Fetichismo

La vida me ha sentado, habitualmente, a esperar a los demás. Si existe la impuntualidad es porque hay otras personas, como yo, que marcamos las citas en rojo y aparecemos a la hora exacta que se acordó. Es más, yo me considero prepuntual. Me he inventado esa palabra para definirme, después de revivir constantemente la experiencia de llegar no a la hora, sino unos minutos antes. Eso sólo conlleva que la espera al impuntual abarque más allá de los minutos que van desde la hora de la cita hasta la llegada del tardío. Se convierte, en fin, en un suplicio.

En Madrid, mi primera experiencia prepuntual fue el día que quedé por primera vez con mis compañeros de clase para salir por la noche. Aún no los conocía bien y habíamos quedado a las 23.00. Yo, temeroso de llegar tarde y hacerles esperar, aparecí en el metro de Tribunal a las 22.45. Al no reconocer ninguna cara conocida, me metí en un bar a tomar una caña, sin perder de vista el lugar de la reunión. A la hora exacta sólo estábamos dos personas; diez minutos después, aparecieron otras dos; más tarde, otras tantas. Así constantemente, se sucedieron los minutos y las personas. "Con estos no vuelvo a ser prepuntual en mi vida". Mentí.

Con el tiempo, he tenido que inventar técnicas para pasar el rato mientras espero solo. Y me he dado cuenta de que soy un fetichista. La primera vez que me percaté de mi enfermedad fue en la entrada del Retiro. La espera era una incógnita, porque habíamos quedado allí "en lo que tardemos en llegar". Yo, evidentemente, no tardé más que los demás. Y ante la duda de los minutos de espera, que se podrían contar por decenas, empecé a fijarme en una prenda particular de los que pasaban a mi lado: los zapatos.

Mi padre siempre me insiste mucho en que los lleve limpios, que por los zapatos se puede reconocer a una persona, cómo es, cómo actúa y qué enseña a los demás. Yo, con los zapatos sucios, supongo que enseñaré que soy un poco descuidado, que me meto por caminos farragosos y enseñaré uno de mis grandes (y múltiples) defectos: la vagancia. Así que empecé a escrutar el calzado ajeno para tratar de poner cara a los pies que se cruzaban durante unos segundos por delante de mi cara.

Y me la empecé a jugar: "Zapatos de cordón negros con algo de suciedad... chaval joven que trabaja de abogadillo y se compra trajes baratos para ir al despecho... acerté; zapatillas Nike de deporte, de cross, acompañadas de unos vaqueros... este lleva una mochila y algo de acné en la cara... acerté; botas de 'chúpame la punta'... esta lleva falda corta y el pelo suelto... acerté". Y así, los minutos pasaron rápidamente, entre análisis 'socio-psicológicos' de los transeúntes y victorias personales por ser tan avispado.

Luego, el análisis se hizo extensivo a sus vidas. "Este hombre habrá salido de trabajar e irá a su casa a descansar; sus hijos pequeños, ya en casa, estarán jugando tranquilamente esperando su llegada"; "esta tía tiene una cita con un chico que le gusta. O eso o es que le gusta hacer sufrir a sus pies"; "este no tiene novia, por lo menos de esas que le dicen que se compre otro calzado".

Y me reconocí como un enfermo de los pies, de los zapatos. Yo siempre he odiado mis pies. En la playa, envidiaba los de los demás. Algunos bien dibujados, con una diagonal perfecta que iba desde el dedo gordo hasta el meñique, con las uñas perfectamente perfiladas, con aspecto suave y sedoso, o peludo y masculino. Yo me cubría los míos con la arena, para que nadie me analizase por la imagen que daban los míos. Justamente lo que estaba haciendo yo por primera y no última vez.

Ante el descubrimiento de mi obsesión fetichista que se dio inicio aquel día, bajé la cabeza y analicé mi propio calzado. La conclusión fue clara: "Joder, me tengo que comprar otros tenis ya...".

