tardé un mes, más o menos, en actuar. No quería forzar demasiado al Karma, así que me lo tomé con relativa calma (ya lo dicen por ahí: "Las cosas de palacio van despacio, y las del Karma, con calma"). Pero surtió efecto. Al mes de aquello, dejé mi trabajo de becario y emprendí un viaje a Barcelona. Fuero dos cambios sutiles. El primero, porque podría parecer una mala decisión; el segundo, porque un traslado a otra ciudad por unos cuatro días no es muy drástico. Pero regresé a Madrid con las esperanzas renovadas. Y me llamaron de un trabajo (trabajo trabajo, no beca-mierda).

Me resguardé en Vigo de los peligros de la capital, España fue campeona del mundo, empecé en Cuatro como paso previo a Canal Plus y conseguí que una maravillosa mujer me aguantase. Todo gracias al Karma. Como pago por los servicios, de vez en cuando tengo que hacer algún trabajillo para él, pero compensa.

Así que ya sabéis, amigos: amad al Karma, que él os lo recompensará.

Título Pedante

Dicen que no controlamos ni la mitad de nuestro cerebro. Vamos, que seríamos capaces de hacer cosas increíbles si lo dominásemos al 100% de sus posibilidades. Por eso mismo, el cerebro es un desconocido; un elemento propio, porque lo portamos dentro de la cabeza, de nuestra cabeza, pero que, muchas veces, tiene vida propia.

Y ahí entran los pequeños conductos, las ínfimas vías de acceso y salida de los impulsos que logren que funcione. Correctamente o no, pero que funcione, que esté activo. Son tan pequeños y tan desconocidos que no somos capaces de entender por qué razón nos descubrimos un día canturreando una canción, por qué un olor nos traslada en el tiempo, por qué una imagen nos llega a conmocionar si se trata de algo ajeno a nuestra vida y a nuestra realidad o cuál es la razón que nos lleva a soñar con algo que no sabemos qué significa.

Esas interconexiones que nos sorprenden de día o de noche se basan en caminos inescrutables que son recorridos por impulsos nerviosos que, casualmente, nos sacan de nuestras casillas, nos ponen nerviosos o nos hacen no saber reaccionar. Nos quedamos inmóviles en la cama, sentados, con las piernas cruzadas, dándole vueltas a las razones que nos han trasladado a esa plaza vacía de personas pero llenas de imágenes, contradictorias muchas de ellas. Y, muchas veces, nos encontramos perdidos.

Supongo que son controlables; que ese enemigo íntimo es posible que sea detenido, arrestado y puesto contra la pared para registrarlo, vaciarle los bolsillos y recuperar la cordura que nos ha robado en el metro, cuando la postura de perfil es la única posible para encontrar un hueco en el que respirar. El problema es que casi nunca sabemos. No entendemos por qué actuamos de determinadas maneras, por qué nos derrotamos antes de seguir, por qué nos encontramos en la nada, como si hubiésemos dado tantos pasos atrás que el borde del abismo estuviese justo a nuestro lado.

Pero esa es la parte divertida. La de buscar el control de lo incontrolable, la de robar al ladrón, la de agarrar al desconocido para someterlo a nuestras intenciones y, si no podemos con él, unirnos, fusionarnos para entender que vamos a compartir toda la vida con él y que no queda más remedio que conocerlo y que comprenderlo, perdonándole sus pecados y exaltando sus virtudes, que también las tiene.

Y sí, esas interconexiones cerebrales a veces están a punto de matarnos. Pero siempre es reconfortante ganar la partida, empatar el partido o perder la batalla cuando la guerra o la Liga no está perdida. Porque no lo está. Nunca.

Suerte.

P.D: El título originario era "Interconexiones cerebrales". Ya, una flipada y una pedantería asquerosa, de ahí el título final...

Hasta Pronto...

El hall del metro Sol nunca había estado tan poco iluminado. Desde hace más de cuatro años, cuando aterricé en Madrid, nunca había faltado tanta luz en aquella estación; ni las nuevas obras que la habían convertido en uno de los centros neurálgicos del transporte de la capital, más que antes, habían esquivado la sombra que acechaba aquel lunes.

Y es que las ciudades son personas y recuerdos. Decía el imbécil de Martín Hache que "extrañaba los tejados" de Buenos Aires, y su padre, Martín, que echaba de menos que la gente silbase por la calle. Las ciudades son, decía, cosas más importantes que los edificios, las calles o la oferta cultural. Puedes vivir en la más fea del mundo que si tienes gente y recuerdos, vivirás como Woody Allen en Nueva York. Y Madrid es para mí, varias personas y muchos recuerdos.

Aquel lunes de infausta memoria, una de esas personas que aglutinaba cientos de ellos, agitaba la mano en señal de despedida. Y lo hacía allí, en la estación de Sol, en la oscuridad de la caverna. Agitaba la mano, que golpeaba mi pecho a la altura de los pulmones, cortándome la respiración, prensando el poco aire que podía inhalar. Agitaba la mano, que lanzaba de un lado a otro las imágenes de los últimos años de Madrid, de mi vida en Madrid, de mi felicidad en Madrid.

No era la primera despedida a la que hacía frente, pero era, sin duda, una de las más duras. Y yo, que vivo en el mundo de la memoria, me quedé ciego, como tocado por Saramago, pero en lugar de perderme en un resplandor, me sumergí en las imágenes que la parte de mi cerebro que se activó en ese momento decidió escupir a mi retina. Y eran demasiadas, que se agolpaban para ser la primera, mientras otras luchaban por sumergir la última, la de la estación oscura de Sol, en el olvido. Y aparecían sonrisas, belgas, plazas mayores, tetas de Vallecas, Casas de Campo, aulas, apuntes perfectamente diseñados, exposiciones preparadas y por preparar, osos y madroños, Fnacs, O'neill's, Plazas de Santa Ana, San Chinarros, paddles y alitas de tamaño descomunal, victorias al mus, derrotas vitales y sobre todo, la sombra que me iba a acompañar hasta mi casa.

