Oportunismo

"Estaba en el lugar adecuado en el momento preciso". Frase que resume el oportunismo. Pero el oportunismo en el buen sentido de la palabra, claro. Yo llevo tiempo pensando que llego tarde a los sitios, que aparezco en ellos cuando ya no es oportuno, cuando se han ido las oportunidades a otro local. Carezco, pues, del oportunismo tan apreciado en los delanteros centro. El balón sale rechazado de mala manera y ellos, que se encontraban allí por una extraña mezcla de suerte, inercia de la carrera e intuición, se topan con el balón a sus pies para marcar. Por eso, los que tienen ese llamado "olfato de gol" cobran lo que cobran y cuestan lo que cuestan.

Yo sería un segundo punta que se abre espacios entre las defensas, tira buenos desmarques e incluso remata algún centro complicado de manera espectacular. Pero no tengo mucho gol, esa es la verdad. Cuando llego al área, estoy a veces tan fatigado de los esfuerzos previos (físicos y mentales) que o no llego al balón o llego pero lo remato con escasa fuerza ("más flojo que el pedo de un marica", que decía mi entrenador). Supongo que soy más de asistencias, de jugar para el equipo.

Y todo lo que tiene de virtud el oportunismo, lo tiene de defecto. Si bien "oportunismo" es aprovechar las oportunidades, también puede significar hacer mal uso de esa virtud. El aparecer en el lugar no ya porque estaba allí por casualidad, no, sino con la intención de hacerlo, conociendo que la oportunidad estaba ahí. Y claro, el oportunismo como defecto borra el toque de magia del delantero centro; el que ya sabía porque se lo habían dicho que el balón rebotaría en la pierna del defensa, saldría despedido hacia el punto de penalti y allí botaría de manera irregular, por lo que había que rematar con el empeine hacia abajo para que no se fuese alto el disparo no tiene el don especial.

Y las oportunidades no se pueden dejar pasar. "Que se hace o sucede en tiempo a propósito y cuando conviene", dice la RAE del adjetivo "oportuno" en su primera acepción. Y eso es lo que caracteriza a la oportunidad: que, cuando conviene por el tiempo en el que sucede, hay que aprovecharla.

Hace unos días me enteraba de que al final seguiré en Madrid. Lo de Galicia no salió. Se cerraba una oportunidad, pero se abren otras en la capital. Quizás no era oportuno que me fuese ahora, quizás no era esa mi oportunidad. A lo mejor, el oportunismo del ariete que remata en boca de gol esté reflejado en Madrid, en seis meses más en El País y en seguir exprimiendo la vida lejos de casa.

Quién sabe. Lo importante es que no hubo oportunidad. Quizás me la robó un oportunista de los malos, pero a lo mejor lo oportuno esté aquí, y no allí.

Los "Me Da Que Sí"

El conocimiento del mundo que tenemos alrededor se compone de varios elementos de juicio (bufff, vaya frasecita asquerosa para empezar...). Por lo general, atendemos a los sentidos para conocer lo que nos rodea. Con los ojos vemos qué tenemos alrededor, lo fea que es esa persona que te mira fijamente pensando que tú también eres extremadamente feo, nos guiamos por las calles, los utilizamos como cámara para retener imágenes en eso que se llama "memoria visual". Los ojos, imprescindibles.

Luego, los oídos, para escuchar, para conocer quién nos habla o lo que nos dice, comunicarnos después reproduciendo esas palabras que alguien ha decidido inventar y llamar al conjunto idioma por la boca; el tacto, con las manos para saber si algo es suave, rugoso, pringoso... y poder descartar las cosas por el mero hecho del asco que da tocarlas (prefiero no poner ejemplo de esto). Y luego las piernas, para trasladarnos y dejarse guiar por los ojos. Vamos, todo muy material y muy corporal.

Lo que pasa es que al juego este de la vida se le suman elementos que no se ven, que no se tocan, que no puedes agarrar. Siempre se ha hablado de "alma", como símbolo religioso o filosófico, aquel elemento "espiritual" (también, con significado religioso y sin él; hasta el derecho habla de un elemento espiritual en muchos casos) que, seguramente, sea lo que nos convierte definitivamente en seres humanos, por encima de los animales (bueno, conozco a bastantes autoproclamados seres humanos que estarían por debajo, pero bueno...).

