La puerta siempre estaba cerrada, y el lugar, repleto. Para mí, el Jardín Secreto era un desconocido. Una pareja de paredes inertes que formaban una esquina, la misma que doblaba al pasar por aquella calle. No reconocía nada más que su fachada exterior, su cartel, que se levantaba sobre la puerta, y sus ventanas, que desvelaban en el claroscuro los perfiles de dos personas hablando.
Me engañé varias veces. Pasaba de largo y me iba al Café sin Nombre. También tenía ventanas, y asientos parecidos a los que pensaba que tendría el Jardín Secreto; y exposiciones de cuadros que alguien, algún dislocado, decidiría comprar en un arranque de amor al arte desconocido hasta ese momento. Y me engañaba pensando que el Café sin Nombre era más público que el Jardín Secreto, más cómodo, menos transitado y, por tanto, mejor y más accesible. Por eso acababa ahí. No tomaba riesgos. Si el Jardín Secreto estaba lleno, pasaba de largo, avanzaba unos metros y abría la puerta del Café sin Nombre, donde siempre me recibía aquel camarero calvo o la chica de pelo corto.
Hoy he entrado en el Jardín Secreto. Es diferente. Por lo menos, lo es del Café sin Nombre. Las paredes están repletas de adornos que parece que sobraban de otros lugares. Es una decoración sin ton ni son, pero acorde entre sí. Las paredes combinan fotos en blanco y negro de actores antiguos, una escena de "Desayuno con diamantes", una casa forrada con papel de periódico o un carro que vuela hacia la luna con la cabeza de un reno que sobre sale por uno de los ventanucos. "Yo tengo ese reno". El carro parece que escapa de los que le persiguen, como Elliot en bicicleta, teledirigido por E.T. "Te pareces a Elliot". Y yo no puedo evitar esbozar una sonrisa; siempre me identifiqué más con el marciano del cuello que se estira.
Y la mesa tiene un reloj debajo del cristal que impide que el té y el capuccino se derramen en el aire. El reloj está parado. Justo, hace unos días, hablaba de las cosas que son capaces de parar el tiempo, y ese reloj seguro que había sufrido cualquier tipo de percance que lo había detenido en las 9 de cualquier día, de una mañana o una noche cualquiera de un año desconocido. Y quizás por una de esas razones que consigue que se pare el tiempo. A lo mejor, se paró desde mi entrada en el Jardín Secreto, como si supiese que, a veces, paro el tiempo.
Los camareros no van a juego con la decoración, rococó, sobrecargada y extravagante por espacios; visten un polo color azul. Y atienden con la virulencia del estrés del encargo apresurado. Poco afectivos para estar en un café dentro de un Jardín Secreto.
Y es por momentos, pero el tiempo recobra la capacidad de pararse. Siempre había pensado que tenía que entrar allí. Será que no encontraba la razón ni el momento.
1 comentario:
Puedes identificarte con quien quieras pero... te pareces a Elliot. A un Elliot que, además, consigue parar el tiempo, aunque sea con una pequeña ayuda externa, claro.
Y no mientas... la razón y el momento la encontraron por ti ;)
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