Instinto De Supervivencia

Desde hace millones de años, lo que ha marcado casi todas las acciones del hombre ha sido el instinto de supervivencia. Primero, muy al principio, aquel ser primitivo que se aleja tanto de la imagen del ser humano actual (bueno, aún quedan algunos neandertales...) comenzaba a dar sus primeros pasos en su existencia y los enfocaba hacia la mera subsistencia en el presente. Cazaba para alimentarse y vestirse con las pieles de su presa para soportar el frío; para ello, tallaba piedras, construía armas primitivas y agudizaba sus sentidos de buen cazador. Después apareció el fuego, con el que podía iluminar, ver en la oscuridad, secarse...

Con el paso del tiempo, el hombre empezó a entender que el presente se perdía con la memoria de los contemporáneos. Todo lo que hacía, sus hazañas, sus grandes cacerías, se perdían con el paso del tiempo, y empezó a dibujar en las paredes de sus cuevas la representación de todo aquello. Hoy entendemos esos trazos, esos garabatos propios de un niño de preescolar, como la primera manifestación artística del hombre, el momento en el que tuvo consciencia de que alguien podría observarlas años o siglos después. Nació, con ellas, el ego.

Pero no se detuvo ahí; la palabra oral se transcribió en textos que, primero, se perdían al hacerse viejos. De ahí, los amanuenses trasladaban la palabra al papel, y la técnica se fue perfeccionando hasta el punto de reunirlos en libros que eran guardados en bibliotecas y que sólo algunos privilegiados podían leer. La imprenta era otro paso definitivo para dar más consistencia a la palabra escrita, más proyección, más eternidad.

Igual pasó con los pintores, que mejoraron el dibujo de la Prehistoria y se convirtieron en los primeros reporteros gráficos de las sociedades. Las caras más conocidas, los vestidos, los paisajes, las batallas, los momentos históricos... todo quedaba reflejado a través de sus pinceles. Lo reyes, los emperadores, los ricos y toda persona con capacidad económica entendió que era la mejor forma de permanecer en la mente. Más tarde, con la fotografía, las videocámaras o la televisión, la teconología recogía el testigo.

Pero esto no se limita a grandes relatos ni a grandes personajes, sino que tiene su reflejo en actividades cotidianas, como los enamorados que rasgan sus iniciales en la corteza de un árbol con sus llaves para sellar su amor enterno. Eterno de unos meses, quizás, pero eterno cuando lo hicieron. O los candados en los puentes, o las firmas callejeras con spray, una carta o la postal que se envía en pleno viaje a un familiar. Todo lo que se materializa no busca nada más que la perpetuación en la memoria.

Estos últimos meses pensaba por qué hacía determinadas cosas. Por qué escribía en el blog, por ejemplo. Supongo que no va más allá ni se diferencia tanto del garabato del hombre de las cavernas. Decir que estás por aquí, que has hecho algo, que te has sacado una foto con una tía buena al lado de Nancho Novo, que tienes trabajo, que lo dejas, que se te ha ocurrido una historia o que le quieres mandar un mensaje a alguien a través de las líneas. Nada más y nada menos que el instinto de supervivencia en la memoria. Nada más y nada menos que la representación de uno mismo, del ego, del egocentrismo reflejado en las acciones. Nada más y nada menos que buscar un protagonismo autoconcedido en las vidas de otras personas.

Cómo somos, hacemos cada cosa...

Vox Populi

Se remontan a los griegos los que hablan de Democracia; allí, en el ágora ateniense, nacía el término bajo unas condiciones muy diferentes a las que ha llegado hasta hoy, y con el término, se ponía en práctica ese poder del pueblo, ese gobierno de la mayoría. Bueno, en aquella época del pueblo y de la mayoría se excluían a las mujeres y a los esclavos, pero los inicios son siempre complicados.

Ahora, en el siglo XXI recién estrenado, las formas de democracia nos llegan desde varios puntos cardinales. En la política, en las leyes, en las manifestaciones... el pueblo, los ciudadanos, se dejan ver y oir. Y los medios de comunicación han tenido gran influencia en el desarrollo de esa democracia, convirtiéndose en el megáfono utilizado para protestar, reivindicar y manifestar las opiniones, mayoritarias o minoritarias, los deseos o las injusticias sociales. Pero los medios han democratizado la sociedad generando un arma de doble filo.

