Obituario

M.P.B. nació un 13 de abril de 1981. Era lunes, las 7 de la madrugada, después del domingo de ramos.

En sus primeros años, M vivió en pueblos de la geografía gallega como Lalín y Ponteareas hasta que, a los 3 años y medio, las circunstancias le llevaron hasta Asturias, concretamente a Gijón. En la ciudad asturiana vivió sus primeros recuerdos, esos que eran los más antiguos que es capaz de traer a su memoria, en los que se incluían imágenes, olores y sonidos de la playa, la lluvia, el viento aquel día de temporal que arrancaba las tejas de los techos de los edificios, el parque de Begoña y el árbol donde con su hermana y un amigo escondían el “secreto” que no duraría más de unas horas allí, el verde de Isabel La Católica (o, como él lo llamaba, Isabelacatólica), el día en el que un perro le ladró por tocarle una herida o el instante en el que un coche, con su malvada rueda trasera, le rasgó el labio, con el consiguiente chorreo de sangre.

Sus pasos fueron a dar hasta Vigo, ciudad originaria de su madre, cuando a penas había cumplido los cinco años. Los primeros meses, en casa de su abuela y con lluvias torrenciales que caían sobre su ropa veraniega, le dificultaron la adaptación a la nueva vida. Entró en un nuevo colegio, el Rosalía de Castro, que nada tenía que ver con su Ordás querido y en el que ninguna Merchi le cogía al cuellín ni le castigaba mirando a la pared. Sin mandilón pasó un tiempo en el que no le dejaban jugar con los demás, pero todo eso fueron tiempos malos de los inicios, que siempre cuestan.

Al final, completó allí su etapa colegial y se llenó la mochila de recuerdos, sensaciones, odios, amores, filias y fobias y amigos que aún perduraron hasta sus últimos días. Fue un momento duro cuando tuvo que abandonarlo, al igual que su ciudad (Vigo, con los años, se convirtió en su ciudad), para viajar hasta Santiago de Compostela para estudiar la carrera de Derecho. Nada más y nada menos que siete años prolongó su estancia en la capital gallega, una etapa en la que conoció y experimentó vivencias como nunca antes lo había hecho. De esos años también se guardó en la maleta que trasladaba en tren, coche o autobús amigos, actuaciones en escenarios, salidas nocturnas, habitaciones de colegio mayor y un nombre femenino que le duraría algunos años en la cabeza.

El destino le llevó a Madrid para completar (o cambiar) su formación. Estudió periodismo en la Universidad Carlos III y realizó prácticas en varios medios de comunicación, cumpliendo algunos de sus sueños como trabajar en la radio y en Canal Plus. Su vida en la capital española se tiñó del número 33 y de nombres que pasarían a su historia particular y que le devolvían la sonrisa en sus últimos días cada vez que los recordaba; nombres de origen vasco, toledano, canario o madrileño que fueron su santo y seña esos tres años.

El verano del 2009, en pleno agosto y con 40 grados a la sombra, M fallecía en su cama un martes por la tarde en la penumbra de su habitación. Con el ordenador sobre sus piernas y la página del As en la pantalla, M daba sus últimas exhalaciones de aire para dejar este mundo para siempre.


Un vez muerto, M salió a la calle a recibir la brisa en su cara mientras una Reconstrucción se escapaba por los cascos de su mp3; se compró lentillas nuevas y buscó un libro que no fue capaz de encontrar en ninguna librería antes de abandonar su cuerpo y girar al oeste para llegar hasta el mar, donde ahora, al lado de los guardianes de la ría, descansan sus restos para siempre. O hasta que decida volver a la sombra de los árboles de la Plaza de España.


Disfruta en paz, M.P.B.

Pasa Un Verano En Madrid...

Hoy ha llovido. Es la segunda vez que pasa desde que estoy aquí; la primera me cogió desprevenido pero me vino bien porque tenía el coche muy sucio y le lavó las penas que tenía el pobre por estar en una ciudad desconocida. El cielo no anunciaba cambios, sólo dejaba intuir que a lo mejor se oscurecía un poco el día, pero nada más. Y, de pronto, Galicia se posó sobre la meseta.

Como no, la gente aquí estaba como loca. Cuatro gotas pueden llegar a desquiciar al más madrileño. Si tuviésemos que conquistar esta tierra por lo que sea, propondría lloverles encima; saldrían derrotados. Bueno, ya ni saldrían. Se quedarían en casa viendo como invadimos sus tierras y violamos a sus mujeres (y a sus hombres, claro).

Pero esta lluvia es una excepción, es una tormenta de verano, un segundo de un invierno entero que nos da un respiro. Y es que Madrid es un horno. Literalmente. Un horno con fogones de asfalto y fuego de colores oscuros que arde al ritmo de coches, autobuses y cercanías que en agosto pasan cada más tiempo. Es el otro extremo del invierno; si el frío de diciembre te corta los labios, el sol de agosto te los reseca, y con ellos la piel, las lágrimas, las lentillas y las palmas de las manos.

