El Final

Y llegó el final. De un día para otro, llegó. No se lo esperaba nadie, ni siquiera ellos. Se despertaron y eran dos desconocidos. Y llegó el final. Y con él, las cosas perdieron su sentido; por lo menos, el sentido que tenían antes de que él llegase. Ya no eran las mismas; eran, sí, seguían siendo, no habían desaparecido, pero no tenían nada que ver con el día anterior al final.

Entre las grietas de los azulejos de la cocina se escondieron los restos del aceite que había cocinado todas las comidas y las puertas de los armarios se olvidaron de que contenían la materia prima. Se quedaron abiertos, despistados, como si nunca hubiesen sido la caja de caudales de cada mediodía y de cada noche, como si hubiesen olvidado su función. Eran armarios, pero no se identificaban con lo que guardaban dentro. Y el grifo del agua se confundía, no sabía hacia qué lado se giraba su manivela para echar el agua caliente.

Y el pasillo se quedó a oscuras, desnudo de los paseos nocturnos hacia el cuarto de baño, que también se había perdido entre jabones y champús, entre geles y pastas de dientes, entre cepillos que marcaban con un color a quién pertenecían. Y el salón no tenía las mismas cortinas. Eran las mismas, pero no se agitaban igual por las corrientes, que ya no ventilaban la casa, sólo ahogaban los minutos del final. Y el polvo depositado sobre la pantalla de la televisión y que griseaba las imágenes había perdido contundencia; ahora era una simple capa difusa sobre la que no se podía dibujar ni escribir mensajes.

Y las sábanas se arrugaron, se aburrieron de no ser, se escaparon de las noches y sólo vivían por el día, sin conocer cuál era su nueva función, si es que la tenían. Como la almohada, que se preguntaba dónde se habían quedado las cicatrices del pelo, los hundimientos de las cabezas, los giros bruscos en busca del sueño. Y los libros se separaron de las palabras, que abandonaron las páginas para habitar en otros lugares más cálidos. No tenían ya ni portada.

Y la plaza se quedó sin palomas. Y la terraza en la que se tomaban la caña se separó del mundo. Ya no era su terraza. Sería la de otros, pero no la suya. Y las cañas ya no tenían color dorado ni sudaban el vaso con el frescor de septiembre. Y la frutería vendió las frutas, y la carnicería, la carne, y la pescadería, el pescado, y los negocios colgaron el cartel de 'se vende' y de 'se traslada' y de 'se alquila'. Y los pocos huecos para aparcar se llenaron de olvido.

Y el final llegó. Y se lo llevó todo. Sólo de vez en cuando recobraba la vida aquella calle, como la anciana que se arregla para las visitas y prepara café y galletas. Y llegó, porque siempre llega, el final.

2 comentarios:

Enrico Palazo dijo...

Bueno si entendemos que las cosas son cíclicas los finales no son más que nuevos principios, aúnque los circulos no siempre son planos y los binomios final/principio suelen venir acompañados de perturbaciones (saltos) no siempre agradables, pero bien sabes... es lo que hay.

Atentamente

P.D. Por cierto enhorabuena, aunque no veo el plus a buen seguro que lo harás bien, en tu linea.

M€ dijo...

Mierda física...

Gracias, Palazzo, eres todo un gentelman.

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