Es cierto que la vida de escritor es muy mala compañera. La de periodista también. Mala compañera de viaje, digo, porque lo que te sustenta y te levanta cada mañana no es el dinero que tienes en la cartilla, sino la ilusión de encontrar lo que buscas. ¿Qué pasa cuando no encuentras lo que buscas? Pues que te pones a buscar para encontrar algo. Eso mismo me llevó a trabajar detrás de la barra de un bar del centro de Madrid.
Mi horario era ese maldito en el que el sol da los buenos días, la oscuridad se pierde y la calle no es más que un recuerdo de la noche anterior. Yo era el encargado de abrir el bar todas las mañanas (cuasi madrugadas, a eso de las siete de la mañana) de jueves a martes acompañado por Ana, una chica paraguaya cuyos huesos habían llegado a Madrid detrás del amor y se habían roto (los huesos que sostenían su amor) al año y poco de llegar. Levantaba la verja de metal que protegía los cristales, dejaba la puerta abierta y le daba un poco de aire a aquellos focos luminosos y tétricos.
Un día, observé que desde hacía un par de días un móvil nos hacía compañía al lado de la caja registradora, donde guardábamos un pequeño cesto en el que descansaban los objetos perdidos (mi jefe, un remilgado, la llamaba la cesta de los "sin nombre", porque decía que no estaban perdidos, sino que sólo perdían el nombre durante el tiempo que estaban alejados de sus dueños). Yo no me había dado cuenta hasta que fui a recoger la mesa y ya era demasiado tarde para encontrar a su dueño. Actué como hacemos siempre en estos casos: a la cesta. El móvil se quedó allí, "sin nombre" durante todo el día. En mi turno nadie apareció buscándolo; lo raro es que a la mañana siguiente, el móvil seguía ahí.
El día transcurría sin novedades: los mismos clientes, la misma somnolencia, los mismos chistes, las mismas conversaciones... pero a media mañana, un timbre rompió la rutina por la mitad. Era el móvil que, desde el cesto, pedía que alguien contestase. Me acerqué con desconfianza y miré de quién era la llamada. "Andrés", reflejaba la pantalla. Ante la posibilidad de que esa llamada fuese definitiva para devolver el móvil a su dueño, lo cogí y contesté.
"¿Ana? ¿Ana, eres tú?". Yo me quedé en silencio, tan solo podía respirar sobre el teléfono. "Espera... ¿eres tú el cabrón que se está tirando a mi novia?". Seguí en silencio; no, ni era Ana ni era el que se tiraba clandestinamente a Ana, pero la situación, por extraña, era realmente incómoda. Abrí la boca para contestar, sólo tenía que decir que no, que era un camarero que guardaba el móvil hasta la vuelta de su dueño, que ni siquiera sabía quién era Ana y que no se la había tirado nunca. Pero no, no hice eso. "Dirás que soy el que la está haciendo feliz, mejor, ¿no? Mira, quiero que sepas que estoy muy enamorado de ella, que es la mujer de mi vida y que ni tú ni nadie podrá cambiar eso". Colgué y un escalofrío recorrió mi cuerpo, desde el cuello hasta los pies.
Acababa de declarar mi amor como nunca lo había hecho, y la destinataria era alguien de quien sólo conocía su nombre, su móvil y la voz de su novio. ¿La razón? Ni yo lo sé. Fue quizás el síndrome que tenemos algunas personas de la notoriedad, buscar protagonismos autoconcedidos en la vida de los demás, inmiscuirnos sin pedir permiso en historias que no nos pertenecen. Ahora yo era el causante de una más que posible ruptura o discusión entre una pareja que ni me conocía; o, incluso, yo era el empujón para que dos amantes dejasen de lado su anonimato después de la ficticia declaración de amor de él.
El resto del tiempo que estuve trabajando en esa cafetería, busqué a Ana desesperadamente. El móvil seguía ahí, pero no había vuelto a sonar. Me fijaba en las rubias, en las morenas, en las guapas, en las feas, en todas las chicas que entraban y que podían llamarse Ana. Me había enamorado, sin saberlo, de un nombre cualquiera que tan solo estaba atado a la voz de un hombre, a la carcasa azul de un teléfono y a una declaración de amor eterno durante diez segundos.
Ahora, ya con novia, trabajo en un periódico y piso propio, aún busco entre las caras que se cruzan conmigo por la ciudad unos rasgos, unos ojos o una voz que me diga que es Ana. ¿Qué pasará si la encuentro? No lo sé, supongo que esa será la segunda parte de todo esto.
Basado en una historia del recomendable blog Ni libre ni ocupado.
Casualidades
Hace 2 años
5 comentarios:
Joder ME, macho, ¡qué inconsciente que fuiste! ¿no?. Conforme está el panorama, a la tal Ana, tu acción podría haberle costado la vida ¿vale?. No, no te lo aplaudo.
Sabiendo como tú sabes que el mundo está lleno de imbéciles ¿cómo se te ocurre hacer eso?
Si no hubiese tanto machito suelto, pues tú mismo, pero con tanto psicópata...
Confío en que esto te lo hayas inventado y no sea cierto.
Ah, sí, he cambiado el diseño y he abreviado el título. Digamos que creé una marca, la exploté y ahora ya puedo hacer abreviaturas que no hagan perder el feeling... como los anuncios que primero duran 3 minutos y medio y luego duran 30 segundos pero con la misma esencia. Así soy yo, un esencias.
El relato me ha encantado, mucho, mucho, el cambio de look también, lo de abreviar el título... me parece un poco inconsciente, teniendo en cuenta que los puntos suspensivos ahora los podemos rellenar con cualquier cosa...
pd. Pero en el About, no hay nada... en el Contact me dice de mandar un email a una no-dirección y lo único que funciona es el Login... Ya veo que como el título has preferido dejarlo todo en blanco. :-P
Ya... prefiero dejar los puntos suspensivos y que sean los demás los que valoren la vida de qué tipo de persona están leyendo. Mi marca antigua ya dejaba claro que era la de un imbécil, pero bueno.
Lo otro que me dices, es que no puedo cambiarlo, así que no puedo hacer nada. Sí, lo dejo todo en blanco en honor a la noche en blanco de ayer en Madrid (mala disculpa).
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