Entramos dentro del terreno de lo que no se ve, de lo que se siente. Odio bastante, lo admito, a los que hablan de sí mismos como "intuitivos"; esa gente que se cree que por refrendar una vez un pensamiento sobre alguien ya tienen la verdad absoluta ganada para el resto de las veces. Pero, que carallo, es cierto que el campo de la intuición existe y es amplio. Yo no soy intuitivo, ni mucho menos, de hecho es probable que sea todo lo contrario: hasta que me la pego no intuyo ná. Pero esto tiene excepciones, y muchas de ellas se han dado en Madrid.

Como llegué nuevo y solo a una ciudad desconocida, a empezar una carrera nueva y después de una experiencia de odio intenso en la facultad de Derecho de Santiago, me propuse a mí mismo no ceder ante las intuiciones malas. Yo soy así, de primeras sensaciones, de primeras impresiones; por suerte, sé cambiar, claro. En este caso, Madrid me ha regalado muchas cosas en el plano de lo que no se puede palpar con las manos, de lo que no recoge los sentidos. Desde personas que han aparecido en mi vida a lo largo de este tiempo (amores a primera vista con hombres vascos) hasta sensaciones de "esto lo voy a hacer porque me da que sí" que antes experimentaba poco. Dirán, los listos, que eso se llama madurar. No sé cómo se llama, pero Madrid me lo ha dado. Un grupo de acciones que se encuadran en ese ámbito de lo espiritual, donde caben casualidades (con causa o sin ella), la suerte, el destino y las carreteras que se van formando a tu paso (como los juegos de coches de antes, donde el horizonte no existía, sino que se iba "creando" cuando llegabas a él... ¿me explico?).

Y cuatro años después, con sensaciones así en la mochila, se presenta una bifurcación en el camino. Sabía que iba a llegar, pero pensé que lo haría más tarde y de otra manera, la verdad, cuando las circunstancias fuesen otras. Ahora, caba la posibilidad de que cambie de ciudad para aceptar un trabajo y volver a Galicia. Es una posibilidad que está ahí. La de volver... Volver, con la frente marchita las nieves del tiempo platearon mi sien...

Eso sí, si me voy, que no lo sé, que no depende de mí (bueno, o sí), le puedo agradecer a Madrid muchas cosas, sobre todo las que no se atan a lo corporal y se quedan en lo espiritual. Las veces que las intuiciones me guiaron, los amores homosexuales (joder, quien lea esto...), las veces que no me guiaba con los ojos ni con la cabeza, los "me da que sí..." que me llevaron a navegar por Puertos en medio de una ciudad sin mar pero que respiraba un río. Y, si me marcho, que no lo sé, que no depende de mí (bueno, o sí), guardaré en una de las muchas cajas que me lleve todo eso y lo guardaré para no perderlo, por si no vuelvo, o por si vuelvo, para que sigan conmigo.

Unha aperta.

Fantasmas Del Pasado

Enfiló la cuesta. Detrás quedaba la plaza de Cervantes. No había yonkis, ya no. Tampoco aquel kiosko en el que le preguntabas al señor: "Eh, ¿qué prefiere? ¿A Bustamante o a la Pataky?" y él contestaba "Mmmmmm... al Bustamante". La cuesta le dirigía los pasos y podía observar las huellas que él mismo había dejado años atrás. Huellas marcadas en la piedra. Se encontró, de frente, con la puerta. Asomó la cabeza al cristal y le abrieron.
Allí, sin más, una antigua damisela de pelo corto y reflejos lentos le reconocía con una sonrisa en la cara. "Ayyyyyy... hola, ¿qué tal te va la vida?". El cuerno sonó. Bajó de las escaleras un fantasma del pasado. "Creo que la última vez que nos vimos fue en la obra de teatro de mi primer año. Desde aquella vez te sigo de lejos". "Yo también a ti", pensó. Pero no lo dijo. Los fantasmas impresionan a las primeras de cambio. "Por aquí todo sigue igual, más o menos. Yo me iré y, en el futuro, ningún fantasma del pasado te recibirá con los brazos abiertos". A él se le abrió un hueco en el pecho. "Ya... seré yo el que vuelva como el fantasma que nunca nadie conoció".

