Navitá


Sí, ya llega la Navidad...bueno, en algunos comercios ya es Navidad desde mediados de noviembre, pero bueno. De hecho, había que plantearse la posibilidad de cambiar el calendario y adaptarlo al del Corte Inglés: cuando por la tele apareciese el anuncio que dice "Ya es primavera en el Corte Inglés", ese mismo día empezaría la primavera. Lo que pasa es que, como siempre tratan de adelantarse a esas cosas, el propio Corte Inglés se adelantaría a sí mismo. Él sería su propio enemigo, y empezaría una lucha encarnizada entre un sólo sujeto que dominaría el mundo. Como se adelantaría continuamente, la primavera se juntaría con la Navidad, pero la Navidad se anunciaría antes del Otoño, y las hojas abandonarían los árboles en verano...un cristo, vamos.


Ahora estamos a una semanita, más o menos, de que empiece ese periodo de felicidad, luces por las calles y árboles decorados no con pocos colores. Además, la Navidad viene precedida de un puente bastante largo, por lo que el cuerpo ya lo tienes preadaptado a la pereza propia que te crean las vacaciones. Las calles ya revientan y las tiendas se hacen de oro gracias a esa obligación tan saludable que es la de regalar cosas, por muy inútiles que sean. Y es que ya sabéis, los regalos son esas cosas que nunca te comprarías pero que agradeces tener...ya, vale, seguro.


Yo no soy excesivamente navideño. La verdad es que me parece una parida que en esta época del año tengamos que ser buenos, felices, llevar jerseys de lana y dibujos de renos y nieve y, sobre todo, ser caritativos. El resto del año da igual; a partir de enero hay que empezar a centrarse en uno mismo, reduciendo en el gimnasio los kilos que has ganado en las copiosas cenas familiares. En marzo y abril tienes que estar pendiente del tiempo que va a hacer, porque lo importante es hacerte un viajecito en Semana Santa (es curioso que en la Navidad todo sea bondad y en la Semana Santa todo sea viajar y disfrutar...). Y en verano...buf, en verano se acumulan muchas cosas: tienes que ir a la playa, tienes que ponerte moreno, tienes que salir a las terracitas, tienes que hacer un viaje exótico... Que egoístas somos en verano...bueno, y en primavera...ah, y en otoño. Pero, eso sí, en Navidad seremos las mejores personas del mundo.


Desde que los regalos dejaron de ser una sorpresa que te encontrabas por la mañana, la Navidad tiene otro sentido para mí. Hace muchos años, cuando era un pequeño ser, sí que flipaba con la Navidad: el arbolito, el nacimiento, la comida para los Reyes Magos...pero esa ilusión se va perdiendo, por lo menos es lo que me ha pasado a mí. Todo va perdiendo el sentido que tenía antes al ir haciéndote mayor, es decir, cuanto más tontito te pones.


Cuando estaba en BUP y COU (ahora se llaman de otra manera mucho más fea), en esa estúpida edad en la que eres feliz, lo importante eran las vacaciones y la salida de Fin de Año (no aquella chica que se acostaba con todos esa noche, sino lo de salir esa noche); ya eras mayor y te habías comprado o alquilado un smoking para ir a esas fiestas en las que te cobraban una pasta a cambio de ver a tus compañeros de clase a los que veías gratis todo el año y de una bolsa con confeti, gorrito y serpentinas a la que le sacabas un juego tremendo.


Cuando estudiaba en Santiago, lo bueno de la Navidad era pasar unas semanas en tu casa desconectando de la carrera y volviendo a reunirte con tus amigos de Vigo, a los que seguías viendo habitualmente. Seguías algo emocionado con la salida de Fin de Año, con buscar alguna que estuviese salida en Fin de Año (dicen que hay muchas, pero yo no suelo encontrarlas) y seguías acudiendo, aunque con menos ganas, a las fiestas en locales aptos para el sudor sobaquil.


Hoy por hoy, que paso la mayor parte de mi tiempo en Madrid, la Navidad ha recobrado un nuevo sentido. Está alejado de los regalos, de las fiestas y de las salidas, y se concentra más en la morriña. Las dos etapas que están entre la infancia y mi situación actual sirvieron para algo: para llenarte la cabeza de recuerdos que rememoras a cada paso que das por las calles de Vigo. Me apetece pasear por Príncipe iluminado, como hacía cuando aun era pequeño, entre las luces que alumbraban el ambiente de un modo especial; me pararé en el Paseo de Alfonso a ver las Cíes y Cangas, aunque habrá nubes o niebla y sólo intuiré las luces de la otra orilla; me reuniré con mis amigos, con los que trato de no perder el contacto a pesar de todo; cenaré en familia sin las prisas que tenía por llegar a la hora X (un ahora muy porno, a la que siempre quedaba la salida de Fin de Año) a la fiesta Y para no encontrarte con un sitio petado de gente...vamos, que disfrutaré las Navidades.


Eso sí, no pienso ser ni bueno ni bondadoso ni amable con los desfavorecidos ni solidario con los pobres. Po lo menos no lo seré más de lo que lo he intentado ser el resto del año.


Felis Navidas a todous.

Ellos


Siempre me toca lo raro a mí. Es cierto. Ya sea en Madrid, en Santiago o en Vigo, siempre me rodea un halo de extrañeza, una tenue luz que me acerca a los lugares más raros de cada ciudad, allí donde la realidad se mezcla con la fantasía y lo cotidiano se convierte en misterioso y desconocido.

Si sois asiduos lectores de esto que se hace llamar blog (o no tan asiduos, porque las actualizaciones tampoco lo son), quizás guardéis en la mente algunas de las extrañas cosas que me han pasado aquí (dos ejemplos: “Los contenedores de la discordia” o “Lo particular”) el último año. Es como si Iker Jiménez me estuviese grabando continuamente para sacar luego esas cosas en su programa de televisión, o de radio, o de lo que sea. Ahora, viviendo en otro sitio, algo inusual me vuelve a ocurrir.

Este año vivo en Blasco de Garay, una calle perpendicular a Alberto Aguilera, calle que es, a su vez, perpendicular a Princesa. De esto puedo deducir, no sin cierta dificultad, que Blasco de Garay es una calle paralela a Princesa, pero queda más pa`rriba. Bien, vamos bien con la explicación. Pues resulta que enfrente del punto donde por azar, planes urbanísticos y otro tipo de incoherencias parecidas, se unen Blasco de Garay y Alberto Aguilera, se encuentra el edificio del averno, aquel que guarda el Cancerbero: ICADE.

Dice Wikipedia, esa diosa de la pseudosabiduría de la red, de ICADE: “ es una facultad de Ciencias Económicas y Empresariales y de Derecho perteneciente a la Universidad Pontificia de Comillas, de la Compañía de Jesús, situada en Madrid, España”. Pues yo doy una definición alternativa mucho más cercana a la realidad: “El Instituto Católico de Administración y Dirección de Empresas (ICADE) es un edificio de color teja del que salen seres capaces de aterrar al transeúnte y que no duermen, o por lo menos no demuestran su cansancio, sueño o suciedad”.

Mi experiencia, que es la que me lleva a contar esto aquí (ella me dijo: “Mauro, tienes que contar esto, si no ya no somos novios”), me dice que esta gente guarda un secreto milenario entre sus ropajes, entre sus finas sedas, cuellos de encaje y cabellos de oro y plata. No puedo creerme que nadie así exista, que nadie sea capaz de hacer lo que hacen ellos. Para demostrar la diferencia que hay entre los demás y ellos, tomaré mi ejemplo, aunque sé que mi criterio no vale más de dos reales (¿?):

Yo me levanto a las 7:15 de la mañana. Me quejo, lanzo un gruñido y termino levantándome de la cama a regañadientes. Me ducho, me visto, desayuno (o desayuno, me ducho y me visto, o incluso me visto, desayuno y me ducho, según) y salgo a la calle. Si mi musculoso cuerpo fuese la caja de un medicamento, o un simple brick, en él se podría leer lo siguiente:

25% de mal humor

20% de cansancio

5% de aspecto normal y decente

20% de empanadilla

30% de sueño

No agitar muy fuerte, ya que contiene un alto grado de odio hacia la especie humana. Puede producir dolor de cabeza. No exponer al frío intenso ni al calor agobiante.


Ahí voy yo, por mi calle, bajando directo hacia el edificio del averno. Cada vez Alberto Aguilera (la calle, no él) queda más cerca de mis pies, cada vez estoy más cerca de cruzar esa línea imaginaria que me transporta al mundo que más temo: el de los seres impolutos. Ya casi estoy llegando, levanto la cabeza, la giro, observo el reflejo que me devuelve el cristal del BBVA que hace esquina y sólo puedo ver un ente con cara de idiota, recién duchado y con unas ojeras en las que podrían desaparecer un grupo de niños que buscan un tesoro en una gruta. Ya estoy.


Desde la intersección entre Alberto Aguilera y mi calle, sólo tengo que bajar un poquito (¿minuto y medio?) para llegar hasta la boca del metro. En ese corto trayecto, en el que dejo el edificio de ICADE a mi espalda, me cruzo con gran cantidad de esos extraños seres. Ellos no parecen afectados por el virus del cansancio, no se muestran débiles ante la hora temprana, no muestran en su cara el gesto de haberles golpeado el frío. No. Ellos sonríen, disfrutan; sus cabellos están perfectamente peinados, con una raya trazada con escuadra y cartabón que les atraviesa todo el cráneo, formando dos mareas de pelo que desembocan en unos perfectos rizos; de su cuerpo emana un olor a jazmín fresco y sus manos carecen de las marcas que deja el tiempo en la piel.

Ellas también sonríen, de manera malévola y distante; su fragancia te envuelve a su paso y te transporta a una pradera, como los anuncios de suavizante. En sus orejas reinan dos perlas del tamaño de un testículo (no he podido evitar reírme con esta bastada, la verdad… imaginároslo) y en su boca una hilera de piedras blancas que reflejan la luz con la intensidad de un cristal.

No pueden ser reales, no pueden ser inmunes al dolor, a la suciedad, a la descamisación, a las carreras en las medias. No pueden ser reales. Sólo pueden venir de un lugar extraño, donde el sol siempre sale por la derecha y se acuesta por el mismo sitio, donde las palmas se alzan a lo más alto del cielo para decir hola, adiós, te quiero, te odio, te temo… No pueden ser de este planeta, lo siento. Son demasiado perfectos.

