Con el fútbol, en cambio, no me pasó eso. Era el año 91 y el Celta jugaba en Segunda División. Un amigo de mi padre me ofreció acompañarles a él y a su hijo, de mi misma edad, al fútbol. Acepté. Antes de entrar, nos compramos caramelos y golosinas ("purquirías"-del español "porquerías"-, como decía el chico que me acompañaba) y yo me temí que los mismos ojos inquisidores que aún me perseguían desde el concierto, iban a seguir allí. Pero no.
Recuerdo la primera vez que me asomé por una de las bocas de la grada de Balaídos; era como en "Campeones". Nunca había ido a un campo de fútbol, así que pensaba que las cosas pasaban como en Oliver y Benji: había un comentarista que se oía en todo el estadio, los niños animaban a su equipo soltando los puños al aire y el campo era de kilométricas dimensiones. De eso, nada era real, pero sí lo fue la sensación de asomarse a la grada. Subías las escaleras mientras empezabas a reconocer el bullicio, y una luz cegadora te dejaba la imagen del césped y las butacas para unos segundos después de recuperar la visión. Los caramelos se podían comer perfectamente, porque el ruido del papel quedaba enmudecido por los gritos de los hombres insultando al árbitro, a los jugadores rivales y, en ocasiones, a sus propios futbolistas.
No recuerdo el primer partido al que fui. Quiero creer que fue un Celta-Rayo Vallecano, en el que ganamos 1-0 con gol de Paco Salillas. Y digo "quiero creer" por poner una fecha a esa primera vez en la que decidí que esa afición me encantaba y decirles algún día a mis hijos "Niños, la primera vez que fui a un campo de fútbol fue en un..." y ellos, con los ojos iluminados, me dirán "Ya, papá, ya, un Celta-Rayo que ganamos con gol de un tal Salillas". Y dirán de "un tal Salillas" porque estoy seguro de que aquel delantero aragonés chaparrito y cabezudo no quedará en el imaginario particular del fútbol dentro de unos años; de hecho, ya nadie se acodará de él.
Esa temporada, ir a Balaídos se convirtió en una rutina de domingo. Tuvo dos momentos malos. El primero, cuando el Celta sumó una increíble mala racha de empates que parecía que les torcía la temporada y el posible ascenso a Primera; el segundo, la muerte de un niño en la grada de Sarriá (antiguo campo del Espanyol - que se llamaba Español en aquella época) por culpa de una bengala. Este segundo hecho me acongojó de tal manera que dejé de ir por unas semanas. Entre la mala suerte que parecía que le daba al Celta y la posibilidad de morir, las ganas de repetir se esfumaron rápido.
Recuperé el valor y las ganas de ir al fútbol. Lo hice con mi tío y con un primo segundo. Fuimos al Celta-Compostela. Ganamos 4-0 y me compraron una de esas trompetas molestas, precursoras de las mortales vuvuzelas. Y se volvió a convertir en afición y en rutina.
Ese año, el Celta ascendió. Supongo que llegar en ese momento al fútbol, en pleno apogeo de un pre-celtismo que explotaría años después con el Celta que jugaba como los ángeles y encandilaba en Europa, fue determinante para hacerme más aficionado.
Hoy, el Celta juega el playoff de ascenso contra el Granada, después de años malos y duros sumidos en las alcantarillas de la Segunda División (Liga Adelante, como se llama ahora gracias al patrocinio del banco BBVA... cómo cambian las cosas, qué glamour...). Y hoy mismo he sentido las mismas sensaciones. El partido lo veré en casa, con la ilusión del 92 (aunque desde ese año, el Celta ha ascendido una vez más), y si no se consigue, quedará la siguiente temporada.
Lo mejor de que ascienda no es solo lo que cubre el ámbito deportivo, sino también que dejaré de escuchar a mi madre preguntarme "Y qué, ¿el Celta sube o no?". Echo de menos cuando el equipo estaba en Primera y me decía "Creo que el Celta va bien" o "Me han dicho que este año el Celta mal, ¿no?". No lo sé, mamá, no lo sé, pero espero que este año, el Celta, bien.
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