Salí de la estación como quien busca refugio en la realidad, pero no tuve suerte. Igual que a los románticos, el paisaje decidió acompañar mi camino de regreso. Preciados era una calle vacía, oscura, donde el único sonido reconocible era el de las escobas de dos siniestros barrenderos. Callao, fantasmal, como si un velo de tul cubriese los cines y las farolas. Incluso los semáforos.

El rojo era apagado, opaco, oscuro. El descenso por la Gran Vía parecía cuesta arriba. Los edificios, los mismos que hace poco cumplían con la avenida la centena de años, se derretían a mi paso, como si estuviesen pintados con acuarelas y expuestos a una lluvia torrencial. Se doblaban, se invertían, se desgranaban en miles de partículas que golpeaban en la noche, haciendo estallar los luminosos de los espectáculos.

La Plaza de España conservaba su microclima, pero su viento, esta vez, era más huracanado que nunca, como si tratase de arrebatarme lo poco que me quedaba durante esos minutos que van desde el primer hasta el segundo cruce. Miré hacia atrás y no había rascacielos, sólo una llanura amorfa de colores apagados que se transformaba en una avalancha que se desplazaba con ira hasta mí. Corrí para evitarla y me resguardé en la Plaza de los Cubos.

Ya a salvo, apuré los últimos metros con prisa para esconderme en mi casa. Dejé la mente en blanco durante unos minutos mientras me fumaba un cigarro en el salón y empecé a agitar la mano. "Hasta pronto. Espero que todo le vaya bien a Harpo...".

Especiales

Todos nos creemos especiales. Cada paso que damos, pensamos que somos los primeros en darlo; cada cosa que hacemos, creemos que hemos sido pioneros; cada paisaje que vemos, entendemos que nadie lo había enfocado antes. Así, desde nuestra perspectiva, consideramos que hemos dado una vuelta de tuerca más a la vida porque lo somos: somos especiales.

Cada vez que me pongo a escribir en el blog, empiezo con la voluntad de redactar algo novedoso, sorprendente, original, que nadie antes haya escrito. No con el objetivo de que algún día me den un Nobel, ni siquiera deseando que esto, lo que hago una mañana de domingo en mi habitación víctima del aburrimiento, sea algún día lo que me dé de comer. Sólo lo termino haciendo para sentirme, una vez que le doy a 'publicar entrada', especial. Distinto a los demás, diferente al resto que invierten su tiempo en rellenar los huecos de sus respectivos blogs para contar su vida, sus experiencias, sus viajes o plasmar sus inquietudes artísticas.

¿Y lo consigo? Desde la perspectiva personal, por supuesto. Es como cuando te plantas delante de un paisaje increíble y lo memorizas, lo fotografías y lo observas. Empiezas a escudriñar todos los recovecos, a viajar por las líneas del horizonte y del dibujo, no tardas ni tres segundos en pensar que eres el primero que ha conseguido eso: personalizar la imagen objetiva, subjetivizarla. Por desgracia, no es real. Tantos millones de personas a lo largo de la historia lo han intentado (e incluso conseguido) que sólo eres un elemento más en esa rueda de personalismos, un eslabón más de la cadena que convierte esa imagen en algo para recordar.

Para ti, eres especial; eres único por haberte fijado en un detalle ínfimo y por haberlo sabido centrar en el foco de la cámara, en la punta del boli o en la yema de los dedos. Pero seguro que ya alguien lo hizo. Es el pecado de los modernos, que recurren a la novedad que ya existía y la disfrazan de alegorías, de palabras rimbombantes y de colores afilados para que no sea la que ya existía. Pero sí. Existía. Y seguramente en manos de otro creador, de otro especial pero que lo es de verdad. Ya habrían escrito sobre eso, ya habrían cantado sobre lo que quieres contar, ya hay miles de fotografías expuestas que retratan tu novedad. No eres más que una versión futurista de un especial como tú que se adelantó en el tiempo, por la extraña virtud de haber vivido en otras épocas, para robarte la idea que te hacía tan especial.

Así que el 90% de los especiales terminan siendo copias de algo que ya existe. Muchos afinan con palabras que suenan bien, que se ordenan una detrás de otras y que, por lo general, no son más que sucesiones de tópicos baratos que algún día fueron novedades, pero que hoy no pasan de la mera imitación barata y anacrónica de un especial que, por desgracia, lo fue antes y más que ellos. A eso hay que resignarse, que no por hacer se es. Que no vale la intención de la especialidad, sino que tiene que ir acompañada con algo que los gitanos llaman duende, los humanos genialidad y los cursis, sensibilidad. Y no hay más.

Después de tantos años escribiendo en el blog, llega un punto en el que te das cuenta de que ya no vas a ser especial. Ha pasado tanto tiempo y tantos post, que las musas han ido nadando a otras orillas y sólo te alcanzan cuando estás despistado, pensando en otra cosa. Y la putada es que las musas, cuando vengan, mejor que te pillen trabajando, porque si no la idea se convierte en un coitus interruptus olvidado en la ceguera de la memoria, que es débil cuando no tiene un soporte de papel.

Hace poco, conseguí sentirme, de nuevo, especial. Miraba lo que otros ya habían visto y creo que puedo presumir de haber visto eso mismo de manera diferente a los demás. Sin caer en la condescendencia, sin caer en la cursilería y cayendo, lo justo, en la subjetividad del especial. Una vez lo vi como quería verlo, corrí a escribirlo. Y lo plasmé. Decía que era especial porque había logrado un punto de vista distinto a los demás, había sido capaz de apreciar cada movimiento ínfimo, cada aire que rozaba y cada tela que caía como antes nadie lo había conseguido antes.

Grabé la imagen, trasladada al texto, para recordar que, al menos una vez, fui especial.

Un Casi

Un amigo me decía que en la India, las cosas funcionan por un "casi"; los coches circulaban a toda velocidad por calles estrechas y llenas de gente, pero no pasaba nada por un casi; la gente pasaba hambre, pero sobrevivía por un casi; la suciedad de algunos sitios podía ser un nido de enfermedades, pero no pasaba nada por un casi. La India seguía en pie por un casi.

El Casi está en nuestra vida constantemente. Es un freno ajeno a nosotros, pero también un impulso para vivir. Es una contradicción constante que soporta nuestra existencia. Nos pasamos la vida viviendo a través de los Casis, que nos limitan las acciones hasta un punto a veces desquiciante. Yo, esta semana, he vivido en un casi constante. Y me he dado cuenta de que, en los últimos años, mi vida en Madrid se ha convertido, muchas veces, en un casi.