Observó los sillones, la sala, los pasillos, las nuevas fotos de todos los fantasmas con rostros que algún día habían posado para el objetivo. Ya ninguno de ellos vagaba por allí. Había cosas nuevas en el edificio, con el aire de siempre pero cambiado, con nuevos vientos de modernidad: pantallas planas, proyectores, mujeres... ay, omá.

"Me voy, tengo más citas con más fantasmas". Abandonó el edificio al mismo tiempo que la puerta se cerraba tras de él. Su camino prosiguió por las mismas piedras embaladas con papel de recuerdos. Ese día el sol había decidido salir y apartar todas las nubes para regalar una luz especial a la ciudad. En pleno Obradoiro, lanzaba sus rayos contra la Catedral, que se levantaba más majestuosa que nunca. Más, quizás, que en los años anteriores. Hacía tiempo que no pasaba por el pasado, que no lo paseaba y lo recorría con aires melancólicos sin libros y códigos odiosos debajo del brazo. La luz era la misma, pero distinta. El Franco le guió. Pasaba por Dakar y por la biblioteca, llena de caras desconocidas que le habían sustituído en angustias vitales y académicas. La calle se hacía estrecha a su paso por las tiendas de souvenirs y los cuerpos le cerraban el paso como si fuese un extranjero. Se paraba en los portales, en los soportales, en las columnas, en los edificios y en las piedras. Foto. Foto. Miradas de gente que no entendía el porqué de esas fotos. La entrada de la Alameda era una fauce enorme que se quería batir en duelo con él. Pero pasó. Prefería enfrentarse con la calle Senra, el McDonal's y las tiendas de la zona nueva.
Todo era lo mismo pero distinto. Ya no era igual. Pero las calles se reconocían por los edificios y por el aroma que desprendían las hojas de los manuales académicos, de las colonias de las chicas que iban a clase, de las que venían de la facultad y de las que ni pisaban las aulas pero habían quedado en la cafetería. A la izquierda, la cuesta del coño le hacía suspirar. "Coño, como costaba subir la puta cuesta". En la orilla, la plaza roja, que había perdido el color con el tiempo. Hoy el sol la teñía de un amarillo rancio. Tan rancio como la cafetería que hacía esquina o el taller de coches de la calle contigua. Por la Rúa Nova de Abaixo el tiempo pasaba delante de su cara y una ventana le decía adiós; con el gesto fruncido, le miraba a su paso. Una ventana que conocía por dentro.
Las galerías, el Gasteiz, el Acme, la Academia de Rita, la antigua y la nueva. Y el Frankfurt. "¿Frankfurteamos?", le preguntaba un fantasma del pasado. "No, no tengo hambre ni tiempo, que he quedado". "Ah, eso antes no era una excusa, amigo". Y el fantasma se escapaba dejando un rastro fino de mostaza. A sólo unos metros escasos, la plaza de Vigo le recordaba dónde había vivido por primera vez. Santiago de Chile. La calle que nunca recorrió solo. Y el Callejón de Derecho le devolvía los minutos que había perdido en él. Otro fantasma. "¿Tienes apuntes de Administrativo de este año?". "Lo siento pero no. Ahora tengo que ir a la fotocopiadora".

La facultad, edificio de sinuosas y horribles formas, le esperaba como siempre. Atenta a sus pasos. Se había pasado la vida juzgándolo pero ahora no tenía que rendirle cuentas. Ya no. Con un papel en una carpeta oficial que le decía que era libre, que las esposas les correspondían a otros y que los barrotes se limaban más fácilmente. Otro fantasma del pasado. "Quedamos en la biblioteca. Me vienes a buscar y nos vamos a casa, ¿vale?". "¿Y qué hacemos?". "Nos vamos a cenar".

Un café después volvía tras sus pasos. La luz de antes había desaparecido. Las nubes habían recobrado el poder y ya no causaban el mismo efecto. Ya no había amarillo, sólo gris. Y otro fantasma del pasado.
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