Jet Lag

Bueno, como no me apetece escribir por culpa del calor insufrible de Madrid y no quiero dejar de actualizar el blog, haré eso que hace tiempo que no hago: os dejo un vídeo de una canción que me gusta.

Es 'Jet Lag', de Iván Ferreiro (cómo no, mira que soy pesado con el fulano), y creo que es la canción que más he escuchado este año. Supongo que me toca de alguna manera o que le doy yo un significado que la acerque a mí. No sé, los viajes de los que no vuelves siendo el mismo y todo lo que pasó se queda allí; luego vuelves a la realidad y, claro, el jet lag es más duro de lo que te imaginabas.

Pues nada más. Ah, sí, que es el vídeo de un concierto en la Fnac, así que es acústico, lo que hace más ñoñeta la canción...pero me gusta casi más que como aparece en el disco. Disfrutadla. Bueno, o no, como queráis:


Síntomas


Qué calor hace en Madrid. Creo que está de coña el que ha puesto el sol ahí, en serio. Esto no puede ser normal, me estoy derritiendo poco a poco y ni el agua me ayuda a espabilar. Y es que me sienta muy mal el calor.


Gallego, de mar, de frío, de tiempo templado...no sé de qué soy, pero de calor, seguro que no. Es que me hace entrar en una dinámica peligrosa; a mi exagerada pereza se le agregan pesas de 100 kilos que la transforman en una vagancia total. Sólo levantarme hasta la cocina para llenar la botella de agua supone un esfuerzo titánico, digno de un súper héroe de esos que salen en las películas.


Con estas temperaturas, mi cuerpo empieza a manifestar una serie de síntomas peligrosos. Se trata de los síntomas de una enfermedad incurable, seguramente aderezada con las circunstancias de la vida y con mi cabeza de no pequeñas dimensiones. Uno de esos síntomas es la profundidad de mis ojeras. Ésta es proporcional al calor que hace. No sólo el sueño o la fiebre consiguen remarcar su violeta pálido, también el excesivo calor convierte mi cara en un hogar perfecto para ese rasgo tan romántico que son las ojeras. Y hay gente que se las esconde, que se las tapa, que se maquilla para ocultarlas...qué sabrán.


Otro reflejo de las altas temperaturas (e os ventos de compoñente nordés) está en mi humor. Sólo tengo ganas de insultar a la gente, a los viejos que llevan una visera verde para cubrirse del sol, a las señoras de caderas interminables que caminan a paso de tortuga, a los jóvenes que sacan sus gafitas de sol no porque las necesiten, sino porque su imagen se ve mejorada con ellas. Así, por ejemplo, estoy con un grupo de gente, se me cruza el cable, los empiezo a odiar a todos y decido irme, sin dar explicaciones, sin despedirme, sin agitar mi mano en señal de 'adiós'. A veces es mejor huir a tiempo.


Y es que el calor es una cosa muy mala. Me siento como si fuese de cera y me derritiese con cada paso que doy alejado de la sombra...ay, la sombra. La misma que me intentaba matar hace unos meses hoy me ayuda a esconderme de esos rayos amarillos y maléficos. Lo curioso es que la sombra es el efecto de la luz. Quiero decir que sin luz no hay sombra y no me podría resguardar en ella.


Ahora mismo, tumbado de lado en mi cama, escribiendo esto, una gota de sudor está recorriendo mi frente. No será la primera, porque nunca vienen solas. Son cobardes y se acompañan de un grupito de colegas que acechan desde el límite que separa mi cara de mi pelo. La arriesgada, la primera que cae, muere pronto. Las siguientes ya atacan en bandadas y son más complicadas de parar.


Con este calor me gustaría estar en otra ciudad, en una de esas donde las cosas empiezan y terminan, esas que marcan lo que pudo ser un comienzo hasta que la realidad te come las manos. Una de esas donde las noches son para descansar del ruido de los coches y parar el tiempo, aunque se acompañen de horas de viaje interminables y autoengaños.


Sí, tenéis razón. Al final se me fue la cabeza con el calor.


Grados centígrados para todos.

