Ay, Como El Agua

Lluvia en España, lluvia en Madrid. Ésta ha sido la tónica de las últimas dos semanas. Alguien me dijo alguna vez que en Madrid no llueve...pues será el amigo efecto invernadero que está volviendo todo un poco del revés. Lo cierto es que aquí ha llovido de lo lindo, por lo que Madrid se ha convertido en una ciudad sumida en el caos total. La gente madrileña (y los que no lo son, pero llevan aquí el suficiente tiempo para creerse que lo son) se agita, se convulsiona con la llegada de la lluvia; es como si a un pez lo sacas del agua durante unos segundos, tiempo que dedica a retorcerse al ritmo de saltitos ridículos buscando el líquido que le da la vida. En Madrid igual: es ver caer una gota del cierlo y la gente se desconcierta de tal modo que desempolvan sus paraguas y copan los transportes público y privados con el fin de no contaminarse de tal aberración de la naturaleza.

Yo, insigne gallego, curtido en cielos borrascosos, hago oídos sordos (más bien, ojos ciegos) a la lluvia y me convierto en el único cuerdo de la ciudad. Que caen unas gotas...pues vale, no me voy a morir. De hecho, estudiar en Santiago durante 7 años me ha dado una resistencia a la lluvia y a las mojaduras tremenda. Yo en Santiago no usaba paraguas; lo iba dejando, posponía la compra del artilugio hasta que, cuando lo adquiría por una módica cantidad en el Mercado de Abastos, dejaba automáticamente de llover.

Además, Santiago es una ciudad mal construída. Lo siento, pero es verdad. Desde San Agustín hasta el Campus sur (unos 10-15 minutos a pie) no había a penas zonas donde cubrirse de la habitual lluvia. También es una ciudad traicionera; más bien su clima es traicionero. Un día te levantas y luce un radiante sol que te saluda introduciéndote un rayito por el ojo y piensas: "Mmmmm, el verano ha llegado al Corte Inglés...". Sales a la calle desabrigado, desnudo de ropa anti-lluvia, y comienzas a caminar. A los pocos minutos (o incluso segundos) una nube gris oscura se abalanza sobre tí y descarga toda su furia transformada en gotones de agua que te dejan pingando. Al cabo de unos años ya desconfías tanto qeu puedes reírte de los pobres neosantiagueses que confían su suerte a un vistazo por la ventana.

En Madrid no pasa eso. Llueve...pues llueve. No llueve...pues no llueve. Lo malo es cuando llueve.

A pesar de mi experto conocimiento de la lluvia y sus derivados, yo he caído también en la locura capitalina sometida a una incesante lluvia. Al mismo tiempo que la ciudad se encontraba repleta de carteles electorales (terrible el de Espe Aguirre, daba pavor esa cara megaestirada), también se sumía en un gris que ha durado dos semanas, demasiado para las gentes de aquí.

Mi confirmación de que había entrado en ese círculo sin fin de locura en el que se encuentra la gente de Madrid con la lluvia llegó el pasado viernes. Llovía, sí, y mucho, en Getafe. Al salir de clase decidí coger el bus (en lugar del cercanías que cojo habitualmente) para que me llevase a la parada de metro de Plaza Elíptica, que pertenece a la línea 6, la circular, y que me lleva a mi casita sin hacer ningún cambio de vía ni tonterías del estilo.

El autobús paró y cientos o miles de personas nos bajamos apurados para no empaparnos con el chaparrón que caía en ese momento. Crucé dos pasos de cebra adelantando a todos los viejo y jóvenes que me encontraba en mi paso y llegué a la boca de metro. Un cartel anunciaba que era la parada de Plaza Elíptica y unas escaleras te invitaban a entrar allí, para resguardarte por fin de la lluvia.

Mientras bajaba las escaleras, todo tipo de vendedoras ambulantes intentaban hacer negocio: "Chica, mira que jamiseta tan bunita, cariño" o "Compra unos calcitines y te llevas otros dos, ¿eh?" eran frases que se escuchaban mientras nos adentrábamos en el subterráneo. No reparé en ninguna de ellas...salvo en una.

