Mudanzando

Una danza mu. Una vaca expresándose con una danza. Un cambio silencioso. Un número de movimientos que se hacen al compás. La mudanza, esa cosa tan incómoda, pero a veces tan imprescindible por la obligación de cambiar. Una obligación que nace de la necesidad, de la que sea.

Mis mudanzas nunca han sido un estrés en mi vida; más que nada, porque las que he hecho solo conllevaban modificar de lugar un máximo de un año de vida. La dos primeras que recuerdo tienen lugar en Vigo, aunque yo estaba exento, por edad, de participar activamente. Vamos, que se las comieron mis padres. Estas no alteraban mi tiempo, no tenía suficiente consciencia para saber qué se modificaba ni cuánto. En esos años que se incluían en el debe de la mudanza tenían que responder mis padres. La primera fue nada más llegar a la ciudad.

Habíamos estado viviendo los primeros días de curso en casa de mi abuela y, progresivamente, cambiamos nuestra vida desde Asturias hasta Galicia, de Gijón a Vigo. En aquella primera casa, recuerdo el movimiento de los operarios encargados de hacerla y yo perdiéndome entre los pasillo y las habitaciones de aquel nuevo hogar. No era inmensa, pero a mí me parecía desmesurada, quizás por el desconocimiento; ya se sabe que si haces un camino de ida a un sitio que no sabes bien dónde está, se te hace mil veces más largo que cuando ya lo conoces. Recuerdo cajas, alboroto, movimiento, gente desconocida y vecinos nuevos que nos recibían en la comunidad.

La segunda fue al cambiarnos a la casa en la que ahora vivimos. Tengo menos imágenes, seguramente porque no era mi primera vez y ya sabía en qué consistía, así que la escasez de novedad ha impedido a mi memoria retener el momento, como si necesitase espacio para otros acontecimientos que tenía ese plus de la novedad.

En Santiago y Madrid he tenido otras cuantas mudanzas. En Santiago nunca viví más de un año en el mismo sitio, si contamos que en el colegio mayor cambiaba de habitación, así que cada año gozaba de nuevas vistas, nuevos vecinos y nuevas experiencias.

En Madrid, más de lo mismo; hasta que llegó Tutor. Entré en ese piso en septiembre de 2008. He vivido algo más de 3 años allí, así que la mudanza a mi nuevo piso ha consistido en reunirlos en bolsas, maletas y cajas. Más de mil días envueltos y dispuestos a levantar el vuelo. Ha sido, como mínimo, estresante, sobre todo por mi enfermedad, mi síndrome de Diógenes que me ha llevado a guardar desde papeles de publicidad hasta entradas de cine, pasando por notas escritas a mano y objetos sin valor aparente.

El desembarco en el nuevo mundo lo hice con ayuda. Es lo que tienen las mudanzas, que te rodeas de amigos para que vivan la "maravillosa" experiencia del cambio contigo. Les ofreces, a cambio, una cerveza y que se mezclen desde el principio con tu nueva vida en tu nuevo piso, en tu nuevo barrio. Es un cambio injusto: cansancio de brazos y piernas, sudor y polvo por una Mahou, patatas fritas y queso de aperitivo.

En fin, que terminó. Se hizo en dos viajes y la nueva casa se llenó de los tres años anteriores. Sé que, por lo menos, hasta dentro de un año no tendré que volver a danzar con las vacas, ni con los coches ajenos ni con los tres años a cuestas. Un alivio, la verdad. Y no solo para mí, sino también para los pobres involucrados en la ardua tarea del movimiento que se hace al compás de las maletas, las bolsas y los recuerdos.

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