Hay leyendas urbanas sobre ellos que dicen que vienen desde las afueras y que se levantan temprano. Pero eso no explica su entereza, su pulcritud, su blanco neutro.

Me siento extraño paseando por la calle y admito que miro hacia atrás por si, algún día, ellos me devoran y paso a formar parte de su ejército de fieles pulcros.

Rezad por mí, amigos. Os deseo un deseo.

No Me Encuentro


Desde hace un tiempo no me encuentro. Hoy me levanté de la cama, me hice un café y fui al baño. Me miré en el espejo, pero no me reflejaba en él; le hice varias preguntas, pero no me contestó a ninguna de ellas. El pantalón del chandal había perdido su color azul de siempre y se había convertido en un pantalón desconocido para mí: era verde. Es curioso como muchas veces lo que conocemos o de lo que estamos seguros, cambia, pierde su esencia de un día para otro. Las calles por las que paso todos los días se han vuelto más estrechas, y la gente que se cruza en mi camino no se aparta para dejarme pasar, sino que me bloquea el paso continuamente y no me dicen nada, ni me piden perdón ni me insultan, sólo se comportan como si hubiesen topado con un elemento incómodo que no les deja avanzar, que les detiene su paso.


Estos días también he perdido varias palabras de mi vocabulario. Todo empezó como un pequeño despiste, como un olvido fugaz de algunas palabras básicas de mi vocabulario que no salían de mi boca cuando trataba de pronunciarlas; hacía el gesto con la boca, lo acompañaba de algún gesto corporal que sostuviese el significado de aquella palabra, pero todo se quedaba en un leve balbuceo imperceptible para el resto de la gente. No me preocupó en exceso todo aquello y lo achacaba al cansancio y a una posible gripe futura que me conquistaría en unos días, pero la cosa fue a peor.


No recuerdo la primera palabra que perdí, y aunque la recordase, sería imposible transcribirla o decirla, porque ya no existe en mi vocabulario. La mayoría de las personas no es consciente de lo que me pasa, pero si mis cuentas no me fallan, he perdido unas 34 palabras en los últimos seis días, y me parece que esto no tiene un fin cercano. Es triste ver cómo pasa el tiempo por delante de ti y cómo se va llevando las palabras poco a poco, igual que el viento arrastra los papeles desordenados de una mesa.


Al perder algunas palabras, muchas de ellas muy importantes para existir, he ido olvidando conceptos que tenía interiorizados y que reconocía con facilidad. Ahora hay veces en que las mesas contienen elementos que no soy capaz de reconocer, o el metro contiene otras dentro de el vagón que no soy capaz de diferenciar. Muchas de las fotos que tengo han perdido su esencia; las personas no van vestidas igual que antes, como yo las recordaba, y sus miradas parecen distantes y cercanas a desaparecer en cualquier momento. A lo mejor son las mismas miradas que antes, o llevan la misma ropa, pero yo no puedo identificarlas porque he perdido demasiadas palabras y conceptos como para hacerlo.


A todo esto se suma que también, acompañando la pérdida de las palabras y de los conceptos, han desaparecido los pensamientos racionales. Todo lo que me parece ahora razonable no concuerda con lo que se supone debe ser propio de la razón, y la gente me lo hace saber constantemente, sin saber que la razón de todo es que pierdo cosas sin enterarme. Si para mí es razonable, propio de un pensamiento racional, que mi guitarra tenga sólo cinco cuerdas, todo el mundo me dice que los acordes así no suenan igual, que las canciones no dicen lo mismo, que las melodías se pierden en el hueco que deja esa cuerda en el mástil. Yo pienso, desde mi razón enfermiza, que quizás las canciones que yo quiero escuchar o tocar no dicen lo mismo cuando las escucho yo que cuando lo hacen ellos.


El otro día me perdí a mi mismo. Desaparecí durante diez larguísimos minutos y cuando me encontré todo seguía exactamente igual. La verdad es que me busqué, me esforcé para encontrarme pronto, no fuese a pasarme algo y yo no me enterase por no estar en el lugar adecuado, pero no me encontraba; me había escondido tan bien que ni yo mismo pude saber dónde me había metido. Lo raro es que llevaba la cartera, las llaves y el abono de metro, y yo nunca salgo sin esas tres cosas; se me puede olvidar una de ellas (el abono, casi siempre), pero las tres es imposible. Supongo que por eso sólo desaparecí diez minutos, porque me dí cuenta de eso, de que me había olvidado de coger las llaves, la cartera y el abono. Aparecí por la puerta de la habitación y me alivió mucho verme, porque ya estaba muy preocupado, pensando en qué lugar me encontraría y qué me podría pasar si no volvía pronto...


Pues eso, que últimamente no me encuentro.

Utópicos

Pues sí, nenes, ya estoy de nuevo en el campo de batalla, pero aquí mucho mejor porque nadie me dispara (gracias, Def Con Dos, por vuestras letras absurdas que creíais reivindicativas). Sé que hace tiempo (bastante, mucho) que no escribo nada, pero mi insulsa (para los de la E.S.O.= "sin salsa") vida no me permite crear esos relatos tan estúpidos con los que disfrutáis mientras coméis una pieza de fruta o devoráis cualquier alimento que os haga crecer (despertad, malditos ineptos, no conseguiréis crecer más).
La verdad es que mi única novedad salientable es que estoy trabajando (sustituir por "colaborando", "aportando mi granito de arena", "perdiendo el tiempo") en una radio. Se llama Radio Utopía, y la radio tiene una especie de ideología anarquista-marxsista-lalaísta de izquierdas. Yo colaboro en un programa llamado "El Tordo Flautista"; es un programa infantil, pero no en plan "Niño, no te comas la caca que es malo", sino una cosa más del estilo "La Bola de Cristal", salvando las evidencias. Tratamos de culturizar al niño en este mundo que le ha tocado vivir...somos como Supernanny pero en plan alternativo y cerdito.
En el programa yo represento en papel de...Señor Bigote o Don Bigote (el nombre varía según nos dé) y cuento relatos asombrosos por su magia, moraleja o contenido especial para niñatos. La radio está situada en San Sebastián de los Reyes y tardo una horita en llegar hasta allí, y el programa se emite los domingos de 18:00 a 19:00, horario de liga, por lo que no esperamos excesiva audiencia (yo por lo menos). Llevamos ya unos cuantos programas, aunque yo participo cada dos semanas y llevo tres domingos perdiéndome la Liga de las Estrellas y la BBVA por ello, pero me compensa. No cobro un duro, pero dudo que Almodóvar cobrase algo en los 80 por cantar con su coleguita Fabio McNamara (buen nombre para un futbolista gay), así que el futuro que me espera es acabar con un pelo electrizado, gordo (más, incluso) y con una sensibilidad especial para contar historias de mujeres chungas rodeadas de travelos.
Poco más en mi vida sin salsa (para los de la E.S.O.= insulsa). La verdad es que quiero conseguir unas prácticas para empezar a trabajar un poco, algo que no he hecho en mi vida, y ser un hobre de bien que saque a su mujer y a sus cinco hijos adelante.
Ya escribiré algo más chuli otro día, hoy estoy cansado y quiero dormir.
Os amo e inclusive os quiero. Besos y abrazos repartidos equitativamente por orden de preferencia, familiaridad y sexo de la persona en cuestión.

Esquizofrenia

Los principales miedos del hombre son, según los especialistas, el miedo a la muerte y el miedo a la locura. Desde que el hombre es hombre (y la mujer, mujer), el miedo a la muerte ha llenado su existencia, sus pensamientos, sus reflexiones e, incluso, sus obras de arte. La locura es el otro miedo que atormenta a los humanoides desde tiempos ancestrales; la locura propia (más que la locura ajena, que se despecha con un "cállate, loco", en plan M.A.) es algo que nos sitúa siempre al borde del abismo. Pensar que vas a perder el contacto con la realidad para entrar en un mundo irreal, estremece hasta el más hombre de los hombres. Yo, un macho con ciertos pelos en el pecho, tengo miedo a volverme completamente loco.

Este último año, he sentido que vivo en dos mundos diferentes, dos mundos totalmente enfrentados y separados que me sitúan en dos realidades distintas. Me parece que es un claro caso de esquizofrenia (no es grave, es light, no os preocupéis). Por un lado, llevo una vida feliz, en una ciudad grande en la que estudio una carrera que no sólo me gusta, sino que también es lo suficientemente fácil como para no absorberme esa misma vida. En ella soy un chico delgado, fuerte y con una melena rubia al que las mujeres desean y los hombres envidian; todo en esta vida es sencillo: no tengo más ataduras que las que me autoimpongo, y mi única preocupación es qué voy a comer al día siguiente, sin problemas de tipo personal, familiar o laboral que me resten un ápice de felicidad.

En la otra vida, soy un fulaniño gordito e inseguro que desprecia lo que hace, se desespera cuando tiene que entrar en materia en algún tema de lo que se supone su especialidad y en el que las preocupaciones se refieren a sus día a día; le preocupa su pasado, su presente y su futuro. Este chavalito vive angustiado por los límites que le marca el tiempo, por intentar relacionarse de la manera correcta con quien debe y no con quien quiere, por bajarse de vez en cuando los pantalones delante de los que tienen en su mano su futuro.

En la primera vida, en la vida de la ciudad grande, las ataduras que me autoimpongo, como dije antes, no son reales, sino simples invenciones: allí soy un hombre casado, con cuatro hijos y una mujer a los que debo mantener, por lo que debo esforzarme al máximo para sacar adelante las empresas que tengo en mente, si no quiero ver a mi familia durmiendo en un banco y bebiendo vino barato directamente de un brick escondido dentro de una bolsa de plástico. Es curioso, pero esa presión que tengo en esta vida me gusta; soy capaz de reducir mis horas de sueño, de perder tiempo de mi ocio, porque sé que la recompensa será obtener lo que busco o, por lo menos, llegar a ser la mejor versión de mí mismo. En la segunda estoy atrapado en un túnel sin salida. Todo es demasiado oscuro como para ver la luz al final. En esta vida soy soltero, no tengo responsabilidades tan serias, pero no soy ni la mitad de feliz. Es duro, amigos.

