Cucarachas

Los miedos son incontenibles; las fobias, incontestables; el terror, inimaginable. No sabemos de donde salen, cuándo nacen, por qué aparecen, pero están ahí. Como aquella riada de cucarachas que invadía las aceras de la ciudad aquel verano. Eran negras, patilargas, agresivas en el paso, con cáscara dividida, como un culo disparado al aire con la raja pendiente del cielo. Y copaban el suelo, acompañaban el paso, salían despedidas de las alcantarillas, donde escondían su guarida.

Agosto, que regalaba grados al termómetro, era el escenario de aquella lluvia negra que recorría el asfalto. Cada una de ellas vagaba sin rumbo, como si esperasen una señal, un paso miedoso al que atacar. Escondidas entre las sombras, ocultas del sol, rebañando la humedad de las cañerías, acechaban a su víctima, que caminaba despistada, ausente, pensando en las miles de cosas que tenía que hacer y que no haría, las listas que tenía que completar con las actividades que le habían quedado por hacer la semana anterior. Enumeraba en silencio: "Uno, ordenar la casa; dos, llamar al médico; tres, hacer la compra...". Mientras, sus enemigas se organizaban como un ejército que busca invadir un territorio, sólo que lo que buscaban era invadir su miedo más interno, lograr un daño superficial reflejado en un grito que desangrase por dentro los nervios y produjesen una herida más grave, más profunda, más enraizado en el subconsciente.

Y la víctima cambió el paso. Entró en una tienda de móviles. Su estancia fue corta, pero intensa. Una discusión le hizo cambiar el aire que le recorría la cara. Las cucarachas lo intuyeron; escondidas, acechantes, se rehicieron, cambiaron de táctica. Lanzaron una avanzadilla. La más joven y más valiente, la más echada para adelante, acercó la cabeza al hueco de la alcantarilla. Siguió con la mirada el caminar de la víctima y surgió de entre las profundidades, desde lo más remoto de la oscuridad que la encubría con el ahínco de un malhechor armado del arma más útil, la amenaza de lo desconocido.

La víctima olvidó la parálisis que las cucarachas le provocaban. El cielo se tiñó de rojo intenso y el sol se escondió detrás de un árbol, generando una sombra alargada sobre la escena. La imagen, en blanco y negro, matizando los grises, dibujó una suela que se detuvo al mismo tiempo que el segundero del reloj, que no supo avanzar ante tal situación. 30 centímetros separaron la acción del miedo, el cielo del infierno, la vida de la muerte. La cucaracha alzó la mirada con la dificultad que conlleva la ausencia de cuello y vio pasar su vida por delante de los ojos; los dos días que llevaba en la alcantarilla, sin a penas salir, planeando su ataque a los miedos más íntimos de la víctima recorrieron desde una antena a la otra como un camino con principio y fin. Y se despidió de la media hora que le quedaba de vida si la suela no se hubiese elevado sobre su figura.

La víctima, con la cólera enredada en la ira de la incomprensión de la telefonía móvil que no le permitía cambiar de tarifa, hizo descender su pie contra el suelo, llevándose el miedo por delante. Estampó la suela contra la cáscara dividida, que dejó de verse como un culo disparado al aire con la raja pendiente del cielo. Y ahí terminó el miedo. En ese preciso instante, murieron las antenas, la cáscara dividida, como un culo disparado al aire con la raja pendiente del cielo, las patas alargadas y las fobias incomprendidas en marañas de años.

Alzó y mató, pero siguió sucumbiendo al miedo irracional. Eso sí, siempre contaba el día que dejó atrás al miedo, cuando la fobia se ahogó al lado de una tienda de móviles, entre la suela del zapato y la acera, entre la ira encendida y el terror olvidado. El día que mató a una cucaracha.

El Final

Y llegó el final. De un día para otro, llegó. No se lo esperaba nadie, ni siquiera ellos. Se despertaron y eran dos desconocidos. Y llegó el final. Y con él, las cosas perdieron su sentido; por lo menos, el sentido que tenían antes de que él llegase. Ya no eran las mismas; eran, sí, seguían siendo, no habían desaparecido, pero no tenían nada que ver con el día anterior al final.

Entre las grietas de los azulejos de la cocina se escondieron los restos del aceite que había cocinado todas las comidas y las puertas de los armarios se olvidaron de que contenían la materia prima. Se quedaron abiertos, despistados, como si nunca hubiesen sido la caja de caudales de cada mediodía y de cada noche, como si hubiesen olvidado su función. Eran armarios, pero no se identificaban con lo que guardaban dentro. Y el grifo del agua se confundía, no sabía hacia qué lado se giraba su manivela para echar el agua caliente.

Y el pasillo se quedó a oscuras, desnudo de los paseos nocturnos hacia el cuarto de baño, que también se había perdido entre jabones y champús, entre geles y pastas de dientes, entre cepillos que marcaban con un color a quién pertenecían. Y el salón no tenía las mismas cortinas. Eran las mismas, pero no se agitaban igual por las corrientes, que ya no ventilaban la casa, sólo ahogaban los minutos del final. Y el polvo depositado sobre la pantalla de la televisión y que griseaba las imágenes había perdido contundencia; ahora era una simple capa difusa sobre la que no se podía dibujar ni escribir mensajes.

