Tres años antes ya me había encontrado allí, en la misma postura, apoyado en la misma valla y con el mismo vacío sideral en el estómago. Y las imágenes se repetían; familiares arremolinados alrededor de una pobre chica cargada de maletas, novios que recibían efusivamente a sus novias, ellas que abrazaban con pasión a los que esperaban, que llegaban con la forma del asiento del avión en el pelo, y yo con el mismo espacio inmenso en el estómago.
La tinta del periódico que leía compulsivamente para esquivar la espera teñía las líneas de la palma de mi mano, que empezaba a impacientarse, como si fuese la primera en darme el aviso de que ya se hacía tarde y que de entre las fauces de aquellas puertas que separaban a soldados y a Penélopes los ojos no detectaban la salida que esperaba.
Como hace tres años, cuando Madrid se convirtió en el espacio perfecto para asumir la realidad. Esta vez, en cambio, la misma ciudad apartaba las luces del cielo para que pudiese ver con calma las estrellas desde el templo de Debod y entender con calma otra realidad que se plantaba delante de mi cara. De ahí el precipicio que se abría a la altura del estómago.
Mientras el reloj marcaba los segundos al ritmo de los anuncios de nuevos vuelos que ya estaban en tierra, los ex pasajeros salían vomitados de los aviones, con maletas repletas de imágenes, de ropa y de recuerdos desordenados entre la ropa interior sucia. En algunos se desvelaba la decepción de volver a la rutina; en otros, la tristeza provocada porque el viaje no había colmado sus expectativas, como una pareja que ni se miraba y que no proyectaban hacia el exterior las ganas de agarrarse de la mano después de diez días juntos recorriendo las calles de Nueva York.
Y la misma sensación de desazón en el estómago, que no paraba de golpear contra las paredes de la tripa pidiendo auxilio, rogando una salida rápida, una exhalación de aire que comprimiese los pulmones y expulsase las malas sensaciones de un "no te volveré a ver". Como hacía tres años. Y después de dos meses, las tripas se arrugaban como desconocidas que no se atreven a compartir un taxi. Y el minutero machacaba el tiempo con un martillo de ritmo cadente.
Las fauces se abrieron y la imagen recibió la luz de un foco que el techo del aeropuerto había colocado especialmente allí. Con la maleta a rastras y un vaquero que había sufrido el viaje, se acercó con la misma mirada que se había perdido en aquellos dos meses, la misma con la que me había recibido hacía mucho tiempo. Y sin entender de seguridad en los aeropuertos, la maleta se desmayó, igual que la luz, sobre el suelo. Sus brazos se convirtieron en la prolongación de su mirada y se entrelazaron en mi espalda.
Con una sonrisa, los dos meses anteriores pasaban al olvido en una terminal de aeropuerto,esas que me producen dolores de estómago y malos humores. Excepto aquel día, que se hicieron luz y silencio para emprender una nueva realidad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario