Con Platón En El Autobús

Llegué justo a tiempo para dejar la maleta y la mochila en el maletero del autobús, que ya tenía el motor en marcha. El conductor me confirmó que el billete era real y que mi asiento era el 25, casi al final y al lado de la ventana. Arriba, mis compañeros de viaje se acomodaban en los asientos, anchos y acolchados, colocaban sus maletas en los altillos o se acurrucaban como fetos buscando el sueño que les hiciese más llevaderas las siete horas que nos quedaban por delante.

"Perdona, pero creo que ese es mi asiento". Ella, que miraba a un punto infinito por la ventana, se giró, me miró y con una sonrisa me pidió perdón. "Es que no sabía cuál era el mío". Con el motor en marcha y el autobús con la intención de abandonar Madrid, ella, con la misma sonrisa, me mira, me toca el hombro y me pregunta si le puedo ayudar a bajar el cabezal de su asiento. "Es que soy bajita y me queda muy incómodo". Éramos compañeros de viaje. Las dos breves conversaciones nos habían convertido en una especie de pareja unida por el azar de los números aleatorios que repartía un ordenador accionado por un empleado que perdía sus horas y su ilusiones en la ventanilla de una estación de autobuses. A mí me había llevado hasta ese asiento la urgencia de irme a Vigo y la imposibilidad de ocupar uno de los individuales que el autobús express y nocturno regala en su parte derecha. A ella, lo caro de los billetes de avión y el relax que le proporcionaba haber estado dos semanas en Madrid esperando por un trabajo que nunca llegó.

Con Madrid a la espalda y los márgenes de la autopista repletos de luces de neón que anunciaban noches largas para los camioneros, entablamos nuevas conversaciones. La primera, forzada por la película que se proyectaba en la televisión del bus. El dvd fallaba y nos repitieron hasta tres veces los primeros 20 minutos de la película. A la tercera, entre risas, reproducíamos los diálogos y las situaciones. Antes, habíamos descubierto juntos cómo se conectaban los cascos y cómo se llegaba al canal del audio para poder seguir la televisión. Eso sí, el cabezal de su asiento seguía sin adaptarse a su altura.

Sin película (el conductor se hartó y nos castigó sin ella) y sumergidos en la madrugada en plena Castilla, nos amenizamos el viaje entre susurros. El resto de los pasajeros dormían, pero nosotros sólo habíamos empezado a viajar. Respuestas a las preguntas. ¿Qué haces en Madrid? ¿Por qué te vas un martes a Vigo? ¿Por qué va el autobús tan lleno un martes? ¿Dónde estudiaste? ¿Así que la conoces? No me lo puedo creer... Y ya eran las 2 de la madrugada. Y quizás rendida por el día tan largo, apoyó la cabeza en mi hombro, abusando de la extraña confianza que logramos en tres horas de susurros y sonrisas intuidas en medio de la carretera.

"¿Sabes que sólo podemos ver menos de un tercio de las estrellas que cubren el cielo por culpa de las luces de la ciudad?". "No", contesté, sin pararme a pensar si eso era mucho o poco. "Desde el pueblo de mi familia se ve todo el cielo despejado. Seguro que se pueden ver más de la mitad de las que existen". "Seguro", contesté, sin parame a pensar si eso era posible. "Tienes el hombro muy cómodo. Yo no, siempre me lo dicen".

La voz del conductor nos avisaba de que tocaba parar en mitad del camino, justo antes de entrar en Galicia, para comer y beber algo y estirar las piernas. Mala decisión. Sentados uno frente al otro en la mesa del bar de carretera nos dimos cuenta de todo. Con luz, con gente, fuera de nuestro hábitat, no era lo mismo. Estábamos limitados al autobús, a los asientos 25 y 26, a ver la vida desde el cristal. Allí, uno enfrente del otro, no éramos más que dos viajeros desconocidos sin nada de lo que hablar. Yo me levanté antes. Terminé el agua sin gas y salí a fumar. Ella pasó delante de mí cinco minutos después. No la reconocí. No era la misma del autobús.

Cuando reiniciamos el camino, todo volvió a la normalidad. Pero sabíamos que nos quedaban tres horas, más o menos, para ser los dos. Aprovechamos el tiempo de viaje para reirnos mientras nos repartíamos las posesiones comunes. Nos dividimos la luna que nos acompañó durante el viaje, las estrellas y las luces de las casas lejanas. Ella se quedó con los árboles que pasaban difuminados por la velocidad y la oscuridad y yo con los reflejos de las farolas de los pueblos en la lejanía. Y nos quedamos dormidos.

La voz del conductor me despertó ya entrando en la estación de Vigo. Tardé en abrir los ojos; sólo lo hice cuando el autobús apagó el motor. Ella ya no estaba. Había sido la primera en bajar. Con la sombra de la culpa sobre los hombros por no haber despertado antes, recogí el equipaje. Fuera, esperando un taxi a las 6 de la mañana, me pareció verla subiendo a un coche y diciéndome adiós con la mirada. "A lo mejor en otra ocasión; quién sabe, en Marte, quizás...".

Siempre nos quedará lo que Platón diseñó para un autobús.

2 comentarios:

Yagoi dijo...

Bribón!

M€ dijo...

Es un medio jale.

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