En una inmensa cola te da tiempo para pensar de todo: de lo bueno, lo malo, lo divino y lo humano. Con la mirada fija en los carteles que anuncian los variadísimos menús y algún cartel tachado recordándote que un producto que solías consumir ya no existe. Política empresarial y mercantil, supongo, la que lleva a hacer desaparecer algunos de los productos que antes relucían entre los anuncios luminosos de esa oficina. Los miras, sí, pero no lo ves. Yo, al menos, sé perfectamente qué voy a pedir y qué no. Así que la estatua de sal es una mera pose que le dice a la gente que no tenías pensado comer carne de rata, sino que ha sido el azar y el poco tiempo y las pocas ganas de cocinar lo que ha llevado a tus divinos huesos a estar ahí plantados.
Al fondo, los encargados de atender y servir el pedido divididos por colores y ropajes. Los hay con gorra, con camiseta "Hamburguer University", con peto y con un amago de traje; estos últimos son los mandamases. En el de la Plaza de los Cubos, al lado de mi casa, una mujer sonríe sin cesar y canturrea tu pedido, como si trabajar allí fuese su máxima aspiración. Tras observarla durante los últimos meses, he llegado a la conclusión de que sonríe porque sabe que no puede aspirar a más. Y es amable, sí, pero no goza del respeto de sus compañeros. Dos de ellos la criticaron un día mientras acompañaban mi salida, sin darse cuenta de que era espectador de excepción de su verborrea. "Ya lo ha vuelto a hacer. En cuanto le dices algo porque lo ha hecho mal, llora y se comporta como una niña pequeña". Dudé de la veracidad de aquello hasta que, semanas después, presencié cómo lloriqueaba mientras me servía mi menú; a su lado, una superiora que le recriminaba su mal trabajo, su falta de eficiencia. En resumen, su inutilidad. Ya no sonreía, porque aspiraba a poco, pero no le gustaba que le robasen sus aspiraciones.
En medio de ese circo, rodeado de tribus callejeras, de niños gritones, de padres que no saben pronunciar lo que quieren sus hijos, de viejas que piden un café, de chavales que gastan un euro en una Cheeseburger, de adolescentes con el pavo encima que reclaman desde los hierros de sus bocas aún por corregir un helado con furia, de cocineros que bromean con los de la caja desde su cocina, de los "rápido ese cuarto de libra", de los "me cambias este muñeco que lo tengo repe" y de los "¿me das mostaza?", y con mi pedido ya hecho, di unos pasos hacia atrás.
Con la perspectiva que me daba la media retirada, un chico avanzó hasta la posición de la caja. Mientras hacía su pedido, ahí estaba, en todo su esplendor, en toda su esencia... el ojal. De mi cabeza se borraban las chicas que enseñan el tanga al agacharse o al sentarse, el famoso y buscado "murciélago" de las chonis, los gayumbos petados combinados con unos pantalones enormes; todo aquello se apartó de mi mente. ¿Por qué?
Porque aquel joven que ansiaba su hamburguesa me mostraba lo más profundo de su ser. A ver, yo soy un chico tradicional y no me gusta que las cosas aparezcan así, sin más, sin conocer algo de la otra persona; pero él me lo estaba dando todo, absolutamente todo, a cambio de absolutamente nada. Del pantalón surgía una línea negruzca, traviesa, escocida por el sudor. Como un obrero cualquiera, hizo la "táctica de la hucha". Su ojete apenas escondido por la tela sobresalía sin vergüenza de lo más profundo para darme en la cara y en el estómago. Él no se inmutaba. Era evidente su plan "comando", su modelo talibán, su soltura interior.
La hucha me impresionó. Duró dos minutos, el tiempo que él estuvo apoyado sobre el mostrador recitando el menú y esperando a que le cobrasen. Dos minutos intensos y, lo admito, algo dolorosos.
Ahora, siempre que vuelva al McDonal's, recordaré de por vida aquel ojete de ojal que perturbó mi pre comida.
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