El Karma

Hace tiempo escribí sobre un enemigo íntimo de mi vida: la Inercia. Ahora, años después, me veo obligado a escribir sobre un aliado para hacer el bien. Si la Inercia te mataba poco a poco, te marcaba un camino del que sólo podías salir si te esforzabas y te dabas cuenta de que te había atrapado, este nuevo aliado te ayuda a vivir mejor, a complacer tus expectativas y te devuelve lo que la malvada Inercia te había quitado sin tú ser consciente.

Corría el año 1998 y en boca de todos estaba aquella horrible expresión con la que se definía un estado de ánimo o una actitud: el "buen rollo". Las cosas se hacían "de buen rollo", te daban "buen rollo" o se decían "de buen rollo". Ante esa moda, yo, que soy un hortera pero tengo mis límites, marqué otra expresión en mi vocabulario; las cosas me daban "buen Karma". Esa tontería la trasladé a mi círculo cercano, aunque sólo trascendió y fue determinante en la vida de una persona: el gran Dani C.M. Él expandió la palabra por Santiago hasta el inquietante punto de definir a sus amigos de Física como "Los Karmáticos" y componer una canción a capella que hablaba de los chakras, de cómo se abrían y de cómo el Karma era guay.

A lo largo de estos años, 'Me llamo Earl' ha sido otro punto clave en el conocimiento de algo tan etéreo como el Karma. Antes de la serie, yo ya creía en él, en la 'Justicia Poética' y toda clase de tonterías que me ayudase a salir de la rutina y me explicase la razón de mi desazón por la vida. Pero, a veces, no es suficiente con creer. Como la protagonista de 'Dogma', hasta que no se me apareció el mensajero del Karma, no fui consciente de la realidad.

Fue una mañana de abril. Salía de la ducha y me asaltó en el pasillo. Tomó forma humana (originariamente era una mota de polvo) y soltó un berrido que me dejó tieso (además de acojonado y cagado literalmente).

Voz del Karma: No te asustes; soy la voz del Karma. Me ha enviado aquí porque te vemos con poca fe últimamente. Tío, vamos a ver, ¿qué te pasa? ¿No te das cuenta de que nuestro archienemigo la Inercia (cuando nombraba al Innombrable, una música de tensión sonaba en el ambiente) te vuelve a ganar la partida? Tienes que reaccionar.

Mauro: Ya, ¿pero cómo? No sé si el Karma, tú y toda vuestra panda de frikis sois conscientes de que voy a cumplir 29 años y mi vida no es precisamente como yo pensaba. Todo cuesta mucho más de lo que debería, y no es justo, coño. Además, he rezado a la Justicia Poética y tampoco me ha hecho mucho caso...

VdK: Quejica... Vamos a ver, chaval. Estás quejándote todo el día y no haces nada para que actuemos. El Karma es un friki, peor que yo, que soy una mota de polvo que se convierte en hombre en medio del pasillo delante de un tío recién salido de la ducha (por cierto, tápate que se te ve el pajarito), así que deberás realizar algún tipo de sacrificio extraño, un ritual absurdo para que se ponga en acción. Es cierto que has acumulado méritos, pero tienes que hacer una señal. ¿Tú te crees que esas bengalas horteras que lanzan los barcos cuando se pierden son para llamar la atención de un humano? ¡¡Nooooooooooo!! Es que el Karma flipa con esas cosas.

M: Ah... pues justamente estaba pensado mientras me duchaba que no me apetecía hacer nada especial por mi cumpleaños por mi situación. De hecho, estaba pensando en hacer un funeral.

VdK: Mira, esa es una buena idea. Hazlo, muérete y vuelve a nacer. Resurge de tus cenizas como el Ave Fénix (muy colega del Karma, por cierto, que juegan al paddle todas las semanas). En serio, actúa, amigo, y serás recompensado. Eso sí, todo lo bueno que te pase a partir de ahí deberás agradecérselo al Karma.

M: Vale lo haré. Por cierto, a ti también se te ve el pajarito. Es muy bonito, ¿un periquito Spangle? Maravill...

