Vivo En Marte

Las cosas en la Tierra están poniéndose difíciles. Que si la capa de ozono, el cambio climático, la crisis... vamos, que esto está manga por hombro y uno no puede pasarse la vida preocupado por todo. Así que me he ido de la Tierra; me he olvidado de todo lo que tenía aquí, he hecho las maletas y con el poco dinero que tenía ahorrado me he comprado un billete para viajar a Marte.

Hace unos meses, me llegó una oferta de un pisito allí. Era de nueva construcción, buen precio y materiales de calidad. Como único habitante del planeta, me daban toda clase de facilidades para poder costear el montante de la operación. Cansado de compartir piso, de limpiar lo de los demás y que los demás limpien lo mío, agité el cerdito en el que guardaba los ahorros y con lo que cayó sobre el colchón de la cama pagué la entrada del piso.

Ahora soy propietario y he decidido empezar una nueva vida allí. En Marte. Además, es que el viaje sólo lleva unas horas y se hace muy bien. Solemos parar en el Mar de la Tranquilidad, donde han abierto un restaurante lunar que ofrece comida y descanso a buen precio y te permite retomar fuerzas. Y desde la Luna las cosas se ven mejor, con distancia, con perspectiva. Y el cohete que me lleva a Marte vuelve a partir y mientras el piloto nos señala que estamos viajando a una altura indeterminada (porque ese concepto es relativo si no hay gravedad), a una velocidad incomprensible para unos recién estrenados del siglo XXI y que estamos dejando a la derecha varias estrellas que aún no tienen nombre, miro por la ventana para descubrir que el espacio es demasiado desconocido como para tener miedo.

Pegado al asiento, con la espalda recta, las horas que transcurren en el viaje rejuvenecen la piel y alargan la sonrisa. El ventanuco que queda a mi izquierda ofrece mezclas de colores galácticos, desvela masas de gas que giran en torno a fórmulas químicas complejas, mucho más que las que inventaron el oxígeno. Porque estamos en otra dimensión de las cosas. No hay turbulencias porque las pequeñas hordas de meteoritos que se cruzan están domesticadas como un espectáculo más, una idea del Consejero de Turismo de la Vía Láctea para retirar de las cabezas esa idea catastrofista de los viajes interestelares. Y llegamos a mi nuevo planeta.

No hay gravedad, sólo tranquilidad. Un apartamento con vistas a la Luna y a la Tierra, que parece dormida a tantos años luz. La cocina da a un pedazo de tierra roja en la que están construyendo un parque infantil, para los que queramos echar raíces en el planeta y lo queramos repoblar. A escasos metros de mi edificio, un centro comercial se alza con velocidad, con la rapidez con la que pasan las cosas en Marte, en donde no hay que esperar por licencias de construcción porque todo es tan novedoso que no se han inventado aún las dificultades ni existen aún los funcionarios que te exigen recorrer sus edificios con documentos de nombres indescifrables para terminar regresando al punto cero, con cansancio y la misma cara de imbécil con la que empezaste el camino.

En Marte todo es diferente. El 'no' es una utopía para extranjeros, el 'sí' es una palabra cómoda de uso habitual, las leyes aún se forjan según el comportamiento y la costumbre aún no tiene el arraigo suficiente para condicionar comportamientos. No están inventados los delitos todavía, porque la vida aquí es fácil. Es una vida de puertas abiertas, de cerrojos de plástico y de relojes de arena que dejan escapar los granos con lentitud porque la ausencia de gravedad retrasa todo, incluso los males que aún están por llegar.

Estoy contento. Vivo bien en Marte. Aún hay ideas que tengo que borrar de la cabeza, porque la vida terráquea ha sido larga y un poco dura por momentos y cuesta relajarse y adaptar la mente a las nuevas situaciones. Pero sé que lo conseguiré, que lo que queda por vivir aquí puede que esté pendiente de inventar una palabra para que se autodefina, que las mismas palabras que en la Tierra tienen un significado, una carga y un pasado, se renueven con el paso del tiempo, que aquí recibe también otro nombre y martillea con otro ritmo las manecillas de los relojes espaciales.

Tengo una casa en Marte. Vivo en Marte. Quiero quedarme a vivir aquí, en Marte, donde, por fin, todos los sueños pueden ser reales. No sé si con expectativas de infinito, pero sí con idea de permanencia. Estáis todos invitados.


2 comentarios:

Yaiza dijo...

Qué bonito. Vivir en Marte. O al menos en el que describes, con cerrojos de plástico y puertas abiertas. Tú y Elena sí que saben vivir bien.

Un beso.

Elena Guevara dijo...

Pues sí, ahí, ahí, entre las nubes y marte se vive bien, con sus cosas, pero bien... orgullosa estoy de tus palabras, que me gustan a mí, a ver si me pegas un poquito de ingravidez que estoy muy pesadita ultimamente... jeje. beso!

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