Son Solo Niños...

Luismi es uno de los redactores de toda la vida de Canal Plus. Sí, le llamamos Luismi, pero su nombre completo y sus apellidos son una constante en artículos de El País y de otras publicaciones deportivas; si se habla de fútbol italiano, argentino y brasileño en especial, ahí está Luismi. Llegó al Plus de la mano de Jorge Valdano, con el que trabajó como ojeador durante varios años. Valdano llegaba para presentar El Día Después y se lo llevó con él.

Luismi viste habitualmente de negro, es de reducida estatura, y sus paseos por la redacción con cintas y papeles son una estampa habitual del día a día del edificio ahora llamado Prisa TV. Por sus características y su manera de llegar, era conocido como "El espía", pero pronto se hizo un hueco como un redactor más. Durante este año he compartido más de una conversación con él, en las que te habla de mil cosas y anécdotas de fútbol, como que jugó contra el filial del Atlético de Madrid en sus tiempos y que Aguilera era un rapidísimo extremo derecho y que Juanma López, el férreo defensa, era su compañero en la delantera; un eficaz rematador de cabeza.

Hace un par de semanas, con la Copa América en juego, Luismi habló de un reportaje que había grabado hace unos años para emitirlo. Era sobre un joven brasileño que ya despuntaba con 16 años durante la disputa de un Mundial de la categoría. Su nombre, Neymar. Hoy en boca y en titulares de todos los medios, la actualidad llevaba un reportaje de hacía unos años a la emisión del programa de la competición en la que él, Neymar, debería confirmar el porqué de la atención recabada.

Durante el campeonato de la Copa América, solo un par de goles y un partido brillante ante Ecuador. El resto, poca cosa. La explicación, al menos yo, la encontré en esas mismas imágenes que desde Canal Plus se emitieron años después de guardarlas en la caja mágica que tienen las teles, donde se guarda lo que, algún día, puede volver a servir.

Neymar, el mismo que hoy viste y calza Nike, el mismo que destaca en el campo vistiendo la camiseta del Santos, el mismo que despunta hacia el cielo con una llamativa cresta desteñida, corría por unos campos que nada tienen que ver con los estadios que ahora recorre en Brasil y Sudamérica y pronto, dicen, en Europa. La cresta, detalle que lo identifica físicamente, desaparecía en un pelo rapado con maquinilla, que era solo una sombra negra sobre su cabeza. La cara era la misma, pero con la diferencia que marcan tres años. Su figura, reducida con respecto a sus compañeros, y su complexión física enseñaba que aún tenía músculo por desarrollar.

Con él, en aquella selección sub -16, destacaba otro futbolista que ya está en Europa, Coutinho, del Inter. El resto, seguramente, no hayan llegado ni a la mitad de lo que prometían. Brasil ganó aquel Mundial para adolescentes, y Neymar a punto estuvo de perderse la final por una lesión. No se emitieron, pero las imágenes del chico llorando en el banquillo por el golpe recibido desarbolaban la imagen de rebelde que ahora retratan los medios. Era un niño de 16 años jugando al fútbol. Sin más.

Eso es, a veces, lo que no somos capaces de ver. En tres años, uno puede pasar de regatear en campos reducidos a cargarse sobre los hombros a toda una histórica selección. No nos damos cuenta, pero solo son niños. Que viven más rápido, que maduran a marchas forzadas. Pero el DNI sigue diciendo que no has llegado a la veintena. Que eres eso, solo un niño.

"Eiquí Matáronme"

De las imágenes de Vigo que me he llevado desde hace tiempo de vuelta a Madrid, está la inscripción en una pared del centro. Un graffiti simple, color negro, con letra del que escribe rápido sabiendo que no le puede ver nadie. Aquella inscripción se grababa en mi pupila todos los días que pasaba por allí. Es en la Puerta del Sol, a espaldas del Sireno, esa figura deforme que nos colaron una vez contándonos que era la mezcla entre el hombre y el mar, y por eso mira con ansiedad hacia la Ría.

Bajando por Elduayen, antes de entrar en la calle del Príncipe, unas escaleras reinan a la derecha para dirigir una calle estrecha que lleva hacia el Ayuntamiento. Es una calle que he transitado pocas veces y que desde que soy pequeño he oído que la cuesta que la inicia contenía una serie de señoritas de moral distraída que se alojaban noche y día en los portales. Vamos, que era la calle de las putiflainas. La pared que mantiene rectas las escaleras que le dan inicio contenía aquella inscripción.

La primera vez que la vi fue en el verano de 2008. Mi paso por la Puerta del Sol era obligado al pertenecer al recorrido que hacía todas las mañanas de aquel mes de julio para ir a trabajar a la COPE, que tiene la redacción en un sitio privilegiado de Vigo: en la calle del Príncipe, justo enfrente del MARCO, el museo de arte contemporáneo. Cada mañana de ese verano, hacía una mínima parada de diez segundos para leer la inscripción. "Eiquí matáronme", rezaba en color negro sobre el suave marrón de la pared. Y cada mañana, conformaba en el último tramo de mi viaje de 15 minutos hacia la redacción una pequeña historia sobre quién, qué y por qué esas letras se habían quedado ahí grabadas.

La historia más recurrente se vinculaba a mi idea de Vigo como "la ciudad sin ley". Durante años, yo viví la sensación de no tener protección. Los yonkis y la gente de malvivir (qué bonito sería decir la gente de "malviver", como las "cantigas de escarnio e maldiçer") nos sometían a los jóvenes cada día que decidíamos adentrarnos en el centro de la ciudad con mil pesetas para merendar, gastar el tiempo en los recreativos o ir al cine. Yo, con mi cara de "tengo miedo y se me nota", era blanco fácil de aquellos Monchos, Javis, etc. Pensaba yo, como decía, que alguno de esos ladrones de ilusiones, spray en mano, no había soportado la presión y la moral, si es que la tenían, había caído sobre ellos en forma de figuras oscuras y sombrías que se tomaban la ley de su mano. Se abalanzaron sobre él y lo aniquilaron; sin fuerzas, solo tuvo tiempo de escribir antes de despedirse del mundo "Eiquí matáronme" ("Aquí me mataron", vamos).

Otra idea más romántica, más Franpereica, era la de un joven que había sufrido una derrota amorosa justo en esas escaleras. En esos peldaños, alguna chica de sus sueños eternos, de esos que duran pocos meses, le había dicho que ya no le quería. Él decidió, desde ese día, morir; y dejó a modo de epitafio inscrita en la pared la frase que resumía su sentir. Él moría, ella lo mataba, y todo sucedía allí, en el comienzo de aquella calle. Con su spray, antes de abandonar el mundo terrenal en busca de otro amor, dejaba sellado el final de la historia con la frase lapidaria, por si algún policía del CSI se interesaba por estudiar el caso del chico que había muerto en las escaleras porque le habían roto el corazón.

La última vez que pasé por allí, el "Eiquí matáronme" estaba borrado. Alguien, inquietado seguramente por la frase y desesperado por no conocer su origen, había decidido borrarla de la ciudad. Pero las letras aún se leían, borrosas, como si un simple producto de limpieza no pudiese acabar con la vida de un asesinato, amoroso o justiciero.
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