Misión Imposible

Puerta del Sol. Jueves, 16 de abril del 2009. Seis de la tarde. Caras, miles de caras que no dejan de pasar, indiferentes a las demás. Cada una con su correspondiente cuerpo, que se roza levemente con los demás a su paso. Un paso cada vez más acelerado. Pasos cortos, largos, lentos, veloces, despistados, inexistentes. Gente parada. Esperas de minutos, de horas, de segundos, de pie, apoyadas sobre los edificios que los rodean, sentadas en los bordillos de los escaparates que reflejan el paso de las caras y de sus manos. Algunas abiertas, otras cerradas como puños, pocas entrelazadas por los dedos que acompasan los pasos de las caras que sí se reconocen en el camino. Caminos de ida, de vuelta, horizontales, verticales, transversales, rectos o torcidos que esquivan los pasos de las caras que no se miran a los ojos. Miradas perdidas, clavadas en otros, esquivas a los peligros que se esconden entre los pasos de las caras y sumergidas en la música. Una orquesta, unos mexicanos, un mp3 que deja escapar un estribillo, un teléfono móvil que no suena, otro que reproduce las conversaciones de las caras que pasan al lado de otras caras que rápidamente olvidan. Olvidos, recuerdos de otros días, imágenes que ya no existen de aquellos pasos y de aquellas esperas y de aquellas manos y de aquellas caras que nunca llegaron a grabarse bien en la memoria. Memoria histórica en las fotos y en los nombres de las calles. Monteras, sombreros, zatatos y pantalones de tergal. Bastones, bigotes y vidas en blanco y negro. Y caras, muchas caras. Y pasos, miles de pasos. Y una misión imposible: sacarse una foto al lado del oso y el madroño.

Diógenes

Siempre he sido muy aprensivo. Soy de esas personas que escucha por la tele que una enfermedad se está extendiendo por el mundo y, acto seguido, se ve con todos los síntomas de la misma. La voz en off dice "los enfermos suelen perder el sentido del olfato, progresivamente notan el debilitamiento de sus músculos y se les emborrona la visión...". Yo, automáticamente, me autoanalizo y me doy cuenta de que últimamente no soy capaz de oler bien las cosas, que soy muy débil y me noto cansado y que de vez en cuando veo borroso. A los dos días ya me doy cuenta de que estaba medio acatarrado y que tenía que cambiar las lentillas...

Pero hay una enfermedad que tengo seguro: el síndrome de Diógenes. Estos días en Vigo me han abierto los ojos definitivamente. Acumulo cosas en mi habitación; cajas llenas de historias y de objetos que no tienen el más mínimo valor material que copan mis estanterías y muebles. Soy incapaz de deshacerme de ellas, y menos de lo que contienen. Es un extraño amor por las cajas. Cuando me compraba unos zapatos o unos tenis (o ténises), la dependienta me preguntaba: "¿Quieres la caja?"; yo, sin dudarlo, asentía con la cabeza al tiempo que mis ojos dejaban escapar el brillo de la felicidad.

En un principio, esas cajas las destiné para guardar las cintas de cassette (o casete). Después, me servían como refugio para aquellos objetos con cierto simbolismo en mi vida: un papel, una entrada, un lazo, un bolígrafo... Quizás su utilidad más eficiente era la de guardar las revistas que coleccionaba con afán de poder enseñárselas décadas después a otros espectadores enfermos del mismo síndrome y que pensasen: "Uau, una revista en la que sale Valderrama con la camiseta del Valladolid...".

Estos días, por azar o más bien por tener que buscar algún documento importante, me sumergí de nuevo entre esas cajas. Lo malo fue que tuve que obligarme a parar un rato en cada una de ellas para recrearme en cada una de las sensaciones que me invadían con cada nueva apertura. Por ejemplo, recuperé mi walkman y me pasé un rato escuchando aquellas cintas grabadas con esmero hace más de diez años, que me recordaban quién era, qué era o qué quería pensar que era (admito que tenía grabada en una cinta la canción de "Laura no está" de Nek; no sé qué coño pretendía ser, a lo mejor un italiano flipado).