Esta semana, casi me voy de viaje. Hasta el último momento, el casi era un condimento afirmativo. Sin las maletas hechas y sin la planificación definitiva, las horas que pasaban sin que se llevase a cabo el viaje, hacían que el casi fuese tomando un cariz negativo. Las circunstancias se juntaron, se pusieron en fila como niños esperando para saltar en un trampolín. Y las dudas se multiplicaron hasta convertir el casi en un elemento negativo que dejó al viaje en un casi del pasado. "Casi me voy, pero al final me quedo el puente en Madrid".

Y esta semana casi hago un máster. Todo parecía bien encaminado desde hacía tiempo. Mi trabajo de tres días semanales en Canal Plus me permitía, en un principio, compaginarlo con el máster (el de Radio Nacional, para más señas). Pero el casi tomó, de nuevo, forma negativa. La actitud de los señores del máster (llamémoslos los "Máster del Universo") aplicó el "no" a la realidad y el casi se hizo inabarcable para mí. Casi digo que sí, con circunstancias adversas incluidas, pero al final todo queda donde empezó, en el punto cero, en el de no hacerlo.

Y así me he dado cuenta de que soy un casi con patas. Ayer pensaba que me gusta escribir, pero no leo lo suficiente para hacerlo bien; que me gusta la música, pero que no escucho la suficiente cantidad como para ser un experto ni un buen músico; que me gusta el deporte, pero que no hago el suficiente como para estar en forma; que me encanta comer, pero no cocino lo suficiente para preparar una maravillosa cena para dos; que me encanta el teatro, pero que no voy lo suficiente para empaparme y que no me muevo lo suficiente para hacer una obra que tenemos en el tintero desde hace más de un año.

Casi que voy a dejar de escribir el post, que casi es la hora de comer y casi empiezo a tener hambre.

Mucha suerte a todos.

Cucarachas

Los miedos son incontenibles; las fobias, incontestables; el terror, inimaginable. No sabemos de donde salen, cuándo nacen, por qué aparecen, pero están ahí. Como aquella riada de cucarachas que invadía las aceras de la ciudad aquel verano. Eran negras, patilargas, agresivas en el paso, con cáscara dividida, como un culo disparado al aire con la raja pendiente del cielo. Y copaban el suelo, acompañaban el paso, salían despedidas de las alcantarillas, donde escondían su guarida.

Agosto, que regalaba grados al termómetro, era el escenario de aquella lluvia negra que recorría el asfalto. Cada una de ellas vagaba sin rumbo, como si esperasen una señal, un paso miedoso al que atacar. Escondidas entre las sombras, ocultas del sol, rebañando la humedad de las cañerías, acechaban a su víctima, que caminaba despistada, ausente, pensando en las miles de cosas que tenía que hacer y que no haría, las listas que tenía que completar con las actividades que le habían quedado por hacer la semana anterior. Enumeraba en silencio: "Uno, ordenar la casa; dos, llamar al médico; tres, hacer la compra...". Mientras, sus enemigas se organizaban como un ejército que busca invadir un territorio, sólo que lo que buscaban era invadir su miedo más interno, lograr un daño superficial reflejado en un grito que desangrase por dentro los nervios y produjesen una herida más grave, más profunda, más enraizado en el subconsciente.

Y la víctima cambió el paso. Entró en una tienda de móviles. Su estancia fue corta, pero intensa. Una discusión le hizo cambiar el aire que le recorría la cara. Las cucarachas lo intuyeron; escondidas, acechantes, se rehicieron, cambiaron de táctica. Lanzaron una avanzadilla. La más joven y más valiente, la más echada para adelante, acercó la cabeza al hueco de la alcantarilla. Siguió con la mirada el caminar de la víctima y surgió de entre las profundidades, desde lo más remoto de la oscuridad que la encubría con el ahínco de un malhechor armado del arma más útil, la amenaza de lo desconocido.

La víctima olvidó la parálisis que las cucarachas le provocaban. El cielo se tiñó de rojo intenso y el sol se escondió detrás de un árbol, generando una sombra alargada sobre la escena. La imagen, en blanco y negro, matizando los grises, dibujó una suela que se detuvo al mismo tiempo que el segundero del reloj, que no supo avanzar ante tal situación. 30 centímetros separaron la acción del miedo, el cielo del infierno, la vida de la muerte. La cucaracha alzó la mirada con la dificultad que conlleva la ausencia de cuello y vio pasar su vida por delante de los ojos; los dos días que llevaba en la alcantarilla, sin a penas salir, planeando su ataque a los miedos más íntimos de la víctima recorrieron desde una antena a la otra como un camino con principio y fin. Y se despidió de la media hora que le quedaba de vida si la suela no se hubiese elevado sobre su figura.

La víctima, con la cólera enredada en la ira de la incomprensión de la telefonía móvil que no le permitía cambiar de tarifa, hizo descender su pie contra el suelo, llevándose el miedo por delante. Estampó la suela contra la cáscara dividida, que dejó de verse como un culo disparado al aire con la raja pendiente del cielo. Y ahí terminó el miedo. En ese preciso instante, murieron las antenas, la cáscara dividida, como un culo disparado al aire con la raja pendiente del cielo, las patas alargadas y las fobias incomprendidas en marañas de años.

Alzó y mató, pero siguió sucumbiendo al miedo irracional. Eso sí, siempre contaba el día que dejó atrás al miedo, cuando la fobia se ahogó al lado de una tienda de móviles, entre la suela del zapato y la acera, entre la ira encendida y el terror olvidado. El día que mató a una cucaracha.

El Final

Y llegó el final. De un día para otro, llegó. No se lo esperaba nadie, ni siquiera ellos. Se despertaron y eran dos desconocidos. Y llegó el final. Y con él, las cosas perdieron su sentido; por lo menos, el sentido que tenían antes de que él llegase. Ya no eran las mismas; eran, sí, seguían siendo, no habían desaparecido, pero no tenían nada que ver con el día anterior al final.