Al lado de la puerta que da acceso a la estación en sí, se encontraba una mujer de pequeña estatura y rasgos orientales. "China", pensé, aunque rápidamente me corregí, ya que podía ser taiwanesa, koreana del norte o del sur...asiática, en fin. En el segundo que me llevó cruzarme con ella escuché su frase para vender su producto; una frase que, de haber sido utilizada por una empresa de marketing (MKT), hubiera sido la bomba. Pero como aquello lo decía una asiática afincada en Madrid que vendía cosas en la entrada del metro de Plaza Elíptica, no le llamaba la atención a nadie...salvo a mí.

Me paré un metro después de haberla dejado atrás y escuché con atención aquella turbadora forma de vender su producto:

"Palaguas, palagua, palagua, palaguas, palagua, palaguas..."

Me quedé atónito. Me costaba reconocer cuándo decía "palaguas" y cuando decía "palagua", pero interpreté de una manera sutil (la sutileza me define) que era un juego de palabras. Aprovechando la forma de hablar de los chinos (ahora estoy seguro de que era china), no pronunciaba la "r" de "paraguas", sino que la sustituía por una "l". Era algo típico, todos imitamos a un chino hablando cambiando la "r" por la "l", pero lo había llevado a otra dimensión.

Quise interpretar que vendía paraguas para el agua. Para el agua paraguas. Pal agua paraguas. Paraguas pal agua. Palaguas palagua. Palagua palaguas...Maravilloso. No me atrevería a decir que esa era su intención, ni tampoco se lo pregunté, ya que hubiese sido un poco absurdo decirle: "Perdone, asiática dama, lo hace a propóstito, ¿no es cierto? Dice "palaguas" haciendo referencia al artilugio y "palagua" haciendo referencia a su utilidad...dígame que sí y me casaré con usted".

No sé si su estrategia empresarial sería esa, la verdad, lo único que sé es que me paré durante un minuto a un metro de ella tratando de descifrar aquel mensaje oculto en un problema de pronunciación. Mientras la gente golpeaba su hombro con el mío y me increpaba, pues estaba tapando la puerta de entrada, volví a la realidad. Giré a mi izquierda (¡milagro! yo sólo soy capaz de girar a la derecha) y huí para coger el metro.

Dama asíatica, sigue así.

Os quiero. Disfrutad de la vida.

Directo Al Corazón

Directo al corazón. Así, como fue lanzado, llegó.

Era una mañana de un alegre Noviembre, de esas en los que el sol ha decidido vencer a las nubes y abrirse paso hasta encontrar un espacio amplio desde el que lanzar sus rayos directos a la cara de los estudiantes. El curso estaba casi recién empezado; tan sólo hacía un mes que el contacto con las aulas, los nuevos compañeros y los nuevos profesores eran parte de mi nueva vida. A lo largo de las cuatro semanas en las que había ido enlazando las novedades para formar un nudo al que agarrarme por las mañanas, había notado como algo cambiaba en mí. No sé si se podría llamar amor, odio, obsesión o fijación, sólo sé que algo me había hecho cambiar.

Aquella mañana de Noviembre, de un lunes perezoso concretamente, me iba a reunir de nuevo con ella. Teníamos un acuerdo tácito: nos veíamos todos los lunes por la mañana durante cuatro horas, pero a penas debíamos intercambiar alguna palabra, no fuese que nuestra pasión se rebelase y nos convirtiera en dos animales entregados a la pasión. Pero aquel acuerdo se rompió. No fui yo, todo hay que decirlo, el que olvidó que las cosas en secreto son más bonitas, más bellas, más hermosas. Ella fue la que decidió que no aguantaba más esa incertidumbre, esa manera de ocultar los sentimientos más primitivos que todos llevamos dentro.