Primero me resistí a ese calor. Lo combatía con mis armas, con las armas de un gallego que no comprende cifras que superan el 30. Un día, una voz me echó en cara mi cabezonería norteña. "Aquí las cosas no funcionan así, Mauro. Hazme caso". Tuve que hacer caso a la voz. Cerré la persiana durante el día y abrí las ventanas por la noche. Era reticente por el ruido y la creencia de que en algún momento refrescaría tanto que me despertaría criogenizado. Pero eso no pasaba, sólo pasaban los días con la voz detrás de mis oídos que insistía en que le hiciese caso.

El calor no es lo peor. En invierno estoy acostumbrado a no ver el mar y lo llevo lo mejor que puedo. Pero las vistas de una playa llena de domingueros, algo que siempre me repateó, se cruza en mi camino de vez en cuando, sobre todo en los momentos en que mi camiseta me da el primer aviso de que va a tener que pasar por la lavadora. Y la frente igual; las gotas de sudor que luchan por llegar primero hasta mi barbilla son la señal inequívoca de que no llegará la brisa marina para refrescarme y decirme que no puedo olvidarme de coger un jersey para la noche.

Y así, entre hornos, hornillos y lluvias escasas pasan los días. Los primeros días de estos meses que paso fuera de Vigo. Los primeros pero ¿los últimos? Yo qué sé, Messi dirá (Maradona dice poco ya).

Declaración De Amor

"Somos muy diferentes", me decía siempre. A veces era yo el que le decía que no teníamos nada que ver. "Si no fuese por las circunstancias... yo creo que, en otra vida, ni seríamos amigos". Sí, somos muy diferentes. Y sí, por circunstancias nos hemos unido. Pero eso no quita que seamos muy diferentes. Algo bueno tendrá, supongo.

"Nunca más", me dijo más de una vez. Y yo no era ni capaz de aguantarle la mirada. Ella, en cambio, mantenía su mirada, siempre verde y ovalada (mucho más que la mía, que se esconde rasgandose entre los párpados), siempre desafiante. Aunque cuando me decía esas palabras, en lo más hondo de la pupila se desgarraba una figura de decepción, algo parecido al hombre que se electrocutaba en aquellos llaveros de "Unión Penosa". Cuando aquellas palabras se disparaban hacia mi cara, no podía casi ni reaccionar. ¿Qué iba yo a hacer sin ella?

Por suerte, la suerte que tenemos los imbéciles, todo acababa calmándose. Incluso después de que me lo dijese en aquel aeropuerto. Su voz se mezclaba con palabras incomprensibles que anunciaban el retraso de nuestro vuelo. Tan incomprensibles como mi vida sin ella.

Ella siempre habla del amor, es una de las máximas de su vida. Pero el amor entendido como un todo. Y siempre me habla del amor. Ella dice que el amor siempre es el mismo, pero se manifiesta de diferente manera dependiendo de la persona. Es algo así como dios (sí, sin mayúsculas); todas las religiones hablan de lo mismo, pero cada una lo representa de manera diferente. Pues con el amor, lo mismo.

En este caso, yo creo que soy afortunado, porque el nuestro es de los de verdad, del puro, del que nunca se terminará. Por lo menos por mi parte. Bueno, yo creo (y espero) que por el de ella tampoco. Y mira que ha estado a punto de pasar. Muchas veces, entre alguna que otra discusión y algún pájaro negro lanzado al aire, se ha resquebrajado un poco. Por suerte, ha cicatrizado siempre bien, con reposo, con palabras, con paseos eternos entre cuestas y paisajes industriales.

Y la verdad es que siempre me ha costado decirle eso de "te quiero". No sé por qué. Quizás tiene que ver con la introversión, con la inseguridad, con el no mostrar demasiado los sentimientos para no caer en la cursilería. Pero sí, claro que la quiero. Como no la voy a querer. Si mi vida nació con sus sentidos, nació con sus manos sujetándome la cabeza, con su aliento cerca de mí y con su sonrisa cegándome en una playa llena de nubes y con el oleaje más bravo que había visto jamás.

Y a veces me siento un mendigo, un pobre sin nada que ofrecer a cambio de lo que ella me da. Tendríais que ver los regalos que hace. Pero no esos regalos materiales que a los dos días los cambias en el Corte Inglés, o los que guardas en el armario y sacas de vez en cuando para, sin motivación, hacer que te ha gustado. Son mucho más que eso, con más valor. Y a veces no vienen ni a cuento. Ella los mima, los prepara, los envuelve de cariño y de papeles de esos que compraríamos en Líneas, si aún existiese. Y siempre llevan algún verbo, algún sustantivo, alguna letra de esas que araña el corazón, como le gusta a Sabina que hagan los adjetivos que se escriben y que se regalan.

No creía en nada, la verdad. Hace unos años no creía en nada, ni en ella ni en mí. No creía que esto pudiese salir adelante, no nos veía capacitados. Es que aún tenía la marca de la herida que me dejó cuando se marchó. Sentado en la cama de mi habitación, más oscura que de costumbre, la vi pasar por el pasillo como un fantasma con maleta. Me sirvió para entender las cosas mejor. Y creo que ya no se va a ir nunca más. Si se va alguien, creo que seré yo. Y si me voy supongo que moriré un poco.

Pero eso es bueno porque, como dice Joaquín, amores que matan nunca mueren. Y me moriré con ella cuando la maten, y me mataré con ella cuando muera. Y siempre compartiremos algo más que dos letras escritas en un papel. Para siempre.

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