Hoy Por Ayer

¿Qué día es hoy? ¿Es ayer o es mañana? ¿Es hoy? ¿Qué es hoy? Éstas son preguntas tan estupidas para una persona normal que seguro que alguno de vosotros (algunos, no muchos) no se las ha hecho. Yo, desde hace un tiempo, me las hago constantemente. No, no es que ahora me dedique a salir por la noche y me levante en camas ajenas sin saber dónde estoy ni qué día es hoy; tampoco es que ahora me drogue todos los días y en medio del subidón que me da el caballo, pocos segundo después de introducir la aguja en mis venas ya machacadas (como se nota que ayer vi el reportaje de Penamoa de 'Callejeros'), no sepa dónde estoy, no. Lo que pasa que es que ya no tengo claro cuando es hoy y cuando es ayer.

Cada vez que entro en la redacción de Estrella Digital es como si el tiempo se volviese loco: "Mauro, necesitamos actualizar esta noticia para hoy, luego pásala para mañana. Ah, y recuerda que, en el artículo para mañana, 'mañana' es 'hoy' y 'hoy' es 'ayer'...". Vale, así que hoy, a veces es ayer, y mañana, a veces es hoy... buf. No entiendo nada. A veces llego pensando que es hoy, pero resulta que estoy en ayer y tengo que esperar hasta mañana para llegar a hoy. Y eso no es lo peor.

Yo nunca he sabido bien en qué día vivía; nunca he sido bueno para retener fechas de importancia y son muchas las veces que se me ha pasado el cumpleaños de amigos, familiares o conocidos. Siempre que me preguntaban qué día era tenía que mirar el móvil para recordar que estábamos, por ejemplo, a 22 de febrero. Y es que hay muchas veces que los números tienen mucha importancia, demasiada, incluso. En eso juegan un papel muy importante las novias.

Cuando tienes novia, ella empieza a aglutinar en su cabeza miles de fechas, nombres y lugares que son importantes. Lo peor es que el hombre (no genérico, sino el que tiene pito, vamos) no suele tener esa habilidad que Dios (o Maradona, vete tú a saber) le concedió a la mujer. De hecho, es muy posible que se den este tipo de situaciones muy de vez en cuando:

Novia: ¿Sabes qué día es hoy?
Novio: Sí, claro...(saca el móvil de su bolsillo, ve disimuladamente la fecha y lo guarda) Es 17 de Mayo. Qué bien.

Novia: ¿Verdad? Siempre que llega esta fecha vuelvo a recordar todo, como si fuese ayer, como si lo estuviese viviendo en ese preciso instante.
Novio: A mí me pasa lo mismo; se me vienen a la cabeza tantos nombres: Rosalía de Castro, Manuel Murguía, Ramón Cabanillas, Castelao, Pondal... Es como aspirar desde la raíz toda la cultura gallega que llevamos en nuestras venas.
Novia: ¿?

Novio: Y ya no te digo Celso Emilio Ferreiro, Curros Enríquez o Vicente Risco. Joder, es un día en el que te sientes gallego y con unas ganas locas de empezar a falar o idioma daqueles que loitaron por poder expresá-la súa opinión na lingua que respeitaban máis...(él se queda pensando que habla un gallego genial, cara de satisfacción incluída)
Novia: Estás de coña, ¿no?
Novio: ...Sí, claro. No voy a ponerme a hablar gallego ahora, tranquila.
Novia: Repito: estás de coña.
Novio: Eeeehh... No sé, ¿estoy de coña? (risita/sonrisita que suele cautivar a su novia)
Novia: No me pongas esa cara, que no la soporto. Hoy hace cuatro meses y medio desde que cenamos juntos en el restaurante italiano donde el camarero nos preguntó si éramos novios y tú le dijiste que sí. Era la primera vez que decías que éramos novios, era como oficializarlo.
Novio: ¿Oficializarlo? ¿Ante un camarero desconocido?
Novia: No es ante quién lo importante, sino que dijiste que éramos novios; esa palabra salió de tu boca. Para mí fue super importante, tío.
Novio: Ya... sí... es queeee... claro que me acordaba. Te estaba tomando el pelo.
Novia: Ya…


Malditas fechas. Siempre te meten en líos de los que es difícil escapar. Si ya es difícil evitar estas cosas habitualmente, cuando tu vida gira en torno a días que no son hoy, sino que a veces son anteriores o posteriores al día que vives (¿?) todo se hace muy complicado.

Me voy, que tengo cosas que hacer ayer para hoy...o algo así.

Ah, este post lo empecé ayer, lo he terminado hoy, que es cuando lo publico, y tú, seguramente, lo leerás mañana... bienvenido a mi mundo, amigo. Muah muah aha hahaha...

Desnudo



Sí, amigos, sí. Así me sentí. Desnudo, en la gran ciudad, en la Gran Vía, entre rostros de gente que me aniquilaba con sus miradas de desprecio e incomprensión. Me explico:


Era la madrugada del sábado, las 5 de la mañana, aproximadamente. Las tenues luces de la discoteca-pub o lo que fuese aquello me estaban dando sueño. Era como si la música que rebotaba en las paredes me golpease con la fuerza de un puñetazo bien dado. Era mi momento; era el momento de huir de aquel lugar y hacer caso a lo que decía Siniestro Total en una de sus célebres canciones: "Camino de la cama es el mejor camino".