Entre las grietas de los azulejos de la cocina se escondieron los restos del aceite que había cocinado todas las comidas y las puertas de los armarios se olvidaron de que contenían la materia prima. Se quedaron abiertos, despistados, como si nunca hubiesen sido la caja de caudales de cada mediodía y de cada noche, como si hubiesen olvidado su función. Eran armarios, pero no se identificaban con lo que guardaban dentro. Y el grifo del agua se confundía, no sabía hacia qué lado se giraba su manivela para echar el agua caliente.

Y el pasillo se quedó a oscuras, desnudo de los paseos nocturnos hacia el cuarto de baño, que también se había perdido entre jabones y champús, entre geles y pastas de dientes, entre cepillos que marcaban con un color a quién pertenecían. Y el salón no tenía las mismas cortinas. Eran las mismas, pero no se agitaban igual por las corrientes, que ya no ventilaban la casa, sólo ahogaban los minutos del final. Y el polvo depositado sobre la pantalla de la televisión y que griseaba las imágenes había perdido contundencia; ahora era una simple capa difusa sobre la que no se podía dibujar ni escribir mensajes.

Y las sábanas se arrugaron, se aburrieron de no ser, se escaparon de las noches y sólo vivían por el día, sin conocer cuál era su nueva función, si es que la tenían. Como la almohada, que se preguntaba dónde se habían quedado las cicatrices del pelo, los hundimientos de las cabezas, los giros bruscos en busca del sueño. Y los libros se separaron de las palabras, que abandonaron las páginas para habitar en otros lugares más cálidos. No tenían ya ni portada.

Y la plaza se quedó sin palomas. Y la terraza en la que se tomaban la caña se separó del mundo. Ya no era su terraza. Sería la de otros, pero no la suya. Y las cañas ya no tenían color dorado ni sudaban el vaso con el frescor de septiembre. Y la frutería vendió las frutas, y la carnicería, la carne, y la pescadería, el pescado, y los negocios colgaron el cartel de 'se vende' y de 'se traslada' y de 'se alquila'. Y los pocos huecos para aparcar se llenaron de olvido.

Y el final llegó. Y se lo llevó todo. Sólo de vez en cuando recobraba la vida aquella calle, como la anciana que se arregla para las visitas y prepara café y galletas. Y llegó, porque siempre llega, el final.

Ojal

El McDonal's es un refugio de gente extraña. Somos pocos los que pasamos por sus oficinas para cubrir sus formularios y salir pitando a nuestra casa con la bolsa de papel que no impide que la Coca-Cola gotee y empape tu pedido, tu adorada Big Mac. Muchos encuentran ahí la soledad buscada, el silencio, un escondite para estar con los suyos. Ya se sabe, Dios los cría...

En una inmensa cola te da tiempo para pensar de todo: de lo bueno, lo malo, lo divino y lo humano. Con la mirada fija en los carteles que anuncian los variadísimos menús y algún cartel tachado recordándote que un producto que solías consumir ya no existe. Política empresarial y mercantil, supongo, la que lleva a hacer desaparecer algunos de los productos que antes relucían entre los anuncios luminosos de esa oficina. Los miras, sí, pero no lo ves. Yo, al menos, sé perfectamente qué voy a pedir y qué no. Así que la estatua de sal es una mera pose que le dice a la gente que no tenías pensado comer carne de rata, sino que ha sido el azar y el poco tiempo y las pocas ganas de cocinar lo que ha llevado a tus divinos huesos a estar ahí plantados.

Al fondo, los encargados de atender y servir el pedido divididos por colores y ropajes. Los hay con gorra, con camiseta "Hamburguer University", con peto y con un amago de traje; estos últimos son los mandamases. En el de la Plaza de los Cubos, al lado de mi casa, una mujer sonríe sin cesar y canturrea tu pedido, como si trabajar allí fuese su máxima aspiración. Tras observarla durante los últimos meses, he llegado a la conclusión de que sonríe porque sabe que no puede aspirar a más. Y es amable, sí, pero no goza del respeto de sus compañeros. Dos de ellos la criticaron un día mientras acompañaban mi salida, sin darse cuenta de que era espectador de excepción de su verborrea. "Ya lo ha vuelto a hacer. En cuanto le dices algo porque lo ha hecho mal, llora y se comporta como una niña pequeña". Dudé de la veracidad de aquello hasta que, semanas después, presencié cómo lloriqueaba mientras me servía mi menú; a su lado, una superiora que le recriminaba su mal trabajo, su falta de eficiencia. En resumen, su inutilidad. Ya no sonreía, porque aspiraba a poco, pero no le gustaba que le robasen sus aspiraciones.

En medio de ese circo, rodeado de tribus callejeras, de niños gritones, de padres que no saben pronunciar lo que quieren sus hijos, de viejas que piden un café, de chavales que gastan un euro en una Cheeseburger, de adolescentes con el pavo encima que reclaman desde los hierros de sus bocas aún por corregir un helado con furia, de cocineros que bromean con los de la caja desde su cocina, de los "rápido ese cuarto de libra", de los "me cambias este muñeco que lo tengo repe" y de los "¿me das mostaza?", y con mi pedido ya hecho, di unos pasos hacia atrás.

Con la perspectiva que me daba la media retirada, un chico avanzó hasta la posición de la caja. Mientras hacía su pedido, ahí estaba, en todo su esplendor, en toda su esencia... el ojal. De mi cabeza se borraban las chicas que enseñan el tanga al agacharse o al sentarse, el famoso y buscado "murciélago" de las chonis, los gayumbos petados combinados con unos pantalones enormes; todo aquello se apartó de mi mente. ¿Por qué?

Porque aquel joven que ansiaba su hamburguesa me mostraba lo más profundo de su ser. A ver, yo soy un chico tradicional y no me gusta que las cosas aparezcan así, sin más, sin conocer algo de la otra persona; pero él me lo estaba dando todo, absolutamente todo, a cambio de absolutamente nada. Del pantalón surgía una línea negruzca, traviesa, escocida por el sudor. Como un obrero cualquiera, hizo la "táctica de la hucha". Su ojete apenas escondido por la tela sobresalía sin vergüenza de lo más profundo para darme en la cara y en el estómago. Él no se inmutaba. Era evidente su plan "comando", su modelo talibán, su soltura interior.