Y desapareció. Yo me puse manos a la obra. Decidí que para vivir como vivía, era mejor fallecer. Qué mejor que elegir uno el momento de su muerte y ver, por ejemplo, quiénes vienen a tu funeral... Es cierto que vino demasiada poca gente; que si me coincide con otro cumpleaños (¡¡que lo mío es un funeral!!), que si no estoy en Madrid, que si soy retrasado... en fin. Poca gente me quiso. Pero fallecí. Y me desperté distinto. Destrozado porque morir cuesta lo suyo y es un trabajo digno de admiración, pero con una sonrisa en la cara, como si supiese que aquel era el momento de un cambio.

Tardé un mes, más o menos, en actuar. No quería forzar demasiado al Karma, así que me lo tomé con relativa calma (ya lo dicen por ahí: "Las cosas de palacio van despacio, y las del Karma, con calma"). Pero surtió efecto. Al mes de aquello, dejé mi trabajo de becario y emprendí un viaje a Barcelona. Fuero dos cambios sutiles. El primero, porque podría parecer una mala decisión; el segundo, porque un traslado a otra ciudad por unos cuatro días no es muy drástico. Pero regresé a Madrid con las esperanzas renovadas. Y me llamaron de un trabajo (trabajo trabajo, no beca-mierda).

Me resguardé en Vigo de los peligros de la capital, España fue campeona del mundo, empecé en Cuatro como paso previo a Canal Plus y conseguí que una maravillosa mujer me aguantase. Todo gracias al Karma. Como pago por los servicios, de vez en cuando tengo que hacer algún trabajillo para él, pero compensa.

Así que ya sabéis, amigos: amad al Karma, que él os lo recompensará.

Título Pedante

Dicen que no controlamos ni la mitad de nuestro cerebro. Vamos, que seríamos capaces de hacer cosas increíbles si lo dominásemos al 100% de sus posibilidades. Por eso mismo, el cerebro es un desconocido; un elemento propio, porque lo portamos dentro de la cabeza, de nuestra cabeza, pero que, muchas veces, tiene vida propia.

Y ahí entran los pequeños conductos, las ínfimas vías de acceso y salida de los impulsos que logren que funcione. Correctamente o no, pero que funcione, que esté activo. Son tan pequeños y tan desconocidos que no somos capaces de entender por qué razón nos descubrimos un día canturreando una canción, por qué un olor nos traslada en el tiempo, por qué una imagen nos llega a conmocionar si se trata de algo ajeno a nuestra vida y a nuestra realidad o cuál es la razón que nos lleva a soñar con algo que no sabemos qué significa.

Esas interconexiones que nos sorprenden de día o de noche se basan en caminos inescrutables que son recorridos por impulsos nerviosos que, casualmente, nos sacan de nuestras casillas, nos ponen nerviosos o nos hacen no saber reaccionar. Nos quedamos inmóviles en la cama, sentados, con las piernas cruzadas, dándole vueltas a las razones que nos han trasladado a esa plaza vacía de personas pero llenas de imágenes, contradictorias muchas de ellas. Y, muchas veces, nos encontramos perdidos.

Supongo que son controlables; que ese enemigo íntimo es posible que sea detenido, arrestado y puesto contra la pared para registrarlo, vaciarle los bolsillos y recuperar la cordura que nos ha robado en el metro, cuando la postura de perfil es la única posible para encontrar un hueco en el que respirar. El problema es que casi nunca sabemos. No entendemos por qué actuamos de determinadas maneras, por qué nos derrotamos antes de seguir, por qué nos encontramos en la nada, como si hubiésemos dado tantos pasos atrás que el borde del abismo estuviese justo a nuestro lado.

Pero esa es la parte divertida. La de buscar el control de lo incontrolable, la de robar al ladrón, la de agarrar al desconocido para someterlo a nuestras intenciones y, si no podemos con él, unirnos, fusionarnos para entender que vamos a compartir toda la vida con él y que no queda más remedio que conocerlo y que comprenderlo, perdonándole sus pecados y exaltando sus virtudes, que también las tiene.

Y sí, esas interconexiones cerebrales a veces están a punto de matarnos. Pero siempre es reconfortante ganar la partida, empatar el partido o perder la batalla cuando la guerra o la Liga no está perdida. Porque no lo está. Nunca.