Lo recuerdo como si fuese ayer. Ella, subida en la tarima que reina sobre los pupitres del aula; moreno tizón su pelo, escasa estatura y un jersey rojo que dejaba entrever las carencias que Dios le había otorgado. Es cierto, parece difícil que tengamos ciertas carencias que alguien nos ha entregado, ya que de las carencias se carece (por lo tanto nos las han quitado, en todo caso), pero supongo que las cosas no pasan porque sí; a mí, por ejemplo, Dios (o quien sea) me ha dotado de ciertas carencias (al igual que me ha dado algunos atributos), me ha creado con huecos, espacios o “falta de” ciertas cosas, como puede ser un filtro para saber en qué momentos es bueno decir algo y en cuales no. En todo caso, aquel jersey dejaba a la luz las carencias que su físico echaba de menos y que eran objeto de escarnio público: no tenía cuello. Su cabeza y su tronco estaban unidos por una masa de carne en forma de papada que desvirtuaba cualquier intento de denominar a la masa con un término aproximado; no era cuello, ni siquiera era una papada. Era algo indeterminado, tan indefinido como puede ser un sentimiento o un dolor desconocido. Ella no hacía mucho por evitar mostrar esa carencia, quizás porque es difícil esconder lo que no existe. Hay defectos que, al no ser tangibles, no se pueden esconder, incluso es posible que ella no fuera consciente de que no existía en su cuerpo un elemento tan fundamental como lo es un cuello.

Es increíble que no nos damos cuenta de la importancia de algunas partes de nuestro cuerpo hasta que no nos paramos a pensarlo. El cuello es imprescindible para la comunicación no verbal: sin cuello no te puedes encoger de hombros, no puedes negar, afirmar o dudar con un gesto. Sin cuello todo el cuerpo se mueve en la misma dirección, haciendo que un simple “no” con la cabeza se convierta en un baile ridículo del “La la la”. Su inexistencia te impide girar la cabeza hasta el tope que nos marca el hombro, haciendo que una simple mirada a un lado se parezca a una marcha militar.

Mientras empezaba la clase, yo me desvanecía por su físico. La miraba de pies a cabeza, por si su cuello estuviese posado en otro lugar menos adecuado, como un pájaro que revolotea alrededor de un tronco de árbol. No quería imaginarme qué pasaría si, de repente, su cuello apareciese encima de su rodilla. Si así fuese, sus movimientos serían mucho más incoherentes de lo que ya eran, ya que no podría flexionar una de sus piernas, convirtiéndose así en un muñeco rígido y absurdo. ¿Y si le apareciese en la espalda? El cuello ahí carecería de sentido y de utilidad; sería una joroba incómoda que, con el peso que ejercería, acabaría convirtiendo a aquella mujer en un “Pozí”, pero sin tanta gracia (si es que Pozí la tiene). Mientras hacía ese viaje por lo absurdo del cuello en otra parte que no fuese el espacio entre el tronco y la cabeza, un alboroto me devolvió a la realidad. En plena clase, una discusión acerca de los términos en los que debía impartirse la clase. Me conecté rápido a la conversación e intervine evitando pensar que hablaba hacia un ente incompleto.

Acabé mi oración y se hizo un silencio que daba miedo. Aquellas palabras unidas en mi cerebro y expulsadas por mi boca habían golpeado la realidad de la clase; lo que yo dije con la autoridad que me autoconcedo, mezclada con un poco de respeto y un poco de crítica, se había convertido en un puño cerrado que había impactado contra aquel cuerpo repleto de carencias.

Se rompió el silencio. Su contestación fue el reflejo de una ira desconocida y escondida entre los recuerdos de aquella carencia con piernas. Lanzó su flecha contra mí. Tensó la cuerda de su arco y la soltó con una violencia tan descomunal que me atravesó las costillas y se depositó en mi dulce corazón hecho de golosina, cartón-piedra y hojalata. Los segundo posteriores fueron vitales para mi vida. Herido de muerte, arrastré la lengua tratando de buscar la palabra precisa para el momento, pero no hubo respuesta: la flecha ya había hecho su trabajo. Un “oooohhh” y un “haaaaalaaaa” cruzaron el aula como dos buitres carroñeros a la espera de mi pronta defunción.

