Desde pequeño, siempre dije que me gustaría vivir en Madrid o en Barcelona. Tonterías de un chaval cualquiera, pensaréis... Pues sí. Pero me reafirmo. Y me he reafirmado desde que estoy en Madrid y siempre que visito Barcelona. Este último fin de semana he estado en Barcelona (con cama en Sabadell, cortesía del Gigante Bueno) y, como siempre, me ha vuelto a encantar. Yo soy de ese tipo de personas, extrañas ellas en esta España del PP, a la que le encantan los vascos y los catalanes.
Viajar a Barcelona merece la pena ya sólo por la entrada que hace el avión en la ciudad. La sobrevuela, se encamina hacia el mar, se coloca en paralelo a la costa para que puedas dibujar la Diagonal y la Sagrada Familia, y aterriza. Desde lo alto, con una escuadra y un cartabón, puedes diseñar tu camino; yo me planifiqué los cuatro días que estuve ahí en los breves minutos que duraba la maniobra del piloto. Lo peor, las increíbles turbulencias que tuvimos durante el viaje y la mala noticia, después de aterrizar: un control de policía nada más salir del 'finger'. En él, dos polis bien identificados con su placa al cuello como el que lleva un móvil última generación, hacían guardia como estatuas de sal. Primero, un aviso a uno de los cubanos con los que compartí el viaje en avión. Segundo, un "espere un momento" dirigido a mí. No sé qué cara tengo o pongo, que los controles me eligen a mí como víctima.
El poli malo, calvo y con cara de mala leche, mirando al frente, a un punto infinito en el que supongo que estarían apilados todos sus traumas infantiles, me pidió, sin mirarme a los ojos en ningún momento ni apartar la mirada del infinito, mi identificación y me preguntó de dónde venía. "De Madrid", contesté con seguridad e incredulidad porque ¿realmente no sabía de dónde venía el avión? "Ha hecho alguna escala", decía sin apartar la mirada de su infancia triste con un padre que le pegaba en la cabeza. "No...", le respondí. Cogió el DNI, miró el reverso con velocidad y me devolvió la identificación. "Puede pasar". Sólo me acojoné en el momento en el que recordé que llevaba un pequeño desodorante en la mochila que había pasado desapercibido en el control previo al embarque. Si se dedicasen a otras cosas, mejor nos iría...
Sabadell desde la terraza del Gigante Bueno
Y ahí dieron comienzo mis cuatro días en Barcelona. El Gigante Bueno me citó en la Plaza de Catalunya, y después de encontrarnos, adularnos y abrazarnos, nos dirigimos a la bella ciudad de Sabadell. Después, otra vez vuelta a la gran ciudad. Contando que en cada recorrido tardas unos 40 minutos, mis primeras horas fueron observando las maravillas de los Ferrocarriles de la Generalitat, cortesía del señor Pujol. Acabamos en Gracia cenando un kebab servido por Roberto Benigni y después nos tomamos una cerveza en un local cubano con un excelente ambiente (estaba el camarero hablando por teléfono y la tele encendida, además de una música estupenda). Éramos dos, pero a partir de ese momento, las gentes se fueron sumando.
La noche en general, bien, qué os voy a contar. Salir por Barcelona tiene las mismas ventajas y desventajas que en Madrid. Muchos sitios a los que ir, muchos ambientes diferentes, pero mucho coñazo para trasladarse de un sitio a otro. El tren de vuelta me invitó a dormir después de asegurarle al Gigante Bueno que yo no dormía en los trenes...
El sábado disfrutamos de una maravillosa tarde en la villa de Sabadell. Qué puedo decir de ella... pues que tiene chimeneas de antiguas fábricas y que tiene una calle grande con comercios y algunas plazas. Ah, también constaté la obsesión de los catalanes con los dragones, a los que incluyen en toda celebración que se precie.
Bola de Drac
Por la noche, una fiesta en un chalet cerca del Parc Güell, previa cena en un restaurante francés. Lo digo aquí: fuimos los más divertidos de la fiesta. Es una realidad. Esa fue mi impresión, pero creo que no conocer a la gente te permite algunas licencias, como la no necesidad de socializar con gente que no te apetece. Los cinco que fuimos (sólo uno conocía a unas cuantas personas, que incluso algunos le odiaban) conseguimos que la fiesta no fuese un coñazo. Vale, esto último es una flipada, pero así lo pensaba mucha gente de la fiesta (claro, contestaban que sí a mi pregunta, a la pregunta de un desconocido con acento gallego).
Los cinco más divertidos
El domingo lo cerré con una visita a mi primo de Barcelona. Por no enrollarme, me quedo con su disección de la universalizada idea de que el catalán es agarrado. Todo se resume en un término de márketing, el smart shopping (comprador inteligente). El catalán no se va a una terraza con sus amigos a gastarse 4 euros en una cerveza; él se la compra en un supermercado por 65 céntimos, la enfría y se la toma en casa. Lo mismo, pero más barato... La comida, igual. Total, si la vas a cagar en dos horas...
Y nada más. El lunes hice una fugaz visita al mar, a las Ramblas y al barrio Gótico, comí con el Gigante Bueno y regresé a Madrid. Otro país, otro lugar, vamos a ver el circo...
Y eso, besos, chiquets.
No hay comentarios:
Publicar un comentario