Conociendo Al Perverso


Igual que el año pasado me encontré, recién llegado a mi nueva carrera, con una de las peores profesoras que he conocido jamás, a la que le dediqué un bello post, este año no ha sido menos. Este segundo cuatrimestre ha supuesto el desembarco de una figura oscura, tétrica y con aires de revolución en mi vida, la figura de lo que un profesor nunca debería representar, la sombra de una carcajada que, en lugar de ironía, esconde entre los dientes una mezcla de puñales afilados y complejos cabelludos.

Es habitual que un profesor te sorprenda el primer día; ellos quieren impresionar a sus alumnos con un discurso contundente pero amable, que les dé a entender que su clase será dura y muy importante en sus vidas, pero que a la vez vivirán momentos de una diversión que el humano desconoce, de esos en los que la mandíbula te duele de lo abierta que la mantienes durante tanto tiempo, efecto de (la cocaína…no) la sorpresa continua, del placer de aprender algo nuevo. Es habitual, y un poco impactante en plan ‘asco’, que ese mismo profesor se regocije mostrando su extenso currículo impregnado de toda la sabiduría que las letras que se proyectan sobre la pantalla demuestran que tiene.

Lo que no es habitual es que el mismo profesor, de currículo detallado, advierta desde el primer día que lo que él le dice a los alumnos no hay que tomárselo por el lado malo, que son ironías. No es normal, digo, porque no me había pasado nunca. Si digo un tontería en clase, él puede putearme por ser tonto, pero no me lo tengo que tomar mal, tengo que aceptarlo porque es una de sus ironías, él es así y no hay que tenérselo en cuenta. Pobre, ¿no? Seguro que has malinterpretado sus palabras…

Es cierto que a mí no me ha insinuado mi clara y bien demostrada a lo largo de mi vida imbecilidad. Ni siquiera se ha dirigido a mí de manera despectiva, ni incorrecta, pero dejar un aviso a modo de “Eh, mirad, molo, ¿sabéis? Y lo mejor es que molo mucho porque soy un coñero guay, ¿eh? Mirad lo que hago, uh uh uh ahahah yeh yeh yeh” da un poco de mal rollo.

A lo largo del cuatrimestre hemos sufrido la ausencia de una asignatura. “¡Genial!”, pensarán todos. Pues no, genial, no. Más que nada porque ya que me acerco a la villa de Getafe, ya que he pagado una matrícula, ya que me apetece aprender algo (sí, he cambiado, ahora llevo aparato dental, gafas con un esparadrapo blanco en la mitad y un portabolígrafos en el bolsillo de mi camisa de cuadros, la cual llevo metida por dentro del pantalón, el cual está subido más o menos hasta donde descansan mis pezoncillos), pues no me apetece perder el tiempo con tonterías y, si lo pierdo, prefiero que las tonterías sean mías.

Y es que al margen de su forma de ser, criticable, pero no denunciable, hemos dedicado las horas a escuchar cómo se divaga sobre los temas en cuestión (los que venían en el programa de la asignatura no, por supuesto, sino otros más ‘divertidos’: cómo funciona un satélite, en plan tecnológico, y tal) y acompaña sus sesudas explicaciones con divertidas frases (divertidas primero, luego pesadas y repetitivas) como “ay, que la ignorancia (o vagancia, hay dos versiones) les ha vencido”, “son ustedes unos perversos”, “ay, con lo sagaz que es usted no me creo que no lo sepa”…

A ver, Mario Moreno, ‘Cantinflas’, es guay. Ves una película y piensas: “Me encantaría tener a este tío de profesor”. Luego, cuando lo tienes, piensas: “Pero ¿dónde está la cámara oculta?”.

El principio del fin llegó cuando el entrañable personaje hundió sus miserias en su estómago y las convirtió en palabras contra nuestra delegada. ¡Ja! Amigo, has cavado tu propia tumba. No sólo se metía con la delegada (que carallo, con la DELEGADA) sino que, además, agregaba que las órdenes ya dictadas por la Universidad tenían que imponérselas desde arriba (¿el techo? No sé). Claro, después de unos meses aguantando al personaje alzamos la voz en forma de protesta formal ante la Vicedecana de la facultad. Sí, en plan chulos. Y es que muchas veces, con la coña de ser estudiantes, nos quedamos paralizados ante mamarrachos que se creen que por tener un puesto de profesor ya son la pera (limonera, me atrevería a decir).

