Piso Compartido

Haciendo el otro día cuentas, me sorprendí cuando fui consciente de que llevaba cinco años en Madrid. Llegué en 2006 y compartí piso; en 2007, cambié y me fui a compartir otro piso; en 2008, de nuevo, otro piso a compartir. En este último, en el ínclito Tutor, he pasado los últimos 3 años conviviendo con varias personas, en un carrusel de gente que iba apareciendo y desapareciendo, desde amigos a compañeros, gente con la que es fácil vivir y gente con la que te entran ganas de morir (o de matarlos).

En el desquicie absoluto que reflejan los años de convivencia, hace unos meses que exploté. Las manías se acentúan con la edad y la resistencia ante el diferente; la buena cara al extraño y el compartir hasta tu imagen recién levantado en gayumbos se derrumbaron de golpe y porrazo. En el mismo momento que el grito sordo del hartazgo rebotaba en las paredes y despedía un halo de luz que cegaba al más pintado, decidí que mis horas en el piso compartido habían terminado.

Pero, claro, un hándicap se mostraba temeroso detrás de la puerta de la cocina: para dejar un piso te tienes que ir a otro, y volver a buscar gente con la que compartir es un trance propio del enano de Frodo portando desesperadamente el anillo. La solución estaba clara: vivir solo.

Siempre que se habla de vivir solo, las voces te llenan la cabeza de monstruos: "Uf, puede ser duro", "¿con quién hablarás cuando estés harto de estar solo?", "la soledad en una gran ciudad te puede volver loco"... para mí, no; no más, al menos, que la locura que conlleva compartirte con gente con la que intimidad queda atrapada en los metros cuadrados de tu habitación, porque fuera examinan todos y cada uno de tus movimientos, hábitos alimenticios y vitales, entradas y salidas...

Del hándicap imaginario, ese que se asomaba detrás de la puerta de la cocina, pasé al hándicap real. Madrid, ciudad capital, es el reflejo de la locura y los aires desencajados de la sociedad; por tanto, se presenta como un reflejo al alza de las burbujas (la inmobiliaria, sin ir más lejos) que significa que un piso de 30 metros cuadrados en el centro cuesta lo que uno con dos habitaciones, espacio y ventanas en otra ciudad, llámese Vigo u otra de lo que aquí tienden a llamar "provincias". Lo de las ventanas lo digo porque, en esta ciudad, tan maravillosa para unas cosas y tan desquiciante para otras, las ventanas son un bien infravalorado.

Mi experiencia se basa en las webs que he visitado en busca de pisos y en los que he visto in situ. En Madrid, las ventanas no son necesarias. Existen habitaciones sin ventanas, salones sin ventanas, pisos enteros sin ventanas. Supongo que sirven de islas paradisiacas alejadas del murmullo estruendoso del tráfico, pero también de cajas de zapatos en los que vivían los gusanos de seda (al menos a ellos se les regalan unos agujeritos hechos con tijeras en la tapa...).

Y luego está el vocabulario, que sufre una metamorfosis al escribirse en un anuncio. "Coqueto" significa extremadamente reducido; "curioso", mal distribuido y poco habitable; "dúplex" es un bajo de techos altos en el que han habilitado un altillo para que quepa una cama, pero no tu cabeza; "ático", antiguo trastero con techos de 1,30 en el que puedes caminar si eres chepudo.

Con esta ristra de maravillosos desencuentros con el vocabulario que pensabas conocer, te estrellas una y otra vez con la realidad de que, en casi todos los casos, el precio no se corresponde con un valor real o normal, sino que se consigue a través de un cálculo tan simple como: la zona de Madrid + el tamaño no importa + la antigua burbuja inmobiliaria por la cual pedías mucha pasta + lo que me sale a mí de las pelotas porque para eso soy el dueño. Además, claro está, de unas complicadas garantías, como avales bancarios que superan los 4.000 euros (a veces por bastante) o trabajos "estables" con los que rendir cuentas.

Sumido en este desasosiego y en el de estar a la espera de firmar definitivamente un contrato con el que poder responder a las exigencias dislocadas de esta ciudad, más compañeros siguen rotando por mi actual piso. Ayer, después de una serie de entrevistas, cerramos la tarde-noche con un americano profesor de inglés, mezcla entre Fraiser y Paul Giamatti, de unos 40 años, pantalón de pescador, camiseta blanca, pendiente de aro y anillo en el dedo pulgar, que fumaba puros por las noches en el salón, que no sabía hablar español (porque no le salía de sus imperialistas y estadounidenses pelotas) y que le hizo a uno de mis compañeros de piso un test de nivel de inglés. Vamos, un personaje que, si nos hizo perder media hora, nos regaló un par de anécdotas. Y es que no hay mal que por bien no venga.

¿No hay mal que por bien no venga? La persona que dijo esa frase no estaba hasta las pelotas de vivir en un piso compartido. Seguro.

Juro que me iré...

1 comentario:

Alquiler pisos dijo...

Llega un momento en la vida de toda persona que ha pasado algunos años compartiendo piso en el que te desquicias y necesitas estar solo. Entiendo muy bien tu situación. Ánimo y a seguir buscando!

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