Así fue. Caí sobre el pupitre mientras un charco de sangre se convertía en mi sombra de lunes.

Directo al corazón. Así, como fue lanzado, llegó.

Sed afortunados en la vida.

El Señor Gutiérrez

Ay, señor Gutiérrez, que cosas hace. A veces parece que es usted otra persona, como si José Luís Moreno le metiese la mano por el culo y le dijese lo que tiene que hacer o que decir en cada momento. Aun recuerdo cuando le vi por primera vez: corría el año 95 y un señor argentino le dio la alternativa haciéndole entrar en la empresa para trabajar unos minutos contra una empresa de Sevilla. El señor Gutiérrez era como una niña. Una niña, sí. Delgadito, poquita cosa, rubito y afeminado, llevaba una melenita rubia como su ídolo, el señor Redondo, que le hacía parecer un niño entre hombres de bigotes y barbas.

El señor Gutiérrez trabajaba duro, pero no era muy bueno. Era el típico tirillas que en su universidad era un rey, pero que en el mercado laboral de la realidad no conseguía que nadie confiase en él. Quería ser mediocentro, de esos que construye el juego de la empresa y retiene poco los cueros, que siempre da la salida correcta, ya sea a dos metros o a treinta. Pero allí no triunfaba; otros señores le tapaban los huecos que tenía para ser dominador de céspedes verdes, y los jefes le tenían por eterna promesa.

Más tarde, el Señor Gutiérrez cambió. Un señor de bigote, en vez de pasar de él, decidió ascenderle en el trabajo que tenía: su misión era, en esos momentos, finalizar el trabajo de sus compañeros. Se había convertido en la pieza final de un engranaje caro al que se le exigía mucho. No lo hizo mal, el señor Gutiérrez, no. Cinco temporadas después de su debut, cinco años después de ser una chica en un mundo de pelos recios, se había convertido en un finalizador. Ahora usaba la cabeza para otras cosas que no fuesen sólo llevar peinados de estrellas del pop o de la pasarela: la utilizaba para hacer el trabajo que le había encomendado su jefe de bigote, y él remataba todo lo que le llegaba, a veces, incluso, con los pies.

Luego todo volvió a ser lo de antes. Un chico gordito con dientes de conejo llegó a la empresa y el señor Gutiérrez veía el trabajo de sus compañeros desde un banco. A veces salía con los demás a trabajar, pero ya no era protagonista de la cadena de montaje de la empresa.

Un día casi se va de la empresa. Una empresa cercana, la rival de toda la vida, le hizo una oferta para que fuese el distribuidor del cuero allí, pero el señor Gutiérrez la rechazó y dijo que quería seguir en la empresa de siempre, por no cambiar, supongo.

Entonces, sin que nadie se diese cuenta, aquella chica de melenita, aquel cantante de grupo pop se convirtió en uno de los jefes de los trabajadores. Trabajaba mucho y muy bien, incluso fue a trabajar alguna vez con otros españoles para la misma empresa, o a hacer unos cursillos todos juntos. Lo malo es que cuando había cursos de aquella empresa importantes o divertidos él no iba. El jefe de aquella empresa que reunía a los españoles que mejor trabajaban no le llevaba porque decía que no era necesario.