Pero lo peor, lo que me convenció definitivamente de que sufría una grave enfermedad, fue la caja que está debajo de mi mesilla. Es una cajonera de cartón, de esas que te compras en una papelería y de tamaño bastante importante que no suelo abrir mucho. Eso sí, siempre que pienso dónde estará tal cosa, es el primer sitio al que acudo. Cuando levanté la tapa, el pasado me cegó. Era una metacaja que guardaba más cajas en su interior. Una matriuska rectangular que da cobijo al pasado. Además, miles de pequeños objetos rellenaban los huecos vacíos de la cajonera.

En un intento por encontrar lo que buscaba, me sumergí entre aquellas miles de referencias a mi vida. Eran objetos que, sin duda, se habían perdido en el olvido y que su significado ya era incomprensible, en muchos casos. Tarjetas de felicitación de mis 18 años escritas por personas a las que no he vuelto a ver, carteras que me sirvieron como acumuladoras de papeles (que representaban mis inicios en el mundo diogenesco), muñecos que salían de cajas de cereales con los que jamás intercambié ni un solo minuto o gafas de sol con las que viajé 19 horas en autobús hasta Andorra en mis primeros contactos con la nieve. Y dentro de las cajas... pues en algunos casos, más cajas, más pequeñas y algunas incluso vacías; en otros, cartas de fútbol que guardo desde primero de BUP; o las fichas del equipo de fútbol de la Universidad en mi último año; incluso algunas fotos que me preguntaban cómo las había abandonado allí durante tantos años si algunas de ellas decoraron mis cuartos en Santiago.

Serrat tenía razón cuando hablaba de aquellas pequeñas cosas, pero no se daba cuenta de que estaba retratando el inicio de la enfermedad más cruel, la del recuerdo.

Ay, si Diógenes levantara la cabeza...

Quiero Creer Que Creo Que...

Libros que hablan de la crisis de fe de un cura, películas en las que la vida y la muerte están por encima de la religión en un barrio repleto de jamones, monólogos en una capilla en Cambre... si es que está claro que estamos en Semana Santa.

La Semana Santa, ese conjunto de días que han perdido la referencia inicial a cambio del término "vacaciones". En esta época siempre nos recuerdan las historias de esas épocas en las que no se comía carne, no se bailaba, no se gritaba... vamos, que no se vivía. Parece que nos separan siglos, pero no, sólo unas décadas atrás las puertas y las ventanas de las casas se cerraban para recoger las creencias en un salón familiar.

Hoy, sólo se representan en los vestigios que sobreviven al paso del tiempo. Las televisiones proyectan películas religiosas y de romanos, la muchedumbre se echa a las calles para soltar llantos por imágenes de madera que pesan más que las conciencias de los que las persiguen y alguno que otro refleja sus creencias en un foro tan poco común como es el Facebook.

Lo que decía al principio, las crisis de fe, las películas sobre la vida y la muerte o los monólogos de capilla han regado mi particular Semana Santa. Sólo esos tres acontecimientos me han despegado más (si cabe) de este mundo religioso que otros viven con fervor. Y como siempre esas imágenes de la televisión, que nos enseñan un sur de España donde la exaltación de la madera arranca a las personas de la cruda realidad de sus vidas. Desde hace meses se preparan los costaleros, las polémicas de siempre con la entrada de las mujeres en determinadas cofradías (si es que la religión es igualdad ante todo y ante todos, por lo que parece...) o las madrugadas ahogadas en llantos; yo, desde el norte, con algunas portadas de periódicos que me sorprenden con el café en la mesa, me alejo un poco más de todo aquello.

Y los curas hablando del amor. Pero ¿de qué amor? Pues del de la pareja, del de los recién casados, del que tienen que mantener en lo bueno y en lo malo, en la salud y en la enfermedad hasta que la muerte los separe. Bueno, o el juzgado; o la aparición de otros; o de la vida, que es más complicada que subirse a un altar a dar la palabra real, la que nos guía, la única que, parece ser, existe y es válida. Palabras que resuenan en las paredes de las iglesias, entre preguntas ante las que la verdad es la mano más útil para responder con una bofetada en la mejilla de la fe del que cree tener la razón.

O un joven imberbe que se aprovecha de las viejas para agarrarles la mano y hablarlas de la eternidad y que desconoce qué es la vida, y que cree que la muerte es ese momento agridulce...

Alguna vez pensé que quería creer. Ahora me doy cuenta de que quiero creer que creo que no hace falta creer, por lo menos no como quieren que crea.
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