Ahora la cosa está ahí, pendiente de la redacción de la queja formal. ¿Qué espero yo? (comienza el himno americano) Pues espero que nunca más ningún alumno tenga que soportar las actitudes mezquinas de un pseudo profesor curricular sólo por el hecho de estar en una posición jerárquica inferior; espero que la justicia en forma de mano enorme golpee la cara (dura) de un hombre calvo y con perilla que pensó que el mundo estaba hecho para él; espero que algún día todos podamos lanzar nuestra pierna contra el culo del hombre ese y mostrarle que él rió durante unos meses, pero que a nosotros nos hizo gracia al final.

Ah, mañana tengo el examen con él, supongo que de ahí mi indignación que ha crecido en los últimos días de una manera brutal (Ah, he colgado el post dos días después del examne; ¿cómo me ha salido? No tengo ni idea. En serio).

Hasta otra y…no me sean perverrrrrrrsosssssssss.

Casualidad

No sé, casualidad o causalidad... Como estoy en la época pre exámenes, me dedico a pensar en las casualidades y en otras tonterías por el estilo. En las causalidades, también.

La vida está llena de casualidades. Todo lo que nos pasa está cubierto de esa palabra; bueno, casi todo. Fue casualidad que, antes de venir a Madrid, encontrase un piso para vivir sin moverme de Vigo. Apareció así, de repente, un día en la playa: un chico que conocía dejaba su piso y me ofrecía su sitio. A su vez, casualmente, los que vivían allí, habían llegado por casualidad; uno por ser amigo de un amigo del chico que yo conocía (bufff, que lío), otro por ser la hermana del chico que conocía a un amigo del chico que yo conocía...demasiado complicado, demasiadas casualidades.

Escribiendo esto, me doy cuenta de que las casualidades nos rodean. Pero ¿qué es la casualidad? Dice mi amiga la RAE que es casualidad aquella combinación de circunstancias que no se pueden prever ni evitar; y dice que es femenina la casualidad. Así que esas circunstancias inevitables e imprevistas son femeninas. Deduzco, entonces, que las mujeres, como son femeninas (algunas), suelen aparecer por casualidad, y que son imprevistas e inevitables.

¿Y las causalidades? Pues, según otra vez la RAE, 'causalidad' se refiere al origen o al principio. Vaya, también es femenina la causalidad. Vuelvo a deducir, otra vez, que las mujeres aparecen por casualidad y por una causa (que es motivo o razón para obrar, según la misma fuente); es decir, la causa es la razón para hacer algo y hay una causalidad que es el principio de esa causa que llega por casualidad.

La cosa es que yo, que no soy femenina, nazco de una mujer (femenina, claro), que es mi principio, mi causalidad. Pero no fui su causa, aunque ser 'yo' implica una casualidad, porque podría ser otro 'yo'. Así que, si soy una casualidad será por alguna causa, y supongo que la causalidad de todo está al principio... ¿soy, por lo tanto, femenina? Creo que no.

Creo que, a pesar de este rollo, ya no me sorprenden las casualidades. Ya no me dejo impresionar por las cosas, por mucho que me puedan impactar se quedan ahí, en el impacto, en el golpe fuerte en el cerebro. Después, lo asimilo y no dejo avanzar el río de sorpresa e impresión que llegaría hasta mi cara. Mis padres me dicen, muchas veces, que de pequeño era muy espontáneo, reaccionaba riendo y abriendo mucho los ojos ante cualquier novedad.

Parece ser que he perdido esa habilidad. Esa espontaneidad era el reflejo de que las casualidades me sorprendían, de que las causas que no conocía me impactaban. Era, dicen, muy impresionable. Todo está relacionado. Ahora las cosas impactantes las absorbo desde el principio para que no queden reflejadas y aparezcan desde alguna mueca. Las casualidades se han convertido en meras circunstancias de mi vida.

Recuerdo la última vez que me sorprendí, la última vez que la casualidad hizo mella en mí. Fue impactante; el corazón saltó bruscamente, el estómago se encogió y abrí los ojos tanto como me fue posible. Duró poco, unos tres segundos, pero fue bastante intenso.

Admito que ahora estoy receptivo para ser sorprendido de nuevo. Busco unir todas las casualidades que me han traído hasta Madrid y convertirlas en una causa. Quiero poder decir que Madrid fue la causalidad de algo.

Hasta que la casualidad me alcance, amigos.
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