Desde el púlpito en el que se ha convertido la televisión, con la imagen como punto fuerte, han crecido y se han desarrollado personajes extraños para el resto del mundo que han terminado por convertirse en caras conocidas de esas que sentarías a comer en tu mesa (bueno, yo no). Gente que ha encontrado en los platós de televisión la panacea, el maná de la vida eterna y, así, se eternizan delante del piloto rojo que se enciende cuando termina la publicidad. "Estamos en el aire", exclama una voz. Sí, en el aire seguro, porque los pies en la tierra no están, eso seguro.

Haciendo un breve zapping después de comer, me quedé prendado en la cadena amiga, Telecinco. No les llegaba con mantener bajo su ala protectora a una profesional como Ana Rosa Quintana, sino que también decidieron colorear de rosa (o amarillo) la programación. Ese día, con el mando entre las manos, veía la imagen de Kiko, ese Gran Hermano que monta la mandíbula inferior, que desde un atril pedía disculpas por una información incorrecta que había dado. Sus fuentes eran buenas, "alguien muy próximo a la familia", pero pedía excusas por anunciar a través de la tele las miserias no ciertas de una persona. Sonaban extrañas las palabras "información", "fuentes", "investigación", cuando nacían de la boca malformada de un personaje que vive del sudor ajeno pero que huele peor que el que trabaja ocho horas bajo el sol.

Todo esto es una pirámide que tiene a Belén Esteban como vértice superior. Detrás de esa figura desgastada, patética y trazada con el rostro de "El grito" de Münch, con ojeras que desvelan los beneficios nocturnos y el gusto de un perro orinando en una esquina, se esconde, según la propia protagonista, la voz del pueblo. "No soy periodista, soy colaboradora. Soy la voz del pueblo". Forjando su imagen como la chica de barrio como una planta trepadora que se sujeta a un tronco, quiere hacer de su palabra la nuestra.

En un ataque de cordura que nunca llega desde los directivos de las cadenas, el Defensor del Menor ha decidido tomar cartas en el asunto. Al menos ha amenazado con actuar de oficio para proteger a la famosa Andreíta, la que no quería comerse el pollo. Pasamos de taparle la cara con un tomate, porque los padres no querían que sus hijos saliesen en la televisión y que nadie se enriqueciese a costa de la sangre de su sangre, a que sean los mismos los que, de manera indirecta, ganen euros a costa de ellos. No sé hasta qué punto puede y debe actuar el Defensor del Menor, pero que alguien diga algo con más cabeza que lo que dice la voz del pueblo, la representación física del fracaso de la democratización de la vida española, es un alivio.

El problema es que, como es la voz del pueblo, Andreíta es la ahijada del pueblo y la sobrina de los barrios bajos de la capital, y ya hay más de una que ha dicho que saldrá en procesión a la calle como le quiten la custodia a "la Esteban". Será la procesión de la virgen (¿virgen? sí, claro) del pueblo, una mezcla entre la Moreneta, la de las tropecientas llagas, la del Rocío y la de Lourdes. Un cuadro.

Belén, el pueblo está contigo. Yo soy de ciudad.

Soy Tiempo (Historia De Una Cana)

El paso del tiempo. El tiempo, ay, el tiempo; ese enemigo inexorable, ese maldito señor que te va dando palmaditas en la espalda y te va empujando sin que tú puedas hacer nada para evitarlo. Cada día que pasa soy más consciente del paso del tiempo y de que yo mismo lo soy. Soy tiempo.

Desde hace meses noto más la importancia del tiempo, todo el que perdemos y que no podemos recuperar. Si tuviese que explicarlo con palabras, si tuviese que elegir un elemento material para que alguien fuera de mí pudiese entender cómo está pasando el tiempo por encima de mí y lo inevitable que veo ese recorrido, lo haría a través de un pelo. Un simple pelo de los miles que pueblan mi cabeza (de momento, y espero que por muchos años).

Y es que el pelo es uno de esos referentes en el paso del tiempo. A los hombres, su perdida o su crecimiento nos determina mucho. La barba que te crece... en algunos casos, claro; el pelo del sobaco que te dice que vas a empezar a sudar más y que algún sentido tuyo lo va a sentir con más intensidad; el pelo en el pecho o el temido y rebelde pelo de los lugares donde nunca debería de aparecer, como la espalda, las orejas o la nariz. El pelo tiene la cualidad de aparecer con el paso de los años. Eso sí, el pelo especial es el de la cabeza, el que nos da una imagen, el que puede llegar a identificarnos ante otras personas. "¿Te acuerdas de ese tío, el de pelo largo/coleta/rapado/de marica/de modelo...?". Justo ese pelo recorre el camino inverso que el resto que puebla el cuerpo. Con la edad lo vas perdiendo.

