Hace unos meses, en mayo, justo al aterrizar de Brasil, mi vida había dado un cambio. Llevaba desde el pasado octubre viviendo en una habitación interior; tenía dos ventanas y era luminosa, pero el paisaje que me ofrecían era el de un patio de luces con las ventanas de mis vecinas enfrente (alguno dirá: "¡Genial!"...). Pero al llegar desde Barajas, después de diez horas de vuelo, un rato esperando la maleta y varios metros, abría la puerta de mi casa para empezar una nueva vida.
Ahí estaba la que sería mi nueva estación en Madrid. La cama sin sábanas, polvo, posters de mi otro compañero y los muebles desperdigados por la habitación. La guitarra había sufrido una amputación de una cuerda y me miraba aún convalenciente desde el accidente en la mudanza. Estaba desafinada, casi tanto como yo al frenar las ruedas de la maleta sobre mi nuevo suelo.
El armario estaba roto, con la puerta tapando sus vergüenzas posada sobre su esqueleto, y mis cosas se acumulaban en cajas y bolsas de plástico. A pesar de la tétrica imagen que describía, una luz me llamó enfrente de mis ojos. Sobre aquel colchón desnudo se situaba una ventana; me subí sobre la cama, abrí la persiana y saqué la cabeza. Ahí estaba: la calle, las aceras, los coches aparcados y las niñas del colegio de enfrente que alguna vez me habían gritado cosas cuando estaba en el salón pasaban a formar parte de un cuadro que sería, a partir de ese día, mi nueva vida.
Desde aquel momento, la ventana ha sido mi respiradero, como los agujeros que les hacíamos en las cajas de zapatos a los gusanos de seda para que pudiesen respirar. Igual que ellos, la abro para tomar un poco de aire, de ese aire viciado de la capital pero que se respira profundamente ahora que empieza a enmudecerse el calor y que el suelo, de vez en cuando, se despierta mojado y húmedo.
Muchas veces me enciendo un cigarro y observo lo que pasa al otro lado del cuadro, que cobra vida y despega con movimientos y dibujos cotidianos. Los dos trabajadores de no sé qué empresa que se fuman sus pitillos en el portal de enfrente; los dos de traje, uno sin chaqueta y con el pelo a lo Bisbal, sólo que está más gordo. Los padres se arremolinan contra la puerta del colegio para recoger a sus hijos mientras un altavoz dice nombres que, a veces, parecen elegidos al azar. Esos mismos padres sostienen entre sus manos unas cartulinas que contienen el nombre y los apellidos de sus objetivos y aquello se convierte en una bolsa de puericultura, donde nunca sabes qué valor está en alza.
Las chicas más creciditas se apoyan en los coches con sus faldas plisadas y fuman tabaco para darse notoriedad (siempre piden, nunca compran las muy...) y algún que otro gañán rompe la armonía con un grito pelado y áspero mientras un coche exclama un "¡Aleluya!" por encontrar, por fin, un sitio para aparcar.
Por la noche, se puede intuir las ganas de salir; varios grupos pasan, otros incluso se paran con su música tecno unos minutos debajo de mi ventana, como si fuesen a declarar su amor a alguna Julieta pastillera y con pendientes que le cubren toda la oreja.
Y nadie me ve. Soy espectador de una televisión real y me encuentro fuera de su plano. A veces alguien alza la cabeza, pero creo que sólo ve el objetivo de la cámara que reproduce en los hogares sus movimientos.
Muchos días me los paso así, viendo el mundo desde la ventana.
Casualidades
Hace 2 años
5 comentarios:
todas las ventanas tiene un mundo, tanto hacia afuera como hacia adentro.
y todos tenemos ventana.
Que la vida es ventana y las ventanas, ventanas son.
Decía Matisse que pintaba ventanas porque eran el puente entre el exterior y en interior, obvio, pero poético, como tu texto. Ala.
¿Pero el texto qué es, obvio o poético? ¿O ninguna de las dos cosas? Ay, Matisse, Matisse, nunca sabes por dónde te puede salir... Ala, de pájaro.
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