Suerte.

P.D: El título originario era "Interconexiones cerebrales". Ya, una flipada y una pedantería asquerosa, de ahí el título final...

Hasta Pronto...

El hall del metro Sol nunca había estado tan poco iluminado. Desde hace más de cuatro años, cuando aterricé en Madrid, nunca había faltado tanta luz en aquella estación; ni las nuevas obras que la habían convertido en uno de los centros neurálgicos del transporte de la capital, más que antes, habían esquivado la sombra que acechaba aquel lunes.

Y es que las ciudades son personas y recuerdos. Decía el imbécil de Martín Hache que "extrañaba los tejados" de Buenos Aires, y su padre, Martín, que echaba de menos que la gente silbase por la calle. Las ciudades son, decía, cosas más importantes que los edificios, las calles o la oferta cultural. Puedes vivir en la más fea del mundo que si tienes gente y recuerdos, vivirás como Woody Allen en Nueva York. Y Madrid es para mí, varias personas y muchos recuerdos.

Aquel lunes de infausta memoria, una de esas personas que aglutinaba cientos de ellos, agitaba la mano en señal de despedida. Y lo hacía allí, en la estación de Sol, en la oscuridad de la caverna. Agitaba la mano, que golpeaba mi pecho a la altura de los pulmones, cortándome la respiración, prensando el poco aire que podía inhalar. Agitaba la mano, que lanzaba de un lado a otro las imágenes de los últimos años de Madrid, de mi vida en Madrid, de mi felicidad en Madrid.

No era la primera despedida a la que hacía frente, pero era, sin duda, una de las más duras. Y yo, que vivo en el mundo de la memoria, me quedé ciego, como tocado por Saramago, pero en lugar de perderme en un resplandor, me sumergí en las imágenes que la parte de mi cerebro que se activó en ese momento decidió escupir a mi retina. Y eran demasiadas, que se agolpaban para ser la primera, mientras otras luchaban por sumergir la última, la de la estación oscura de Sol, en el olvido. Y aparecían sonrisas, belgas, plazas mayores, tetas de Vallecas, Casas de Campo, aulas, apuntes perfectamente diseñados, exposiciones preparadas y por preparar, osos y madroños, Fnacs, O'neill's, Plazas de Santa Ana, San Chinarros, paddles y alitas de tamaño descomunal, victorias al mus, derrotas vitales y sobre todo, la sombra que me iba a acompañar hasta mi casa.

Salí de la estación como quien busca refugio en la realidad, pero no tuve suerte. Igual que a los románticos, el paisaje decidió acompañar mi camino de regreso. Preciados era una calle vacía, oscura, donde el único sonido reconocible era el de las escobas de dos siniestros barrenderos. Callao, fantasmal, como si un velo de tul cubriese los cines y las farolas. Incluso los semáforos.

El rojo era apagado, opaco, oscuro. El descenso por la Gran Vía parecía cuesta arriba. Los edificios, los mismos que hace poco cumplían con la avenida la centena de años, se derretían a mi paso, como si estuviesen pintados con acuarelas y expuestos a una lluvia torrencial. Se doblaban, se invertían, se desgranaban en miles de partículas que golpeaban en la noche, haciendo estallar los luminosos de los espectáculos.

La Plaza de España conservaba su microclima, pero su viento, esta vez, era más huracanado que nunca, como si tratase de arrebatarme lo poco que me quedaba durante esos minutos que van desde el primer hasta el segundo cruce. Miré hacia atrás y no había rascacielos, sólo una llanura amorfa de colores apagados que se transformaba en una avalancha que se desplazaba con ira hasta mí. Corrí para evitarla y me resguardé en la Plaza de los Cubos.

Ya a salvo, apuré los últimos metros con prisa para esconderme en mi casa. Dejé la mente en blanco durante unos minutos mientras me fumaba un cigarro en el salón y empecé a agitar la mano. "Hasta pronto. Espero que todo le vaya bien a Harpo...".
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