"Eiquí Matáronme"

De las imágenes de Vigo que me he llevado desde hace tiempo de vuelta a Madrid, está la inscripción en una pared del centro. Un graffiti simple, color negro, con letra del que escribe rápido sabiendo que no le puede ver nadie. Aquella inscripción se grababa en mi pupila todos los días que pasaba por allí. Es en la Puerta del Sol, a espaldas del Sireno, esa figura deforme que nos colaron una vez contándonos que era la mezcla entre el hombre y el mar, y por eso mira con ansiedad hacia la Ría.

Bajando por Elduayen, antes de entrar en la calle del Príncipe, unas escaleras reinan a la derecha para dirigir una calle estrecha que lleva hacia el Ayuntamiento. Es una calle que he transitado pocas veces y que desde que soy pequeño he oído que la cuesta que la inicia contenía una serie de señoritas de moral distraída que se alojaban noche y día en los portales. Vamos, que era la calle de las putiflainas. La pared que mantiene rectas las escaleras que le dan inicio contenía aquella inscripción.

La primera vez que la vi fue en el verano de 2008. Mi paso por la Puerta del Sol era obligado al pertenecer al recorrido que hacía todas las mañanas de aquel mes de julio para ir a trabajar a la COPE, que tiene la redacción en un sitio privilegiado de Vigo: en la calle del Príncipe, justo enfrente del MARCO, el museo de arte contemporáneo. Cada mañana de ese verano, hacía una mínima parada de diez segundos para leer la inscripción. "Eiquí matáronme", rezaba en color negro sobre el suave marrón de la pared. Y cada mañana, conformaba en el último tramo de mi viaje de 15 minutos hacia la redacción una pequeña historia sobre quién, qué y por qué esas letras se habían quedado ahí grabadas.

La historia más recurrente se vinculaba a mi idea de Vigo como "la ciudad sin ley". Durante años, yo viví la sensación de no tener protección. Los yonkis y la gente de malvivir (qué bonito sería decir la gente de "malviver", como las "cantigas de escarnio e maldiçer") nos sometían a los jóvenes cada día que decidíamos adentrarnos en el centro de la ciudad con mil pesetas para merendar, gastar el tiempo en los recreativos o ir al cine. Yo, con mi cara de "tengo miedo y se me nota", era blanco fácil de aquellos Monchos, Javis, etc. Pensaba yo, como decía, que alguno de esos ladrones de ilusiones, spray en mano, no había soportado la presión y la moral, si es que la tenían, había caído sobre ellos en forma de figuras oscuras y sombrías que se tomaban la ley de su mano. Se abalanzaron sobre él y lo aniquilaron; sin fuerzas, solo tuvo tiempo de escribir antes de despedirse del mundo "Eiquí matáronme" ("Aquí me mataron", vamos).

Otra idea más romántica, más Franpereica, era la de un joven que había sufrido una derrota amorosa justo en esas escaleras. En esos peldaños, alguna chica de sus sueños eternos, de esos que duran pocos meses, le había dicho que ya no le quería. Él decidió, desde ese día, morir; y dejó a modo de epitafio inscrita en la pared la frase que resumía su sentir. Él moría, ella lo mataba, y todo sucedía allí, en el comienzo de aquella calle. Con su spray, antes de abandonar el mundo terrenal en busca de otro amor, dejaba sellado el final de la historia con la frase lapidaria, por si algún policía del CSI se interesaba por estudiar el caso del chico que había muerto en las escaleras porque le habían roto el corazón.

La última vez que pasé por allí, el "Eiquí matáronme" estaba borrado. Alguien, inquietado seguramente por la frase y desesperado por no conocer su origen, había decidido borrarla de la ciudad. Pero las letras aún se leían, borrosas, como si un simple producto de limpieza no pudiese acabar con la vida de un asesinato, amoroso o justiciero.

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