La hucha me impresionó. Duró dos minutos, el tiempo que él estuvo apoyado sobre el mostrador recitando el menú y esperando a que le cobrasen. Dos minutos intensos y, lo admito, algo dolorosos.

Ahora, siempre que vuelva al McDonal's, recordaré de por vida aquel ojete de ojal que perturbó mi pre comida.

Soy De Cuatro

Pues eso, que soy de Cuatro. Al menos lo he sido este verano. Quedan algo más de 12 días para que expire mi contrato temporal, el que me ha dejado dos meses en la redacción de ese polémico y criticado informativo de deportes. Vale, mirad, lo admito: de informativo, tiene poco. Pero es un producto enfocado en otra dirección. Esa dirección es el entretenimiento. Y ha sido realmente entretenido trabajar este verano ahí. Y no sólo por los compañeros, que me han amenizado las 8 horas de trabajo diario (más o menos), sino también por dedicarte a hacer vídeos partiendo de NADA. La nada, esa cosa sin forma que tanto asusta a los periodistas. Si no hay nada, no hay información, y sin información, no hay trabajo.

Como memorandum de este verano, de estos dos meses en Cuatro, he recopilado algunos de los vídeos que se han ido colgando en Youtube. A veces te preguntas para qué sirven los frikis que cuelgan cosas en Youtube... pues para esto, para dejar a mi Mauro del futuro una prueba de lo que me pasé dos meses haciendo.

Algunos mejores, otros peores... pero, qué cojones, son míos. Y a lo mejor os importa un comino, pero es mi comino, copón. Ah, falta uno de Cesc que no encuentro y todos los que aparecen son del Madrid... No, si al final va a resultar que soy madridista, cagoentó...

















Y de regalo, el que más gracia me ha hecho. Es de Carlos Pozuelo, uno con el gen Cuatro, además de amigo y el primero que tuvo el valor de introducirme, hace algo más de un año y medio, en el mundo de Sogecable. Vamos, un crack.


Aquella Sonrisa...

Todo empezó un día, a eso de las 12 de la noche, en Barcelona. El aire a gazpacho y a festivo entre semana se escapaba de las gradas con un invitado del sur como espectador de excepción. Desde el verde, su figura se deslizó sorteando rivales y líneas blancas. Cuando la vista aún no alcanzaba la meta, el cañón disparó su bala; golpeó en el travesaño, rebotó contra el suelo, y repitió movimiento. Aquel día nacía una nueva sonrisa. Aquel día empezaba una nueva etapa.

A veces dos años son suficientes para justificar una decisión. "Lo hice; fueron dos años, pero fueron increíbles". A lo largo de ese tiempo, a lo largo de esos dos años, quedaron recuerdos en el camino que el tiempo no ha podido borrar. Fue la dentadura más desestructurada del Universo, la mirada más desviada de la Tierra y el gesto más reconocible del Mundo. Fue el rey durante 690 días, el emperador absoluto, la figura más rimbombante y el objetivo más perseguido. La corona no era de oro ni de plata, sino que estaba recubierta de admiración y de aplausos.

Duró dos años, pero fueron interminables. Ató el balón a la bota y dibujó regates y figuras inimaginables. Convirtió la rigidez en elasticidad, la dureza en gomas de borrar y le añadió la potencia y la fuerza que nace de la naturaleza, la que viene impuesta del más allá, la que no hace falta ni se puede entrenar. Y regaló constantemente; envolvía paquetes que desataban pasiones y siempre terminaban besando redes. Y lo hizo con un esférico. Qué mejor reflejo de la perfección que la esfera a la que le daba sentido con cada intento de magia, con cada destello de un imposible que recobraba sentido con él.

Y sonrió. Tanto lo hizo que llegó a su final así, mostrando el marfil. La alegría le llevó a querer alargar la vida, a hacer los días más cortos y a pensar que la luz del sol ya no era para invertir en trabajar, sino en desaparecer del mundo con los ojos cerrados. Y la sonrisa se le bajó a las abdominales y desató la rumorología. Y el rumor se convirtió en realidad. Y el cuero seguía atado, pero a un tercio de la velocidad irracional de antes.

Nunca había visto nada como aquello. El otro día, recuperaba en mi memoria a Ronaldinho, que fue el reflejo de lo que tiene que ser el fútbol, de la alegría que tendría que desbordar el deporte profesional, de la identidad que tiene que reflejar un brasileño cuando le dan permiso para hacer disfrutar, para demostrar que tienen las caderas más que para bailar samba. Al ver las imágenes recordé que es lo más impresionante que se ha visto en los últimos años y que tardaremos décadas en volver a ver una mezcla similar de fuerza, velocidad, técnica y potencia en una misma persona. Que era diferente e incomparable. Que aquella sonrisa mal dibujada por los genes escondía dos años de fútbol que nadie nos podrá quitar nunca.

Y me quedé extasiado delante del ordenador sin poder dejar de recordar aquella sonrisa.

Vivo En Marte

Las cosas en la Tierra están poniéndose difíciles. Que si la capa de ozono, el cambio climático, la crisis... vamos, que esto está manga por hombro y uno no puede pasarse la vida preocupado por todo. Así que me he ido de la Tierra; me he olvidado de todo lo que tenía aquí, he hecho las maletas y con el poco dinero que tenía ahorrado me he comprado un billete para viajar a Marte.

Hace unos meses, me llegó una oferta de un pisito allí. Era de nueva construcción, buen precio y materiales de calidad. Como único habitante del planeta, me daban toda clase de facilidades para poder costear el montante de la operación. Cansado de compartir piso, de limpiar lo de los demás y que los demás limpien lo mío, agité el cerdito en el que guardaba los ahorros y con lo que cayó sobre el colchón de la cama pagué la entrada del piso.

