Título Pedante

Dicen que no controlamos ni la mitad de nuestro cerebro. Vamos, que seríamos capaces de hacer cosas increíbles si lo dominásemos al 100% de sus posibilidades. Por eso mismo, el cerebro es un desconocido; un elemento propio, porque lo portamos dentro de la cabeza, de nuestra cabeza, pero que, muchas veces, tiene vida propia.

Y ahí entran los pequeños conductos, las ínfimas vías de acceso y salida de los impulsos que logren que funcione. Correctamente o no, pero que funcione, que esté activo. Son tan pequeños y tan desconocidos que no somos capaces de entender por qué razón nos descubrimos un día canturreando una canción, por qué un olor nos traslada en el tiempo, por qué una imagen nos llega a conmocionar si se trata de algo ajeno a nuestra vida y a nuestra realidad o cuál es la razón que nos lleva a soñar con algo que no sabemos qué significa.

Esas interconexiones que nos sorprenden de día o de noche se basan en caminos inescrutables que son recorridos por impulsos nerviosos que, casualmente, nos sacan de nuestras casillas, nos ponen nerviosos o nos hacen no saber reaccionar. Nos quedamos inmóviles en la cama, sentados, con las piernas cruzadas, dándole vueltas a las razones que nos han trasladado a esa plaza vacía de personas pero llenas de imágenes, contradictorias muchas de ellas. Y, muchas veces, nos encontramos perdidos.

Supongo que son controlables; que ese enemigo íntimo es posible que sea detenido, arrestado y puesto contra la pared para registrarlo, vaciarle los bolsillos y recuperar la cordura que nos ha robado en el metro, cuando la postura de perfil es la única posible para encontrar un hueco en el que respirar. El problema es que casi nunca sabemos. No entendemos por qué actuamos de determinadas maneras, por qué nos derrotamos antes de seguir, por qué nos encontramos en la nada, como si hubiésemos dado tantos pasos atrás que el borde del abismo estuviese justo a nuestro lado.

Pero esa es la parte divertida. La de buscar el control de lo incontrolable, la de robar al ladrón, la de agarrar al desconocido para someterlo a nuestras intenciones y, si no podemos con él, unirnos, fusionarnos para entender que vamos a compartir toda la vida con él y que no queda más remedio que conocerlo y que comprenderlo, perdonándole sus pecados y exaltando sus virtudes, que también las tiene.

Y sí, esas interconexiones cerebrales a veces están a punto de matarnos. Pero siempre es reconfortante ganar la partida, empatar el partido o perder la batalla cuando la guerra o la Liga no está perdida. Porque no lo está. Nunca.

Suerte.

P.D: El título originario era "Interconexiones cerebrales". Ya, una flipada y una pedantería asquerosa, de ahí el título final...

1 comentario:

Yagoi dijo...

Ya lo decia Allan Stewart Konigsberg, el cerebro es mi segundo órgano favorito.

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