Hoy en día, el señor Gutiérrez se dedica a hacer huecos en empresas rivales. Recoge todo el cuero que ve por el cesped y se lo envía a sus compañeros de trabajo para que lo metan en una red. El domingo pasado, sin ir más lejos, hizo varios envíos que acabaron en la red de la empresa rival, y ahora todo el mundo le quiere. A veces se olvidan de que el señor Gutiérrez actúa como la niña de melenita de sus primeros años, y que se queja o insulta al hombre que vigila el tráfico de cueros entre las empresas; otras veces no hace ningún envío, ni siquiera los remata con la cabeza o con los pies. Es que algunos olvidan que, como todos los grandes trabajadores que no son genios (porque si fuesen genios estarían fijos en las empresas cobrando millonadas), es muy irregular: lo mismo te hace diez envíos en cinco minutos que se sienta en su mesa y se pone a leer una revista o a romper el mobiliario de la empresa. También hay gente que dice de él que, cuando trabaja todo el día, no es lo mismo que cuando se exprime en media hora, igual que su amigo en la empresa, un tal señor González Blanco.

A mi me gusta el Señor Gutiérrez. Es muy guapo. Espero que pronto vaya a la empresa esa de los mejores trabajadores españoles, pero espero que no lo haga sólo por haber hecho algún envío bueno en una jornada de trabajo.

Pues eso, que el señor Gutiérrez tiene unas cosas...



Conversación robada a Almudena
Cardeloya, de 78 años y secretaria de la empresa donde trabaja el señor
Gutiérrez

Con Un Sorbito De Vino

No me gusta hablar de política últimamente. Con razón o sin ella, me he visto envuelto en discusiones sobre catalanes, vascos, izquierda y derecha que siempre terminaban con algún insulto personal o con el desprecio más absoluto hacia la libertad de la gente. Algunos personajes que se creen con el don de la verdad y con la razón suprema alzaron sus portentosas voces en contra de aberraciones contra nuestra nación, esa que se tiñe de amarillo y rojo y que baila al son de banderitas. Esas mismas personas olvidaron ya las amenazas catalanas y homosexuales para preocuparse por el futuro del mundo entero.

Entre tanto chiste y tanta felicidad popular (sí, lo de “popular” debería ir entrecomillado para hacer notar la doble intención), surge ahora, desde los más oscuros rincones de un pasado excesivamente reciente, la figura menuda y deslenguada del que fue emperador de la gran nación en la que vivimos. Sí, caballeros y damas por igual, me refiero al señor Aznar. Los calificativos despectivos que se le pueden añadir a su apellido, ya sea por delante o por detrás (otra aberración para él, seguro) son poco más que epítetos que sobran por ser lo suficientemente conocidos y reconocidos. No pongo en duda que España fuese bien, nunca me paré a ver los datos económicos ni sociales del anterior Gobierno, ni siquiera merece la pena hacer leña del árbol caído en lo que se refiere a distintas decisiones que provocaron la masiva salida a la calle de españolitos indignados; muchas de esas decisiones (guerra, chapapote…) no me atrevería a decir que no hubiesen sido tomadas por otros partidos de haber estado en el poder en ese momento.

Esto que digo viene al caso por las declaraciones del ínclito Aznar a cerca del vino y de la conducción. En mi memoria está grabado como en piedra aquel anuncio de Steve Wonder que nos decía, en un español macarrónico, que si bebíamos, no deberíamos de conducir. Aquella frase de “Si bebes no conduscas” se hizo famosa entre la gente, aunque no llegó a calar lo suficiente como para convencer a la gente de que era malo ir borracho e ir conduciendo, de ahí la continua cifra de muertos en las carreteras y todo eso que ya sabéis. Pues bien, ahora sale Aznar diciendo que a él nadie le dice a qué velocidad debe de conducir ni cuántas copas de vino se puede tomar… que no le gusta que coarten su libertad individual, la libertad que tiene por ser persona. Es verdad. Que no se limiten las libertades. Por eso los gays, los que están favor del consumo del cannabis, los que piensan que se debe permitir mear en la calle, los que opinan que estar desnudo en un bar es bonito, los que opinan que quemar un contenedor de vez en cuando mola, los que están a favor de pegar palizas a negros e indigentes, los que disfrutan alzando el brazo al aire debajo de algún aguilucho… todos tienen una razón para defender su libertad personal. A mí nadie me puede decir que no beba y conduzca porque no hago daño a nadie…eso dice Jose Mari.