Ahora soy propietario y he decidido empezar una nueva vida allí. En Marte. Además, es que el viaje sólo lleva unas horas y se hace muy bien. Solemos parar en el Mar de la Tranquilidad, donde han abierto un restaurante lunar que ofrece comida y descanso a buen precio y te permite retomar fuerzas. Y desde la Luna las cosas se ven mejor, con distancia, con perspectiva. Y el cohete que me lleva a Marte vuelve a partir y mientras el piloto nos señala que estamos viajando a una altura indeterminada (porque ese concepto es relativo si no hay gravedad), a una velocidad incomprensible para unos recién estrenados del siglo XXI y que estamos dejando a la derecha varias estrellas que aún no tienen nombre, miro por la ventana para descubrir que el espacio es demasiado desconocido como para tener miedo.

Pegado al asiento, con la espalda recta, las horas que transcurren en el viaje rejuvenecen la piel y alargan la sonrisa. El ventanuco que queda a mi izquierda ofrece mezclas de colores galácticos, desvela masas de gas que giran en torno a fórmulas químicas complejas, mucho más que las que inventaron el oxígeno. Porque estamos en otra dimensión de las cosas. No hay turbulencias porque las pequeñas hordas de meteoritos que se cruzan están domesticadas como un espectáculo más, una idea del Consejero de Turismo de la Vía Láctea para retirar de las cabezas esa idea catastrofista de los viajes interestelares. Y llegamos a mi nuevo planeta.

No hay gravedad, sólo tranquilidad. Un apartamento con vistas a la Luna y a la Tierra, que parece dormida a tantos años luz. La cocina da a un pedazo de tierra roja en la que están construyendo un parque infantil, para los que queramos echar raíces en el planeta y lo queramos repoblar. A escasos metros de mi edificio, un centro comercial se alza con velocidad, con la rapidez con la que pasan las cosas en Marte, en donde no hay que esperar por licencias de construcción porque todo es tan novedoso que no se han inventado aún las dificultades ni existen aún los funcionarios que te exigen recorrer sus edificios con documentos de nombres indescifrables para terminar regresando al punto cero, con cansancio y la misma cara de imbécil con la que empezaste el camino.

En Marte todo es diferente. El 'no' es una utopía para extranjeros, el 'sí' es una palabra cómoda de uso habitual, las leyes aún se forjan según el comportamiento y la costumbre aún no tiene el arraigo suficiente para condicionar comportamientos. No están inventados los delitos todavía, porque la vida aquí es fácil. Es una vida de puertas abiertas, de cerrojos de plástico y de relojes de arena que dejan escapar los granos con lentitud porque la ausencia de gravedad retrasa todo, incluso los males que aún están por llegar.

Estoy contento. Vivo bien en Marte. Aún hay ideas que tengo que borrar de la cabeza, porque la vida terráquea ha sido larga y un poco dura por momentos y cuesta relajarse y adaptar la mente a las nuevas situaciones. Pero sé que lo conseguiré, que lo que queda por vivir aquí puede que esté pendiente de inventar una palabra para que se autodefina, que las mismas palabras que en la Tierra tienen un significado, una carga y un pasado, se renueven con el paso del tiempo, que aquí recibe también otro nombre y martillea con otro ritmo las manecillas de los relojes espaciales.

Tengo una casa en Marte. Vivo en Marte. Quiero quedarme a vivir aquí, en Marte, donde, por fin, todos los sueños pueden ser reales. No sé si con expectativas de infinito, pero sí con idea de permanencia. Estáis todos invitados.


Dos Meses

Apoyado sobre la valla metálica que separa a los viajeros que aterrizan de los que esperan tejiendo como Penélopes con la mirada perdida en la puerta que se abre automáticamente, aguantaba dos meses después el tipo en Barajas. Ese era el tiempo que había pasado. Dos meses sin a penas noticias del mundo que se encontraba fuera de Madrid.

Tres años antes ya me había encontrado allí, en la misma postura, apoyado en la misma valla y con el mismo vacío sideral en el estómago. Y las imágenes se repetían; familiares arremolinados alrededor de una pobre chica cargada de maletas, novios que recibían efusivamente a sus novias, ellas que abrazaban con pasión a los que esperaban, que llegaban con la forma del asiento del avión en el pelo, y yo con el mismo espacio inmenso en el estómago.

La tinta del periódico que leía compulsivamente para esquivar la espera teñía las líneas de la palma de mi mano, que empezaba a impacientarse, como si fuese la primera en darme el aviso de que ya se hacía tarde y que de entre las fauces de aquellas puertas que separaban a soldados y a Penélopes los ojos no detectaban la salida que esperaba.

Como hace tres años, cuando Madrid se convirtió en el espacio perfecto para asumir la realidad. Esta vez, en cambio, la misma ciudad apartaba las luces del cielo para que pudiese ver con calma las estrellas desde el templo de Debod y entender con calma otra realidad que se plantaba delante de mi cara. De ahí el precipicio que se abría a la altura del estómago.

Mientras el reloj marcaba los segundos al ritmo de los anuncios de nuevos vuelos que ya estaban en tierra, los ex pasajeros salían vomitados de los aviones, con maletas repletas de imágenes, de ropa y de recuerdos desordenados entre la ropa interior sucia. En algunos se desvelaba la decepción de volver a la rutina; en otros, la tristeza provocada porque el viaje no había colmado sus expectativas, como una pareja que ni se miraba y que no proyectaban hacia el exterior las ganas de agarrarse de la mano después de diez días juntos recorriendo las calles de Nueva York.

Y la misma sensación de desazón en el estómago, que no paraba de golpear contra las paredes de la tripa pidiendo auxilio, rogando una salida rápida, una exhalación de aire que comprimiese los pulmones y expulsase las malas sensaciones de un "no te volveré a ver". Como hacía tres años. Y después de dos meses, las tripas se arrugaban como desconocidas que no se atreven a compartir un taxi. Y el minutero machacaba el tiempo con un martillo de ritmo cadente.

Las fauces se abrieron y la imagen recibió la luz de un foco que el techo del aeropuerto había colocado especialmente allí. Con la maleta a rastras y un vaquero que había sufrido el viaje, se acercó con la misma mirada que se había perdido en aquellos dos meses, la misma con la que me había recibido hacía mucho tiempo. Y sin entender de seguridad en los aeropuertos, la maleta se desmayó, igual que la luz, sobre el suelo. Sus brazos se convirtieron en la prolongación de su mirada y se entrelazaron en mi espalda.