Dice una leyenda urbana de esas que no sé si está probada pero que todos nos creemos que si tienes canas pronto es que no te vas a quedar calvo. Es decir, el antídoto contra la calvicie es algo tan externo a nosotros, algo que depende tan poco de uno mismo, que nos agarramos a él en cuanto podemos. Yo, por lo menos, lo hago en esas noches tormentosas en las que, metido en la cama y tapado hasta la nariz, la idea de quedarme calvo por culpa del paso del tiempo se acuesta a mi lado y me desvela.

Hace unos años, mientras me miraba al espejo (no sé qué hacía, supongo que ensayaba caras), me descubrí un pelo blanco en el medio de la mata de la cabeza. Ahí puesto, sin inmutarse, diferenciándose de los demás por el efecto que la luz hacía en él, devolviendo un reflejo de luz blanca y virginal. En el centro geométrico de la cabeza, cerca de la frente, un único poblador blanco en una tierra de castaños. Supongo que habría llegado allí solo para investigar el terreno, para ver cómo están las cosas por ahí para trasladarse y, con él, toda su familia. Las canas son como los gitanos, con familias numerosas, llenas de hijos, primos, primas, abuelos, tíos, amigos de los primos... Como un extraterrestre que se da una vuelta por la tierra para saber si podrán conquistar a los humanos fácilmente.

Ahí fui consciente de que el tiempo pasaba. Un único pelo fue la prueba de que mi pacto con Dios para ser eternamente joven, para que el síndrome de Peter Pan tuviese un reflejo físico, no era tan real como me había parecido durante los años en los que era un simple imberbe de 20 años. El tiempo pasaba incluso sobre mis rasgos aniñados. Maldita sea... ¡Eh! De maldita sea nada, todo tiene un lado positivo. Lo mejor es que, según esa leyenda urbana en la que creo y confío, la aparición de aquella cana significaba que no sería calvo.

Esa cana me enseñó algo tan importante como que el tiempo pasa y que hay que saber aprovecharlo. Desde aquel día, la cuido, la mimo, la peino y la lavo con un champú especial, nada de anticanas. Y mientras pasa el Señor Tiempo, yo visito el espejo de mi baño para ver cómo va la colonización de mi cabeza.

De momento, la cosa va lenta. Seguiremos informando. Pero sí, soy tiempo.

El Novio De Ana

Es cierto que la vida de escritor es muy mala compañera. La de periodista también. Mala compañera de viaje, digo, porque lo que te sustenta y te levanta cada mañana no es el dinero que tienes en la cartilla, sino la ilusión de encontrar lo que buscas. ¿Qué pasa cuando no encuentras lo que buscas? Pues que te pones a buscar para encontrar algo. Eso mismo me llevó a trabajar detrás de la barra de un bar del centro de Madrid.

Mi horario era ese maldito en el que el sol da los buenos días, la oscuridad se pierde y la calle no es más que un recuerdo de la noche anterior. Yo era el encargado de abrir el bar todas las mañanas (cuasi madrugadas, a eso de las siete de la mañana) de jueves a martes acompañado por Ana, una chica paraguaya cuyos huesos habían llegado a Madrid detrás del amor y se habían roto (los huesos que sostenían su amor) al año y poco de llegar. Levantaba la verja de metal que protegía los cristales, dejaba la puerta abierta y le daba un poco de aire a aquellos focos luminosos y tétricos.

Un día, observé que desde hacía un par de días un móvil nos hacía compañía al lado de la caja registradora, donde guardábamos un pequeño cesto en el que descansaban
los objetos perdidos (mi jefe, un remilgado, la llamaba la cesta de los "sin nombre", porque decía que no estaban perdidos, sino que sólo perdían el nombre durante el tiempo que estaban alejados de sus dueños). Yo no me había dado cuenta hasta que fui a recoger la mesa y ya era demasiado tarde para encontrar a su dueño. Actué como hacemos siempre en estos casos: a la cesta. El móvil se quedó allí, "sin nombre" durante todo el día. En mi turno nadie apareció buscándolo; lo raro es que a la mañana siguiente, el móvil seguía ahí.