Hay veces, momentos de lucidez, en los que, como ahora, soy capaz de discernir las dos vidas; las puedo analizar, estudiar y observar, para sacar lo más provechoso en cada una y aplicarlo en la otra. El problema es cuando pierdo la cordura.

Todo empieza con un fuerte dolor de cabeza, los ojos se me enrojecen y empiezo a sentir un temblor en la pierna izquierda. A continuación, se me nubla la vista y me desvanezco. Cuando vuelvo a abrir los ojos no recuerdo quién era, y dedico un par de minutos a analizar la situación para identificar dónde y con quién estoy. En cuanto reconozco la vida en particular, me olvido de todo y juego el rol que me corresponde en la vida que me ha tocado vivir esta vez, sin recordar que en la otra soy más feliz o más triste, dependiendo de la vida que me haya tocado vivir.

Ahora mismo, dentro de mi poca lucidez, entiendo que estoy atrapado en la vida triste, pero estoy seguro de que, en unos cuantos días, volveré a sentir ese dolor de cabeza que me transporte a la vida de la gran ciudad. Por si acaso no os reconozco entoces, os saludo y me despido de todos, malditos bastardos.

P.D. Mira, blog, no me toques más las pelotas que estoy a puntito de romperte la carita.

Un Blog Con Sentimientos

Hola a todos, soy el blog de Mauro. La verdad es que el tío este me ha dejado muy abandonado en verano y ha pasado de mí todo y más. El otro día me decidí; cogí mi móvil, busqué su número en la memoria y apreté el botón de "llamada". A los tres tonos, una voz contestó al otro lado de la línea:

-¿Sí?
-Eh...Mauro, soy yo, el blog. ¿No lo sabías?¿No te venía en la memoria del teléfono?
-No, es que...bueno, he perdido algunos móviles, creo que es un problema del teléfono. O de la tarjeta. No sé...¿bueno, qué tal va todo?
-Tú sabrás -contesté con un poco de retranca-. La verdad es que me sorprende que me preguntes "qué tal va todo" después de haberte pasado varios meses sin llamarme.
-Verás, blog, es que estuve ocupado. Sé que suena un poco raro, pero estaba estudiando Procesal, la que me queda para acabar la carrera, y no soy capaz de concentrarme en varias cosas a la vez. Cuando estudio, invierto casi todos mis esfuerzos en ello, y me es imposible realizar cualquier otra actividad más o menos intelectual. De hecho, me he limitado a ver la tele, jugar a la Play y poco más.
-Menuda mierda. ¿Te crees que me voy a tragar eso? Pero ¿por quién me has tomado? ¿Por un imbécil?
-No, ni mucho menos -contestó Mauro-; lo que te he contado es cierto, y si no te lo crees es tu problema, amiguito.

En ese momento, de la indignación, colgué el teléfono. No había nada que me molestase más que un imbécil con cuatro pelos en la cara que se hiciese el listo. Podía darme mil excusas, porque me hubiese creído lo que él me hubiese dicho, pero lo de que estaba tan ocupado que no tenía tiempo me dolió en el alma. Recuerdo cuando empezamos, hace algo más de un año (ni siquiera se acordó, el muy egoísta, de felicitarme, o de hacerme un regalito), con nuestra relación; al principio todo eran buenas palabras, todo eran promesas de continuidad y de fidelidad. Supongo que lo de ahora es una crisis, pero espero que no se acabe; aun no, por lo menos.

Necesitaba desahogarme. Lo siento si os he metido un rollo, pero me molesta que ahora le pidáis que actualice, quedándoos en lo superfluo, en la punta del iceberg. Y me molesta porque yo soy algo más que una estúpida página en un mar de conexiones. Tengo sentimientos, y Mauro debe comprenderlo y actualizarme como demostración de amor, no para complaceros a vosotros.

Espero que las últimas palabras no os molesten, no deberíais tomároslo mal. Sólo pido un poco de atención por parte de Mauro, nada más.

Espero que esto le llegue y se decida a volver conmigo, porque él es lo más imortante para mí.

Vuelve Mauro, te echo de menos.

Lo Particular

Este post que viene a continuación lo escribí el 24 de junio, antes de acabar los exámenes. Lo cuelgo hoy como homenaje al piso donde viví en mi primer año en los Madriles. Todo vuestro:

Que bonito es lo raro; que guay es la gente rara; que raro es lo raro. Mi casa, mi edificio, mi calle, todo es raro. No sé si es que lo veo desde otra perspectiva que antes, mucho más agotada por el calor y los exámenes, o es que ahora me fijo más en lo raro que es todo lo que me rodea. Me centraré en mi edificio:

El edificio donde vivo es raro. Entras y no pasa nada; avanzas hasta el ascensor por el portal y...todo bien. Pero claro, te montas en el ascensor y, cuando vas a marcar el piso al que vas sólo tienes dos opciones. Eso no es raro, "primero y segundo", pensareis. Pues no, amiguitos/as. El ascensor te lleva al primero y al...tercero. Tienes otras opciones, es cierto, como bajar al -1 o al -2, pero si te empeñas en llegar al segundo piso por el ascensor estarás haciendo algo inútil. Al principio pensé que era un error de fabricación del ascensor; luego me planteé la posibilidad de que los habitantes del segundo fuesen rechazados en la sociedad o en el edificio, como una especie de racismo. Lo peor fue cuando, decidido a investigar tal rareza, subí por las escaleras hasta mi piso, el tercero. Comencé subiendo los escalones que me llevaban hasta el primero. Allí eché un vistazo pero no vi nada raro. Continué subiendo y me paré en el descansillo que se forma en la escalera cuando esta cambia de dirección; si mis cálculos eran correctos, el siguiente tramo de escaleras me llevaría al tercer piso. En cambio, si aparecía en el segundo, se haría real mi teoría del rechazo a la gente que vive en el segundo.

Conté los escalones que me llevaban al siguiente y desconocido piso, mantuve la respiración y cerré los ojos. Cuando los abrí, un sudor frío me recorrió la frente. El cartel que estaba ante mí rezaba "Tercero" en letras doradas sobre un fondo de madera. ¿Qué estaba pasando? ¿Qué habían hecho con la gente del segundo? Me empecé a temer que el edificio en su origen fuese de diez plantas. Con el paso del tiempo, las plantas pares habrían ido desapareciendo, con sus habitantes dentro, que quedarían atrapados en la nada (la Nada, esa cosa mala de "La historia interminable" que tanto agobio me producía). Si esto era así, ahora estarían despareciendo las plantas impares; habría desaparecido la novena, luego la séptima, después la quinta y, por último...la tercera, donde yo vivía.

Apresurado me acerqué a las escaleras, que continuaban subiendo. Lo malo era que no sabía hasta donde podrían llegar. Mi edificio no es alto, era imposible que tantas escaleras llevasen a un sitio real. Miraba hacia arriba y sólo veía escaleras que se multiplicaban y que ascendían hacia un fondo blanco. Quizás fuesen los restos de aquel edificio de diez plantas que, no dispuesto a ser olvidado, mantenía su estructura y se perdía en algún lugar desconocido. No subí. ¿Y si allí era donde vivían los habitantes de las plantas que habían ido desapareciendo? El miedo me recorrió el cuerpo en forma de temblor y se escapó en un leve tembleque de mi pierna derecha.

Me di la vuelta y me metí en mi casa. Afortunadamente, abandonaré este piso en pocos días, antes de que el tercer piso sea fulminado como los siete anteriores. Mis vecinos correran la misma suerte que los antiguos habitantes del edificio. Supongo que algún día nos encontraremos en otro edificio...o no.

De nuevo, hasta siempre. Os amo.

