Números

Números y más números y más números y más números. Entended que para un chico de letras puras como yo, eso se convierte en una espiral sin fin de desasosiego y dolor en la entrepierna. Dicen de mí que fui capaz de revivir lenguas muertas como el griego y el latín en 3º de BUP y COU, que conmigo tenían actividad e incluso generaban nuevas normas y reglas gramaticales; yo, que vivo por y para las letras; yo, que vivo en la letra A en Vigo y D en Madrid; yo, que estaba en el grupo C en derecho y en la clase B en el colegio; yo, que no sé hacer la O con un canuto. Yo, en resumen, que soy de letras, me veo rodeado de números.

El otro día me pedían un número del que aún no había oído hablar. "Necesitamos tu número de la Seguridad Social". ¡¡Un número nuevo!! Además, uno que conllevaba empezar a cotizar, como un chico mayor, que suponía dejar el biberón y empezar a beber en vasos grandes, pasar del pantalón corto al largo y empezar a peinarme yo solo. Conocía números raros, como el número pi, aquel famoso 3,1416... Había oído hablar de él, pero ¿el de la Seguridad Social? "No te preocupes, aquí te lo damos", me dijo un hombre calvo en el edificio que ocupa el Ministerio de Trabajo en Vigo. Y sí, me lo dieron. Era un número largo, como un nuevo DNI.

La primera duda apareció rápido detrás de mi oreja, acechándome como un violador. "¿Tendré que memorizármelo?". Tengo ya muchos números en mi cabeza, retengo demasiada información numérica en mi cerebro como para sobrecargarlo con tantos dígitos. Mi teléfono móvil, el fijo de mi casa, mi piso, el código postal, el número de cuenta, las claves de la tarjeta de crédito o del correo electrónico... ¿uno más? Creo que será imposible. Para descargar responsabilidad y soltar lastre numérico en mi cabeza, saqué copias del documento oficial que mostraba al que quisiese saberlo que acababa de recibir un nuevo número para engrosar la ya de por sí engorrosa lista de numeritos. No tenía vida laboral, pero sí un número que era el principio esa vida. "Con tanta copia no hace falta que lo memorice y siempre lo tendré a mano", pensé mientras sonreía lleno por dentro por mi gran razonamiento.

Hoy, sin ir más lejos, hace unos minutos, decidí consultar el correo de la Universidad de Madrid. Aún seguía ahí. "Introduzca su clave". Como no, mi clave era... ¡¡premio!! ¡¡un número!!. Pero no un número de esos que puedes poner tú como quieras ni uno de esos que es fácil, de dos cifras, cuatro dígitos o tres chorradas, no. Era un numeraco que si te lo aprendías creo que te convalidaban un par de asignaturas de matemáticas.

Yo confío mucho en mi memoria. Demasiado, creo. Así que no se me ocurrió apuntarlo nunca en ningún sitio. Y ahí estaba yo, delante de la deslumbrante pantalla del ordenador, realizando las cábalas más extrañas para alcanzar un haz de luz en mi memoria que me transportase al mismo día que me dijeron: "Eh, chaval, esta es tu clave; es un número, así que apúntatelo por si se te olvida". "¿Olvidárseme a mí? Estás de coña, pringao...". Ese mismo que con desidia llamaba "pringao" al otro era yo, el mismo imbécil que se secaba las gotas de sudor tratando de descifrar en su maltrecha y atiborrada de números memoria aquella clave que hace cuatro años memoricé, pensaba, para el resto de mi vida.

Por suerte, el haz de luz apareció. Era Dios. "Mauro, te doy esta oportunidad para que no vuelvas a fallar. Este es el número, pero ahora no me hagas la misma jugarreta con el número de la Seguridad Social". Con su divinidad (muy divina, por cierto), me rescató de las fauces del olvido para que pudiese entrar en mi correo de la Universidad y sorprenderme de nuevo, una vez más...

Otro número: "Mensajes sin leer: 60". Me cago en todo, malditos números.

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