Lo peor es ver el vídeo de las declaraciones de Ánsar y ver como el labio leporino, que esconde debajo de su bigote recortado al más puro estilo de los grandes gobernadores justos del mundo, se mueve a un compás distinto al habitual; sus ojillos, su lengua resbaladiza, su pelazo que le da un toque, como alguien dijo, de “homeless”, todo hace indicar que J.M. se ha pasado al lado oscuro. Quiere libertad, quiere sexo al aire libre con bellas féminas, quiere fumarse un porrito tranquilo para hacer un viaje sideral al mundo de Lucy, quiere olvidar que ya no juega con su balón en forma de esfera terrestre mientras suena una bellísima canción, quiere volver a ser aquel niño rebelde que un día fue, le gustaría recuperar la movida madrileña para echarse aspirinas en la coca-cola y flipar con Caca Deluxe.

En fin, el ex-presidente del Gobierno, uno de los últimos exponentes de la derecha en España, ha conquistado a todo el público con su último monólogo. Todos sabíamos que a Aznar le gustaba la Botella, pero tanto...

Desgraciadamente, a los que detestan a la derecha, los que opinan que el PP es fascista, incoherente e incompetente, no ha hecho más que darles razones para que lo sigan pensando.

Yo tengo la suerte de conocer a gente de derechas, a gente del PP, incluso a gente que estoy seguro de que votarían a Ansar. Ellos me hacen pensar que un individuo no representa a nadie, y menos cuando su cargo es de ex (es cierto que es presidente honorífico del partido, pero bueno).

Nada más. Lo dejo porque no me gusta entrar en política ni en cosas tontas que luego crean conflictos y tal. Sólo recomiendo el visionado, al más puro estilo guliesco, de las declaraciones de J.M. porque no tienen desperdicio. Ahora me voy, que me espera un coche, tres botellas de vino y un poco de cocaína. Va a ser un día grande.

Que viva la libertad, ¿no?

Va De Fútbol (Americano)

Pensando y pensando qué película me apetecía ver en este largo puente en el que estoy solito en casa, recordé que hay una que vería sin cesar hasta que me sangrasen los ojos. Este filme al que me refiero es Varsity Blues, Juego de campeones. Lo admito: no es una película que sea recomendable para que los alumnos de la clase de historia la vean, ni para hacer una reposición todas las navidades para que disfrute la familia de tan increíble obra maestra, pero sí que es una de esas pelis con las que disfrutas un rato.

"En América tenemos leyes; leyes contra el asesinato, leyes contra el robo y se da por hecho que, como miembro de la sociedad, te riges por dichas leyes. En West Canaan, Texas, existe otra sociedad que tiene sus propias leyes: el fútbol (americano, por supuesto)es una forma de vida". Así empieza esta obra maestra del típico género americano del futbol-flipe. Y es que, con este comienzo, con estas palabras que resuenan con unas imágenes del paisaje americano y un árbitro de fútbol americano haciendo aspavientos con los brazos, ya te puedes esperar lo mejor del mundo.

El argumento es el típico de las películas de este género, más cuando el escenario de la trama es la liga de fútbol americano que se juega entre institutos: equipo con entrenador chulo que lo ha ganado todo, quarterback guapo y genio del deporte, jefa de animadoras guarrilla y todo el pueblo que flipa y vive por y para el fútbol (americano). El protagonista no es menos habitual: chico normal que chupa banquillo pero que, un día de suerte, se convierte en la estrella del equipo. Pero al margen del argumento, bastante manido ya, lo mejor son los personajes y las grandes frases que llenan la película más que el argumento en sí, que es poco menos que original.