Queridos Reyes Magos

Que bonita es la infancia, ¿verdad? Es tan guay ser un niño pequeño; eres la persona más inocente del mundo, de tu mundo, de un mundo que se basa en jugar y descubrir cosas nuevas practicamente con cada paso que das. A veces me gustaría reaccionar como lo hacía cuando era pequeño: reirte a carcajadas por una simple mueca, correr por la calle sin ningún sentido, creer en cosas que ahora ya no te está permitido creer...son muchas cosas las que se echan de menos de la infancia.
A mí, particularmente, me gustaban las navidades, por los regalos principalmente. Llegaba diciembre (o Noviembre) y ya estabas mandando a tus padres que te consiguiesen el catálogo del Corte Inglés para revisarlo una y otra vez e ir haciendo tu propia lista mental de regalos que le ibas a pedir a aquellos tres señores que siempre te traían algo que tú no habias pedido:
-¡Mira, hijo, en la casa de la abuela te han dejado un jersey, calcetines y el robot que se transforma en modelo de lencería!
-Ya, pero yo había pedido el coche con gasolina, la raqueta de tenis que mata a pájaros inocentes y los tenis esos de 12.000 ptas.
-Es que los Reyes pensaron que esto te venía mejor...
Según fuentes cercanas a mí mismo (mis padres), durante la época de selección de los futuros regalos, yo me acercaba a los escaparates de las tiendas para ver lo que mi hermana y yo nos habíamos pedido. Cuando un niño señalaba con el dedo lo que yo ya tenía apuntado en mi lista mental y le decía a su madre que era eso lo que quería pedirle a Melchor (había mucho cursi que le pedía un regalo distinto a cada Rey. Yo se lo pedía a todos, así había más posibilidades), yo empezaba a increparle y a gritarle que no podía pedirse eso porque ya me lo había pedido yo. Lo sé, una auténtica estupidez, pero los copiones siempre me sacaron de quicio.
Pues bien, ahora que ya soy mayorcito, me veo imposibilitado, casi legalmente inhabilitado, para pedir determinadas cosas. Cosas que en su momento no pedí y ahora me arrepiento de no haberlas disfrutado cuando tocaba. A continuación enumeraré algunas de ellas:
1.- La Goleta de Playmovil: Es, sin duda, el regalo que más me hubiese gustado tener una mañana del 25 de diciembre delante de mí. Sólo el anuncio, con aquella canción tan buena que aun se recuerda, hacía que mereciese la pena tenerla. La verdad es que el rollo "goleta" era un poco finolis; eso de que todos los marineritos persiguiesen al barco pirata, mucho más masculino y terrorífico, lo convertía en un juguete ambiguo. Pero a mí siempre me han gustado los "buenos". El barco pirata, que huía de la Goleta, aunque no lo conseguía, según aquella canción, también lo hubiese aceptado como regalo, pero lo de robar y matar le restaba interés. Era más fashion eso de ir con camisetas de rayas horizontales azules y blancas y un gorrito blanco surcando algún mar en calma, sin a penas oleaje.
2.- El Muelle: No un muelle cualquiera, ni siquiera el muelle donde atracaría la Goleta de Playmovil; de hecho estoy viendo ahora mismo un boli que si lo desmonto seguro que guarda dentro un muelle de metal. Pero yo me refiero a aquel muelle de plástico, de colores, que en el anuncio bajaba por las escaleras. Os preguntareis qué me impidió tenerlo... pues una edad estúpida. Estaba en esa época de la vida en la que te crees que algunas cosas son una tontería, y que para bajar unas escaleras ya estás tú o tu balón de fútbol. Ahora me arrepiento de haber sido tan imbécil.
3.- Una cosa que no sé cómo se llamaba: Era un artilugio que consistía en una plancha negra de plástico, unos clavos sin punta y otra plancha transparente...que mal lo he descrito. Bueno, el caso es que podías aplastar algo contra aquellos clavos sin punta y en el otro lado quedaba definida, más o menos, tu cara, tus manos, una pelota pequeña... ¿Álguien se acuerda? Volví a ver el aparato ese en una serie americana que ponen en Cuatro después de comer, "Scrubs", y me quedé prendado. Es la manera más divertida de perder el tiempo. Algún amigo lo tenía, y cuando iba a su casa lo disfrutaba tanto...Esta vez no conozco la razón de por qué no la pedí, aunque supongo que ese es el típico regalo que no pides, sino que tus padres te sorprenden con él cuando eres mayorcito. "Este año hay un regalo gordo y sorpresitas". Efectivamente, ese año te regalan a Ronaldo y una serie de cosas inútiles o baratas pero que te hacen la misma ilusión.
4.- Un acordeón: Un año me pedí un acordeón. No entiendo qué fue lo que me llevó a pensar que un acordeón era un buen regalo porque ni lo sabía tocar... Mis padres...quiero decir, Los Reyes Magos decidieron regalarme un acordeón de juguete. Es lo mismo que esas guitarras de juguete, las que no suenan. Pues lo mismo pasaba con el acordeón, no sonaba nada, sólo hacía un ruido extraño que no se acercaba para nada a lo que tendría que ser un acordeón de verdad. Aquel día debió de ser el más triste de las Navidades: llorando, me acerqué a mis padres y les dije que me habían timado, que los Reyes aquellos esta vez se habían pasado. Lo de los calcetines en vez de la consola podía pasarlo, pero esto era un insulto en mi propia cara. Mis padres me dijeron que redactarían una carta de queja urgente, pero que, quizás, los Reyes Magos habían pensado que era mejor aprender a tocar aquel acordeón para después tener uno de verdad. Extrañamente me convencieron.
5.- La furgoneta del Equipo A: Realmente tuve una furgoneta del Equipo A, pero era falsa (casi tanto como el acordeón que no sonaba). En aquellos años yo vivía en Gijón y algo horrible pasó el día de Nochebuena: a mis padres...quiero decir, a Los Reyes Magos les robaron mis regalos del maletero del coche...quiero decir, del maletero de los camellos...quiero decir, de las sacas que portaban los camellos, así que tuvieron que acudir a última hora a reponer aquellos regalos que yo esperaba ansiosamente. Lo curioso es que a mi amiguito de Gijón le trajeron cosas muy chulas, entre ellas una furgoneta del Equipo A idéntica a la que aparecía en la tele. A mí me regalaron, entre otras muchas cosas (muy chulas también, pobres Reyes Magos) una furgoneta del Equipo A que era más bien una fragoneta. Era negra y tenía la banda verde (lo siento, es que soy daltónico, y en Daltonia el Equipo A tenía una franja verde en la furgoneta) igual que en la serie, pero el modelo del coche se acercaba más a un familiar de esos americanos que a la que aparecía por la tele saltando entre coches que se volcaban mientras explosionaban. Lo cierto es que convencí a mi amiguito de que la furgoneta real era la mía, aunque no conseguí que me la cambiase.
Seguro que hay más regalos que alguna vez quise, pero estos eran los más estúpidos y urgentes que se me ocurrieron.
Voy a estudiar. Pasadlo bien, o mal, o como os dé la gana.
Por cierto, si todo el texto aparece como una masa compacta de letras unidas sin puntos y aparte, es culpa del editor de textos de Blogger que es una mierda.
Abrazos de segunda.

Soy Yo Respirando

-¿Tiene usted una bombona de oxígeno?
-Sí, por supuesto, siempre llevo una en mi riñonera. Tome.
-Buf, gracias, estaba a punto de fallecer. El oxígeno es lo que tiene, que a veces te falta. No sé si viene a cuento, pero ay un viejo proverbio alemán que dice: “Si tul fíen grander nauer, graceistskich lavanerotik lorrrrrrgan”.
-Dirás que lo hay, no que lo ay…ay, ¿cómo sé yo que está diciendo ay en lugar de hay?
-No tengo ni la menor idea, pero debería consultárselo a su médico, señora.

Así es, con una bombona de oxígeno vivimos los vigueses.

Hoy nos jugábamos (no me gusta personalizar así cuando hablo del Celta, pero hoy estoy radiante) la vida contra el Atlético. A pesar de lo que piense Carlitos, el Celta y el Atlético son dos de los equipos más sufridores de la actual Primera División. El Atlético es “el pupas” de toda la vida; el himno de su Centenario así lo dice. Su historia habla de sufrimiento, de logros imposibles mezclados con unas derrotas históricas (como la final de la Copa de Europa), del doblete al descenso, y de tener a la promesa más firme del fútbol español en su plantilla (Torres, digo) a fichar a gente como Seitaridis, ejemplo de lo peligroso (o beneficioso) que es hacer una buena Eurocopa. El Celta, por su parte, ha escrito su historia en un nivel inferior, pero no por ello menos penoso. Las finales de la Copa del Rey, sobre todo la última contra el Zaragoza, o la de “me voy a la Champions y desciendo al año siguiente” han escrito también páginas importantes en su historia de equipo extrañamente condenado al sufrimiento.

Hoy me levanté sabiendo que iba a acudir al estadio Vicente Calderón. A las 19:30 horas ya estaba preparado para salir de casa. La radio, la entrada y unos buenos pañales: esos fueron mis acompañantes. Decidí ir solo porque estas cosas es mejor vivirlas a solas. Es como si tienes un examen que tienes que estudiar mucho, es mejor hacerlo solo porque con gente te despistas y el resultado final no es el esperado.

Desde Pirámides llegué al estadio acompañado de una muchedumbre atlética. Sólo algunos grupos de celtistas perdidos por el camino me hicieron sonreír, ya que iba muy concentrado. Me dieron ganas de pararme delante de alguno de esos grupúsculos celtistas y animarles, decirles que íbamos a ganar, que yo era de los suyos… pero me pareció un poco patético, así que me hice el sueco mientras leía un panfleto que me habían dado a la salida del metro que ponía “Directiva culpable” o algo así.

El estadio está bien. No es el Bernabeu (lo siento, Carlitos), pero desde mi sitio esquinado y cercano al césped podía ver todo el campo perfectamente. Del partido en sí no voy a hablar, ya que lo que pasó está en cualquier periódico, o lo habrán repetido mil veces en la TVG, así que me lo ahorro. Lo que sí diré es que en ningún momento la afición del Atlético nos (repito esa personificación, que implica implicación, valga la ortodoncia) cantó lo de “A segunda, a segunda”, salvo una parte de la afición atlética que estaba delante de mí que estaban recibiendo objetos contundentes como el palo de una bandera o un cigarrillo encendido desde lo alto, donde se encontraban los vigueses sufridores que habían ido al campo.

No voy a regocijarme en la posibilidad de que el Atlético haya perdido la opción de ir a Europa por culpa del Celta, pero en nuestra mente aun está grabado con fuego aquel último partido del Celta de Víctor Fernández que dejó de ir a la Champions por culpa de un 0-1 con gol de Solari que nos endosó el Atlético, dando la posibilidad al triste Lotina de hacer historia con MI equipo.

Nada más. Tenemos una semana más en Primera… a disfrutarla pues. Espero no celebrar la permanencia del Celta en la Cibeles con el título del Madrid, pero lo firmo ahora mismo.

Abrazos celestes para todas las gentes.

No Tengo Nada Que Contar

No se me ocurre nada para contar aquí, ni siquiera una historia absurda y sin importancia a la que le doy forma de gesta épica, como matar a un bicho, encender una cerilla o pisar una mierda de perro (que hay muchas por mi calle, y con el calor el tufo se hace insoportable...que romántico).

Mañana empiezo mis exámenes. Así es, empieza esa época tan esperada por los estudiantes en la que juntamos calor con un poco de estudio para que nos salga una maravillosa tarta de queso. El primero que tengo es Lengua II; es un complemento de formación, por lo tanto es de segundo de carrera, y es de esas asignaturas que debes aprobar sí o sí: primero, porque no necesitas estudiar mucho y segundo, porque los complementos de formación es mejor sacárselos de encima cuanto antes. La asignatura es bastante interesante y no, no hacemos aquellas cajas (o árboles, que también había) para analizar la estructura de la oración. Lo más interesante es la profesora...no penseis mal, lo digo porque es japonesa. Al principio desconfías un poco de una mujer de otra nacionalidad que pretende enseñarte cosas de un idioma que llevas hablando desde que tienes 12 años (lo sé, fui un superdotado que empezó a hablar prontito), pero luego te hace cambiar de opinión. A mí, por lo menos, me parece buena profesora.

Luego, esta maravillosa época de exámenes se extenderá hasta el 29 de junio, fecha en la que hago el último examen, Derecho de la Información. Es una gran alegría encontrarme con una asignatura de Derecho, algo de lo que escapaba estudiando esta nueva carrera. ¡¡Qué ironías, ja ja ja!! (esta risa debeis imaginárosla como la de un macho que fuma un puro y bebe una copa de ponche sentado en un sofá orejero mientras divaga acerca de la vida; también podeis no imaginárosla).