Y las sábanas se arrugaron, se aburrieron de no ser, se escaparon de las noches y sólo vivían por el día, sin conocer cuál era su nueva función, si es que la tenían. Como la almohada, que se preguntaba dónde se habían quedado las cicatrices del pelo, los hundimientos de las cabezas, los giros bruscos en busca del sueño. Y los libros se separaron de las palabras, que abandonaron las páginas para habitar en otros lugares más cálidos. No tenían ya ni portada.

Y la plaza se quedó sin palomas. Y la terraza en la que se tomaban la caña se separó del mundo. Ya no era su terraza. Sería la de otros, pero no la suya. Y las cañas ya no tenían color dorado ni sudaban el vaso con el frescor de septiembre. Y la frutería vendió las frutas, y la carnicería, la carne, y la pescadería, el pescado, y los negocios colgaron el cartel de 'se vende' y de 'se traslada' y de 'se alquila'. Y los pocos huecos para aparcar se llenaron de olvido.

Y el final llegó. Y se lo llevó todo. Sólo de vez en cuando recobraba la vida aquella calle, como la anciana que se arregla para las visitas y prepara café y galletas. Y llegó, porque siempre llega, el final.

Ojal

El McDonal's es un refugio de gente extraña. Somos pocos los que pasamos por sus oficinas para cubrir sus formularios y salir pitando a nuestra casa con la bolsa de papel que no impide que la Coca-Cola gotee y empape tu pedido, tu adorada Big Mac. Muchos encuentran ahí la soledad buscada, el silencio, un escondite para estar con los suyos. Ya se sabe, Dios los cría...

En una inmensa cola te da tiempo para pensar de todo: de lo bueno, lo malo, lo divino y lo humano. Con la mirada fija en los carteles que anuncian los variadísimos menús y algún cartel tachado recordándote que un producto que solías consumir ya no existe. Política empresarial y mercantil, supongo, la que lleva a hacer desaparecer algunos de los productos que antes relucían entre los anuncios luminosos de esa oficina. Los miras, sí, pero no lo ves. Yo, al menos, sé perfectamente qué voy a pedir y qué no. Así que la estatua de sal es una mera pose que le dice a la gente que no tenías pensado comer carne de rata, sino que ha sido el azar y el poco tiempo y las pocas ganas de cocinar lo que ha llevado a tus divinos huesos a estar ahí plantados.

Al fondo, los encargados de atender y servir el pedido divididos por colores y ropajes. Los hay con gorra, con camiseta "Hamburguer University", con peto y con un amago de traje; estos últimos son los mandamases. En el de la Plaza de los Cubos, al lado de mi casa, una mujer sonríe sin cesar y canturrea tu pedido, como si trabajar allí fuese su máxima aspiración. Tras observarla durante los últimos meses, he llegado a la conclusión de que sonríe porque sabe que no puede aspirar a más. Y es amable, sí, pero no goza del respeto de sus compañeros. Dos de ellos la criticaron un día mientras acompañaban mi salida, sin darse cuenta de que era espectador de excepción de su verborrea. "Ya lo ha vuelto a hacer. En cuanto le dices algo porque lo ha hecho mal, llora y se comporta como una niña pequeña". Dudé de la veracidad de aquello hasta que, semanas después, presencié cómo lloriqueaba mientras me servía mi menú; a su lado, una superiora que le recriminaba su mal trabajo, su falta de eficiencia. En resumen, su inutilidad. Ya no sonreía, porque aspiraba a poco, pero no le gustaba que le robasen sus aspiraciones.

En medio de ese circo, rodeado de tribus callejeras, de niños gritones, de padres que no saben pronunciar lo que quieren sus hijos, de viejas que piden un café, de chavales que gastan un euro en una Cheeseburger, de adolescentes con el pavo encima que reclaman desde los hierros de sus bocas aún por corregir un helado con furia, de cocineros que bromean con los de la caja desde su cocina, de los "rápido ese cuarto de libra", de los "me cambias este muñeco que lo tengo repe" y de los "¿me das mostaza?", y con mi pedido ya hecho, di unos pasos hacia atrás.

Con la perspectiva que me daba la media retirada, un chico avanzó hasta la posición de la caja. Mientras hacía su pedido, ahí estaba, en todo su esplendor, en toda su esencia... el ojal. De mi cabeza se borraban las chicas que enseñan el tanga al agacharse o al sentarse, el famoso y buscado "murciélago" de las chonis, los gayumbos petados combinados con unos pantalones enormes; todo aquello se apartó de mi mente. ¿Por qué?

Porque aquel joven que ansiaba su hamburguesa me mostraba lo más profundo de su ser. A ver, yo soy un chico tradicional y no me gusta que las cosas aparezcan así, sin más, sin conocer algo de la otra persona; pero él me lo estaba dando todo, absolutamente todo, a cambio de absolutamente nada. Del pantalón surgía una línea negruzca, traviesa, escocida por el sudor. Como un obrero cualquiera, hizo la "táctica de la hucha". Su ojete apenas escondido por la tela sobresalía sin vergüenza de lo más profundo para darme en la cara y en el estómago. Él no se inmutaba. Era evidente su plan "comando", su modelo talibán, su soltura interior.

La hucha me impresionó. Duró dos minutos, el tiempo que él estuvo apoyado sobre el mostrador recitando el menú y esperando a que le cobrasen. Dos minutos intensos y, lo admito, algo dolorosos.

Ahora, siempre que vuelva al McDonal's, recordaré de por vida aquel ojete de ojal que perturbó mi pre comida.
2009 Vida De Un... - Powered by Blogger
Blogger Templates by Deluxe Templates
Wordpress theme by Dirty Blue