Y es que las ciudades son personas y recuerdos. Decía el imbécil de Martín Hache que "extrañaba los tejados" de Buenos Aires, y su padre, Martín, que echaba de menos que la gente silbase por la calle. Las ciudades son, decía, cosas más importantes que los edificios, las calles o la oferta cultural. Puedes vivir en la más fea del mundo que si tienes gente y recuerdos, vivirás como Woody Allen en Nueva York. Y Madrid es para mí, varias personas y muchos recuerdos.
Aquel lunes de infausta memoria, una de esas personas que aglutinaba cientos de ellos, agitaba la mano en señal de despedida. Y lo hacía allí, en la estación de Sol, en la oscuridad de la caverna. Agitaba la mano, que golpeaba mi pecho a la altura de los pulmones, cortándome la respiración, prensando el poco aire que podía inhalar. Agitaba la mano, que lanzaba de un lado a otro las imágenes de los últimos años de Madrid, de mi vida en Madrid, de mi felicidad en Madrid.
No era la primera despedida a la que hacía frente, pero era, sin duda, una de las más duras. Y yo, que vivo en el mundo de la memoria, me quedé ciego, como tocado por Saramago, pero en lugar de perderme en un resplandor, me sumergí en las imágenes que la parte de mi cerebro que se activó en ese momento decidió escupir a mi retina. Y eran demasiadas, que se agolpaban para ser la primera, mientras otras luchaban por sumergir la última, la de la estación oscura de Sol, en el olvido. Y aparecían sonrisas, belgas, plazas mayores, tetas de Vallecas, Casas de Campo, aulas, apuntes perfectamente diseñados, exposiciones preparadas y por preparar, osos y madroños, Fnacs, O'neill's, Plazas de Santa Ana, San Chinarros, paddles y alitas de tamaño descomunal, victorias al mus, derrotas vitales y sobre todo, la sombra que me iba a acompañar hasta mi casa.
Salí de la estación como quien busca refugio en la realidad, pero no tuve suerte. Igual que a los románticos, el paisaje decidió acompañar mi camino de regreso. Preciados era una calle vacía, oscura, donde el único sonido reconocible era el de las escobas de dos siniestros barrenderos. Callao, fantasmal, como si un velo de tul cubriese los cines y las farolas. Incluso los semáforos.
El rojo era apagado, opaco, oscuro. El descenso por la Gran Vía parecía cuesta arriba. Los edificios, los mismos que hace poco cumplían con la avenida la centena de años, se derretían a mi paso, como si estuviesen pintados con acuarelas y expuestos a una lluvia torrencial. Se doblaban, se invertían, se desgranaban en miles de partículas que golpeaban en la noche, haciendo estallar los luminosos de los espectáculos.
La Plaza de España conservaba su microclima, pero su viento, esta vez, era más huracanado que nunca, como si tratase de arrebatarme lo poco que me quedaba durante esos minutos que van desde el primer hasta el segundo cruce. Miré hacia atrás y no había rascacielos, sólo una llanura amorfa de colores apagados que se transformaba en una avalancha que se desplazaba con ira hasta mí. Corrí para evitarla y me resguardé en la Plaza de los Cubos.
Ya a salvo, apuré los últimos metros con prisa para esconderme en mi casa. Dejé la mente en blanco durante unos minutos mientras me fumaba un cigarro en el salón y empecé a agitar la mano. "Hasta pronto. Espero que todo le vaya bien a Harpo...".
2 comentarios:
En el fondo (o no tan en el fondo) eres un sentimental. Aunque es cierto que algunas personas se merecen que les escribas algo así, aunque les de verguenza.
Personas especiales, que nunca se irán del todo. Él ya no puede, ni quiere (espero).
Por cierto, me admiras Vida de un, porque guardas las emociones en un frasquito cuando las sientes para sacarlas después y recordarlas como si no hubiera pasado el tiempo. Esa suerte que tienes.
Un besito (para los dos)
Y sí, parece lo que no fue... o si lo fue?? que de la amistad al amor hay un paso, ya lo sabes.
"...me admiras Vida de un...". Jajaja... Sí, te admiro. Y remiro. Gracias.
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