Entre mis actividades alternativas, que no alternatas, de estos días, se incluye mi presencia el sábado en el estadio Vicente Calderón para ver el efectivo descenso del Celta a Segunda División (el año que viene en la liga BBVA...que cool). Allí estaré yo, como un auténtico dominguero (sabadero, en este caso) con mi radio rezando por algún resultado que impida que el equipo olívico (creo que nunca lo había llamado así) descienda a los infiernos de la mano del antihristo...como soy.

Poco o nada más, así que dejadme en paz.

Os quiero. Abrazos efusivos a la par que distantes.

Ay, Como El Agua

Lluvia en España, lluvia en Madrid. Ésta ha sido la tónica de las últimas dos semanas. Alguien me dijo alguna vez que en Madrid no llueve...pues será el amigo efecto invernadero que está volviendo todo un poco del revés. Lo cierto es que aquí ha llovido de lo lindo, por lo que Madrid se ha convertido en una ciudad sumida en el caos total. La gente madrileña (y los que no lo son, pero llevan aquí el suficiente tiempo para creerse que lo son) se agita, se convulsiona con la llegada de la lluvia; es como si a un pez lo sacas del agua durante unos segundos, tiempo que dedica a retorcerse al ritmo de saltitos ridículos buscando el líquido que le da la vida. En Madrid igual: es ver caer una gota del cierlo y la gente se desconcierta de tal modo que desempolvan sus paraguas y copan los transportes público y privados con el fin de no contaminarse de tal aberración de la naturaleza.

Yo, insigne gallego, curtido en cielos borrascosos, hago oídos sordos (más bien, ojos ciegos) a la lluvia y me convierto en el único cuerdo de la ciudad. Que caen unas gotas...pues vale, no me voy a morir. De hecho, estudiar en Santiago durante 7 años me ha dado una resistencia a la lluvia y a las mojaduras tremenda. Yo en Santiago no usaba paraguas; lo iba dejando, posponía la compra del artilugio hasta que, cuando lo adquiría por una módica cantidad en el Mercado de Abastos, dejaba automáticamente de llover.

Además, Santiago es una ciudad mal construída. Lo siento, pero es verdad. Desde San Agustín hasta el Campus sur (unos 10-15 minutos a pie) no había a penas zonas donde cubrirse de la habitual lluvia. También es una ciudad traicionera; más bien su clima es traicionero. Un día te levantas y luce un radiante sol que te saluda introduciéndote un rayito por el ojo y piensas: "Mmmmm, el verano ha llegado al Corte Inglés...". Sales a la calle desabrigado, desnudo de ropa anti-lluvia, y comienzas a caminar. A los pocos minutos (o incluso segundos) una nube gris oscura se abalanza sobre tí y descarga toda su furia transformada en gotones de agua que te dejan pingando. Al cabo de unos años ya desconfías tanto qeu puedes reírte de los pobres neosantiagueses que confían su suerte a un vistazo por la ventana.

En Madrid no pasa eso. Llueve...pues llueve. No llueve...pues no llueve. Lo malo es cuando llueve.

A pesar de mi experto conocimiento de la lluvia y sus derivados, yo he caído también en la locura capitalina sometida a una incesante lluvia. Al mismo tiempo que la ciudad se encontraba repleta de carteles electorales (terrible el de Espe Aguirre, daba pavor esa cara megaestirada), también se sumía en un gris que ha durado dos semanas, demasiado para las gentes de aquí.

Mi confirmación de que había entrado en ese círculo sin fin de locura en el que se encuentra la gente de Madrid con la lluvia llegó el pasado viernes. Llovía, sí, y mucho, en Getafe. Al salir de clase decidí coger el bus (en lugar del cercanías que cojo habitualmente) para que me llevase a la parada de metro de Plaza Elíptica, que pertenece a la línea 6, la circular, y que me lleva a mi casita sin hacer ningún cambio de vía ni tonterías del estilo.

El autobús paró y cientos o miles de personas nos bajamos apurados para no empaparnos con el chaparrón que caía en ese momento. Crucé dos pasos de cebra adelantando a todos los viejo y jóvenes que me encontraba en mi paso y llegué a la boca de metro. Un cartel anunciaba que era la parada de Plaza Elíptica y unas escaleras te invitaban a entrar allí, para resguardarte por fin de la lluvia.

Mientras bajaba las escaleras, todo tipo de vendedoras ambulantes intentaban hacer negocio: "Chica, mira que jamiseta tan bunita, cariño" o "Compra unos calcitines y te llevas otros dos, ¿eh?" eran frases que se escuchaban mientras nos adentrábamos en el subterráneo. No reparé en ninguna de ellas...salvo en una.

Al lado de la puerta que da acceso a la estación en sí, se encontraba una mujer de pequeña estatura y rasgos orientales. "China", pensé, aunque rápidamente me corregí, ya que podía ser taiwanesa, koreana del norte o del sur...asiática, en fin. En el segundo que me llevó cruzarme con ella escuché su frase para vender su producto; una frase que, de haber sido utilizada por una empresa de marketing (MKT), hubiera sido la bomba. Pero como aquello lo decía una asiática afincada en Madrid que vendía cosas en la entrada del metro de Plaza Elíptica, no le llamaba la atención a nadie...salvo a mí.

Me paré un metro después de haberla dejado atrás y escuché con atención aquella turbadora forma de vender su producto:

"Palaguas, palagua, palagua, palaguas, palagua, palaguas..."

Me quedé atónito. Me costaba reconocer cuándo decía "palaguas" y cuando decía "palagua", pero interpreté de una manera sutil (la sutileza me define) que era un juego de palabras. Aprovechando la forma de hablar de los chinos (ahora estoy seguro de que era china), no pronunciaba la "r" de "paraguas", sino que la sustituía por una "l". Era algo típico, todos imitamos a un chino hablando cambiando la "r" por la "l", pero lo había llevado a otra dimensión.

Quise interpretar que vendía paraguas para el agua. Para el agua paraguas. Pal agua paraguas. Paraguas pal agua. Palaguas palagua. Palagua palaguas...Maravilloso. No me atrevería a decir que esa era su intención, ni tampoco se lo pregunté, ya que hubiese sido un poco absurdo decirle: "Perdone, asiática dama, lo hace a propóstito, ¿no es cierto? Dice "palaguas" haciendo referencia al artilugio y "palagua" haciendo referencia a su utilidad...dígame que sí y me casaré con usted".

No sé si su estrategia empresarial sería esa, la verdad, lo único que sé es que me paré durante un minuto a un metro de ella tratando de descifrar aquel mensaje oculto en un problema de pronunciación. Mientras la gente golpeaba su hombro con el mío y me increpaba, pues estaba tapando la puerta de entrada, volví a la realidad. Giré a mi izquierda (¡milagro! yo sólo soy capaz de girar a la derecha) y huí para coger el metro.

Dama asíatica, sigue así.

Os quiero. Disfrutad de la vida.

Directo Al Corazón

Directo al corazón. Así, como fue lanzado, llegó.

Era una mañana de un alegre Noviembre, de esas en los que el sol ha decidido vencer a las nubes y abrirse paso hasta encontrar un espacio amplio desde el que lanzar sus rayos directos a la cara de los estudiantes. El curso estaba casi recién empezado; tan sólo hacía un mes que el contacto con las aulas, los nuevos compañeros y los nuevos profesores eran parte de mi nueva vida. A lo largo de las cuatro semanas en las que había ido enlazando las novedades para formar un nudo al que agarrarme por las mañanas, había notado como algo cambiaba en mí. No sé si se podría llamar amor, odio, obsesión o fijación, sólo sé que algo me había hecho cambiar.

Aquella mañana de Noviembre, de un lunes perezoso concretamente, me iba a reunir de nuevo con ella. Teníamos un acuerdo tácito: nos veíamos todos los lunes por la mañana durante cuatro horas, pero a penas debíamos intercambiar alguna palabra, no fuese que nuestra pasión se rebelase y nos convirtiera en dos animales entregados a la pasión. Pero aquel acuerdo se rompió. No fui yo, todo hay que decirlo, el que olvidó que las cosas en secreto son más bonitas, más bellas, más hermosas. Ella fue la que decidió que no aguantaba más esa incertidumbre, esa manera de ocultar los sentimientos más primitivos que todos llevamos dentro.

Lo recuerdo como si fuese ayer. Ella, subida en la tarima que reina sobre los pupitres del aula; moreno tizón su pelo, escasa estatura y un jersey rojo que dejaba entrever las carencias que Dios le había otorgado. Es cierto, parece difícil que tengamos ciertas carencias que alguien nos ha entregado, ya que de las carencias se carece (por lo tanto nos las han quitado, en todo caso), pero supongo que las cosas no pasan porque sí; a mí, por ejemplo, Dios (o quien sea) me ha dotado de ciertas carencias (al igual que me ha dado algunos atributos), me ha creado con huecos, espacios o “falta de” ciertas cosas, como puede ser un filtro para saber en qué momentos es bueno decir algo y en cuales no. En todo caso, aquel jersey dejaba a la luz las carencias que su físico echaba de menos y que eran objeto de escarnio público: no tenía cuello. Su cabeza y su tronco estaban unidos por una masa de carne en forma de papada que desvirtuaba cualquier intento de denominar a la masa con un término aproximado; no era cuello, ni siquiera era una papada. Era algo indeterminado, tan indefinido como puede ser un sentimiento o un dolor desconocido. Ella no hacía mucho por evitar mostrar esa carencia, quizás porque es difícil esconder lo que no existe. Hay defectos que, al no ser tangibles, no se pueden esconder, incluso es posible que ella no fuera consciente de que no existía en su cuerpo un elemento tan fundamental como lo es un cuello.

Es increíble que no nos damos cuenta de la importancia de algunas partes de nuestro cuerpo hasta que no nos paramos a pensarlo. El cuello es imprescindible para la comunicación no verbal: sin cuello no te puedes encoger de hombros, no puedes negar, afirmar o dudar con un gesto. Sin cuello todo el cuerpo se mueve en la misma dirección, haciendo que un simple “no” con la cabeza se convierta en un baile ridículo del “La la la”. Su inexistencia te impide girar la cabeza hasta el tope que nos marca el hombro, haciendo que una simple mirada a un lado se parezca a una marcha militar.