Con una sonrisa, los dos meses anteriores pasaban al olvido en una terminal de aeropuerto,esas que me producen dolores de estómago y malos humores. Excepto aquel día, que se hicieron luz y silencio para emprender una nueva realidad.

EnCantabrio

El verano en Madrid es duro. El calor, la polución y el estrés que no se va ni en verano del asfalto convierten la ciudad en un lugar demasiado árido para permanecer indefinidamente sin tomarte un descanso. Eso fue lo que hice el fin de semana pasado.

Libraba tres días seguidos (viernes, sábado y domingo) y me uní a un viaje que llevaba preparándose desde hacía semanas o meses a Cantabria. Hice mi maleta y me embarqué en un coche al lado de un coreano, una peruana y una brasileña. Salíamos a las 3 de la tarde de Madrid y calculábamos estar antes de las 8 en Hinojeda, al lado de Suances, donde habíamos alquilado un hostal. El plan: ir a dos festivales; uno en Santander, que se encajaba dentro de la semana grande de la ciudad, y otro en Suances, gratuito, de música un poco más dura y donde el chico coreano conocía a todo el mundo (como bien demostró después).

Además del equipaje, dos discos grabados con algunas peticiones horteras de la brasileña y algunas peticiones propias para no morir en aquella horterada. Y, como no podía ser de otra manera, las cosas se torcieron nada más salir. La mala noticia tomó forma de atasco de salida de Madrid. Cuando tardas dos horas en avanzar 90 kilómetros, te esperas que nada peor pueda pasar... pues sí.

Tardamos 7 horas en hacer todo el trayecto porque, entre otras cosas, nos encontramos con unas obras en la autopista que la reducían a un carril. En fin, que después del infierno de trayecto (que supimos amenizar perfectamente, es lo que tiene ir de viaje con amigos), llegamos a las 10 de la noche al hostal. El hostal... bonita por fuera era aquella casa, sin duda; el problema lo tenía la señora hostalera, empeñada a través del teléfono desde nuestra salida de Madrid en que éramos una pareja con dos hijos, a pesar de la reiterada aclaración de la peruana: "Que nooooo, señora, que somos cuatro adultos jóvenes". Nos desplazamos a Santander y llegó la segunda mala noticia, esta vez en forma de no entradas.

Lo que pasó es que mi tarjeta no me dejó sacar mis entradas y las de la brasileña, así que los dos nos perdimos el concierto (realmente el que íbamos a ver) y lo cambiamos por una hora y pico sentados en la playa, hablando de lo divino (como yo) y lo humano (yo; y no, no soy egocéntrico). Cuando el coreano y la peruana se aburrieron de ver al segundo grupo, nos juntamos de nuevo los cuatro, nos fuimos a Suances, y llegamos a ver el último grupo del segundo festival. Después, poco más, porque el largo viaje nos dejó demasiado cansados para salir "de fiesta" mucho más que dos horas desde la finalización del concierto.

El sábado, playa. Sí, playa y sol en el norte de España, para que luego se diga. La playa de los Locos (estaban muy crazy, tío) y otra que no recuerdo el nombre nos tiñeron la piel de otro color (rojo intenso en el caso de la peruana) y nos bañaron con el cantábrico a una temperatura impropia de ese mismo norte. Luego, por la tarde, visitamos Santillana del Mar (que ni es santa ni es llana ni tiene mar) y escuchamos un poco de un concierto de jazz al que no pudimos quedarnos.

El efecto del sol intenso sólo nos había dejado fuerzas para cenar en Suances de tapas guiados por el coreano en un gran acierto (de los pocos que tuvo el pobre en el viaje, porque es un poco tonto) y para volver al hostal. Allí, intercambio de duchas y siestas (nada sexual -ojalá-, simplemente mientras uno se duchaba, los otros tres dormitaban) y de nuevo al festival.

Sobre el escenario había un guitarrista gordo, barbudo y brazicorto con una camisa de flores, un bajista con una camiseta que rezaba "I love Benidorm" (sobre el que la brasileña y yo convenimos que estaba colocado), un batería al que casi no se le veía y un percusionista/teclista demasiado feliz y sosegado para el momento. ¿Y el cantante? Digamos que a los dos minutos de introducirme entre la gente con el coreano, el cantante apareció a escasos metros de mí mirándome fijamente a los ojos mientras entonaba su canción. Se pasó todo el concierto paseando entre el público, saltando con ellos, sentándose con ellos, bebiendo sus cervezas y poniéndose sus viseras... y todo esto bajo el auspicio de los organizadores del concierto, encargados de sostener y manejar el eterno cable del micro; cuando subía al escenario era un cuadro. En fin, que fue bastante gracioso.

Esta vez, ya finalizado el concierto, el débil estómago del coreano nos invitó a volver a hostal, donde a penas pudimos mantener una conversación de media hora castigados por el cansancio. Mejor, porque recuperamos fuerzas para el domingo. Visitamos Comillas (" "), donde comimos, y Torrelavega fugazmente. Y emprendimos el viaje de vuelta a Madrid, con una de esas mochilas que te llevas de los viajes geniales. Porque el tiempo se había parado durante esos dos días y medio. Volver a Madrid supuso partir de nuevo de cero en casi todos los sentidos. Y es que la vida y la capital en verano es muy dura. Tanto se había parado el tiempo para mí que el lunes el Real Madrid ya no contaba con Guti y Raúl se despedía del equipo. Qué tiempo, cómo es.

Pues eso, que encantabrio de haberos conocido.

P.D: Si alguno de mis ilustres acompañantes tiene a bien dejarme fotos o colgarlas en el Facebook podré decorar el post con imágenes. Ejem. He dicho.

Mis Apuntes De Derecho

El otro día, rebuscando en mis cajones, encontré una libreta en la que tomaba apuntes en segundo de carrera, en Derecho. La asignatura, Derecho Constitucional II; la profesora... A.G. (dejémoslo así, que Internet es muy traicionero). Esto es lo que recogía aquel día en un aula de Derecho en Santiago (totalmente verídico):

"A.G. porta hoy unos bellos ropajes; un estupendo conjunto de pantalón 'maprietaelculo' y un jersey 'notevoyaenseñarná'. El pantalón es de color gris oscuro y el jersey es de ese color inclasificable que se acerca al púrpura pero que jamás nadie se atreverá a ponerle un nombre exacto.