El prota de la película es James Van Der Beek. Sí, claro, Dawson, el de Dawson crece. Casualmente hace un papel igualito al de la serie: chico bueno, con novia buena, pero que también está bueno (aunque aquí, supongo que para alejarse del papel de Dawson, su pelo es castaño-caca. Por cierto, el nuevo color de pelo no evita que haga exactamente el mismo papel). Él es el quarterback suplente y le importa muy poco el fútbol...hasta que se convierte en titular por la lesión del quarterback habitual, Lance Harbor, interpretado por Paul Walker (sí, Dani, el de The fast and the furious). Dawson, que en la peli se llama Jonathan Moxon, "Mox", se hace con su puesto y, aunque el entrenador le odia, es superguay y hace ganar siempre a su equipo. La relación entre los dos quarterbacks es demasiado finolis, ya que son amiguitos desde pequeños y no existe esa rivalidad insana entre guays, que sí la ejercen sus respectivos padres.

Otro gran personaje es Billy Bob (Ron Lester), el gordo encargado de proteger al quarterback en el campo de juego. Para él son los mejores momentos de la película: tiene un cerdo que se llama bacon (originalidad máxima), todos le animan al grito de "Billy Bob, Billy Bob, Billy Bob" para que beba en una fiesta post-partido, y el entrenador Kilmer (John Voigt) le dedica unas estupendísimas palabras en la enfermería del instituto: "Eres un buen soldado, William Robert". Y tanto que lo es. Ese gordito (o de constitución fuerte...o gorda) es el auténtico héroe patriótico americano, que orgullosos deben de estar sus padres...salvo porque tiene un grave problema con las grasas, el alcohol y los golpes que recibe en la cabeza.

El entrenador Bud Kilmer (John Voigt, el papá de la Angelina Jolie) es el típico capullo que no debe faltar en ninguna película que se precie. Racista, egoista y solitario, representa todo lo que los niños de hoy en día quieren ser. Lo mejor de él es la estatua que le hicieron en su honor por ganar campeonatos interestatales en la categoría "Institutos". Y luego a la gebte le parece raro que quisiesen hacerle una estatua a Mostovoi en Vigo...¡pero si es lo que se lleva!

Otro miembro del equipo es Tweeder (Scott Caan) que es otro de esos personajes que no puede faltar en una película típicamente americana: el salidísimo. Su mejor escena, cuando desde un coche de la policía con tres mujeres desnudas en su interior intenta detener a Moxon con estas palabras: "Jonathan Moxon, queda detenido por no estar desnudo junto a una tía buena que quiera bañarle con su lengua. Ahora quítese la ropa y métase en el coche". Gracias por estas palabras. Y es que todo el mundo debería ser detenido por eso, que reformen el Código Penal YA. Evidentemente, Dawson se comporta al más puro estilo Brandon Walsh y le cede su cazadora de jugador guay a una de las chicas que dice tener frío. Quien fuera esa mujer...o esa cazadora.

Personajes femeninos: Amy Smart (como el coche), que interpreta a Jules, la hermana del quarterback Lance Harbor, y novia de Dawson. Mujer aburrida que no quiere que su novio se convierta en una estrella del fútbol (americano, insisto). La otra, la jefa de las animadoras es Darcy Sears (Ali Larter), que nos deleita con la escena del bikini de nata. Perfecta actuación de guarrilla que sólo quiere salir con el que sea el quarterback titular y le pueda sacar de ese maldito pueblo donde viven.

Nada más puedo decir de este maravilloso filme, repleto de partidos y de flipe a raudales. Es cierto que hay otras películas del mismo estilo, como Friday Night Lights, que la ponen ahora en Digital+ (por lo menos la ponían en Semana Santa) con otras frases para la historia como "Sed perfectos". Creo que también se desarrolla en algún pueblo de Texas que vive por y para el fútbol (americaaaaano) y su equipo del insituto.

Ay, quien fuese americano y jugase al fútbol (americano), sobre todo si eres quarterback, guapo, rubio y fuerte. Supongo que yo sería uno de los pardillos del instituto o la jefa de las animadoras, aun no lo tengo muy claro.

Nada más. Ved esa película si no la habeis visto, o volved a verla. Es una orden. Ah, y sed perfectos.
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