Mientras empezaba la clase, yo me desvanecía por su físico. La miraba de pies a cabeza, por si su cuello estuviese posado en otro lugar menos adecuado, como un pájaro que revolotea alrededor de un tronco de árbol. No quería imaginarme qué pasaría si, de repente, su cuello apareciese encima de su rodilla. Si así fuese, sus movimientos serían mucho más incoherentes de lo que ya eran, ya que no podría flexionar una de sus piernas, convirtiéndose así en un muñeco rígido y absurdo. ¿Y si le apareciese en la espalda? El cuello ahí carecería de sentido y de utilidad; sería una joroba incómoda que, con el peso que ejercería, acabaría convirtiendo a aquella mujer en un “Pozí”, pero sin tanta gracia (si es que Pozí la tiene). Mientras hacía ese viaje por lo absurdo del cuello en otra parte que no fuese el espacio entre el tronco y la cabeza, un alboroto me devolvió a la realidad. En plena clase, una discusión acerca de los términos en los que debía impartirse la clase. Me conecté rápido a la conversación e intervine evitando pensar que hablaba hacia un ente incompleto.

Acabé mi oración y se hizo un silencio que daba miedo. Aquellas palabras unidas en mi cerebro y expulsadas por mi boca habían golpeado la realidad de la clase; lo que yo dije con la autoridad que me autoconcedo, mezclada con un poco de respeto y un poco de crítica, se había convertido en un puño cerrado que había impactado contra aquel cuerpo repleto de carencias.

Se rompió el silencio. Su contestación fue el reflejo de una ira desconocida y escondida entre los recuerdos de aquella carencia con piernas. Lanzó su flecha contra mí. Tensó la cuerda de su arco y la soltó con una violencia tan descomunal que me atravesó las costillas y se depositó en mi dulce corazón hecho de golosina, cartón-piedra y hojalata. Los segundo posteriores fueron vitales para mi vida. Herido de muerte, arrastré la lengua tratando de buscar la palabra precisa para el momento, pero no hubo respuesta: la flecha ya había hecho su trabajo. Un “oooohhh” y un “haaaaalaaaa” cruzaron el aula como dos buitres carroñeros a la espera de mi pronta defunción.

Así fue. Caí sobre el pupitre mientras un charco de sangre se convertía en mi sombra de lunes.

Directo al corazón. Así, como fue lanzado, llegó.

Sed afortunados en la vida.

El Señor Gutiérrez

Ay, señor Gutiérrez, que cosas hace. A veces parece que es usted otra persona, como si José Luís Moreno le metiese la mano por el culo y le dijese lo que tiene que hacer o que decir en cada momento. Aun recuerdo cuando le vi por primera vez: corría el año 95 y un señor argentino le dio la alternativa haciéndole entrar en la empresa para trabajar unos minutos contra una empresa de Sevilla. El señor Gutiérrez era como una niña. Una niña, sí. Delgadito, poquita cosa, rubito y afeminado, llevaba una melenita rubia como su ídolo, el señor Redondo, que le hacía parecer un niño entre hombres de bigotes y barbas.

El señor Gutiérrez trabajaba duro, pero no era muy bueno. Era el típico tirillas que en su universidad era un rey, pero que en el mercado laboral de la realidad no conseguía que nadie confiase en él. Quería ser mediocentro, de esos que construye el juego de la empresa y retiene poco los cueros, que siempre da la salida correcta, ya sea a dos metros o a treinta. Pero allí no triunfaba; otros señores le tapaban los huecos que tenía para ser dominador de céspedes verdes, y los jefes le tenían por eterna promesa.

Más tarde, el Señor Gutiérrez cambió. Un señor de bigote, en vez de pasar de él, decidió ascenderle en el trabajo que tenía: su misión era, en esos momentos, finalizar el trabajo de sus compañeros. Se había convertido en la pieza final de un engranaje caro al que se le exigía mucho. No lo hizo mal, el señor Gutiérrez, no. Cinco temporadas después de su debut, cinco años después de ser una chica en un mundo de pelos recios, se había convertido en un finalizador. Ahora usaba la cabeza para otras cosas que no fuesen sólo llevar peinados de estrellas del pop o de la pasarela: la utilizaba para hacer el trabajo que le había encomendado su jefe de bigote, y él remataba todo lo que le llegaba, a veces, incluso, con los pies.

Luego todo volvió a ser lo de antes. Un chico gordito con dientes de conejo llegó a la empresa y el señor Gutiérrez veía el trabajo de sus compañeros desde un banco. A veces salía con los demás a trabajar, pero ya no era protagonista de la cadena de montaje de la empresa.

Un día casi se va de la empresa. Una empresa cercana, la rival de toda la vida, le hizo una oferta para que fuese el distribuidor del cuero allí, pero el señor Gutiérrez la rechazó y dijo que quería seguir en la empresa de siempre, por no cambiar, supongo.

Entonces, sin que nadie se diese cuenta, aquella chica de melenita, aquel cantante de grupo pop se convirtió en uno de los jefes de los trabajadores. Trabajaba mucho y muy bien, incluso fue a trabajar alguna vez con otros españoles para la misma empresa, o a hacer unos cursillos todos juntos. Lo malo es que cuando había cursos de aquella empresa importantes o divertidos él no iba. El jefe de aquella empresa que reunía a los españoles que mejor trabajaban no le llevaba porque decía que no era necesario.

Hoy en día, el señor Gutiérrez se dedica a hacer huecos en empresas rivales. Recoge todo el cuero que ve por el cesped y se lo envía a sus compañeros de trabajo para que lo metan en una red. El domingo pasado, sin ir más lejos, hizo varios envíos que acabaron en la red de la empresa rival, y ahora todo el mundo le quiere. A veces se olvidan de que el señor Gutiérrez actúa como la niña de melenita de sus primeros años, y que se queja o insulta al hombre que vigila el tráfico de cueros entre las empresas; otras veces no hace ningún envío, ni siquiera los remata con la cabeza o con los pies. Es que algunos olvidan que, como todos los grandes trabajadores que no son genios (porque si fuesen genios estarían fijos en las empresas cobrando millonadas), es muy irregular: lo mismo te hace diez envíos en cinco minutos que se sienta en su mesa y se pone a leer una revista o a romper el mobiliario de la empresa. También hay gente que dice de él que, cuando trabaja todo el día, no es lo mismo que cuando se exprime en media hora, igual que su amigo en la empresa, un tal señor González Blanco.

A mi me gusta el Señor Gutiérrez. Es muy guapo. Espero que pronto vaya a la empresa esa de los mejores trabajadores españoles, pero espero que no lo haga sólo por haber hecho algún envío bueno en una jornada de trabajo.

Pues eso, que el señor Gutiérrez tiene unas cosas...



Conversación robada a Almudena
Cardeloya, de 78 años y secretaria de la empresa donde trabaja el señor
Gutiérrez

Con Un Sorbito De Vino

No me gusta hablar de política últimamente. Con razón o sin ella, me he visto envuelto en discusiones sobre catalanes, vascos, izquierda y derecha que siempre terminaban con algún insulto personal o con el desprecio más absoluto hacia la libertad de la gente. Algunos personajes que se creen con el don de la verdad y con la razón suprema alzaron sus portentosas voces en contra de aberraciones contra nuestra nación, esa que se tiñe de amarillo y rojo y que baila al son de banderitas. Esas mismas personas olvidaron ya las amenazas catalanas y homosexuales para preocuparse por el futuro del mundo entero.

Entre tanto chiste y tanta felicidad popular (sí, lo de “popular” debería ir entrecomillado para hacer notar la doble intención), surge ahora, desde los más oscuros rincones de un pasado excesivamente reciente, la figura menuda y deslenguada del que fue emperador de la gran nación en la que vivimos. Sí, caballeros y damas por igual, me refiero al señor Aznar. Los calificativos despectivos que se le pueden añadir a su apellido, ya sea por delante o por detrás (otra aberración para él, seguro) son poco más que epítetos que sobran por ser lo suficientemente conocidos y reconocidos. No pongo en duda que España fuese bien, nunca me paré a ver los datos económicos ni sociales del anterior Gobierno, ni siquiera merece la pena hacer leña del árbol caído en lo que se refiere a distintas decisiones que provocaron la masiva salida a la calle de españolitos indignados; muchas de esas decisiones (guerra, chapapote…) no me atrevería a decir que no hubiesen sido tomadas por otros partidos de haber estado en el poder en ese momento.

Esto que digo viene al caso por las declaraciones del ínclito Aznar a cerca del vino y de la conducción. En mi memoria está grabado como en piedra aquel anuncio de Steve Wonder que nos decía, en un español macarrónico, que si bebíamos, no deberíamos de conducir. Aquella frase de “Si bebes no conduscas” se hizo famosa entre la gente, aunque no llegó a calar lo suficiente como para convencer a la gente de que era malo ir borracho e ir conduciendo, de ahí la continua cifra de muertos en las carreteras y todo eso que ya sabéis. Pues bien, ahora sale Aznar diciendo que a él nadie le dice a qué velocidad debe de conducir ni cuántas copas de vino se puede tomar… que no le gusta que coarten su libertad individual, la libertad que tiene por ser persona. Es verdad. Que no se limiten las libertades. Por eso los gays, los que están favor del consumo del cannabis, los que piensan que se debe permitir mear en la calle, los que opinan que estar desnudo en un bar es bonito, los que opinan que quemar un contenedor de vez en cuando mola, los que están a favor de pegar palizas a negros e indigentes, los que disfrutan alzando el brazo al aire debajo de algún aguilucho… todos tienen una razón para defender su libertad personal. A mí nadie me puede decir que no beba y conduzca porque no hago daño a nadie…eso dice Jose Mari.

Lo peor es ver el vídeo de las declaraciones de Ánsar y ver como el labio leporino, que esconde debajo de su bigote recortado al más puro estilo de los grandes gobernadores justos del mundo, se mueve a un compás distinto al habitual; sus ojillos, su lengua resbaladiza, su pelazo que le da un toque, como alguien dijo, de “homeless”, todo hace indicar que J.M. se ha pasado al lado oscuro. Quiere libertad, quiere sexo al aire libre con bellas féminas, quiere fumarse un porrito tranquilo para hacer un viaje sideral al mundo de Lucy, quiere olvidar que ya no juega con su balón en forma de esfera terrestre mientras suena una bellísima canción, quiere volver a ser aquel niño rebelde que un día fue, le gustaría recuperar la movida madrileña para echarse aspirinas en la coca-cola y flipar con Caca Deluxe.