El día transcurría sin novedades: los mismos clientes, la misma somnolencia, los mismos chistes, las mismas conversaciones... pero a media mañana, un timbre rompió la rutina por la mitad. Era el móvil que, desde el cesto, pedía que alguien contestase. Me acerqué con desconfianza y miré de quién era la llamada. "Andrés", reflejaba la pantalla. Ante la posibilidad de que esa llamada fuese definitiva para devolver el móvil a su dueño, lo cogí y contesté.

"¿Ana? ¿Ana, eres tú?". Yo me quedé en silencio, tan solo podía respirar sobre el teléfono. "Espera... ¿eres tú el cabrón que se está tirando a mi novia?". Seguí en silencio; no, ni era Ana ni era el que se tiraba clandestinamente a Ana, pero la situación, por extraña, era realmente incómoda. Abrí la boca para contestar, sólo tenía que decir que no, que era un camarero que guardaba el móvil hasta la vuelta de su dueño, que ni siquiera sabía quién era Ana y que no se la había tirado nunca. Pero no, no hice eso. "Dirás que soy el que la está haciendo feliz, mejor, ¿no? Mira, quiero que sepas que estoy muy enamorado de ella, que es la mujer de mi vida y que ni tú ni nadie podrá cambiar eso". Colgué y un escalofrío recorrió mi cuerpo, desde el cuello hasta los pies.

Acababa de declarar mi amor como nunca lo había hecho, y la destinataria era alguien de quien sólo conocía su nombre, su móvil y la voz de su novio. ¿La razón? Ni yo lo sé. Fue quizás el síndrome que tenemos algunas personas de la notoriedad, buscar protagonismos autoconcedidos en la vida de los demás, inmiscuirnos sin pedir permiso en historias que no nos pertenecen. Ahora yo era el causante de una más que posible ruptura o discusión entre una pareja que ni me conocía; o, incluso, yo era el empujón para que dos amantes dejasen de lado su anonimato después de la ficticia declaración de amor de él.

El resto del tiempo que estuve trabajando en esa cafetería, busqué a Ana desesperadamente. El móvil seguía ahí, pero no había vuelto a sonar. Me fijaba en las rubias, en las morenas, en las guapas, en las feas, en todas las chicas que entraban y que podían llamarse Ana. Me había enamorado, sin saberlo, de un nombre cualquiera que tan solo estaba atado a la voz de un hombre, a la carcasa azul de un teléfono y a una declaración de amor eterno durante diez segundos.

Ahora, ya con novia, trabajo en un periódico y piso propio, aún busco entre las caras que se cruzan conmigo por la ciudad unos rasgos, unos ojos o una voz que me diga que es Ana. ¿Qué pasará si la encuentro? No lo sé, supongo que esa será la segunda parte de todo esto.

Basado en una historia del recomendable blog Ni libre ni ocupado.

Zurditorium

Quiero ser zurdo. Quiero que la parte derecha de mi cerebro sea la que tenga el mando de mis acciones. Quiero que sea ese hemisferio, el derecho, el de las sensanciones, el de los sentimientos, el de las habilidades especiales como las artísticas y las musicales, el que mande sobre el otro. Quiero que mi parte izquierda, mi parte siniestra, sea la encargada de presentarme ante el mundo, que sea mi mano izquierda la que saluda con un apretón, la que se levanta para llamar un taxi, la que pela las pipas mientras veo un partido y la que golpee en la cara a los que se lo merezcan. Quiero ser de izquierdas por fuera.

Lo malo es que yo nací doble. Me refiero a que, de pequeño, era ambidiestro (mierda de palabra, a lo mejor era ambizurdo). En el colegio Ordás, donde hacíamos cosas que quedan tan lejos como las caligrafías, las hacía con la derecha y, cuando me cansaba, seguía con la izquierda. Esa sensación de no tener un lado fijo me hacía sentirme libre. Lo peor es que tuve que decidir: qué prefieres, seguir la inercia mundial y emplear la mano derecha o vivir en un mundo no hecho para ti y ser zurdo. Era pequeño, tenía la poca lucidez que se tiene con 4 años, y me decidí por lo fácil.

Pero hubo algunas cosas que se quedaron como propiedad de la izquierda; son reflejos del pasado, como cicatrices o heridas de guerra, de lo que fui algún día, hace muchos años, antes de decantarme por una opción que ahora veo errónea. Los ejemplos están a la vista: soy zurdo comiendo (cojo el cuchillo con la izquierda), llevo el reloj en la derecha, abro las latas con la izquierda, fumo con la mano izquierda...