El jersey se ve adornado por un collarcito dorado que nuestra protagonista porta en su cubiero cuello (por el jersey, que es de cuello alto). El pelo está recogido (y suponemos que lavado) y lo hace con un broche 'keloflipas' que le ayuda a retirarse el cabello de su cara leve y elegantemente maquillada.

Está de pie sobre el estrado que preside la clase, algo que le daría algo de autoridad de no ser porque es ella, la G., la mujer que un día se chapó varias lecciones de Constitucional y ahora las dicta, intercalando entre frases su ya mítico "¿mng?", inigualable e irrepetible por otra persona que no sea ella.

En los días como hoy es cuando te preguntas si las clases valen la pena, si merece la pena ir a clase sólo para escuchar cómo A.G. te dice cuatro paridas que jamás será capaz de explicar. Son de esos días en los que las mujeres se sienten orgullosas de ser mujeres, los hombres se alegran de que las mujeres se enorgullezcan de ser mujeres, el oso Yogui goza por vivir en un parque natural tan mal vigilado como el de Yellowstone, los pajaritos emigran a otras tierras, la mayoría del PP nos atrapa, el fuego se quema, el agua se moja, el pez nada, la vaca todo, los chicos guapos se compran cremas para su cara, las chicas guapas se compran cremas de depilar, las gordas adelgazan, las delgadas también y todos son muy duros y guais.

Creo que con estas pinceladas os podéis imaginar que es un día que marcará el inicio de una época, uno de esos en los que te encuentas en una casa que no es la tuya pero que no huele del todo mal y en la que la gente te mira raro. Llego así a la conclusión de que Ricitos de Oro hizo mal en comerse la sopa de los tres ositos, que, como todos los osos, son unos lurillas y se cabrean, y no me extraña, ya que si una fulana rubita acaba con tu sopa merece morir. Además, ¿qué hace una niña sola por el bosque y sin caperuza roja? ¿quién le manda entrar en una casa que no es suya? ¿por qué lleva esos ricitos tan guais?

Todo esto lo consigo gracias al ralle de la G., pero creo que lo que viene aquí es más interesante que lo que ella dice".

Madre mía... 20 años y la inocencia perdida. Eso es lo que tiene ir a clase solo a las 4 de la tarde. En fin, ¿por qué no me quiero dedicar al Derecho...?

El Portero

El portero, ese personaje. Supongo que la gente se preguntará cómo uno llega a ser portero de cualquier deporte que lo demande. Es como ser árbitro... Yo fui portero. Mi razón, el asma. Se supone que si corría mucho me ahogaba, así que la estatua inamovible durante la mayor parte del partido que representa el defensor de la portería parecía la mejor opción para entrar en el equipo del colegio (realmente me hice portero el segundo año, después de una nefasta temporada). Lo fui de fútbol sala. Mi cueva era de red blanca y palos rojiblancos. Lo tuve que dejar por una bursitis en el codo, y sólo de vez en cuando he recuperado el tiempo pasado (como cuando me rompí una uña).

El portero, ese hombre. Es un antihéroe del fútbol; también en balonmano y en hockey (hielo, hierba o sobre patines). Vive solo en casi la totalidad del tiempo que dura el partido, atrapado en una dulce locura que le caracteriza. El portero, un jugador que en el campo sufre las mayores frustraciones. Sus fallos suelen ser los más recordados. También los del delantero, pero él tiene el premio del gol. El único premio del guardameta es el parar un penalti, pero para restarle mérito ya existe el dicho de "el penalti no lo para el portero, lo falla el jugador". Un dicho que resulta importantísimo para entender la figura del portero desde fuera; se distingue al portero del jugador, como si el primero careciese de la importancia que tiene el defensa, el mediocampista o el delantero.

Pero bendita locura la del portero. Higuita, con su escorpión en Wembley, la capital europea del fútbol; Jorge Campos, con sus camisetas horteroides y su alma de delantero centro; el desquiciamiento habitual de Chilavert, ese entrañable gordo que lanzaba las faltas como el mejor Maradona; o el máximo goleador, Rogerio Ceni, que demostró que los brasileños son especiales en el fútbol hasta cuando son porteros. Y eso que Brasil es el país en el que menos importancia han tenido ellos en la historia del fútbol. Sólo uno es recordado generación tras generación, y para eso, se le recuerda con odio. Se llamaba Barbosa y fue el triste protagonista del Maracanazo, una "tragedia" clásica que se vivió en Brasil, en 1950, en su Mundial, cuando todo estaba a su favor. Brasil perdió la final de ese Mundial en un Maracaná repleto hasta la bandera. De nada vale que los goles sean de Schiaffino y Gigghia, porque el mundo del fútbol recuerda a Barbosa, que fallecía en el año 2000 con la sombra del recuerdo nefasto del 50 y la indiferencia y odio de todo un país que vive por y para el fútbol.

Genio y figura, el portero. La imagen de la soledad. En los deportes de equipo, él es la imagen marginada, en una punta del campo, expectante de que, de sopetón, le llegue un balón. Si la caga, la caga; si la para... es lo que tenía que hacer. El solitario, el guardián de la puerta, el Can Cerbero, que protege la puerta del infierno... el puesto más poético del fútbol, seguro. Y a veces se le va la cabeza y se dedica a tratar de marcar goles, en lugar de pararlos; así lo escribí en El País Digital (vale, es que no me apetece repetir lo que ya escribí; por cierto, el titular no era ese, sino "Porteros contra natura", pero me lo cambiaron... cabritos).

Ayer, Casillas nos recordó lo importante que puede ser. Paró un penalti, salvó el empate casi al final. El mismo que ha demostrado, también, que el portero puede ser como el quarterback y quedarse con la tía buena, ayer se erigió en el símbolo de una selección que hizo historia. Repetida hasta la saciedad es la imagen del portero vestido de negro alzando la Eurocopa; esperemos que esa misma imagen se repita dentro de unos días, pero ahora levantando la copa dorada de campeones del mundo.

Y si lo hace, será el portero el protagonista, esa figura especial del fútbol.
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