En fin, el ex-presidente del Gobierno, uno de los últimos exponentes de la derecha en España, ha conquistado a todo el público con su último monólogo. Todos sabíamos que a Aznar le gustaba la Botella, pero tanto...

Desgraciadamente, a los que detestan a la derecha, los que opinan que el PP es fascista, incoherente e incompetente, no ha hecho más que darles razones para que lo sigan pensando.

Yo tengo la suerte de conocer a gente de derechas, a gente del PP, incluso a gente que estoy seguro de que votarían a Ansar. Ellos me hacen pensar que un individuo no representa a nadie, y menos cuando su cargo es de ex (es cierto que es presidente honorífico del partido, pero bueno).

Nada más. Lo dejo porque no me gusta entrar en política ni en cosas tontas que luego crean conflictos y tal. Sólo recomiendo el visionado, al más puro estilo guliesco, de las declaraciones de J.M. porque no tienen desperdicio. Ahora me voy, que me espera un coche, tres botellas de vino y un poco de cocaína. Va a ser un día grande.

Que viva la libertad, ¿no?

Va De Fútbol (Americano)

Pensando y pensando qué película me apetecía ver en este largo puente en el que estoy solito en casa, recordé que hay una que vería sin cesar hasta que me sangrasen los ojos. Este filme al que me refiero es Varsity Blues, Juego de campeones. Lo admito: no es una película que sea recomendable para que los alumnos de la clase de historia la vean, ni para hacer una reposición todas las navidades para que disfrute la familia de tan increíble obra maestra, pero sí que es una de esas pelis con las que disfrutas un rato.

"En América tenemos leyes; leyes contra el asesinato, leyes contra el robo y se da por hecho que, como miembro de la sociedad, te riges por dichas leyes. En West Canaan, Texas, existe otra sociedad que tiene sus propias leyes: el fútbol (americano, por supuesto)es una forma de vida". Así empieza esta obra maestra del típico género americano del futbol-flipe. Y es que, con este comienzo, con estas palabras que resuenan con unas imágenes del paisaje americano y un árbitro de fútbol americano haciendo aspavientos con los brazos, ya te puedes esperar lo mejor del mundo.

El argumento es el típico de las películas de este género, más cuando el escenario de la trama es la liga de fútbol americano que se juega entre institutos: equipo con entrenador chulo que lo ha ganado todo, quarterback guapo y genio del deporte, jefa de animadoras guarrilla y todo el pueblo que flipa y vive por y para el fútbol (americano). El protagonista no es menos habitual: chico normal que chupa banquillo pero que, un día de suerte, se convierte en la estrella del equipo. Pero al margen del argumento, bastante manido ya, lo mejor son los personajes y las grandes frases que llenan la película más que el argumento en sí, que es poco menos que original.


El prota de la película es James Van Der Beek. Sí, claro, Dawson, el de Dawson crece. Casualmente hace un papel igualito al de la serie: chico bueno, con novia buena, pero que también está bueno (aunque aquí, supongo que para alejarse del papel de Dawson, su pelo es castaño-caca. Por cierto, el nuevo color de pelo no evita que haga exactamente el mismo papel). Él es el quarterback suplente y le importa muy poco el fútbol...hasta que se convierte en titular por la lesión del quarterback habitual, Lance Harbor, interpretado por Paul Walker (sí, Dani, el de The fast and the furious). Dawson, que en la peli se llama Jonathan Moxon, "Mox", se hace con su puesto y, aunque el entrenador le odia, es superguay y hace ganar siempre a su equipo. La relación entre los dos quarterbacks es demasiado finolis, ya que son amiguitos desde pequeños y no existe esa rivalidad insana entre guays, que sí la ejercen sus respectivos padres.

Otro gran personaje es Billy Bob (Ron Lester), el gordo encargado de proteger al quarterback en el campo de juego. Para él son los mejores momentos de la película: tiene un cerdo que se llama bacon (originalidad máxima), todos le animan al grito de "Billy Bob, Billy Bob, Billy Bob" para que beba en una fiesta post-partido, y el entrenador Kilmer (John Voigt) le dedica unas estupendísimas palabras en la enfermería del instituto: "Eres un buen soldado, William Robert". Y tanto que lo es. Ese gordito (o de constitución fuerte...o gorda) es el auténtico héroe patriótico americano, que orgullosos deben de estar sus padres...salvo porque tiene un grave problema con las grasas, el alcohol y los golpes que recibe en la cabeza.

El entrenador Bud Kilmer (John Voigt, el papá de la Angelina Jolie) es el típico capullo que no debe faltar en ninguna película que se precie. Racista, egoista y solitario, representa todo lo que los niños de hoy en día quieren ser. Lo mejor de él es la estatua que le hicieron en su honor por ganar campeonatos interestatales en la categoría "Institutos". Y luego a la gebte le parece raro que quisiesen hacerle una estatua a Mostovoi en Vigo...¡pero si es lo que se lleva!

Otro miembro del equipo es Tweeder (Scott Caan) que es otro de esos personajes que no puede faltar en una película típicamente americana: el salidísimo. Su mejor escena, cuando desde un coche de la policía con tres mujeres desnudas en su interior intenta detener a Moxon con estas palabras: "Jonathan Moxon, queda detenido por no estar desnudo junto a una tía buena que quiera bañarle con su lengua. Ahora quítese la ropa y métase en el coche". Gracias por estas palabras. Y es que todo el mundo debería ser detenido por eso, que reformen el Código Penal YA. Evidentemente, Dawson se comporta al más puro estilo Brandon Walsh y le cede su cazadora de jugador guay a una de las chicas que dice tener frío. Quien fuera esa mujer...o esa cazadora.

Personajes femeninos: Amy Smart (como el coche), que interpreta a Jules, la hermana del quarterback Lance Harbor, y novia de Dawson. Mujer aburrida que no quiere que su novio se convierta en una estrella del fútbol (americano, insisto). La otra, la jefa de las animadoras es Darcy Sears (Ali Larter), que nos deleita con la escena del bikini de nata. Perfecta actuación de guarrilla que sólo quiere salir con el que sea el quarterback titular y le pueda sacar de ese maldito pueblo donde viven.

Nada más puedo decir de este maravilloso filme, repleto de partidos y de flipe a raudales. Es cierto que hay otras películas del mismo estilo, como Friday Night Lights, que la ponen ahora en Digital+ (por lo menos la ponían en Semana Santa) con otras frases para la historia como "Sed perfectos". Creo que también se desarrolla en algún pueblo de Texas que vive por y para el fútbol (americaaaaano) y su equipo del insituto.

Ay, quien fuese americano y jugase al fútbol (americano), sobre todo si eres quarterback, guapo, rubio y fuerte. Supongo que yo sería uno de los pardillos del instituto o la jefa de las animadoras, aun no lo tengo muy claro.

Nada más. Ved esa película si no la habeis visto, o volved a verla. Es una orden. Ah, y sed perfectos.

A Sangre Fría

El otro día, para acojonar a mi madre un poco, le dije que estaba pensando en raparme el pelo, dejándome sólo una crestita, y comprarme unas armas para acabar con la chusma del mundo. Ella pensó: “Este chico está muy crazy”, pero sólo me dijo: “Anda, no digas tonterías y acábate la cena”. No me hizo caso, pero se lo advertí. Ahora mis manos y mi conciencia están ensangrentados después del asesinato a sangre fría que llevé ayer a cabo.

Eran las once de la noche. Había acabado el partido Manchester-Milan y, como no echaban nada en la tele, me puse a ver unas charlas de Kevin Smith en Youtube en la habitación que me cedieron en el piso por tener el dormitorio más pequeño. Mientras me reía y disfrutaba de las cosas que se decían en esas charlas del director que recordareis de películas como Clerks, Mallrats o Jersey Girl, esta última un pastelón, algo me sorprendió a traición.

Por el hueco de la ventana que había dejado abierto para luchar contra el calor que hace estos días en Madrid, entró un insecto horrible. Revoloteó varias veces, como confundido, sin saber qué hacía exactamente en mi estudio. Después de dos o tres bandazos se posó en la pared que está enfrente de mí, de la que me separaba una tabla de madera muy ancha que se sostiene con la ayuda de tres caballetes estratégicamente colocados. Y ahí se quedó. Yo me saqué las manos de la cara, que me había cubierto para que no me atacase, y pensé: “Dios, qué mala suerte tengo. Odio a los bichos; me dan entre miedo y asco. Soy un mariquita de la leche”. A continuación, empecé a pensar mi plan para asesinar a aquel ser malvado. Mientras, él no se movía, como si estuviese cómodo en mi pared y pensase quedarse ahí mucho tiempo.

Primero pensé en sacarme el zapato, pero era muy aparatoso hacer todo aquel despliegue físico-mental, así que decidí cambiar el arma de ataque. Me levanté y cogí un periódico de la estantería (El País). El periódico era perfecto como arma homicida: no dejaba rastro y me podía deshacer de él fácilmente, incluso limpiándome el culo con él. Me quedé parado unos segundos, sin saber bien cómo ejecutar aquel golpe mortal. Tenía que calcular el golpe y sus consecuencias, como lograr que el bicho cayese encima de la mesa y no sobre algún papel mío o que se quedase pegado al papel, ya que así me sería más difícil deshacerme del cuerpo, que quedaría descuartizado y me lo ensuciaría todo. Mientras calibraba mi golpe y sus efectos, el insecto despegó de su refugio y comenzó a revolotear de nuevo, como si supiese que aquel trozo de pared ya no era un lugar seguro. Me lancé al suelo para que no me lograse tocar y giré varias veces sobre mi cuerpo, buscando un refugio para rehacer mi plan de ataque.

La cosa se había complicado demasiado. Me planteé dejarlo vivir; me acostumbraría a vivir con aquella cosa en mi habitación, al fin y al cabo parecía simpático…además, no quería que se enfadase y me comiese. Exhausto por el esfuerzo, el bicho se posó, pero esta vez en la pared contraria, mucho más a mano para ser ejecutado por mi periódico-matabichos. Cuando ya tenía el brazo armado, la ira en mis ojos y los calzoncillos un poco manchados, noté como aquel ser malvado cambiaba sus rasgos y se convertía en un ser afable, cariñoso, me atrevería a decir que incluso curriño (creo que nunca había utilizado esta palabra). Al fijarme en él, dejando atrás mi odio y mi conocimiento de que era un ser peligroso, me di cuenta de que era una polilla. Una simple y bella polilla mariposa, de esas que buscan la luz, como la niña de Poltergeist.