Mis decisiones sobre mi lado izquierdo tuvieron otros capítulos. El que recuerdo ahora es el de la primera vez que cogí una guitarra. Como no, por intuición, por mi naturaleza, la cogí como un zurdo. El sonido era extraño, nada se correspondía con lo que pensaba; era complicado. Mi determinación fue aprender a tocar contra natura, contra mi propio ser: giré el mástil y lo empuñé con la izquierda. Ahora, aquellos acordes dibujados en un papel que me había dado mi tío sí que tenían sentido.

Hay veces que lo hecho de menos. Me arrepiento de haber tomado esa decisión. Si no era posible mantener las dos manos útiles (será como mantener a dos novias sin que se celen entre ellas), tendría que haberme ido con la que me gustaba de verdad, con la que quería vivir, no con la del matrimonio concertado por los productos, los coches, las libretas, los abrelatas...

Tanto me arrepiento que el otro día hice un experimento. Se trataba de potenciar mi lado izquierdo. Igual que hacía uno de los personajes de "Dos mujeres en Praga", amordacé mi lado derecho, el lado que actualmente rige mis acciones, para tratar de recuperar mis sensaciones zurdas. Incluso me puse un parche en el ojo derecho. El día fue complicado. Quería volver atrás en el tiempo pero era imposible, no podía recuperar todo lo que durante 24 años, desde que decidí hacerme diestro, había perdido.

Ese día me di cuenta de que hay cosas que se van y que nunca vuelven. Pero seguiré luchando por ser zurdo, aunque sea de corazón.

Llamadas Perdidas

No es una pregunta en plan "¿A qué huelen las nubes?", porque para eso ya están los anuncios de compresas. Por cierto, hay anuncios que no sabes lo que anuncian porque te quedas con él, pero no con qué producto ofrecen; un claro ejemplo es el anuncio de Fa: ¿Qué es Fa? ¿Una nota musical? ¿Una bebida? No sé, pero en el anuncio aparece una tía en tetas. A eso me refiero. Pero ese no es el tema, y tal.

Decía que iba a plantear una pregunta trascendental: ¿A dónde van las llamadas perdidas? Yo parto de la base de que el nombre está mal elegido, porque no están perdidas; otra cosa es que no tengan dueño o que estén vagando por algún lugar desconocido de la geografía, pero no están perdidas. Ellas llegan a su destino, pero allí nadie las recibe. Supongo que es como si mandas a tu hijo con una cesta de bollos a casa de su abuela y ella no está en casa. Llama al timbre pero nadie le abre. Él no está perdido porque sabe dónde está y volverá a su casa, pero las llamadas perdidas no vuelven.

En el teléfono donde mueren suele poner un aviso: "1 llamada perdida". Que diga que la llamada es perdida es que, a lo mejor, has perdido una oportunidad. Te llamaban para un partido de fútbol para el que hacía falta uno y tú eras su única esperanza y te lo has perdido, la llamada ha perdido su sentido desde el momento en el que nadie ha contestado. Pero ella no se ha perdido, habrás perdido tú o el que la hacía.

Supongo que todas estas llamadas perdidas quedarán acumuladas en una especie de estercolero en el que habrá un hombre enano y con bigote que las irá ordenando según vayan llegando. Tendrá varios grupos, las que decían "ya estoy abajo", las de "llámame que no tengo saldo", las de "uuyyyy, que me acuerdo de ti...", las de "coge el puto teléfono que nos falta uno para ser diez y jugar un partido". Arduo trabajo el del enano del bigote. Eso sí, el señor sabrá todas las desgracias, los recuerdos, los pensamientos, las quedadas de todo el mundo, quién llega tarde, quién se acuerda de quién, quien es una de esas personas que carga el móvil con 5 euros...

Esto lo empecé a pensar porque un día mandé un mail y, por obra y gracia del ordenador, la conexión y esas cosas, el mensaje no se llegó a enviar; la pantalla se quedó paralizada y, al recargarla, el espacio dedicado al texto estaba de nuevo en blanco. "Eh, ¿mi mensaje?", pensé. Claro, como soy un chico sensible que llora cuando ve Bambi, empecé a imaginarme a ese mensaje perdido en el limbo de internet, sometido al juicio de un dios electrónico que decidía a dónde se iba a ir: al cielo, una maravillosa bandeja de entrada dorada y con estanques, o a la papelera del infierno, roja y con llamas y un señor con cara de Sadam Hussein que te azota. Todo por culpa de las tecnologías.

En serio, ¿a dónde van a parar las llamadas perdidas?
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