Así que me fui, cogí mis cosas y me puse a navegar...a andar, quiero decir. Aparté a la gente que me salía al paso en el local y me hice hueco para llegar hasta la puerta. Salí del local desubicado, sin saber dónde me encontraba, sin entender por qué había malgastado tres horas de mi vida en un local donde un pseudohombre calvo y con camisa naranja chillona bailaba como Michael Stipe. Giré a la derecha y me adentré en la Gran Vía.


A esas horas, la Gran Vía sigue siendo un mar de gente que atraviesa las aceras en todas las direcciones. Tratando de no ahogarme con cualquiera de sus oleadas, comencé a bajar hacia la Plaza de España, ya que pensé que lo mejor era ir andando a casa en lugar de coger un taxi o un bus nocturno.


Mientras bajaba, un hombrecillo (rumano, para más señas) se puso a mi altura y comenzó a caminar a mi lado. A los pocos metros se giró y me dijo: "Desnudate, cabrón". No, no me dijo eso. Realmente me empezó a contar una extraña historia que terminaba con que necesitaba una moneda de un euro y que si se la podía cambiar. Yo, que soy muy caballeroso y el típico imbécil que no cree en la maldad humana, saqué mi cartera y le intercambié sus monedas (que parecían muchas) por una moneda de un euro. Cuando conté las monedas que me había dado, vi que sólo me había dado 60 céntimos, que, como podréis entender, es menos de un euro.


"Eh, me has dado 60 céntimos, y eso es menos de un euro...espera...uno más tres, me llevo cinco, por el éste te la tal...sí, creo que sí", dije con una seriedad impropia en mi. "No, te he dado el euro, ¿me estás llamando ladrón?", tuvo los huevos de decir el hombre (rumano, repito, rumano). "No te estoy llamando nada, sólo te digo que me has dado menos de un euro. ¿Sabes una cosa? Me da igual, quédatelo, pero me has dado menos de un euro", concluí pensando que había ganado la partida con esa pose de burgués digno.


El rumano (hombre, repito, hombre) desapareció en breves segundos sumergido en la marea humana. Mientras, yo, con la cabeza muy alta por ser tan chulo, continué mi bajada, eso sí, con 40 céntimos menos en la cartera. Bah, sólo 40 céntimos...¿sólo? No, sólo, no.


Llegando ya a la plaza de España me toqué el bolsillo izquierdo (Explico: siempre llevo el móvil en el bolsillo izquierdo y la cartera y las llaves en el derecho. Sí, es una gilipollez como otra cualquiera, de esas que haces para que la gente pienses que eres superguay. Yo lo consigo, amigos). Cuál fue mi sorpresa (¿Cuál? Ésta) cuando en mi bolsillo izquierdo no había nada. Absolutamente nada. Bueno, sí, mi abono de transporte y un vacío sideral que hacía que mi mano se perdiese entre tanto espacio. Me sentí desnudo. Ahora entendía mejor a Malena Gracia. Mis pechos rebotaban en el frío de la madrugada y mi terso trasero se erizaba al paso de un autobús urbano. Puede que recupere mi móvil, puede que me compre otro, pero jamás olvidaré aquel frío. Mi cabeza empezó a segregar pensamientos impuros: otras manos estaban palmando mi móvil, su carcasa, su pantalla, sus botoncitos. A saber qué cosas tendría que ver mi móvil antes de perderse en cualquier tienda de segunda mano, en cualquier mercado negro, en cualquier rincón oscuro de una casa desangelada.


Me empecé a agobiar (diría que incluso a llorar, pero quiero mantener un status en la sociedad que no me permite decir esas cosas). Mi pecho se contrajo y la respiración me empezó a fallar. Comencé a jadear, tratando de recordar las clases pre-parto a las que había acompañado a aquella chica que había dejado embarazada en el verano del 89. Como una niña a la que le han tirado de las coletas, comencé a correr Gran Vía abajo preguntándole a la gente si me podían dejar un móvil. Evidentemente, nadie lo hizo. Todos miraban a otro lado y se reían en plan: "Sí, claro, te dejo mi móvil tuneado y te lo llevas, maldito rumano".


Pensé rápido otra alternativa...¡los taxistas! Claro, esos hombres puros, de corazón amplio donde caben miles de historias y anécdotas sobre la temperatura atmosférica. Me acerqué a una parada y traté de comunicarme con aquellos seres. Ellos, como si no entendiesen mi angustia, negaban con la cabeza y me decían: "No podemos hacer nada. No podemos hacer nada". Pero uno de ellos me dio un buen consejo: "Lo mejor es que te vayas a tu casa y allí llames a Movistar". ¡Claro! Que mentes prodigiosas son. Es imposible, si no, aprenderte tantas calles y los recorridos.


Llegué a mi casa, desperté a una de mis compañeras de piso y cancelé el número. Ya estaba solucionado todo, pero seguía sintiendo el mismo frío, el del desnudo en una calle llena de gente, el de una mano rumana que había usurpado uno de mis bienes más amados: el móvil.
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