La mariposita me miró y me dijo: “Por favor, no me mates. ¿No te das cuenta que sólo quiero un hogar feliz, donde haya un chico amable que me cuide y me haga compañía?¿No te das cuenta que es mejor de pedir que de robar?” Vaya, a cualquiera que tenga alma, ésta se el rompería en mil pedazos al ver cómo dos lagrimones surcaban su cara (o su no cara), y más después de aquellas palabras. Quizás estábamos ante el inicio de una gran amistad, de un nuevo concepto de la vida, en la cual las mariposas polillas fuesen el mejor amigo del hombre, y no los malditos chuchos. El brazo me empezó a pesar, mis ganas de matar desaparecían, desaparecían, poco a poco, al mismo tiempo que mis ganas de construir un futuro junto a aquel maravilloso ser de la naturaleza crecían irremediablemente. Pero cuando mi brazo estaba cediendo ante aquel discurso tan emocionante, vi cómo esbozaba una sonrisilla maléfica, e incluso escuché: “Ji ji, pardillo”. Entonces me cabreé de verdad. Volví a alzar el brazo con decisión y grité: “¡Cómo has podido haceme esto! ¡Yo que confiaba en ti!”. “Despierta” dijo, “lo nuestro es imposible. Los hombres sois los archienemigos de las mariposas polillas. Acabaremos con vosotros cuando llegue la nave QJWWXJL-5634 de nuestro planeta”.

(Retomo la acción) Allí estaba yo, con el brazo en alto portando un arma de destrucción masiva. Y allí estaba él, el ser más despreciable que jamás había existido. Me había utilizado, se había comportado como una mujerzuela que busca alcanzar los fines que pretende a base de engañar a los machos. Entonces, como si un espíritu me poseyese, estas palabras salieron de mi boca: “¿Hablas conmigo? ¿Me lo dices a mí? Dime ¿es a mí? Entonces ¿a quién demonios le hablas si no es a mí? Aquí no hay nadie más que yo. ¿Con quien puñeta crees que estás hablando? A sí, eh, muy bien“. En dos milésimas de segundos, mi brazo pasó de la posición de “ataque” a la posición de “muérete”. El periódico salió con la velocidad de una bala e impactó contra él. El golpe fue tan seco, tan perfecto, que no quedó rastro en el blanco de aquella pared. Su cuerpo, con las alas entreabiertas, quizás buscando una salida que nunca encontró, yacía sobre el parqué de mi habitación. Una gota de sudor frío me recorrió por la espalda. Había matado. Había hecho algo con la sangre fría del asesino a sueldo y la eficacia de un ninja.


Salí del cuarto y cogí la escoba y el recogedor. Barrí los restos de mi enemigo y le hice un entierro a la altura de un rival de tal calibre. Caminé con paso lento hasta el baño entonando una triste canción (realmente sólo me salió la canción de “La cucaracha”, que irónico), levanté la tapa del retrete y dejé caer su cuerpo sin vida en el agua. “Descanse en paz, amigo” dije, y tiré de la cadena. Allí iba, al cielo de los animalitos, a reunirse con otras de su especie. Me dio pena la verdad, pero el futuro de la tierra estaba en mis manos, y no eran plan defraudar a nadie.

Así fue, y así lo he contado. Y recordad, matad a las maripositas polillas, pues ellas nos quieren invadir.

Besos.

¡¡¡Mentira!!!


No sé por qué razón las mentiras están tan mal vistas en el mundo. La moral cristiana y la de todo tipo de religiones han demonizado la mentira durante años, décadas, siglos…y no lo puedo entender. Nos sentimos culpables cuando mentimos, y nos sentimos realizados cuando contamos la VERDAD, la única y verdadera verdad, nuestra verdad. A los políticos se les llena la boca hablando de la verdad (su verdad, la particular de cada partido), los medios de comunicación nos bombardean con la verdad de cada uno de los temas candentes de la actualidad mundial. Hay veces que las palabras llevan unidas un significado de verdad, de realidad; otras llevan aparejadas la palabra MENTIRA.

La cuestión es que nunca se llega a la verdad. Sólo hace falta escuchar las distintas opiniones de la gente para darse cuenta de que la verdad es un imposible. Es un sueño inalcanzable, un fin común de todas las personas humanas, de todas las buenas personas. De hecho, la sinceridad es la base de toda relación, ya sea amorosa, paterno-filial, de amistad, etc. Es el pilar más sólido desde el que se construyen las relaciones sociales…en teoría.

Pero desde aquí quiero romper una lanza por la mentira. No por el engaño, sino por la mentira.

Habitualmente nos escudamos en mentiras que denominamos “piadosas”, con el objeto de restarle importancia a esa palabra tan dura, MENTIRA. Las mentiras piadosas son aquellas que contamos para no hacer daño a la otra persona, las que no duelen, las que no son realmente mentiras. Esa idea de la mentira piadosa es MENTIRA. Es como si existiesen las verdades piadosas. Las verdades son verdades, y las mentiras son mentiras, por mucho que las califiquemos de otro modo.

A mí me encanta mentir. Me parece, además, que es muy difícil la acción de mentir, de mentir bien. En la MENTIRA, en la buena MENTIRA, se unen varios factores que deben estar enlazados de un modo especial. La buena mentira consta de una idea inicial, un objetivo, un fraude y una actuación.

La idea inicial se puede definir como el primer instinto que tenemos, que llena nuestra cabeza, y que nos hace definirnos por la utilización de la mentira, rechazando la verdad por ser imposible, incómoda o irreal (que contradicción).

El objetivo es, como bien dice la propia palabra, el objeto final que buscamos con la mentira. La solución de un problema, el quedar bien con el receptor de la mentira o el bien estar social.
El fraude es la utilización de un hecho real como el vehículo en el que se monta la mentira para llegar a su destino. Tiene vinculación con el fraude de ley, figura jurídica que consiste en utilizar una norma para obtener un resultado que el ordenamiento jurídico quiere prohibir. Un ejemplo: yo puedo decir que me encuentro mal, por eso no quiero quedar con alguien. Es real que yo me pueda encontrar mal, realmente mal, tanto como para no tener fuerzas para salir de casa. El fraude nace en el momento en el que yo utilizo una situación real, el “encontrarse mal”, para obtener el resultado deseado, no salir de casa. Es cierto que podría encontrarme mal, pero me encuentro bien, y utilizo esa realidad paralela para evitar una situación que no me apetece vivir.
La actuación es la ejecución de las tres anteriores acciones. Deben ser ordenadas, pensadas y realizadas a la perfección para que esta actuación conlleve la efectiva mentira. Es la parte más delicada, es como el día del partido; tienes que preparar bien el partido para que todo te salga como lo habías pensado. Debes pensar, incluso, en los posibles contratiempos que pueden surgir en el camino del ejercicio del partido (o de la mentira). Todo tiene que estar pensado, planeado y previsto para que el resultado de tu acción sea la creencia por parte del receptor de tu acción de que lo que le dices es VERDAD.
Yo no miento mucho. Me gustaría mentir más. Me gustaría que mi moral se escondiese de vez en cuando para que surgiese en mí ese instinto que es el MENTIR. Mentir sin razón, mentir por el mero placer de contar lo que no es cierto, pero que me gustaría lo que fuese, sentir ese vértigo acompañado de un escalofrío que te recorre el cuerpo desde la cabeza hasta los pies y el miedo a ser cogido in fraganti en la mentira en el mundo real, en la verdad en tu mundo imaginario. Pero no soy capaz de mentir bien. En las discotecas, cuando no tenía 18 años, nunca se creían que realmente era mayor de edad. Puede ser que no me creyesen por mi aspecto de pipiolo recién salido del colegio con la mochila a los hombros, pero también influía mi cara desencajada y pálida ante aquella verdadera mentira; vamos, que ni yo me creía la verdad de mi mentira.
Y es que no he sido ni capaz de copiar en un examen. Sólo en cuarto de E.G.B, en un examen de matemáticas con María Eugenia, comprobé una cuenta con mi reloj-calculadora (ese fue el único uso útil que le di a aquel reloj…y pensar que no me compré el reloj con juego de coches incluido por disponer de una calculadora en mi muñeca), y aun así lo pasé fatal. De todas formas, copiar en un examen es una forma vil de mentir, porque lo haces escondido, agazapado en la última fila de la clase, y no te enfrentas a los ojos inquisidores del que recibe tu mensaje.
Otra forma de mentir, muy castigada por la moral, es la mentira a uno mismo. Esa es la peor. Es la que llevas a cabo cuando la víctima de tu plan eres tu mismo. El ejemplo más paradigmático del mentirse a uno mismo se da en época de exámenes. Piensas que serás capaz de estudiar 25 horas diarias sin a penas descansar. Te lo preparas bien, haces un calendario (el fraude) para convencerte de que serás capaz de llevar a cabo tal hazaña, y empiezas el trámite de la mentira.
El mentirse a uno mismo es la única mentira que llevo a cabo. La mentira a “segundos” es la que más me cuesta, sobre todo cuando me siento vinculado de alguna manera a la persona a la que miento. La mentira a terceros seguro que existe, y seguro que, sin saberlo, lo hago muchas veces.
De todas formas os invito a mentir. Mentid a la gente, construid una vida basada en la mentira, construiros una personalidad que esté cimentada en irrealidades, en mentiras, incluso en engaños. Eso sí, si lo hacéis, hacedlo bien. No hay nada más feo que ser cogido en una mentira…o en varias.
Todo esto es mentira. O no. Podría haber construido un discurso basado en mentiras en contra de las mentiras, y seríais mis victimas. Nunca sabríais que todo lo que he escrito es mentira, que no es verdad, que me gusta mentir y que soy el mejor mentiroso del mundo. Que ni siquiera soy yo el que escribe esto, que no soy el tipo de persona que pensáis que soy, que mi vida es una mentira constante y que ya no encuentro la salida ni el camino que me devuelva a la verdad…
Es mentira. O no.
Besos.
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